03:00 HORAS

Los depósitos de combustible disponen de deflectores cuyo cometido es reducir al mínimo los movimientos del combustible. Sin ellos, el líquido se agita con tal violencia que un misil de prueba, el Júpiter 1B, se desintegró cuando sólo llevaba noventa y tres segundos en el aire.

Anthony esperaba sentado al volante de su Cadillac amarillo a una manzana de la cafetería. Había estacionado detrás de un camión, de forma que el llamativo automóvil quedara lo más oculto posible; sin embargo, podía ver el establecimiento y el trozo de acera iluminado por las lunas con toda claridad. Al parecer, el tugurio gozaba de la preferencia de los polis: además del Thunderbird rojo de Billie y el Continental blanco de Bern, había dos coches patrulla aparcados ante el local.

Ackie Horwitz estuvo apostado ante la casa de Bern Rothsten, con instrucciones de seguir en su puesto a menos que apareciera Luke; pero al ver salir a Bern en plena noche, había tenido la sensatez de desobedecer la orden y seguirlo en su moto. En cuanto Bern entró en la cafetería, Ackie llamó al edificio Q para alertar a Anthony.

En ese momento Ackie, enfundado en un mono de cuero, salió de la cafetería llevando un vaso de plástico en una mano y una barra de caramelo en la otra. Se acercó a la ventanilla del Cadillac.

—Lucas está ahí dentro.

—Lo sabía —murmuró Anthony con malévola satisfacción.

—Pero se ha cambiado de ropa. Ahora lleva abrigo y sombrero negros.

—Perdió el otro sombrero en el Carlton.

—Rothsten y la mujer están con él.

—¿Quién más hay?

—Cuatro polis contando chistes verdes, un insomne leyendo la primera edición del Washington Post y el camarero.

Anthony asintió. No podía actuar contra Luke delante de los policías.

—Esperaremos a que salga; luego, le seguiremos los dos. Y esta vez no vamos a perderlo.

—Entendido.

Ackie volvió a su moto, aparcada tras el coche de Anthony, se sentó en el sillín y se puso a sorber el café.

Anthony rumiaba su plan. Darían alcance a Luke en una calle discreta, lo reducirían y lo llevarían a un piso franco de la CIA en Chinatown. Una vez allí, se libraría de Ackie. Y luego, mataría a Luke.

Estaba totalmente decidido. Había tenido un momento de debilidad emocional en el Carlton, pero poco a poco había conseguido amordazar su conciencia, y ahora estaba resuelto a no volver a pensar en amistad y traición hasta que todo hubiera acabado. Sabía que estaba haciendo lo correcto. Cuando hubiera cumplido con su deber, habría tiempo para arreglar cuentas con sus sentimientos.

Se abrió la puerta de la cafetería.

Billie salió la primera. El resplandor del local la iluminaba desde atrás, así que Anthony no le veía la cara, aunque reconocía su silueta menuda y su característico contoneo. A continuación, apareció un individuo con abrigo y sombrero negros: Luke. Se dirigieron hacia el Thunderbird rojo. El de la trenca, que cerraba la marcha, entró en el Lincoln blanco.

Anthony puso en marcha el motor.

El Thunderbird empezó a avanzar seguido por el Lincoln. Anthony esperó unos segundos; luego, sacó el Cadillac de detrás del camión. Ackie se pegó a su cola con la moto.

Billie torció en dirección este, y la pequeña comitiva la siguió. Anthony se mantuvo a manzana y media de distancia, pero las calles estaban desiertas: no tardarían en advertir que los seguían. Anthony se sentía fatalista. Ya no tenía sentido seguir ocultándose: había llegado el momento de enseñar las cartas.

Un semáforo en rojo les obligó a detenerse en la calle Decimocuarta, y Anthony paró detrás del Lincoln de Bern. Cuando cambió a verde, el Thunderbird de Billie salió disparado delante del Lincoln, que permaneció inmóvil.

Anthony soltó una maldición y retrocedió unos metros; luego movió la palanca del cambio automático y pisó el acelerador. El enorme automóvil salió como una bala. Torció bruscamente para adelantar al estático Lincoln y voló en persecución de Billie y Luke.

Billie zigzagueó por el vecindario de detrás de la Casa Blanca saltándose semáforos, haciendo caso omiso a las señales de «prohibido girar» y avanzando en sentido contrario por calles de una sola dirección. Anthony la imitaba en un desesperado intento de seguir pegado a la cola del Thunderbird, pero su Cadillac no tenía la misma maniobrabilidad, y fue perdiendo terreno poco a poco.

Ackie superó a Anthony y se pegó a la cola del Thunderbird. Pero, mientras Billie seguía alejándose del Cadillac, Anthony supuso que la estrategia de la mujer consistiría en sacudírselo de encima por medio de adelantamientos y giros, coger una autopista y dejar atrás a la moto, que no tenía nada que hacer frente a la velocidad máxima del Thunderbird.

—Mierda —masculló.

Pero medió la suerte. Billie dobló una esquina haciendo chirriar los neumáticos y se metió en plena inundación. Un desagüe inmediato al bordillo había rebosado, y la calle estaba sumergida en toda su anchura bajo unos cinco centímetros de agua. Billie perdió el control del vehículo. La cola del Thunderbird dio un brusco bandazo y el coche giró ciento ochenta grados. Ackie consiguió sortearlo, pero la moto resbaló, y él salió despedido y rodó por el agua, aunque se levantó casi de inmediato. Anthony pisó a fondo el freno del Cadillac, que patinó hasta detenerse en el cruce. El Thunderbird había quedado atravesado en la calle, con el maletero a escasos centímetros de un coche aparcado. Anthony se apresuró a bloquearle el paso avanzando hasta delante de su morro. Billie estaba atrapada.

