El nuevo combustible, elaborado a partir de un gas nervioso, es sumamente nocivo. Llega a Cabo Cañaveral en un tren especial equipado con nitrógeno para absorber cualquier escape. Una gota sobre la piel pasa instantáneamente a la corriente sanguínea, con resultados fatales. Los técnicos suelen decir: «Si huele a pescado, sal disparado».
Billie conducía deprisa, manejando con seguridad el cambio manual de tres velocidades del Thunderbird. Dejaron atrás las silenciosas calles de Georgetown, cruzaron Rock Creek en dirección al centro de Washington y se dirigieron al Carlton.
Luke se sentía lleno de energía. Conocía a su enemigo, tenía a su lado a una amiga y sabía qué hacer. Seguía confuso con respecto a lo que le había ocurrido, pero estaba decidido a desentrañar el misterio e impaciente por poner manos a la obra.
Billie aparcó ante una de las fachadas laterales.
—Yo entraré primero —dijo—. Si veo a alguien sospechoso en el vestíbulo, saldré de inmediato. Si sigo dentro y me quito el abrigo, es que el campo está libre.
El plan no acababa de convencer a Luke.
—¿Y si te topas con Anthony?
—A mí no me disparará —aseguró Billie saliendo del coche.
Luke estaba a punto de protestar, pero cambió de opinión. Tal vez Billie tuviera razón. Era de suponer que Anthony habría registrado su suite de arriba abajo y destruido cualquier cosa que considerara un indicio del secreto que tan desesperadamente se empeñaba en ocultar. Pero, al mismo tiempo, tenía que guardar las apariencias de normalidad, para sustentar la ficción de que Luke había perdido la memoria tras una noche de jarana. De modo que Luke confiaba en encontrar la mayor parte de sus pertenencias. Eso lo ayudaría a recuperar el norte. Y puede que a Anthony le hubiera pasado inadvertida alguna pista.
Se separaron al aproximarse al hotel, y Luke se quedó en la acera de enfrente. Observó a Billie mientras entraba, encandilado por el garbo de sus andares y la cadencia de su cuerpo bajo el abrigo. Veía el interior del vestíbulo a través de las puertas de cristal. Un portero se acercó a Billie de inmediato, receloso al ver llegar sola a una mujer atractiva a esas horas de la noche. Luke la vio mover los labios y supuso que estaría diciendo algo como: «Soy la señora Lucas, mi marido llegará enseguida». Acto seguido, se quitó el abrigo.
Luke cruzó la calle y entró en el hotel.
—Tengo que hacer una llamada antes de subir, cariño —dijo Luke, procurando que le oyera el portero.
Hubiera podido usar el teléfono interior del mostrador de recepción, pero no quería alertar al portero. Cerca del mostrador, en una salita, había una cabina telefónica con asiento. Luke entró en ella. Billie lo siguió y cerró la puerta. Estaban muy juntos. Luke metió una moneda de veinticinco centavos en la ranura y marcó el número del hotel. Ladeó el auricular para que Billie pudiera oír. A pesar de la tensión, tener tan cerca a Billie le producía una excitación deliciosa.
—Sheraton-Carlton, buenos días.
Era, efectivamente, otro día: madrugada del jueves. Llevaba veinticuatro horas sin dormir. Pero no tenía sueño. Estaba demasiado tenso.
—Con la cinco treinta, por favor.
El operador titubeó.
—Señor, es más de la una… ¿Se trata de alguna urgencia?
—El doctor Lucas me pidió que lo llamara por muy tarde que fuera.
—Muy bien.
Hubo una pausa, y se oyó el tono de llamada. Luke sentía la presión del tibio cuerpo de Billie, perfectamente contorneado por el vestido de seda púrpura. Tuvo que hacer un esfuerzo para no pasarle el brazo alrededor de los delicados hombros y atraerla hacia sí.
El teléfono hizo la llamada por cuarta vez; Luke empezaba a creer que la suite estaba vacía, cuando alguien descolgó al otro lado de la línea. Así pues, Anthony, o uno de sus hombres, permanecía al acecho. Era un inconveniente, pero Luke se sintió mejor al tener localizado al enemigo.
—¿Hola? —dijo una voz de hombre.
El tono era incierto. No era Anthony, pero podría ser Pete.
