21:30 HORAS

El compartimiento de los instrumentos tiende a sobrecalentarse antes del despegue. La solución adoptada es un ejemplo perfecto de los toscos pero efectivos recursos ingeniados para sacar adelante el atropellado proyecto Explorer. Se ha fijado un contenedor de nieve carbónica al exterior del cohete mediante un electroimán. Tan pronto aumenta la temperatura del compartimiento, un termostato pone en marcha un ventilador. Justo antes del despegue, se desconecta el imán, y el mecanismo de enfriamiento se desprende y cae al suelo.

El Cadillac Eldorado de Anthony estaba aparcado en la calle K entre la Decimoquinta y la Decimosexta, oculto tras la fila de taxis que esperaban una seña del portero del Hotel Carlton. Anthony tenía una buena vista de la curva de acceso al hotel y del porche para vehículos, brillantemente iluminado. En el interior del hotel, ocupando la habitación que había reservado, Pete esperaba la llamada telefónica de alguno de los agentes que buscaban a Luke por toda la ciudad.

Una parte de Anthony deseaba que ninguno llamara, que Luke se las arreglara para escapar. De esa forma, Anthony podría eludir la decisión más difícil de su vida. La otra parte ansiaba desesperadamente saber dónde estaba Luke y vérselas con él.

Luke era un viejo amigo, un hombre cabal, un marido fiel y un científico extraordinario. A la postre, daba igual. Durante la guerra, habían matado a personas excelentes cuyo único defecto era estar en el bando equivocado. Luke estaba en el bando equivocado de la guerra fría. Pero conocer a ese hombre ponía las cosas cuesta arriba.

Pete salió del edificio a toda prisa. Anthony bajó la ventanilla.

—Acaba de llamar Ackie —explicó Pete—. Luke está en el piso de la avenida Massachusetts, en casa de Bernard Rothsten.

—Al fin —dijo Anthony.

Convencido de que Luke pediría ayuda a sus viejos amigos, había apostado agentes ante el edificio que habitaba Bern y ante la casa de Billie; saber que había acertado le produjo una satisfacción agridulce.

—Cuando salga —dijo Pete—, Ackie lo seguirá en la moto.

—Bien.

—¿Crees que vendrá aquí?

—Es posible. Esperaré. —En el vestíbulo del hotel había otros dos agentes, que alertarían a Anthony en caso de que Luke utilizara otra entrada—. La otra posibilidad es el aeropuerto.

—Tenemos cuatro hombres allí.

—De acuerdo. Me parece que tenemos cubiertas todas las salidas.

Pete asintió.

—Vuelvo junto al teléfono —dijo.

Anthony imaginó la escena que se avecinaba. Luke estaría confuso e inseguro, receloso pero impaciente por interrogar a Anthony. Este intentaría convencerlo de que fueran juntos a algún sitio. Una vez solos, sería cuestión de segundos que se le presentara la oportunidad de sacar la pistola con silenciador del bolsillo interior del abrigo.

Luke tendría apenas un segundo para intentar salvarse. No era de los que se dan por vencidos sin luchar. Saltaría sobre Anthony, o se tiraría por la ventana, o correría hacia la puerta. Anthony mantendría la sangre fría; había matado otras veces y no perdería los nervios. Sostendría la pistola con pulso firme, apretaría el gatillo y, apuntándole al pecho, dispararía varias veces, seguro de contener a Luke. Este se desplomaría. Anthony se inclinaría sobre él, le tomaría el pulso y, en caso necesario, le administraría el tiro de gracia. Y su amigo más antiguo estaría muerto.

La cosa no tendría consecuencias. Contaba con pruebas aplastantes de la traición, los planos en los que Luke había escrito de su puño y letra. Cierto, no podía probar que habían sido encontrados en poder de un agente soviético; pero su palabra era más que suficiente para la CIA.

