Los padres de Anthony tenían un criadero de caballos cerca de Charlottesville, Virginia, a un par de horas de Washington. La casa era un enorme edificio blanco con estructura de madera y alas irregulares que contenían una docena de dormitorios. Había establos y pistas de tenis, un lago y un riachuelo, potreros y terreno arbolado. La madre de Anthony había heredado la propiedad de su padre, junto con cinco millones de dólares.
Luke llegó al rancho el viernes siguiente a la rendición de Japón. La señora Carroll salió a recibirlo a la puerta. Era una rubia nerviosa que debía de haber sido una belleza en otros tiempos. Lo acompañó a un pequeño dormitorio limpio como una patena, con suelo de madera barnizada y una cama tan alta como vetusta.
Se quitó el uniforme —por entonces había alcanzado el grado de mayor— y se puso una chaqueta sport de cachemira negra y pantalones de franela gris. Se estaba anudando la corbata cuando Anthony llamó a la puerta y asomó la cabeza.
—Te esperamos para tomar un cóctel en el salón —dijo.
—Voy enseguida —respondió Luke—. ¿Cuál es la habitación de Billie?
Una expresión de apuro cubrió el rostro de Anthony.
—Me temo que las chicas están en la otra ala —le explicó—. El almirante es un poco anticuado para estas cosas. —Su padre había servido en la marina hasta jubilarse.
—No importa —dijo Luke encogiendo los hombros. Si había pasado los últimos tres años recorriendo la Europa ocupada en plena noche, sería capaz de encontrar el dormitorio de su chica en la oscuridad.
A las seis, cuando bajó las escaleras, todos sus antiguos amigos le estaban esperando. Además de Anthony y Billie, estaban Elspeth, Bern y la amiga de este, Peg. Luke había pasado gran parte de la guerra con Bern y Anthony, y todos los permisos con Billie, pero no había visto a Elspeth ni a Peg desde 1941.
El almirante le tendió un martini y Luke le dio un buen trago. La ocasión lo merecía como pocas. La conversación era ruidosa y jovial. La madre de Anthony los contemplaba con una expresión de indefinible contento, y el padre bebía cóctel tras cóctel a un ritmo imbatible.
Luke observó a sus amigos durante toda la cena, comparándolos con los dorados jóvenes a los que tanto había inquietado la amenaza de expulsión de Harvard cuatro años atrás. Elspeth estaba flaca como un espíritu después de tres años de férreo racionamiento en el Londres de los bombardeos; hasta sus exuberantes pechos parecían más pequeños. Peg, que había sido una chica con poco gusto y mucho corazón, iba a la última; pero bajo el impecable maquillaje que le cubría el rostro, su expresión era dura y cínica. Bern tenía veintisiete años pero parecía diez mayor. Aquella había sido su segunda guerra. Herido tres veces, su rostro consumido era el de alguien familiarizado con el sufrimiento, el propio y el ajeno.
A Anthony le había ido mejor. Había visto algo de acción, pero pasó la mayor parte de la guerra en Washington. Su seguridad, su optimismo y su peculiar sentido del humor habían sobrevivido intactos.
Tampoco Billie parecía haber cambiado mucho. De niña se había familiarizado con la penuria y la pérdida de seres queridos, y ese tal vez era el motivo de que la guerra no le hubiera dejado marcas. Había pasado dos años actuando bajo una identidad falsa en Lisboa, donde Luke sabía —a diferencia de los demás— que había matado a un hombre rebanándole el pescuezo con discreta eficacia en el patio posterior de un café en el que se disponía a vender secretos al enemigo. Sin embargo, seguía siendo un pequeño manojo de exultante energía, tan pronto alegre como hecha una furia, y su expresivo y cambiante rostro era el objeto de estudio favorito de Luke.
Había sido cuestión de pura suerte que todos siguieran vivos. La mayoría de grupos como el suyo habrían perdido al menos a uno de sus componentes.
—Deberíamos brindar —dijo Luke levantando su copa de vino—. Por los que han sobrevivido… y por los que no.
Todos bebieron; a continuación, Bern tomó la palabra.
—Yo propongo otro. Por los hombres que le han partido el espinazo a la maquinaria bélica de los nazis… Por el ejército rojo.
Todos volvieron a beber, aunque el almirante parecía un tanto disgustado.
—Creo que ya está bien de brindis —dijo.
