El misil Júpiter C consume hidina, un combustible secreto y de gran energía, un 12% más potente que el propelente de alcohol empleado en el misil Redstone estándar. Dicha sustancia, tóxica y corrosiva, es una mezcla de DMHA —dimetilhidracina asimétrica— y dietilentriamina.
Billie estacionó el Thunderbird rojo en el aparcamiento del Hospital Mental Georgetown y apagó el motor. El coronel López, del Pentágono, detuvo el Ford Fairlane verde oliva a su lado.
—No cree una sola palabra de lo que he contado —dijo Luke, colérico.
—No puedes culparlo —repuso Billie—. El subdirector del Carlton dice que no ha habido ninguna persecución por las cocinas, y que no se han encontrado casquillos en el suelo del patio de descarga.
—Anthony ha eliminado las pruebas.
—Yo lo sé, pero el coronel López no.
—Gracias a Dios que estás aquí para apoyarme.
Salieron del coche y se dirigieron hacia el edificio con el militar, un hispano tranquilo con cara inteligente. Billie saludó al recepcionista con un gesto de la cabeza y precedió a los dos hombres escaleras arriba y a lo largo del pasillo que llevaba al archivo.
—Voy a enseñarle el historial clínico de un paciente llamado Joseph Bellow, cuyas características físicas coinciden con las de Luke —explicó Billie.
El coronel asintió.
Billie prosiguió:
—Como verá —siguió diciendo Billie—, ingresó el martes, recibió tratamiento y fue dado de alta a las cuatro de la madrugada del miércoles. Debe saber que es sumamente raro que un paciente esquizofrénico reciba tratamiento sin pasar antes por un período de observación. Y sobran las palabras con respecto al hecho inaudito de que alguien sea dado de alta de un hospital mental a las cuatro de la madrugada.
—Entiendo —dijo López, evitando comprometerse.
Billie abrió el cajón, sacó la carpeta de Bellow, la puso sobre el escritorio y la abrió.
Estaba vacía.
—Dios mío… —balbuceó Billie.
Luke miraba la carpeta en el colmo del asombro.
—Pero ¡si he visto los papeles con mis propios ojos hace menos de seis horas!
López se puso en pie con aire cansado.
—Bien, supongo que no hay más que hablar.
Luke tuvo la espantosa sensación de habitar en un mundo de pesadilla en el que la gente podía hacerle lo que quisiera, dispararle y jugar con su mente, sin que él pudiera probar que tales cosas habían ocurrido.
—Puede que sea un auténtico esquizofrénico —dijo, sombrío.
—Pues yo no lo soy —replicó Billie—. Y también he visto el historial.
—El caso es que ahora no hay nada —objetó López.
—Un momento —le atajó Billie—. En el registro diario tiene que figurar el ingreso. Lo tienen en recepción —dijo, y cerró el cajón del archivador de golpe.
Bajaron al vestíbulo. Billie se dirigió al recepcionista.
—Charlie, déjame ver el registro, por favor.
—Ahora mismo, doctora Josephson. —Detrás del mostrador, el joven negro buscó durante unos instantes—. Vaya, ¿dónde lo habrán metido? —dijo.
—Dios santo… —murmuró Luke.
El recepcionista los miró, apurado.
—Sé que estaba aquí hace un par de horas.
La cara de Billie era la viva imagen de la cólera.
—Respóndeme a una pregunta, Charlie. ¿Ha venido esta noche el doctor Ross?
—Sí, señora. Se ha ido hace unos minutos.
Billie asintió.
—La próxima vez que lo veas, pregúntale adonde ha ido a parar el registro. Él lo sabe. —Descuide, lo haré. Billie se alejó del mostrador.
—Déjeme preguntarle algo, coronel —dijo Luke de mal talante—. Antes de que nos encontráramos esta noche, ¿le ha hablado alguien sobre mí?
—Sí —reconoció López tras un instante de vacilación.
—¿Quién?
El militar dudó de nuevo; luego, dijo:
—Supongo que tiene derecho a saberlo. Hemos recibido una llamada del coronel Hide desde Cabo Cañaveral. La CIA le ha comunicado que está usted bajo vigilancia debido a su comportamiento irracional.
Luke asintió, sombrío.
—Otra vez Anthony.
—Diantre —exclamó Billie dirigiéndose a López—, no sé qué más podemos hacer para convencerlo. Y no lo culpo por no creernos, dado que no podemos presentar ninguna prueba.
—No he dicho que no los crea —repuso López. Luke lo miró con una mezcla de asombro y renovada esperanza—. Puedo creer que usted imaginara que un agente de la CIA lo persiguió por todo el Carlton y le disparó en el callejón —añadió el coronel—. Incluso sería capaz de admitir que usted y la doctora aquí presente se hubieran puesto de acuerdo para fingir que existía determinado documento del que no queda rastro. Pero no dudo mucho que el bueno de Charlie esté en el ajo. Tiene que haber un registro diario, y se ha volatilizado. No creo que lo hayan cogido ustedes… ¿Por qué iban a hacerlo? Pero entonces, ¿quién? Alguien tiene algo que ocultar.
—De modo que, ¿me cree? —dijo Luke.
—¿Qué hay que creer? Usted no sabe de qué va todo esto. Yo tampoco. Pero algo está pasando, eso está más claro que el agua. Y creo que puede tener algo que ver con ese cohete que estamos a punto de lanzar.
—¿Qué piensa hacer?
—Voy a ordenar una alerta total de seguridad en Cabo Cañaveral. He estado allí, sé que se lo toman con calma. Mañana por la mañana van a andar más ligeros que uno de esos cohetes.
—¿Y qué me dice de Anthony?
—Tengo un amigo en la CIA. Voy a contarle su historia, y le diré que no sé si es verdad o mentira, pero que estoy preocupado.
—¡Eso no nos llevará a ninguna parte! —protestó Luke—. ¡Necesitamos averiguar qué está pasando, por qué me han hecho perder la memoria!
—Estoy de acuerdo —dijo López—. Pero yo no puedo hacer nada más. El resto corre de su cuenta.
—Dios —dijo Luke—. Así que vuelvo a estar solo.
—Te equivocas —intervino Billie—. Ya no estás solo.