Todos los niños de la orquesta eran pobres, y la mayoría negros. El ensayo tuvo lugar en el vestíbulo de una iglesia, en un vecindario cochambroso. Los instrumentos eran regalados, prestados o comprados en casas de empeño. Ensayaron la obertura de una ópera de Mozart, Las bodas de Fígaro. Contra lo que cabía esperar, tocaban bastante bien.
La razón era Elspeth, profesora exigente que no pasaba por alto ni una nota falsa ni un desliz rítmico, pero corregía a sus pupilos con infinita paciencia. Esbelta en su vestido amarillo, dirigía la orquesta con extraordinaria energía, haciendo ondear su cabellera pelirroja y extrayendo acordes de los pequeños músicos con apasionados ademanes de sus largas y elegantes manos.
El ensayo duró dos horas, y Luke asistió a él de principio a fin, hechizado en su asiento. Saltaba a la vista que todos los chicos estaban enamorados de Elspeth y que todas las chicas querían ser como ella.
—Esos chavales llevan tanta música dentro como cualquier niño rico con un Steinway en la sala de estar —dijo Elspeth cuando estuvieron en el coche—. Pero me han traído un montón de problemas.
—Por amor de Dios, ¿por qué?
—Me llaman amiga de los negros —confesó Elspeth—. Y mi carrera en la CIA está en el dique seco.
—No lo entiendo.
—Cualquiera que trate a los negros como seres humanos es sospechoso de ser comunista. Así que nunca pasaré de secretaria. Y no es que me importe demasiado. De todas formas, las mujeres nunca llegan más allá de agente de calle.
Lo llevó a su casa, un pisito semidesnudo con varios muebles modernos y angulares. Luke preparó martinis y Elspeth se puso a hacer espaguetis en la diminuta cocina. Luke le hablaba de su trabajo.
—No sabes cómo me alegro por ti —dijo ella con generoso entusiasmo—. Siempre te interesó la investigación espacial. Recuerdo que cuando estábamos en Harvard y salíamos juntos hablabas del tema a todas horas.
Luke sonrió.
—En aquella época casi todo el mundo lo consideraba una ridícula fantasía de los escritores de ciencia-ficción.
—Supongo que aún no podemos estar seguros de que se convierta en realidad.
—En mi opinión, sí podemos —dijo Luke poniéndose serio—. Los problemas más graves los resolvieron los científicos alemanes durante la guerra. Los nazis construyeron cohetes que podían lanzarse sobre Londres desde Holanda.
—Lo recuerdo perfectamente, yo estaba allí… Los llamábamos bombas volantes —explicó con un estremecimiento súbito—. Una estuvo a punto de matarme. Iba hacia mi despacho en medio de un ataque aéreo, porque tenía que dar instrucciones a un agente que debía saltar en paracaídas sobre Bélgica al cabo de unas horas. Oí explotar una bomba a mis espaldas. Hacen un ruido espeluznante, como un ¡crac! ensordecedor; luego se oye el estruendo de cristales rotos y paredes que se desploman, y se levanta una especie de vendaval de polvo y guijarros. Sabía que si me volvía a mirar me entraría el pánico, me tiraría al suelo y me quedaría hecha un ovillo con los ojos bien cerrados. Así que mantuve la vista al frente y apreté el paso.
Luke se sintió conmovido por la imagen de una Elspeth más joven caminando por calles sombrías con las bombas cayendo a su alrededor, y dio gracias porque hubiera sobrevivido.
—Fuiste muy valiente —murmuró.
Elspeth se encogió de hombros.
—Yo no me sentía nada valiente. Estaba aterrada.
—¿En qué pensabas?
—¿No te lo imaginas?
Luke recordó que, cuando Elspeth quería mantener la mente ocupada, cavilaba sobre cuestiones matemáticas.
—¿Números primos? —aventuró.
Elspeth se echó a reír.
—En los números de Fibonacci.
Luke asintió. El matemático Leonardo Fibonacci había imaginado una pareja de conejos que producían dos crías cada mes, pareja que empezaba a reproducirse al mismo ritmo al mes de nacer, y se preguntó cuántas parejas de conejos habría al cabo de un año. La respuesta era 144; pero lo que se convirtió en la secuencia numérica más famosa de la historia de las Matemáticas fue la serie de números correspondientes a la cantidad de parejas de conejos existentes cada mes: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144… Para obtener el número siguiente basta con sumar los dos anteriores.
