Los gases de la combustión pasan a través de la tobera del cohete como una taza de café caliente vertida en la garganta de un muñeco de nieve.
Anthony condujo hasta el Memorial Jefferson con Larry sentado en el asiento delantero entre Pete y él. Aún estaba oscuro, y aquella zona de la ciudad seguía desierta. Hizo girar al coche y aparcó de forma que pudiera hacer señales con los faros delanteros a cualquier otro vehículo que se aproximara.
El monumento era una doble circunferencia de columnas con techo en forma de cúpula. Se alzaba sobre una alta plataforma a la que se accedía por una escalinata situada en el otro lado.
—La estatua mide veintisiete metros y pesa cuatro mil quinientos kilos —dijo Anthony—. Es de bronce.
—¿Dónde está? —preguntó Larry.
—Desde aquí no puedes verla, pero está justo detrás de aquellos pilares.
—Teníamos que haber venido de día —gimoteó Larry.
Habían salido juntos otras veces. Anthony lo había llevado a la Casa Blanca, al zoo y al Smithsonian. Le compraba un perrito caliente a mediodía, un helado por la tarde y algún juguete antes de llevarlo a casa. Siempre se lo habían pasado bien. Anthony quería a su ahijado. Pero esta vez Larry sabía que algo iba mal. Era demasiado temprano, quería ver a su madre y probablemente percibía la tensión que reinaba en el vehículo. Anthony abrió la puerta.
—Quédate aquí mientras hablo con Pete, Larry.
Los dos hombres se apearon del coche. Sus bocas exhalaban vapor en el aire helado.
—Yo esperaré aquí —dijo Anthony a Pete—. Tú coge al chico y enséñale el monumento. Quédate en este lado para que ella lo vea cuando llegue.
—De acuerdo. —El tono de Pete era frío y seco.
—Odio hacer esto —dijo Anthony. En realidad, había dejado de importarle. Larry estaba asustado y Billie frenética de terror, pero lo superarían, y él no podía permitir que los sentimientos se interpusieran en su camino—. No vamos a hacerle daño al niño, ni a su madre —añadió tratando de tranquilizar a Pete—. Pero ella nos dirá dónde está Luke.
—Y luego le devolveremos al chico.
—No.
—¿No? —La oscuridad enmascaraba la expresión de Pete, pero su voz dejaba traslucir la consternación—. ¿Por qué?
—Por si necesitamos que su madre nos siga proporcionando información más adelante. —Pete estaba desconcertado, pero obedecería, al menos por el momento, pensó Anthony. Abrió la puerta del coche—. Venga, Larry. El tío Pete te va a enseñar la estatua.
Larry bajó del vehículo. Con cautelosa urbanidad, dijo:
—Cuando la hayamos visto, creo que me gustaría volver a mi casa…
Anthony sintió que se le hacía un nudo en la garganta. El coraje del chico era casi más de lo que podía soportar. Al cabo de un instante, consiguió serenarse y respondió:
—Se lo preguntaremos a mamá. Ahora, ve con Pete.
Larry cogió la mano de Pete y juntos dieron la vuelta al Memorial en dirección a las escaleras. Un minuto después asomaron entre los pilares, iluminados por los faros del coche.
Anthony consultó su reloj. Dieciséis horas más tarde, el cohete habría despegado y todo habría acabado, para bien o para mal. Dieciséis horas eran muchas horas, tiempo de sobra para que Luke hiciera un daño irreparable. Por tanto, tenía que atraparlo, y pronto.
Billie se retrasaba. Por un instante, le asaltaron las dudas. ¿Seguro que vendría? Estaba demasiado nerviosa y asustada para llamar a la policía, o para intentar alguna jugarreta. Sí, vendría.
No se equivocaba. Al poco, vio acercarse un coche. No podía distinguir el color, pero era un Ford Thunderbird. Aparcó a veinte metros del Cadillac de Anthony, y una figura menuda y frágil se apeó de un salto sin apagar el motor.
—Hola, Billie —dijo Anthony.
Ella volvió la cabeza hacia el monumento y vio a Pete y Larry en la plataforma, mirando hacia las columnas. Se quedó petrificada, con los ojos clavados en ellos.
Anthony avanzó a su encuentro.
—No intentes ninguna tontería. Asustarías a Larry.
—No me hables de asustar a Larry, hijo de puta. —La tensión le quebró la voz. Estaba al borde de las lágrimas.
—No he tenido más remedio. —La hostilidad de Billie era más que comprensible; no obstante, su desprecio hizo mella en Anthony—. ¿Conoces la cita de Thomas Jefferson grabada en el monumento con letras de medio metro de altas? Dice así: «He jurado ante el altar de Dios eterna hostilidad hacia cualquier forma de tiranía sobre la mente del hombre». Ese es el motivo de lo que estoy haciendo.
—Idos al infierno tú y tus motivos. Has perdido de vista todos los ideales que tuviste alguna vez. Nada bueno puede justificar una indignidad como esta.
Estaba visto que discutir con ella era una pérdida de tiempo.
—¿Dónde está Luke? —le espetó. Se produjo una larga pausa.
—Ha cogido un avión a Huntsville —respondió Billie al fin.