Luke farfulló:
—Eh, Ronnie, soy Tim. ¡Venga, tío, que todos te estamos esperando!
El otro soltó un gruñido.
—Un borracho —murmuró, como si hablara con alguien—. Te has equivocado de número, colega.
—Lo siento, oiga… ¿Le he despertado? —barbotó Luke, a la vez que colgaban.
—Hay alguien —dijo Billie.
—Y creo que más de uno.
—Sé cómo hacerlos salir —aseguró Billie con una sonrisa de oreja a oreja—. Lo aprendí en Lisboa, durante la guerra. Vamos.
Salieron de la cabina. Luke advirtió que Billie cogía con disimulo una caja de cerillas de un cenicero junto al ascensor. El portero los acompañó al quinto piso.
Buscaron la 530 y pasaron con sigilo ante la puerta. Billie abrió una puerta sin número y comprobaron que se trataba de un ropero.
—Perfecto —susurró la mujer—. ¿Hay alguna alarma de incendios cerca?
Luke miró a su alrededor y vio una de las que se hacen saltar rompiendo un cristal con un pequeño martillo.
—Ahí mismo —dijo.
—Estupendo.
El ropero estaba lleno de esmeradas pilas de mantas y sábanas sobre estantes de listones de madera. Billie desplegó una manta y la extendió en el suelo. Hizo lo propio con varias más hasta formar un montón hueco. Luke adivinó sus intenciones, y acabó de convencerse cuando la vio coger una hoja de desayuno colgada del pomo de una puerta y aplicarle una cerilla. En cuanto prendió, la acercó al montón de mantas.
—¿Ves lo peligroso que es fumar en la cama? —dijo.
Apenas crecieron las llamas, les echó encima más ropa de cama. Con la cara encendida de calor y entusiasmo, estaba más seductora que nunca. En cuestión de segundos, el incipiente fuego se convirtió en una crepitante hoguera. El ropero empezó a vomitar humo y el humo, a extenderse rápidamente por el pasillo.
—Hora de tocar a rebato —dijo Billie—. Tampoco es cuestión de achicharrar a los huéspedes.
—Desde luego —dijo Luke, y la frase le acudió de nuevo a la cabeza: «No son colaboracionistas».
Pero esta vez la entendió. En la Resistencia, cuando hacía saltar por los aires fábricas y almacenes, la posibilidad de herir a franceses inocentes debía de obsesionarlo.
Agarró el pequeño martillo colgado de una cadena junto a la alarma de incendios. Rompió el cristal al primer golpe y apretó el ancho botón rojo del interior de la urna. Un segundo después, un timbrazo estridente atronó el silencioso pasillo.
Luke y Billie retrocedieron alejándose del ascensor hasta un punto donde el humo aún les permitía ver la puerta de la suite de Luke.
Se abrió la puerta que tenían más cerca y una mujer en camisón se lanzó al pasillo. Vio el humo, puso el grito en el cielo y echó a correr hacia las escaleras. En la puerta de al lado apareció un hombre en mangas de camisa y lápiz en ristre, sorprendido al parecer mientras trabajaba; un poco más allá surgió una pareja joven arrebujada en una sábana, con toda la pinta de haber dejado la faena a medias; y acto seguido, un individuo legañoso en un arrugado pijama rosa. En cuestión de segundos, el pasillo se llenó de gente que tosía y manoteaba hacia las escaleras en medio de la humareda.
La puerta de la 530 se abrió poco a poco.
Luke vio salir a un individuo alto. Escrutando el humazo, creyó distinguir un ancho antojo color vino en su mejilla: Pete. Retrocedió para evitar que lo reconociera. El bulto titubeó unos instantes; luego pareció decidirse y se unió a los que se apresuraban a ganar las escaleras. Otros dos hombres salieron de la suite y lo siguieron.
—Despejado —dijo Luke.
Entraron en la suite y Luke cerró la puerta para evitar que entrara el humo. A continuación se quitó el abrigo.
—Ay, Dios —murmuró Billie—. Es la misma habitación.
Miró a su alrededor con ojos como platos.
—No puedo creerlo —dijo. Hablaba en un susurro, y Luke la entendió a duras penas—. Es la misma suite de entonces.
Él se quedó inmóvil, mirándola; parecía que embargaba una intensa emoción.
—¿Qué pasó aquí? —preguntó Luke al fin.
