El satélite emplea dos tipos de termómetro: resistencias térmicas para la temperatura interior y para una de las mediciones de la temperatura del revestimiento, y termómetros de resistencia para la otra medición exterior y para el cono del morro.
Bern vivía en la avenida Massachusetts, sobre la pintoresca garganta de Rock Creek, en un vecindario de embajadas y grandes casas. La decoración de su piso se inspiraba en temas españoles: recargado mobiliario colonial de madera oscura y formas torturadas, y paredes blancas y desnudas, de las que colgaban paisajes achicharrados por el sol. Luke recordó que, según contaba Billie, Bern había luchado en la guerra civil española.
Era fácil imaginárselo como un luchador. El pelo negro le empezaba a clarear y la tripa le sobresalía un tanto por encima del cinturón; pero sus facciones denotaban dureza y decisión, y sus ojos grises tenían una mirada inquietante. Luke se preguntó si un hombre con los pies tan firmemente asentados en la tierra daría crédito a la extraña historia que se disponía a contarle. Pero no le quedaba más remedio que intentarlo.
Bern le estrechó la mano efusivamente y le sirvió una taza de café solo. Sobre el mueble del gramófono se veía una fotografía enmarcada en plata de un hombre de edad mediana con la camisa rota y un fusil en las manos. Luke la cogió.
—Largo Benito —dijo Bern—. El hombre más grande que he conocido. Luché a su lado en España. Mi hijo se llama Largo, aunque Billie le dice Larry.
Probablemente, Bern recordaba la guerra española como la mejor época de su vida. Luke se preguntó con envidia cuál habría sido la mejor época de la suya.
—Supongo que yo también debo tener buenos recuerdos de algo —dijo, abatido.
Bern le clavó una mirada intensa.
—¿Qué demonios está pasando, compañero?
Luke tomó asiento y le contó lo que Billie y él habían descubierto en el hospital.
—Y ahora, esto es lo que creo que ha ocurrido —añadió—. Puede que te parezca descabellado, pero te lo voy a contar de todos modos, porque confío en que puedas arrojar algo de luz sobre este misterio.
—Haré todo lo que esté en mi mano.
—Llegué a Washington el lunes, justo antes del lanzamiento del cohete, para ver a un general del ejército de tierra por algún misterioso motivo que no quise comunicar a nadie. Mi mujer estaba preocupada por mí y llamó a Anthony para pedirle que no me perdiera de vista. Anthony y yo quedamos en desayunar juntos ayer martes.
—Es lógico. Anthony es tu amigo más antiguo. Ya erais compañeros de habitación cuando te conocí.
—Lo que viene ahora es más hipotético. Me reuní con Anthony para desayunar, antes de ir al Pentágono. Me echó algo en el café para adormecerme, me metió en su coche y me llevó al Hospital Mental Georgetown. Debió de apañárselas para librarse de Billie, o bien esperó a que se marchara a casa. El caso es que se aseguró de que ella no me viera, y me ingresó bajo un nombre falso. Luego, fue a buscar al doctor Len Ross, a quien sabía vulnerable al soborno. Aprovechando su posición como miembro del patronato de la Fundación Sowerby, lo convenció para administrarme un tratamiento que me hiciera perder la memoria.
Luke hizo una pausa, esperando oír de labios de su amigo que aquello era absurdo, imposible, el producto de una imaginación calenturienta. Para sorpresa de Luke, Bern se limitó a decir:
—Pero, por amor de Dios, ¿por qué?
Luke empezó a sentirse mejor. Si Bern lo creía, podría ayudarlo.
—Por el momento —contestó—, concentrémonos en el cómo. Dejemos lo del por qué para el final.
—De acuerdo.
—Para ocultar su rastro, hizo que me dieran el alta, me vistió con harapos, probablemente mientras seguía inconsciente a causa del tratamiento, y me dejó en la estación Union en compañía de un compinche cuya misión era convencerme de que era un vagabundo, aparte de no quitarme el ojo de encima y asegurarse de que el tratamiento funcionaba.
Esta vez Bern parecía escéptico.