Aunque Bern seguía siendo un comunista convencido, Luke estaba seguro de que ya no trabajaba para Moscú. Habían hecho un trato, y Luke confiaba en la palabra de Bern. No obstante, su relación había perdido la calidez de antaño. Confiar en otro era como sostener un poco de agua en el hueco de las manos: si la dejabas escapar, no había forma de recuperarla. Luke se ensombrecía cada vez que recordaba el compañerismo que le había unido a Bern, pero no sabía qué hacer para recobrarlo.
Tomaron café en el salón. Luke fue pasando las tazas. Cuando ofrecía leche y azúcar a Billie, ella le susurró:
—Ala este, segundo piso, última puerta de la izquierda.
—¿Quieres leche? Billie arqueó una ceja.
Luke se aguantó la risa y siguió pasando tazas.
A las diez y media el almirante se empeñó en que los hombres se trasladaran a la sala de billar. El aparador se llenó de licoreras y cigarros cubanos. Luke no quiso beber más; estaba impaciente por deslizarse entre las sábanas y estrechar el cuerpo cálido y anhelante de Billie, y lo último que deseaba era quedarse dormido en el momento crítico.
El almirante se sirvió un enorme vaso de bourbon y se llevó a Luke a un extremo del salón para enseñarle sus armas, expuestas en una vitrina cerrada con llave. En la familia de Luke no había cazadores; desde su punto de vista, las armas sólo servían para matar gente, no animales, así que no le producían el menor placer. Además, estaba convencido de que formaban una combinación pésima con el alcohol. No obstante, en esa ocasión fingió interés por pura educación.
—Conozco a tu familia y siento un gran respeto por los tuyos, Luke —dijo el almirante mientras examinaban un rifle Enfield—. Tu padre es un gran hombre.
—Gracias —dijo Luke.
Aquello le sonaba a preámbulo de un discurso ensayado. Su padre había pasado la guerra en la Oficina de Administración de Precios; pero sin duda el almirante seguía considerándolo como un banquero.
—Tendrás que pensar en tu familia en el momento de elegir esposa, querido muchacho —siguió diciendo el almirante.
—Sí, señor, lo haré —respondió Luke preguntándose qué rondaría por la cabeza del buen hombre.
—Quien se convierta en la señora Lucas tendrá un puesto reservado en las capas superiores de la sociedad norteamericana. Debes encontrar a una chica capaz de desempeñar ese papel.
Luke empezaba a comprender por dónde iban los tiros. Molesto, devolvió el rifle a su soporte.
—Lo tendré en cuenta, almirante —dijo, y se dispuso a volver con los demás.
El almirante lo retuvo poniéndole una mano en el hombro.
—Hagas lo que hagas, no eches a perder tu vida.
Luke lo miró fijamente. Estaba decidido a no preguntarle adonde quería ir a parar. Creía saber la respuesta, y prefería no oírla.
Pero el almirante seguía en sus trece.
—No dejes que te atrape ese retaco judío… No está a tu altura.
Luke apretó los dientes.
—Si no le importa, eso es algo que preferiría discutir con mi padre.
—Pero tu padre no sabe lo de esa chica, ¿verdad?
Luke se puso como la grana. El almirante le había acertado de lleno. Luke y Billie aún no se habían presentado a sus respectivas familias.
En realidad, apenas habían tenido ocasión. Habían vivido su historia de amor a rachas, en mitad de una guerra. Pero ese no era el único motivo. Desde las profundidades de su corazón, una voz insidiosa y mezquina le repetía que una chica de una familia judía más pobre que las ratas no encajaba con la idea que sus propios padres se hacían de la esposa de su hijo. La aceptarían, estaba seguro; de hecho, llegarían a quererla, por las mismas razones por las que la quería él. Pero al principio se sentirían un tanto decepcionados. En consecuencia, deseaba presentársela en el momento adecuado, en una situación distendida que les diera la oportunidad de conocerla poco a poco.
El hecho de que hubiera una pizca de verdad en la insinuación del almirante no hizo sino encolerizar aún más a Luke. Con agresividad mal disimulada, le espetó:
—Perdóneme si le advierto que considero esas insinuaciones una ofensa personal.
La sala quedó en silencio, pero la velada amenaza de Luke pasó desatendida sobre la embotada testa del almirante.