Ella meneó la cabeza, asombrada.
—Es duro ver que no lo recuerdas —dijo, y empezó a andar por la sala—. En esa esquina había un piano de cola. Figúrate, ¡un piano en una habitación de hotel! —Echó un vistazo al cuarto de aseo—. Y aquí, un teléfono. Era la primera vez que veía un baño con teléfono.
Luke la dejó hacer. El rostro de Billie traslucía tristeza, y alguna otra cosa que Luke no hubiera sabido nombrar.
—Durante la guerra te alojabas aquí —le contó Billie al fin. Luego, atropelladamente, añadió—: Hicimos el amor ahí.
Luke se asomó al dormitorio.
—En esa cama, supongo.
—No sólo en la cama —contestó Billie, y no pudo contener la risa; pero volvió a ponerse seria enseguida—. ¡Qué jóvenes éramos!
Saber que había hecho el amor con aquella mujer encantadora lo excitaba hasta el límite de lo soportable.
—Dios mío, ojalá pudiera recordarlo —murmuró con voz ronca de deseo.
Para su sorpresa, Billie se puso roja.
Luke se alejó del dormitorio y cogió el teléfono. Marcó el número de la centralita. Quería asegurarse de que el fuego no se propagara. Tras larga espera, contestaron a la llamada.
—Habla el señor Davies, he sido yo quien ha hecho saltar la alarma —dijo Luke rápidamente—. El fuego se ha iniciado en el ropero inmediato a la 540 —y colgó sin dar tiempo a que lo interrogaran.
Superado el torbellino de emociones, Billie había iniciado el registro.
—Tu ropa sigue aquí —dijo.
Luke entró en el dormitorio. Extendidos sobre la cama, había una chaqueta sport de tweed gris claro y unos pantalones de franela color antracita, que parecían recién llegados de la tintorería. Supuso que se los habría puesto para viajar en avión y los habría mandado a planchar a la llegada. En el suelo había un par de zapatos marrón oscuro con puntera. Dentro de uno de ellos, un cinturón de cocodrilo cuidadosamente enrollado.
Luke abrió el cajón de la mesilla de noche y vio una billetera, un talonario y una estilográfica. Pero lo más interesante era una delgada agenda con una lista de números de teléfono en las últimas páginas. Pasó rápidamente las hojas hasta que llegó a la semana en curso.
Domingo 26
Llamar a Alice (1928)
Lunes 27
Comprar bañador
8.30, reunión apc, mot. Vanguard
Martes 28
8.00, desayuno con A. C., cafetería del Hay Adams
Billie se le arrimó para echar un vistazo a la agenda. Le puso una mano en el hombro. Era un gesto sin importancia, pero al sentir el contacto Luke se estremeció de placer.
—¿Tienes idea de quién es esa Alice? —preguntó Luke.
—Tu hermana pequeña.
—¿Cuántos años tiene?
—Es siete años menor que tú, así que treinta.
—Entonces nació en 1928. Supongo que le telefoneé el día de su cumpleaños. Podría preguntarle si le dije algo que le llamara la atención.
—Buena idea.
Luke se sentía bien. Estaba reconstruyendo su vida.
—Se ve que olvidé llevarme el bañador a Florida.
—La gente no suele bañarse en enero.
—Pues el lunes hice una anotación para acordarme de comprar un traje de baño. Y esa misma mañana fui al Motel Vanguard a las ocho y media.
—¿Qué es un «reunión apc»?
—Una reunión ápice. Creo que tiene algo que ver con la curva que trazan los misiles durante el vuelo. No recuerdo haber trabajado en ello, claro, pero sé que hay que hacer un cálculo importante y complicado. Hay que iniciar la segunda etapa justo en el ápice, para poder poner el satélite en una órbita permanente.
—Podrías averiguar quién más participó en la reunión y hablar con ellos.
—Lo haré.
—El martes desayunaste con Anthony en la cafetería del Hotel Hay Adams.
—Es la última anotación de la agenda.
Luke fue a las últimas páginas. Contenían los teléfonos de Anthony, Billie, Bern, de su madre y de Alice, y otros veinte o treinta números que no le decían nada.
—¿Te llama la atención alguna cosa? —preguntó a Billie.
Ella meneó la cabeza.
