04:30 HORAS

El combustible penetra en la cámara de combustión del motor de un cohete a una velocidad de unos treinta metros por segundo. La combustión se produce en el instante en que los fluidos entran en contacto. El calor de la llama hace que los líquidos se evaporen enseguida. La presión aumenta hasta varios centenares de kilogramos por centímetro cuadrado, y la temperatura se eleva hasta 2760 grados Celsius.

—Estás enamorada de Luke, ¿verdad? —preguntó Bern a Billie.

Estaban sentados en el interior del coche de Billie ante el edificio donde vivía Bern. Billie no quería subir; estaba impaciente por llegar a casa, junto a Larry y Becky-Ma.

—¿Enamorada? —dijo, evasiva—. ¿Tú crees?

No estaba segura de querer confiarse a su exmarido. Eran amigos, pero no lo suficiente.

—No importa —dijo él—. Comprendí hace mucho tiempo que debiste casarte con Luke. Es verdad que también me querías, pero de otra manera.

Era cierto. Su amor por Bern había sido un sentimiento tierno y sosegado. Con él nunca había sentido el huracán de pasión que la arrastraba cuando estaba con Luke. Y si se preguntaba qué sentía por Harold —el tranquilo afecto o la emoción tempestuosa— la respuesta era deprimentemente clara. Pensar en Harold le proporcionaba una sensación tan grata como tenue. A pesar de su escasa experiencia con hombres —Bern, Luke y Harold eran los únicos con quienes se había acostado—, su instinto le decía que Harold nunca la haría experimentar la sensación de avidez sexual que la dejaba indefensa y temblorosa de deseo ante Luke.

—Luke está casado —dijo al fin—. Con una mujer hermosa. —Se quedó pensativa unos instantes—. ¿Te parece sexy Elspeth?

Bern frunció el ceño.

—Difícil pregunta. Podría serlo, con el hombre adecuado. A mí siempre me ha parecido fría, pero nunca ha tenido ojos para otro que no fuera Luke.

—No es que importe mucho. Luke es del tipo fiel. Seguiría con ella aunque fuera un iceberg, por puro y simple sentido del deber. —Hizo una pausa—. Me gustaría decirte algo.

—Adelante.

—Gracias. Por no soltarme un: «Ya te lo había dicho». Te aseguro que aprecio tu tacto. Bern se echó a reír.

—Te refieres a nuestra famosa pelea… Billie asintió.

—Dijiste que mi trabajo podría utilizarse para lavarle el cerebro a la gente. Y tu predicción se ha confirmado.

—Aun así, estaba equivocado. Tus investigaciones eran necesarias. Tenemos que comprender el funcionamiento del cerebro humano. Puede que alguna gente utilice los conocimientos científicos para hacer el mal, pero esa no es razón para oponerse al progreso científico. A propósito, ¿tienes alguna teoría sobre los tejemanejes de Anthony?

—Esto es lo único que se me ocurre. Supongamos que Luke hubiera descubierto a un espía allí abajo, en Cabo Cañaveral, y hubiera decidido presentarse en Washington para contarlo en el Pentágono. Pero resulta que el espía es un agente doble que trabaja para nosotros, y Anthony está dispuesto a protegerlo a toda costa.

Bern meneó la cabeza.

—No me convence. Anthony podría haber solucionado el problema limitándose a revelar a Luke que el espía era un agente doble. No tenía necesidad de borrarle la memoria.

—Supongo que tienes razón. Además, le ha disparado hace apenas unas horas. Ya sé que a los hombres esto de jugar a los espías tiende a haceros perder la chaveta, pero no puedo creer que la CIA esté realmente dispuesta a asesinar a un ciudadano estadounidense para proteger a un agente doble.

—Pues empieza a creerlo —dijo Bern—. Pero no hubiera sido necesario. Bastaba con que Anthony hubiera confiado en Luke.

—¿Tienes una teoría mejor?

—No.

Billie se encogió de hombros.

—Ya no estoy segura de que importe mucho. Anthony ha engañado y traicionado a sus amigos… ¿qué más da el porqué? Sea cual fuere el extraño propósito que lo ha empujado a hacerlo, lo hemos perdido para siempre. Y era un buen amigo.

—La vida apesta —dijo Bern. La besó en la mejilla y bajó del coche—. Si mañana tienes noticias de Luke, llámame.

—De acuerdo.

Bern caminó hacia el edificio, y el Thunderbird empezó a alejarse.

Billie cruzó el puente Memorial, rodeó el Cementerio Nacional y zigzagueó por las calles del barrio residencial hacia su casa. Subió el camino de acceso marcha atrás, costumbre que había adquirido porque siempre salía con retraso. Entró en casa, colgó el abrigo en el perchero del recibidor y fue directamente arriba desabrochándose el vestido y sacándoselo por la cabeza mientras subía las escaleras. Lo arrojó a una silla, se descalzó dando un par de patadas al aire y fue a echar un vistazo a Larry.