—Te entiendo perfectamente, hijo, pero he vivido más que tú y sé lo que me digo.
—Dispense, pero usted no conoce a los interesados.
—Bah, puede que sepa más de la señorita en cuestión que tú mismo.
Algo en el tono del almirante consiguió escamar a Luke, pero estaba lo bastante fuera de sí como para hacer oídos sordos.
—Y una mierda —replicó con deliberada grosería.
Bern intentó devolver las aguas a su cauce.
—Vamos, señores, alegren esas caras… ¿Y si echamos una partida?
Pero ya nada podía parar al almirante. Se arrimó a Luke y le pasó un brazo por los hombros.
—Mira, hijo, yo también soy un hombre, y te comprendo… —dijo, asumiendo una actitud confianzuda que hizo mella en Luke—. Siempre que no te lo tomes demasiado a pecho, no hay nada malo en meterla en caliente, si esa fulana…
No pudo acabar la frase. Luke se revolvió, le echó las manos a la pechera y le dio un empellón. El anciano retrocedió manoteando y dando traspiés, y el vaso de bourbon salió volando por los aires. El almirante intentó recuperar el equilibrio, pero golpeó el suelo con el trasero y se quedó sentado sobre la alfombra.
—¡Y ahora cierre el pico si no quiere que se lo cierre yo de un puñetazo!
Blanco como el papel, Anthony acudió junto a ellos y agarró a Luke por el brazo.
—Por amor de Dios, Luke, ¿qué coño estás haciendo? —exclamó.
Bern se interpuso entre ellos y el repantigado almirante.
—Calmaos, los dos —les dijo.
—Al infierno con la calma —dijo Luke—. ¿Qué clase de hombre te invita a su casa y a continuación insulta a tu novia? ¡Ya era hora de que alguien le enseñara buenos modales a ese carcamal!
—Es una fulana —farfulló el almirante desde el suelo—. Si lo sabré yo… —añadió, y alzó la voz hasta convertirla en un bramido—. ¡Le he pagado un aborto, maldita sea!
Luke se quedó helado.
—¿Aborto?
—Sí, joder —dijo el almirante levantándose con dificultad—. Anthony la dejó embarazada, y yo tuve que pagar mil dólares para que ella se librara de su pequeño bastardo. —Una mueca de triunfo y rencor le torció la boca—. Y ahora, dime que no sé de qué estoy hablando.
—Miente.
—Pregúntale a Anthony. Luke miró a su amigo.
—No era mío —dijo Anthony meneando la cabeza—. Le dije a mi padre que sí, para que me diera los mil dólares. Pero era tuyo, Luke.
Luke enrojeció hasta la raíz del cabello. El beodo vejarrón lo había obligado a comportarse como un completo idiota. Era un ingenuo. Creía conocer a Billie, pero ella había convertido una cosa tan importante como aquella en un secreto. Había engendrado un hijo, su novia había abortado, y todos estaban al cabo de la calle menos él. Se sentía enormemente humillado.
Salió del salón como alma que lleva el diablo. Cruzó el vestíbulo y entró en tromba en la sala de estar. La madre de Anthony estaba sola; las chicas debían de haberse ido a la cama. La señora Carroll lo miró asustada.
—Luke, hijo, ¿pasa algo? —le preguntó.
Sin dignarse contestar, él giró en redondo y salió dando un portazo.
Corrió escaleras arriba y a lo largo del ala este. Llegó a la habitación de Billie y entró sin llamar.
Desnuda sobre la cama, la chica leía con la cabeza apoyada en una mano y el rizado pelo negro caído hacia delante como una ola a punto de romper. Por un instante, verla en aquella actitud le cortó el resuello. La luz de la lámpara de la mesilla le trazaba una línea dorada a lo largo del costado, del torneado hombro a lo largo de la cadera y la esbelta pierna, hasta las uñas del pie pintadas de rojo. Pero su hermosura no consiguió sino atizar la ira de Luke.
Billie alzó el rostro y le dedicó una sonrisa radiante, pero se ensombreció al ver la expresión de Luke.
—¿Me has engañado alguna vez? —le gritó él.
Billie se incorporó, asustada.
—No, ¡nunca!
—El jodido almirante dice que te pagó un aborto. Billie palideció.
—Dios mío… —musitó.
—¿Es verdad? —aulló Luke—. ¡Contesta!