Había varias pistas nada desdeñables, pero ninguna clave decisiva. No esperaba otra cosa, a pesar de lo cual se sintió decepcionado. Se guardó la agenda en un bolsillo y miró a su alrededor. Abierta sobre un banquito, reposaba una baqueteada maleta de cuero negro. Luke pasó revista a su contenido, que consistía en camisas y ropa interior limpias, un cuaderno de apuntes lleno hasta la mitad de fórmulas matemáticas y un libro en rústica titulado El viejo y el mar con la esquina superior de la página ciento cuarenta y tres doblada.
Mientras tanto, Billie registraba el cuarto de baño.
—Tus cosas para afeitarte, un neceser, un cepillo de dientes… eso es casi todo.
Luke miró en todos los estantes y cajones del dormitorio, y Billie hizo lo propio en el salón. Luke vio un abrigo negro de lana y un sombrero de fieltro negro en un armario, pero nada más.
—Miseria y compañía —dijo en voz alta—. ¿Y tú?
—Sobre el escritorio tienes varios mensajes telefónicos. De Bern, de un coronel llamado Hide y de una tal Marigold.
Luke dio por sentado que Anthony habría leído los mensajes y, tras juzgarlos inocuos, decidiría que no merecía la pena levantar sospechas haciéndolos desaparecer.
—¿Quién es esa Marigold? —le preguntó Billie—. ¿No lo recuerdas?
Luke se quedó pensativo. Había oído aquel nombre en algún momento del día. De pronto, se acordó.
—Es mi secretaria en Huntsville —dijo—. El coronel Hide dice que ella reservó mi billete de avión.
—Tal vez le explicaste el motivo de tu viaje…
—Lo dudo. No se lo conté a nadie de Cabo Cañaveral.
—Pero ella no está en Cabo Cañaveral. Y no sería extraño que confiaras en tu secretaria más que en cualquier otra persona.
Luke asintió.
—Todo es posible. Lo comprobaré. De momento, es la pista más prometedora. —Volvió a sacar la agenda y buscó entre los números de teléfono de las últimas hojas—. Bingo —dijo—. «Marigold (casa).»
Se sentó ante el escritorio y marcó el número, mientras se preguntaba cuánto tardarían Pete y los otros dos agentes en volver a la suite.
Como si le hubiera leído el pensamiento, Billie se puso a guardar las pertenencias de Luke en la maleta de cuero negro.
Al otro extremo de la línea, una mujer soñolienta con pausado acento sureño contestó al teléfono. Por el timbre de su voz, Luke supuso que era negra.
—Siento llamarla tan tarde. ¿Hablo con Marigold?
—¡Doctor Lucas! Alabado sea Dios… ¿Cómo está?
—Bien, creo. Gracias.
—Pero ¿se puede saber qué le ha pasado? Nadie sabía que estaba en… Y ahora oigo decir que ha perdido la memoria. ¿Es eso cierto?
—Sí.
—Vaya por Dios, ¿y cómo le ha ocurrido algo así?
—No lo sé. Esperaba que usted me ayudara a hacerme una idea.
—Si puedo…
—Me gustaría saber por qué decidí viajar a Washington el lunes tan de repente. ¿Le di alguna explicación?
—La verdad es que no, aunque me moría de curiosidad.
Era la respuesta que había esperado, pero aun así no se dio por vencido.
—¿No dije nada que le diera una pista?
—No.
—Bueno, pero ¿qué dije?
—Que tenía que viajar a Washington vía Huntsville, y que le reservara una plaza en un vuelo MATS.
MATS era la línea aérea del ejército; Luke supuso que estaría autorizado a usarla cuando trabajaba para los militares. Pero había algo que no acababa de entender.
—¿Para qué hice escala en Huntsville?
—Dijo que quería pasar un par de horas aquí.
—Me gustaría saber para qué.
—Y añadió algo un tanto raro. Me pidió que no le dijera a nadie que venía a Huntsville.
—Vaya. —Luke estaba seguro de que aquella era una pista importante—. Entonces, ¿era una visita secreta?
—Sí. Y la he mantenido en secreto. La seguridad militar y el FBI me han hecho un montón de preguntas, pero no se lo he contado ni a unos ni a otros, porque usted lo dejó bien claro. Cuando me explicaron que había desaparecido, no supe si estaba haciendo bien o mal, pero me pareció que debía atenerme a sus instrucciones. ¿Hice bien?