Cuando vio la cama vacía, soltó un grito.

Miró en el cuarto de baño y a continuación en el dormitorio de Becky-Ma.

—¡Larry! —gritó a pleno pulmón—. ¿Dónde estás?

Corrió escaleras abajo y miró en todas las habitaciones. Salió a la calle en ropa interior y buscó en el garaje y en el patio. De nuevo en casa, volvió a registrar cada habitación, abriendo armarios y mirando bajo las camas y en cualquier espacio lo bastante grande para que cupiera un niño de siete años.

Había desaparecido.

Becky-Ma salió de su cuarto con el miedo escrito en su arrugado rostro.

—¿Qué pasa? —preguntó con voz temblorosa.

—¿Dónde está Larry? —le gritó su hija.

—Creía que en su cama… —dijo la anciana con la voz convertida en un lamento aterrado al comprender lo ocurrido.

Billie permaneció inmóvil unos instantes, respirando con fuerza, tratando de dominar el pánico. Luego fue al cuarto de Larry y lo examinó detenidamente.

La habitación, en perfecto orden, no ofrecía signos de lucha. Al mirar en el armario, Billie vio el pijama azul de ositos con el que se había acostado el niño, doblado con esmero en un estante. La ropa que había dejado preparada para vestirlo por la mañana había desaparecido. Ocurriera lo que ocurriese, se la habían puesto antes de llevárselo. Daba la impresión de que se había marchado con alguien en quien confiaba. Anthony.

Al principio, sintió alivio. Anthony no le haría daño. Pero enseguida lo pensó mejor. ¿Seguro? Hubiera jurado que Anthony sería incapaz de hacerle daño a Luke, y sin embargo le había disparado. Ya no era posible decir de qué sería o no sería capaz Anthony. Como mínimo, Larry se habría asustado al ver que lo despertaban tan temprano y lo hacían vestirse y dejar la casa sin ver a su madre.

Tenía que recuperarlo de inmediato.

Bajó para llamar a Anthony. Antes de que pudiera cogerlo, sonó el teléfono. Se abalanzó sobre el auricular.

—¿Sí?

—Soy Anthony.

—¿Cómo has podido hacerlo? —le gritó—. ¿Cómo has podido ser tan cruel?

—Tengo que saber dónde está Luke —respondió el hombre fríamente—. Es absolutamente imprescindible.

—Ha ido… —Se contuvo. Si le daba la información, se quedaría sin armas.

—¿Adónde ha ido?

Billie respiró hondo.

—¿Dónde está Larry?

—Conmigo. Está bien, no te preocupes.

Aquello la sacó de sus casillas.

—¿Que no me preocupe, maldito hijo de puta?

—Tú dime lo que necesito saber y todo irá bien.

Quería creerlo, escupirle la respuesta y confiar en que trajera a Larry de vuelta a casa; pero se resistió a la tentación con todas sus fuerzas.

—Ahora escúchame. Cuando vea a mi hijo, te diré dónde está Luke.

—¿Es que no confías en mí?

—¿Estás de broma?

Anthony suspiró.

—De acuerdo. Nos encontraremos en el Memorial Jefferson.

Billie reprimió una exclamación de júbilo.

—¿Cuándo?

—A las siete en punto.

Billie miró el reloj. Pasaban de las seis.

—Allí estaré.

—Billie…

—¿Qué?

—Sola.

—Claro —dijo, y colgó.

De pie junto a ella, Becky-Ma parecía más vieja y frágil que nunca.

—¿Qué ocurre? —preguntó—. ¿Qué está pasando?

Billie procuró aparentar calma.

—Larry está con Anthony. Ha debido venir y llevárselo mientras dormías. Ahora voy a buscarlo. Ya podemos dejar de preocuparnos.

Subió al segundo piso. Entró en su dormitorio, cogió la silla del tocador y la puso delante del armario ropero. Se subió a ella y alcanzó una pequeña maleta que guardaba sobre el armario. La dejó encima de la cama y la abrió.

Desenvolvió un trozo de tela y se quedó mirando el Colt 45.

Todos habían recibido un Colt durante la guerra. Ella había conservado el suyo como recuerdo, pero un extraño instinto la había impulsado a limpiarlo y lubricarlo regularmente. Cuando te habían disparado una vez, no volvías a estar tranquila si no tenías un arma de fuego cerca, se decía.

Apretó con el pulgar el fiador del lado izquierdo de las cachas, detrás del gatillo, y sacó el cargador de la empuñadura. En la maleta había una caja de munición. Metió siete balas en el cargador empujándolas una a una contra el resorte; luego, volvió a introducir el cargador en la empuñadura hasta sentir el clic del seguro. Tiró del cerrojo para introducir una bala en la recámara.

Se volvió y vio a Becky-Ma en el umbral, que tenía los ojos clavados en la pistola.

Se quedó mirando a su madre en silencio.

Luego, corrió hacia la calle y saltó al interior del coche.