Arrojaría el cuerpo en algún sitio. Lo encontrarían, por supuesto, y habría una investigación. Tarde o temprano, la policía averiguaría que la CIA se había interesado por la víctima, y empezarían a hacer preguntas; pero la Agencia estaba acostumbrada a barrenar todo tipo de pesquisas. Dirían a la policía que la relación de la CIA con la víctima era un asunto de seguridad nacional y, en consecuencia, alto secreto, pero sin la menor relación con el asesinato.

Quienquiera que cuestionara aquello —policía, periodista o político— sería sometido a una investigación sobre su lealtad. Amigos, vecinos y familiares serían interrogados por agentes que harían veladas alusiones a sospechas sobre la filiación comunista del interfecto. La investigación no llegaría a ninguna conclusión, pero cumpliría el objetivo de acabar con la credibilidad del sujeto.

Una agencia secreta podía hacer cualquier cosa, pensó Anthony con lúgubre convicción.

En ese momento un taxi se detuvo ante el hotel y Luke se apeó. Vestía un abrigo azul marino y un sombrero gris, que debía de haber comprado o robado en algún momento del día. Al otro lado de la calle, Ackie Horwitz detuvo su motocicleta. Anthony bajó del Cadillac y avanzó hacia la entrada del hotel.

Luke parecía exhausto, pero la expresión de su rostro denotaba una determinación férrea. Mientras pagaba la carrera vio acercarse a Anthony, pero no lo reconoció. Dijo al taxista que se quedara con el cambio y entró en el hotel. Anthony lo siguió.

Tenían los mismos años, treinta y siete. Se habían conocido en Harvard a los dieciocho, hacía media vida.

«Tener que acabar así… —pensó Anthony con amargura—. Tener que acabar así.»

Luke sabía que lo habían seguido en moto desde casa de Bern. Tenía el cuerpo en tensión y los sentidos alerta.

El vestíbulo del Carlton parecía una enorme sala de estar llena de muebles franceses de imitación. Frente a la entrada, el mostrador de recepción y el del conserje estaban instalados en sendas alcobas, de forma que no alteraran la planta perfectamente rectangular. Junto a la puerta del bar, dos mujeres con abrigos de pieles charlaban con un grupo de hombres en esmoquin. Botones con librea y recepcionistas con frac se movían por el vestíbulo con silenciosa eficiencia. Era un establecimiento lujoso, ideado para templar los nervios de los atrafagados viajeros. Nada pudo con los de Luke.

Recorrió el vestíbulo con la mirada y no tardó en identificar a dos individuos con pinta de agentes. Uno leía el periódico sentado en un elegante sofá; el otro fumaba de pie junto al ascensor. Ninguno de los dos encajaba con el sitio. Llevaban ropa de batalla, gabardinas y trajes de diario, y sus camisas y corbatas tenían un aire vulgar. Estaba claro que no se disponían a pasar la velada en restaurantes y clubes caros.

Pensó en dar media vuelta y marcharse. Pero ¿de qué le serviría? Se acercó al mostrador de recepción, dio su nombre y pidió la llave de su suite. Cuando se alejaba, un desconocido lo interpeló:

—¡Eh, Luke!

Era el hombre que había entrado tras él. No tenía aspecto de agente, pero le había llamado la atención por algún motivo: alto, más o menos como Luke, y de aspecto distinguido, a pesar de vestir con desgaire. Llevaba un abrigo de pelo de camello viejo y gastado, zapatos que parecía no haberse lustrado nunca, y necesitaba un corte de pelo. No obstante, se expresaba con autoridad.

—Me temo que no lo conozco. He perdido la memoria.

—Soy Anthony Carroll. ¡No sabes cómo me alegra encontrarte por fin! —exclamó el hombre tendiéndole la mano.

Luke se puso en tensión. Seguía sin saber si Anthony era amigo o enemigo. Le estrechó la mano y dijo:

—Tengo que hacerte un montón de preguntas.