—La verdad, Marigold, no lo sé. Pero le agradezco su lealtad. —La alarma de incendios dejó de sonar. Luke comprendió que se les acababa el tiempo—. Tengo que dejarla —dijo a la mujer—. Gracias por su ayuda.
—En fin, para eso estoy. Y ahora tenga mucho cuidado, ¿me oye? —le pidió Marigold, y colgó.
—He metido tus cosas en la maleta —dijo Billie.
—Gracias —respondió Luke. Cogió el abrigo negro y el sombrero del armario y se los puso—. Larguémonos de aquí antes de que vuelvan esos buitres.
Fueron en coche a una cafetería abierta las veinticuatro horas cerca del edificio del FBI, en una esquina próxima a Chinatown, y pidieron cafés.
—¿A qué hora saldrá el primer vuelo para Huntsville? —se preguntó Luke en voz alta.
—Necesitamos la guía oficial de líneas aéreas —dijo Billie.
Luke echó un vistazo a la cafetería. Había una pareja de polis comiendo donuts, cuatro estudiantes borrachos pidiendo hamburguesas y dos mujeres ligeras de ropa que parecían prostitutas.
—No creo que la tengan en este antro —dijo Luke.
—Apuesto a que Bern tiene una. A los escritores les encantan las guías. Siempre buscan cosas raras.
—Estará durmiendo.
Billie se puso en pie.
—Pues lo despertaré. ¿Tienes diez centavos?
—Ya lo creo. —Aún le quedaba un montón de calderilla del bote que había robado la víspera.
Billie se dirigió hacia el teléfono público que había junto a los aseos. Luke le dio un sorbo al café sin dejar de mirarla. Mientras hablaba por el auricular, sonreía y movía la cabeza, procurando hacerse perdonar por Bern a fuerza de encanto. Viéndola tan arrebatadora, Luke no pudo evitar desearla con todas sus fuerzas.
—Viene para acá con la guía —dijo Billie, y luego se sentó de nuevo.
Luke consultó su reloj. Eran las dos.
—Puede que vaya al aeropuerto directamente desde aquí. Espero que haya un vuelo a primera hora.
Billie frunció el ceño.
—¿Es tan urgente?
—Tal vez. No dejo de preguntarme qué puede haberme impulsado a dejarlo todo y volar a Washington con tanta prisa. Tiene que ser algo relacionado con el cohete. ¿Y qué otra cosa podría ser aparte de algo que amenaza el lanzamiento?
—¿Un plan de sabotaje?
—Sí. Y si estoy en lo cierto, tengo que encontrar pruebas antes de las veintidós treinta de hoy.
—¿Quieres que te acompañe a Huntsville?
—Tienes que cuidar de Larry.
—Puedo dejarlo con Bern. Luke meneó la cabeza.
—No es necesario… Pero gracias.
—Siempre has sido un hijo de vecina la mar de independiente.
—No es eso —repuso Luke. No quería que lo malinterpretara por nada del mundo—. Me encantaría que vinieras conmigo. Ese es el problema… que me apetece demasiado.
Billie se inclinó sobre la mesa y le cogió la mano.
—Está bien —murmuró.
—Estoy hecho un lío, ¿sabes? Estoy casado con Elspeth, pero no sé qué siento por ella. ¿Cómo es? Billie sacudió la cabeza.
—No puedo hablar contigo de Elspeth. Tendrás que redescubrirla tú solo.
—Supongo que tienes razón.
Billie se llevó la mano de Luke a los labios y se la besó con ternura.
Luke tragó saliva.
—¿Siempre me has gustado tanto, o me ha dado de repente?
—De repente, nada.
—Parece que nos entendemos a las mil maravillas.
—No. Somos como el perro y el gato. Pero estamos locos el uno por el otro.
—Has dicho que fuimos amantes, en otro tiempo… en la suite del hotel.
—Déjalo.
—¿Estuvo bien?
Billie lo miró con los ojos arrasados en lágrimas.
—Fue perfecto.
—Entonces, ¿por qué no estoy casado contigo?
Billie se echó a llorar con débiles sollozos que hacían temblar su cuerpo menudo.
—Porque… —Se secó el rostro y respiró hondo; luego, volvió a hipar. De pronto, le espetó—: Porque te enfadaste tanto conmigo, que no me dirigiste la palabra en cinco años.