—Pero tenía que imaginar que tarde o temprano acabarías descubriendo la verdad…
—No necesariamente o, en todo caso, no toda la verdad. Vale, calcularía que al cabo de unos días o unas semanas conseguiría descubrir mi identidad. Pero seguramente confiaba en que pensara que me había ido de parranda. Mucha gente no recuerda lo que hace mientras está trompa, al menos eso se dice. Y si me costaba aceptarlo y me ponía a hacer preguntas, no habría sacado nada en limpio. Lo más probable es que Billie hubiera olvidado lo del paciente misterioso. Y en caso de que se acordara, Ross ya habría hecho desaparecer el historial clínico.
Bern asintió pensativo.
—Un plan arriesgado, aunque con bastantes probabilidades de éxito. En el trabajo clandestino, eso suele ser lo máximo a que puedes aspirar.
—Me sorprende que no te muestres más escéptico.
Bern se encogió de hombros.
—¿Tienes algún motivo para aceptar mi hipótesis tan fácilmente? —insistió Luke.
—Todos hemos trabajado para los servicios de inteligencia. Estas cosas ocurren.
Luke estaba seguro de que Bern le ocultaba algo. No podía hacer otra cosa que rogarle.
—Bern, si sabes algo más, por amor de Dios, dímelo. Necesito toda la ayuda que pueda conseguir.
Bern parecía angustiado.
—Hay algo… Pero es confidencial, y no quiero poner en peligro a nadie.
Luke sintió que el corazón le palpitaba con fuerza.
—Cuéntamelo, por favor. Estoy desesperado. Bern lo miró fijamente.
—No hace falta que lo jures —dijo, y respiró hondo—. Bueno, ahí va. Hacia el final de la guerra, Billie y Anthony trabajaron en un proyecto especial para la OSS, el Comité para la droga de la verdad. Yo tampoco sabía nada al respecto en aquella época, pero lo descubrí después, cuando ya estaba casado con Billie. Experimentaban con drogas, tratando de dar con alguna que les permitiera influir en los prisioneros durante los interrogatorios. Probaron con mescalina, barbitúricos, escopolamina y marihuana. Los sujetos de sus experimentos eran soldados sospechosos de simpatizar con los comunistas. Billie y Anthony visitaron campamentos militares de Atlanta, Memphis y Nueva Orleans. Se ganaban la confianza del soldado sospechoso, le pasaban un canuto y esperaban a ver si largaba algún secreto.
Luke se echó a reír.
—¡Así que un puñado de reclutas se colocó a costa del servicio secreto! Bern asintió.
—Visto ahora, el asunto tenía su gracia. Después de la guerra, Billie volvió a la facultad y elaboró su tesis doctoral sobre los efectos de diversas drogas legales como la nicotina en el estado mental de la gente. Tras obtener la cátedra, siguió trabajando en el mismo campo, el de los efectos de las drogas y otros factores sobre la memoria.
—Pero no para la CIA…
—Eso creía yo. Pero estaba equivocado.
—Dios…
—En 1950, cuando Roscoe Hillenkoetter era director, la Agencia inició un proyecto con el nombre en clave Pájaro de la felicidad, y Hillenkoetter autorizó el uso de fondos reservados, de forma que la cosa no dejara ni un rastro de tinta. El objetivo de Pájaro de la felicidad era el control mental. La CIA financió toda una serie de proyectos de investigación perfectamente legales en las universidades, canalizando el dinero a través de fundaciones para ocultar la auténtica fuente. Y financiaron los trabajos de Billie.
—¿Cuál fue su reacción?
—Discutimos por culpa del asunto. Le dije que no estaba bien, que lo que pretendía la CIA era lavarle el cerebro a la gente. Ella alegaba que cualquier conocimiento científico puede usarse para el bien o para el mal, que sus investigaciones podían dar grandes frutos y que le traía sin cuidado quién pagara las facturas.
—¿Y ese fue el motivo de vuestro divorcio?
—Más o menos. Yo era el guionista de un serial radiofónico llamado Historia de detectives, pero quería trabajar para el cine. En 1952 escribí un guión sobre una agencia secreta del gobierno que se dedicaba a lavar el cerebro a confiados ciudadanos. Lo compró Jack Warner. Pero no le dije nada a Billie.
—¿Por qué?
—Porque sabía que la CIA impediría que la película se rodara.
—¿Pueden hacer cosas así?