—Y yo estoy deseando contestarlas.

Luke lo observó en silencio mientras se preguntaba por dónde empezar. Anthony no parecía el tipo de hombre que traicionaría a un amigo de toda la vida. Tenía una expresión abierta e inteligente, y era atractivo, si no guapo.

—¿Cómo has podido hacerme algo así? —dijo Luke al fin.

—Me vi obligado… por tu propio bien. Yo… intentaba salvarte la vida.

—No soy un espía.

—La cosa no es tan sencilla.

Luke escrutó a Anthony tratando de adivinar qué le rondaba por la cabeza. Se sentía incapaz de decidir si mentía o decía la verdad. Anthony parecía sincero. En su rostro no había el menor rastro de perfidia. A pesar de todo, Luke estaba seguro de que le ocultaba algo.

—Nadie cree tu historia de que trabajaba para Moscú.

—¿Quién es «nadie»?

—Bern y Billie.

—No conocen los hechos.

—Me conocen a mí.

—Yo también.

—¿Qué sabes tú que ellos ignoren?

—Te lo contaré. Pero no podemos hablar aquí. Lo que tengo que decirte es información reservada. ¿Quieres que vayamos a mi despacho? Está a cinco minutos de aquí.

Luke no pensaba acompañar a Anthony a su despacho, al menos hasta que hubiera respondido satisfactoriamente a un montón de preguntas. Pero era evidente que el vestíbulo del hotel no era un buen sitio para una conversación confidencial.

—Subamos a mi suite —propuso.

Eso los alejaría de los otros agentes, y Luke controlaría la situación. Anthony no podría reducirlo sin ayuda.

Tras un instante de duda, Anthony acabó de decidirse.

—De acuerdo —dijo.

Cruzaron el vestíbulo y entraron en el ascensor. Luke comprobó el número de la llave de su habitación: 530.

—Quinta planta —indicó al ascensorista, que cerró la puerta y tiró de la palanca.

No despegaron los labios durante la subida. Luke echó un vistazo a la ropa de Anthony: el abrigo viejo, el traje arrugado, la corbata anodina… Era sorprendente que consiguiera lucir aquellas prendas vulgares con algo parecido a una negligente prestancia.

De pronto advirtió un bulto minúsculo en el costado derecho del abrigo de Anthony. El bolsillo contenía un objeto pesado.

El miedo le heló la sangre. Acababa de cometer un error tremendo.

No se le había ocurrido que Anthony podía llevar pistola.

Procurando que su rostro no trasluciera ninguna emoción, pensó a toda prisa. ¿Se atrevería Anthony a dispararle dentro del hotel? Si esperaba a que estuvieran en la suite, nadie lo vería. ¿Y el ruido? La pistola debía de llevar silenciador.

Cuando el ascensor se detuvo en el quinto piso, Anthony empezó a desabotonarse el abrigo.

«Para sacarla como el rayo», pensó Luke.

Salieron al pasillo. Luke no sabía qué dirección tomar, pero Anthony giró a la derecha sin dudarlo. No debía de ser la primera vez que iba a la suite.

Luke sudaba bajo el abrigo. Tenía la sensación de que aquello le había ocurrido antes, más de una vez, pero mucho tiempo atrás. Lamentó no haber conservado la pistola del poli al que le había roto el dedo. Pero a las nueve de esa mañana no tenía ni idea de en qué andaba metido. Sólo sabía que había perdido la memoria.

Intentó tranquilizarse. Seguía siendo uno contra uno. Anthony tenía la pistola, pero Luke había adivinado sus intenciones. Estaban casi a la par.

Mientras avanzaba por el pasillo con el corazón en un puño, Luke buscó con la mirada algo con que golpear a Anthony: un florero pesado, un cenicero de cristal, un cuadro en un marco resistente. No había nada.

Tenía que hacer algo antes de que entraran en la suite.