Anthony dejó escapar un profundo suspiro de satisfacción. Ya tenía lo que necesitaba. Pero la respuesta le había sorprendido.
—¿Por qué a Huntsville?
—Porque allí es donde el ejército diseña los cohetes.
—Eso ya lo sé. Pero ¿por qué iba a ir allí precisamente hoy? La acción está en Florida.
—El motivo no lo sé.
Anthony intentó leer en su cara, pero estaba demasiado oscuro.
—Me parece que me estás ocultando algo.
—Me da igual lo que te parezca. Voy a coger a mi hijo y me marcharé de aquí.
—No, te equivocas —dijo Anthony—. Nos lo quedaremos un poco más.
La voz de Billie era un grito de angustia:
—¿Por qué? ¡Te he dicho adónde ha ido Luke!
—Puede que tengas más oportunidades de ayudarnos.
—¡Me has engañado!
—Viviréis —dijo Anthony, y dio media vuelta.
Ese fue su error.
Billie se esperaba algo por el estilo.
Cuando Anthony dio media vuelta y se dirigió hacia su coche, echó a correr tras él. Saltando con el hombro derecho por delante, le asestó un golpe entre los riñones. Sólo pesaba cincuenta y cuatro kilos, unos veinte menos que él, pero la sorpresa y la rabia jugaban a su favor. Anthony se tambaleó, cayó hacia delante y quedó a cuatro patas, gruñendo de asombro y dolor.
Billie sacó el Colt 45 de un bolsillo del abrigo.
Cuando Anthony intentó levantarse, volvió a embestirlo, esta vez desde un costado. El hombre se desplomó, rodó por el suelo y quedó boca arriba. Billie hincó una rodilla en el suelo, junto a su cabeza, y le metió el cañón de la pistola en la boca violentamente. Se oyó el ¡crac! de un diente al partirse.
Anthony sintió que se le helaba la sangre.
Con deliberada lentitud, Billie accionó el seguro y lo puso en posición de disparo. Miró a Anthony a los ojos y vio miedo. No se esperaba la pistola. Un hilillo de sangre le corría barbilla abajo.
Billie alzó la vista. Larry y el hombre que lo custodiaba seguían mirando hacia el monumento, ajenos a la pelea. Volvió a dedicar su atención a Anthony.
—Voy a sacarte la pistola de la boca —le anunció entre dos jadeos—. Si te mueves, te mato. Si sobrevives, llamarás a tu compinche y le dirás lo que yo te mande.
Le sacó la pistola de la boca y le apuntó al ojo izquierdo.
—Vamos —le ordenó—. Llámalo. Anthony titubeó.
Billie le puso el cañón en el párpado.
—¡Pete! —gritó Anthony.
Pete miró a todas partes. Hubo un momento de silencio. Se oyó la voz inquieta de Pete:
—¿Dónde estás?
El haz de luz de los faros no alcanzaba a Anthony y Billie.
—Dile que se quede donde está —ordenó Billie a Anthony.
Anthony no despegó los labios. Billie le apretó el cañón contra el párpado.
—¡Quédate donde estás! —gritó Anthony.
Pete se llevó una mano a la frente y escrutó la oscuridad tratando de localizar el lugar de donde provenía la voz.
—¿Qué está pasando? —gritó—. No te veo.
—¡Larry! —gritó Billie—. ¡Soy mamá! ¡Corre al Thunderbird!
Pete agarró al niño del brazo.
—¡El hombre no me deja! —chilló Larry.
—¡Estate tranquilo! —gritó Billie—. El tío Anthony va a decirle al hombre que te suelte —dijo, y apretó el cañón contra el ojo de Anthony.
—¡Está bien! —gritó Anthony. Billie redujo un poco la presión—. ¡Suelta al chico!
—¿Estás seguro? —preguntó Pete.
—Haz lo que te digo, por amor de Dios… ¡Me tiene encañonado!
—¡De acuerdo! —Pete soltó el brazo de Larry.
Larry corrió hacia la otra parte del Memorial y reapareció al cabo de unos segundos al nivel del suelo. Al ver a su madre, corrió más deprisa hacia ella.
—No vengas aquí —le ordenó esforzándose por, sosegar la voz—. Entra en el coche, vamos…
Larry corrió hacia el Thunderbird, saltó adentro y cerró de un portazo.
Con un rápido vaivén, Billie golpeó a Anthony en ambas mejillas con la pistola, tan fuerte como pudo. ÉÉl soltó un grito de dolor, pero antes de que pudiera moverse Billie volvió a meterle la pistola en la boca. Anthony se quedó inmóvil, gruñendo.
—Acuérdate de esto cuando sientas tentaciones de volver a secuestrar a un niño —masculló Billie.
Le retiró la pistola de la boca y se irguió.
—No te muevas —dijo.
Anduvo de espaldas hacia el coche sin dejar de apuntarle. Echó un vistazo al monumento. Pete no se había movido.
Se metió en el coche.
—¿Tienes una pistola? —le preguntó Larry.
Billie se guardó el arma en la chaqueta.
—¿Estás bien? —preguntó a su hijo.
El niño se echó a llorar.
Puso la primera y se alejó.