—Joder, puedes apostar la vida.
—¿Cómo acabó la cosa?
—La película se estrenó en 1953. Frank Sinatra hacía el papel de un cantante de club nocturno que presencia un asesinato político y pierde la memoria debido a un tratamiento secreto. Joan Crawford interpretaba a su agente. Tuvo un éxito enorme. Mi carrera estaba lanzada. Empezaron a lloverme ofertas millonarias de los estudios.
—¿Y Billie?
—La llevé al estreno.
—Supongo que se pondría hecha una furia.
Bern esbozó una sonrisa triste.
—Reaccionó de la peor manera. Dijo que había usado información confidencial obtenida a través de ella. Estaba convencida de que la CIA le retiraría los fondos, de que su investigación estaba arruinada. Fue el final de nuestro matrimonio.
—A eso se refería Billie cuando dijo que teníais un conflicto de valores…
—Y tiene razón. Debió casarse contigo… Nunca llegué a entender por qué no lo hizo.
Luke sintió que el corazón le daba un vuelco. Le hubiera gustado saber a qué se refería Bern. Pero prefirió dejar la pregunta para mejor ocasión.
—En todo caso, volviendo a 1953, deduzco que la CIA no cejaría en su empeño…
—No. —Bern parecía amargado y colérico—. Se conformaron con destrozar mi carrera.
—¿Cómo?
—Me sometieron a una investigación por deslealtad. Por supuesto, había sido comunista hasta el mismo final de la guerra, de modo que era presa fácil. Entré en la lista negra de Hollywood, y ni siquiera pude recuperar mi antiguo trabajo en la radio.
—¿Cuál fue el papel de Anthony en todo el asunto?
—Hizo todo lo que pudo para protegerme, según Billie, pero no le hiceron caso —dijo Bern, y frunció el ceño—. Aunque, después de lo que acabas de contarme, me pregunto si fue así.
—¿Cómo te las arreglaste?
—Pasé un par de años bastante malos; luego concebí a Los terribles gemelos. Luke arqueó una ceja.
—Es una serie de libros para niños —explicó Bern, y señaló una estantería. Las brillantes sobrecubiertas formaban una mancha de color—. Tú se los has leído, por cierto… al hijo de tu hermana.
Luke se sintió encantado al saber que tenía un sobrino, o varios. Le gustaba la idea de leerles historias.
Aún tenía que aprender muchas cosas sobre sí mismo.
Abarcó el lujoso apartamento con un gesto de la mano.
—Se ve que tus libros tienen mucho éxito. Bern asintió.
—Escribí el primero con seudónimo, y lo ofrecí a un agente que simpatizaba con las víctimas de la caza de brujas de McCarthy. Fue un bestseller; y desde entonces he escrito dos cada año.
Luke se levantó del asiento y sacó del estante uno de los libros. Leyó:
¿Qué es más pegajoso, la miel o el chocolate derretido? Los gemelos necesitaban saberlo. Por eso realizaron el experimento que tanto enfadó a su mamá.
Luke sonrió. A los crios les encantaban esas cosas. De pronto, se sintió triste.
—Elspeth y yo no tenemos hijos.
—Y no lo entiendo —dijo Bern—. Siempre habías querido tener familia.
—Lo hemos intentado, pero no ha podido ser. —Luke cerró el libro—. ¿Somos un matrimonio feliz?
Bern soltó un suspiró.
—Ya que lo preguntas, no.
—¿Por qué?
—Algo no funcionaba, aunque no sabías qué. Me llamaste una vez para pedirme consejo, pero no pude ayudarte.
—Hace un momento has dicho que Billie hubiera debido casarse conmigo…
—Vosotros dos estabais locos el uno por el otro.
—¿Y qué nos pasó?
—No estoy seguro. Después de la guerra, tuvisteis una pelea seria. Los demás nunca llegamos a saber cuál fue el motivo.
—Tendré que preguntárselo a Billie.
—Supongo que sí.
Luke devolvió el libro a su sitio.
—En todo caso, ahora comprendo que mi historia no te haya parecido completamente descabellada.
—Sí —dijo Bern—. Creo que Anthony está tras esto.
—Ya, pero ¿se te ocurre algún motivo?
—No tengo ni la menor idea.