¿Y si intentaba arrebatarle la pistola? Podía conseguirlo, pero era arriesgado. Cabía la posibilidad de que el arma se disparara durante el forcejeo, y a saber adonde estaría apuntando en el momento crítico.

Llegaron ante la puerta. Luke sacó la llave. Una gota de sudor le resbaló rostro abajo. Si entraba, podía darse por muerto.

Abrió la cerradura y empujó la hoja.

—Adelante —dijo, y se apartó para dejar el paso libre a su invitado.

Anthony vaciló un instante; luego, pasó al lado de Luke y cruzó el umbral.

Luke dobló el pie ante el tobillo derecho de Anthony y le dio un fuerte empujón en los hombros con ambas manos. Anthony salió volando. Aterrizó sobre una mesita Regencia y derribó el enorme florero lleno de narcisos. Se agarró desesperadamente a una lámpara de pie con soporte de cobre y tulipa de seda rosa, pero la lámpara cayó con él.

Luke dio un portazo y corrió como alma que lleva el diablo. Recorrió el pasillo como una exhalación. El ascensor había vuelto a bajar. Se lanzó hacia la salida de incendios y bajó dando brincos por las escaleras. En el rellano del piso inferior, se dio de bruces con una doncella cargada con una pila de toallas.

—¡Perdone! —exclamó al tiempo que la mujer soltaba un chillido y las toallas volaban por los aires.

Llegó al pie de las escaleras en unos segundos. Estaba en un pasillo angosto. A un lado, al final de varios peldaños y un corto pasaje abovedado, se veía el vestíbulo.

Anthony sabía, aun antes de hacerlo, que era un error entrar el primero a la suite; pero Luke no le había dejado elección. Por suerte, apenas se había hecho daño.

Tras unos instantes de aturdimiento, consiguió ponerse en pie. Se dio la vuelta, avanzó hasta la puerta y la abrió. Miró afuera y vio a Luke corriendo como un poseso hacia el fondo del pasillo. Cuando se lanzó a perseguirlo, Luke ya doblaba la esquina y desapareció, seguramente en dirección a la escalera.

Anthony corría con toda su alma, temeroso de no alcanzar a Luke, que estaba al menos en tan buena forma como él. ¿Serían Curtis y Malone, que montaban guardia en el vestíbulo, lo bastante vivos para cogerlo?

En el piso de abajo, Anthony se vio momentáneamente obstaculizado por una doncella que recogía toallas arrodillada en el suelo. Dedujo que Luke había chocado con ella. Soltó una maldición y sorteó a la chica como pudo. En ese momento, oyó llegar el ascensor. El corazón le dio un brinco: puede que tuviera suerte.

Salió al pasillo una pareja emperejilada, alegre a ojos vista después de alguna celebración en el restaurante. Anthony pasó a su lado como un vendaval y entró en el ascensor.

—Planta baja, deprisa…

El ascensorista cerró las puertas y tiró de la palanca. Anthony miraba con desesperación los números de los pisos a medida que se iluminaban en lenta sucesión descendente. El ascensor se detuvo. El empleado descorrió las puertas y Anthony saltó fuera la caja.

Luke salió al vestíbulo junto a la puerta del ascensor. El corazón le dio un vuelco. Los dos agentes que había reconocido momentos antes estaban de pie ante la entrada principal, cerrándole el paso. Un instante después, se abrió el ascensor y apareció Anthony.

Tenía una fracción de segundo para tomar una decisión: luchar o huir.

No quería enfrentarse a tres hombres. Lo reducirían casi con certeza. Los de seguridad se unirían a ellos. Anthony sacaría su identificación de la CIA, y todos lo acatarían. Acabaría detenido.

Dio media vuelta y corrió por el pasillo del que había salido, hacia las entrañas del hotel. Oía tras él las potentes pisadas de Anthony, ansioso por darle caza. Tenía que haber una salida trasera, a menos que los proveedores hicieran sus entregas por el vestíbulo principal.