Ackie ya había llegado a la puerta del conductor del Thunderbird. Anthony corrió hacia el lado contrario.

—¡Fuera del coche! —gritó sacando la pistola del bolsillo interior del abrigo.

Se abrió la puerta y salió el hombre del abrigo y el sombrero negros.

Anthony vio al instante que no era Luke, sino Bern.

Se volvió y miró hacia la calle por la que habían venido. Ni rastro del Lincoln blanco.

La rabia bullía en su interior. Habían intercambiado los abrigos, y Luke había escapado en el coche de Bern.

—¡Jodido cabrón! —le gritó a Bern. Le daban ganas de pegarle un tiro allí mismo—. ¡No tienes ni puta idea de lo que acabas de hacer!

Bern lo miraba con una calma exasperante.

—Pues dímelo tú, Anthony —replicó—. ¿Qué coño he hecho?

Anthony dio media vuelta y se metió la pistola en el abrigo.

—No tan deprisa —dijo Bern—. Nos debes una explicación. Lo que le has hecho a Luke es ilegal.

—No os debo una puta mierda —le escupió Anthony.

—Luke no es un espía.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Lo sé.

—No te creo.

Bern lo miró con dureza.

—Por supuesto que me crees —dijo—. Sabes perfectamente bien que Luke no es un agente soviético. Así que, ¿por qué coño finges lo contrario?

—Vete al infierno —dijo Anthony, y se alejó.

Billie vivía en Arlington, un barrio residencial lleno de árboles en la ribera virginiana del río Potomac. Anthony recorrió la calle con el coche. Al pasar frente a la casa, vio un Chevrolet sedán oscuro de la CIA estacionado en la otra acera. Dobló la esquina y aparcó.

Billie llegaría en un par de horas. Sabía adonde se dirigía Luke. Pero no se lo diría a Anthony. Había dejado de confiar en él. Permanecería fiel a Luke… a menos que la sometiera a una presión extraordinaria.

Era lo que pensaba hacer.

¿Se había vuelto loco? En el fondo de su cerebro, una voz apenas audible le preguntaba lo mismo una y otra vez: ¿merecía la partida aquel ordago? ¿Había alguna justificación para lo que estaba a punto de hacer? Procuró desechar las dudas. Había elegido su destino hacía mucho tiempo, y no se desviaría por nadie, ni siquiera por Luke.

Abrió el maletero del coche y sacó un estuche de cuero negro del tamaño de un libro grande y una linterna de bolsillo. Luego, se dirigió hacia el Chevy. Ocupó el asiento del pasajero y se quedó mirando a las ventanas apagadas de la casita junto a Pete. Esto será lo peor que he hecho en mi vida, pensó.

Se volvió hacia Pete.

—¿Confías en mí? —le preguntó.

El rostro marcado de Pete se torció en una mueca de apuro.

—¿A qué viene esa pregunta? Sí, confío en ti.

La mayoría de los agentes jóvenes adoraban a Anthony como si fuera un héroe, pero Pete tenía una razón extra para guardarle lealtad. Anthony había descubierto algo que le hubiera acarreado el despido —el hecho de que en una ocasión lo hubieran detenido por solicitar los servicios de una prostituta—, pero lo había mantenido siempre en secreto. En ese momento, para refrescarle la memoria, le dijo:

—Si hiciera algo que consideraras incorrecto, ¿seguirías apoyándome?

Pete dudó un instante, pero cuando habló su voz estaba teñida de emoción:

—Escucha. —Miró al frente, a través del parabrisas, hacia la calle iluminada por las farolas—. Para mí has sido como un padre, es todo lo que tengo que decir.

—Voy a hacer algo que no te va a gustar. Y necesito que me creas cuando digo que no me queda otro remedio.

—Te lo repito… Estoy contigo.

—Voy a entrar —dijo Anthony—. Toca el claxon si llega alguien.

Anthony subió con sigilo por el camino de acceso, rodeó el garaje y llegó ante la puerta trasera. Enfocó la linterna a la ventana de la cocina. La mesa y las sillas que tan bien conocía estaban envueltas en sombras.

Había vivido una vida de mentira y traición, pero nunca, se dijo asqueado de sí mismo, nunca había caído tan bajo.

Conocía la casa perfectamente. Miró primero en la sala de estar; luego, en el dormitorio de Billie. Vacíos. A continuación, en el cuarto de Becky-Ma. Dormía profundamente, con el audífono sobre la mesilla de noche. Por fin, se dirigió al dormitorio de Larry, el hijo de Billie.

Enfocó la linterna sobre el rostro del niño dormido sintiendo que la culpa le revolvía el estómago. Se sentó en el borde de la cama y encendió la luz.

—Eh, Larry, despierta —dijo—. Venga.

El chico abrió los ojos. Tras un momento de desorientación, le sonrió de oreja a oreja.

—¡Tío Anthony! —exclamó con la cara iluminada.

—A levantarse tocan —dijo Anthony.

—¿Qué hora es?

—Temprano.

—¿Qué vamos a hacer?

—Es una sorpresa —respondió Anthony.