—Cuando llegué al despacho —dijo Elspeth—, había calculado el cuadragésimo número de Fibonacci.
—¿Recuerdas cuál es?
—Por supuesto: ciento dos millones trescientos treinta y cuatro mil ciento cinco. ¿Así que nuestros misiles se basan en las bombas volantes de los alemanes?
—Sí, en el cohete V2, para ser exactos. —Se suponía que el trabajo de Luke era confidencial, pero estaba hablando con Elspeth, que además seguro que estaba en un nivel de seguridad superior al suyo—. Estamos construyendo un cohete que podrá despegar de Arizona y explotar en Moscú. Y si podemos hacer eso, podemos llegar a la Luna.
—Entonces, ¿es lo mismo sólo que a mayor escala?
Elspeth mostraba más interés por los cohetes que ninguna otra chica que hubiera conocido.
—Efectivamente. Necesitaremos motores más grandes, combustible más potente, mejores sistemas de guía… cosas así. Ninguno de esos problemas es insuperable. Además, los científicos alemanes de que te hablaba, ahora trabajan para nosotros.
—Sí, ya lo he oído —dijo Elspeth, y cambió de tema—. ¿Y qué me dices de la vida en general? ¿Sales con alguien?
—Pues ahora mismo no.
Había mantenido relaciones con varias chicas desde su ruptura de hacía nueve años con Billie, y se había acostado con alguna, pero la verdad —que prefería no contarle a Elspeth— era que ninguna le había dejado huella.
De una de ellas hubiera podido enamorarse. Era una chica alta de ojos castaños y pelo rebelde. Su energía y su joie de vivre le recordaban a Billie. La había conocido en Harvard cuando hacía el doctorado. A últimas horas de una tarde, mientras paseaban por el campus, ella le había cogido las manos y le había dicho:
—Estoy casada.
Luego le había dado un beso y se había marchado. Era lo más parecido a entregar el corazón que recordaba.
—¿Y tú? —le preguntó a Elspeth—. Peg se acaba de casar, Billie está a punto de divorciarse… Se te está amontonando la faena…
—Bah, ya sabes lo que nos pasa a las chicas del gobierno.
La expresión era un cliché de los periódicos. En Washington había tantas mujeres jóvenes trabajando como funcionarías que tocaban a cinco por soltero. En consecuencia, el tópico aseguraba que estaban sexualmente frustradas y ansiosas por conseguir una cita. Luke no creía que fuera el caso de Elspeth, pero si prefería eludir la cuestión estaba en su derecho.
Elspeth le pidió que vigilara el fuego mientras se arreglaba un poco. Había una cacerola enorme llena de espaguetis y una sartén pequeña donde bullía la salsa de tomate. Luke se quitó la chaqueta y la corbata y se puso a remover la salsa con una cuchara de madera. El martini lo había puesto a tono, la comida olía a gloria y estaba con una mujer que le gustaba un montón. Por tanto, se sentía de maravilla.
Oyó a Elspeth, que lo llamaba con un deje desvalido insólito en ella.
—Luke… ¿podrías venir?
Entró en el cuarto de baño. El vestido de Elspeth colgaba detrás de la puerta, y ella estaba de pie en sujetador sin tirantes color melocotón, escueta braguita a juego, medias y zapatos. Aunque iba más vestida que si estuviera en la playa, verla en ropa interior le produjo una excitación fulminante. La chica tenía una mano en el rostro.
—Maldita sea, me ha entrado jabón en el ojo… —dijo—. ¿Podrías echarme un poco de agua?
Luke se acercó al lavabo y abrió el grifo del agua fría.
—Agáchate, acerca la cara a la pila —le dijo poniéndole la mano entre los omoplatos.
Luke sintió el tacto cálido y suave de su blanca piel. Cogió un poco de agua en la palma de la mano derecha y la alzó hacia el rostro de Elspeth.
—¡Qué alivio! —susurró ella.
Le lavó el ojo varias veces, hasta que ella aseguró que había dejado de escocerle. Luego la hizo erguirse y le secó la cara dándole suaves toques con una toalla limpia.