Empujó una cortina y se vio en un pequeño patio decorado como un restaurante mediterráneo al aire libre. Varias parejas evolucionaban sobre una diminuta pista de baile. Corrió entre las mesas en busca de una salida. A su izquierda se abría un angosto pasadizo. Se abalanzó hacia él. Ya debía de estar cerca de la fachada posterior del hotel, supuso, pero seguía sin ver la salida.

Fue a dar a una especie de recocina donde los camareros daban los últimos toques a los alimentos llegados de la cocina. Media docena de individuos de uniforme calentaban los platos en calentadores y los distribuían en bandejas. En medio del cuarto había una escalera de bajada. Luke se abrió paso a empujones y se lanzó escaleras abajo, haciendo oídos sordos a la voz que le gritó:

—¡Oiga, señor! ¡No puede bajar por ahí! —Un segundo después, Anthony pasó en tromba junto al hombre, que gritó indignado—: Pero ¿qué es esto, la estación Union?

En el sótano estaba la cocina principal, un sofocante purgatorio donde docenas de chefs cocinaban para cientos de personas. Los fogones soltaban llamaradas, el vapor saturaba el aire, las ollas cloqueaban… Los camareros gritaban a los cocineros y los cocineros, a los pinches. Estaban demasiado atareados para prestar atención a Luke, que pasó de largo sorteando frigoríficos y mesas, pilas de platos y cajones de verduras.

Vio una escalera de subida al fondo de la cocina. Supuso que daría a la entrada de servicio. Si no, estaría acorralado. Decidió arriesgarse y escaló los peldaños de tres en tres. Una vez arriba, empujó una puerta de dos hojas y emergió al frío aire nocturno.

Estaba en un patio en penumbra. Una débil lámpara instalada sobre el dintel permitía adivinar los contornos de descomunales contenedores de basura y de pilas de bandejas de madera que debían de haber servido para transportar fruta. Cincuenta metros a su derecha se alzaba una alta valla de alambre con la puerta cerrada y, más allá, se veía una calle, la Decimoquinta, si su sentido de la orientación no lo engañaba.

Corrió hacia la puerta de la valla. Estaba cerrada y asegurada con un enorme candado de acero. Si al menos apareciera un peatón, Anthony no se atrevería a disparar. Pero no había nadie.

Se encaramó a la valla con el corazón aporreándole el pecho. Apenas llegó arriba, oyó el suspiro de una pistola con silenciador. Pero no sintió nada. Era un tiro difícil, un blanco en movimiento a cincuenta metros de distancia y en la oscuridad, pero no imposible. Se arrojó al otro lado de la valla. La pistola volvió a toser. Luke cayó de pie, vaciló y perdió el equilibrio. Desde el suelo oyó un tercer chasquido. Se puso en pie de un salto y echó a correr en dirección este. La pistola no volvió a escupir.

Alcanzó la esquina y miró atrás. Ni rastro de Anthony.

Había escapado.

Le temblaban las piernas. Apoyó una mano en la fría pared y se quedó resollando. El patio olía a verdura podrida. Anthony tuvo la sensación de que respiraba podredumbre.

Era lo más duro que había hecho en la vida. En comparación, matar a Albin Moulier había sido un juego de niños. Después de apuntar a la silueta de Luke encaramada en la valla de alambre, casi no había sido capaz de apretar el gatillo.

Aquel era el peor resultado imaginable. Luke seguía vivo… Y, ahora que le habían disparado, estaría más alerta que nunca, y firmemente decidido a averiguar la verdad.

La puerta de servicio se abrió de golpe, y Malone y Curtis salieron al patio. Con disimulo, Anthony se guardó la pistola en el bolsillo interior del abrigo. Luego, aún jadeante, dijo:

—Por la valla… Id tras él.

Sabía que no lo cogerían.

En cuanto los perdió de vista, se puso a buscar las balas.