Ella asintió, se echó a llorar y enterró la cara entre las manos.
—Así que me engañaste…
—Lo siento —sollozó Billie—. Quería tener a tu hijo… Lo quería con toda el alma. Pero no podía hablar contigo. Estabas en Francia, y no sabía si volverías. Tuve que decidir completamente sola. —De pronto, alzó la voz—: ¡Aquellos fueron los peores meses de mi vida!
Luke estaba aturdido.
—Iba a ser padre… —murmuró.
Billie cambió de humor en un abrir y cerrar de ojos.
—No me vengas con ñoñerías —rezongó, sarcástica—. No eras nada sentimental con tu esperma cuando me follabas, así que no empieces ahora… Es demasiado tarde, maldita sea.
Luke se sintió herido en lo más vivo.
—Tenías que habérmelo dicho. Aunque entonces no pudieras ponerte en contacto conmigo, debiste decírmelo a la primera oportunidad, la primera vez que volví de permiso.
Billie soltó un suspiro.
—Sí, ya lo sé. Pero Anthony opinaba que era mejor no contárselo a nadie, y no es difícil convencer a una chica para que mantenga algo así en secreto. Nadie tenía por qué haberse enterado, si no llega a ser por el maldito almirante Carroll.
Luke se quedó pasmado ante la flema con que hablaba de su traición, como si su única falta hubiera sido dejar que la descubrieran.
—No puedo vivir con esto —dijo.
La voz de Billie se convirtió en un susurro.
—¿Qué quieres decir?
—Después de este engaño… Y en algo tan importante… ¿Cómo voy a volver a confiar en ti?
El rostro de Billie se cubrió de angustia.
—Vas a decirme que lo nuestro se ha acabado. —Luke guardó silencio—. Lo adivino, te conozco demasiado bien. Estoy en lo cierto, ¿verdad?
—Sí.
Billie se echó a llorar de nuevo.
—¡Idiota! —le espetó entre lágrimas—. A pesar de la guerra, no has aprendido nada, ¿verdad?
—Lo que he aprendido en la guerra es que no hay nada tan importante como la lealtad.
—Y una mierda. Todavía no te has enterado de que cuando la presión se hace insoportable todos estamos dispuestos a mentir.
—¿Incluso a quien más queremos?
—Sobre todo a quienes queremos, porque nos importan más que nada en el mundo. ¿Por qué crees que contamos la verdad a los curas, a los loqueros y a los extraños que conocemos en el tren? Precisamente porque no los queremos, porque nos da igual lo que piensen.
Sus palabras tenían una lógica aplastante. Pero Luke despreciaba la palabrería.
—Esa no es mi filosofía de la vida.
—Afortunado tú —replicó Billie con amargura—. Te has criado en un hogar feliz, nunca has conocido el dolor ni el rechazo, tienes montones de amigos. Has participado en una guerra dura, pero no te han torturado ni mutilado, y no tienes suficiente imaginación para ser un cobarde. Nunca te ha ocurrido nada malo. Por supuesto que no dices mentiras… por el mismo motivo que la señora Carroll no roba latas de sopa.
Aquella mujer era increíble… ¡Se había convencido a sí misma de que era él quien se equivocaba! Era imposible hablar con alguien capaz de engañarse de forma tan absoluta. Asqueado, dio media vuelta con intención de marcharse.
—Si es eso lo que piensas de mí —dijo Luke—, deberías alegrarte de que rompamos.
—No, no me alegro —repuso Billie con el rostro lleno de lágrimas—. Te quiero, nunca he querido a otro hombre. Siento haberte engañado, pero no voy a mesarme los cabellos y rasgarme las vestiduras porque cometí un error en un momento de crisis.
Luke no quería que se rasgara nada. No quería que hiciera nada. Lo único que quería era alejarse de ella, de sus amigos, del almirante Carroll y de aquella odiosa casa.
En algún lugar del fondo de su mente, una voz apenas audible le decía que estaba arrojando por la borda lo más valioso que había tenido nunca, y le advertía que de aquella conversación nacería un arrepentimiento tan amargo que le quemaría el alma durante años. Pero estaba demasiado colérico, demasiado humillado y demasiado dolido para prestarle oídos.
Se dirigió hacia la puerta.
—No te vayas —le suplicó ella.
—Vete al infierno —contestó Luke, y salió.