—Tienes el ojo un poco irritado, pero creo que no es nada —dijo Luke.
—Debo de estar horrible.
—No. —Luke la miró fijamente. Tenía el ojo enrojecido y el pelo del mismo lado parcialmente húmedo, pero estaba tan arrebatadora como el día que la conoció, hacía más de una década—. Estás para comerte.
Seguía con la cabeza levantada, aunque Luke ya había acabado de secarle el rostro. Sus labios entreabiertos esbozaban una sonrisa. Besarla era lo más fácil del mundo. Ella respondió al contacto de sus labios, débilmente al principio; poniéndole las manos en la nuca, atrayéndolo hacia sí y besándolo con fuerza enseguida.
Luke sintió que el sujetador se aplastaba contra su pecho. Aquello hubiera debido excitarlo, pero el alambre de los aros era tan rígido que le arañaba la piel bajo el fino algodón de la camisa. Al cabo de un momento se separó de Elspeth, muerto de apuro.
—¿Qué? —preguntó Elspeth.
Luke rozó el sujetador con un dedo y sonrió embobado.
—Se me clava —murmuró.
—Pobrecito mío —susurró ella con socarrona ternura.
Se llevó las manos a la espalda y se desabrochó el sujetador con un rápido movimiento. La prenda cayó al suelo.
Le había acariciado los pechos varias veces, muchísimos años atrás, pero nunca se los había visto. Eran muy blancos y redondos, y la excitación le había puesto tiesos los rosados pezones. Elspeth le echó los brazos al cuello y apretó el cuerpo contra Luke. Los pechos eran blandos y estaban calientes.
—Listos —dijo ella—. ¿Se te clavan ahora?
Momentos después, la cogió en brazos, la llevó al dormitorio y la dejó sobre la cama. Ella se quitó los zapatos agitando los pies en el aire. Luke acarició la goma de la braguita y preguntó:
—¿Puedo?
A Elspeth le entró la risa.
—Ay, Luke, mira que eres educado…
Él sonrió de oreja a oreja. Aquello era un poco tonto, pero no sabía hacer las cosas de otra manera. Elspeth alzó las caderas y él le bajó la braguita. Las medias rosa hacían juego con el resto de la ropa interior.
—No preguntes —dijo ella—, y quítamelas de una vez.
Hicieron el amor despacio e intensamente. Ella lo atraía hacia sí y lo besaba una y otra vez mientras el cuerpo de Luke se arqueaba entre sus muslos.
—He soñado con esto tanto tiempo… —le susurró Elspeth al oído justo antes de ponerse a gritar de placer, varias veces, hasta abandonarse sobre las sábanas, exhausta.
Ella cayó enseguida en un profundo sueño, pero Luke permaneció despierto, reflexionando sobre su vida.
Siempre había deseado formar un familia. Para él la felicidad era una casa grande y ruidosa llena de niños, amigos y animales domésticos. Y sin embargo ahí estaba, cumplidos los treinta y cuatro y soltero, con la sensación de que los años transcurrían cada vez más deprisa. Tras la guerra, su prioridad había sido el estudio, reconoció. Había vuelto a la facultad, deseoso de recuperar el tiempo perdido. Pero esa no era la verdadera razón de que no se hubiera casado. La verdad era que en su corazón sólo había habido dos mujeres: Billie y Elspeth. Billie lo había engañado, pero Elspeth estaba allí mismo, a su lado. Contempló su voluptuoso cuerpo al débil resplandor de las luces de la plaza Dupont. ¿Podía haber algo mejor que pasar todas las noches de aquel modo, con una mujer inteligente, valiente como un león, maravillosa con los niños y —por encima de todo— tan hermosa que lo dejaba sin resuello?
Al romper el día, se levantó y preparó café. Cuando volvió al dormitorio con la bandeja, encontró a Elspeth sentada en la cama, soñolienta y deseable. Ella le sonrió, radiante.
—Me gustaría preguntarte algo —dijo Luke. Se sentó en el borde de la cama y le cogió la mano—. ¿Quieres casarte conmigo?
La sonrisa se esfumó del rostro de la chica, que le miraba muy azorada.
—Ay, Señor —exclamó—. ¿Puedo pensarlo?