El problema de la temperatura es un obstáculo clave para los vuelos espaciales tripulados. Para determinar la eficacia de su aislamiento, el Explorer dispone de cuatro termómetros, tres en la superficie exterior, para medir la temperatura del revestimiento, y uno en el compartimiento de instrumentos, para obtener la temperatura interior. El objetivo es mantener el nivel entre cinco y veintiún grados centígrados, intervalo de temperaturas adecuado para la supervivencia humana.
—Sí, salimos juntos —dijo Billie mientras bajaban las escaleras.
Luke tenía la boca seca. Se imaginó cogiéndola de la mano, contemplando su rostro por encima de una mesa iluminada con velas, besándola, mirándola mientras se quitaba la ropa. Se sintió culpable al acordarse de que estaba casado; pero no podía recordar a su mujer, mientras que Billie estaba allí mismo, a su lado, hablando animadamente, sonriendo y despidiendo un leve olor a jabón aromático.
Llegaron a la puerta de la calle y se detuvieron.
—¿Estábamos enamorados? —preguntó Luke.
La miró fijamente tratando de interpretar su expresión. Hasta ese momento, el rostro de la mujer le había parecido un libro abierto, que ahora, cerrado de golpe, ya sólo mostraba las tapas en blanco.
—Ya lo creo —respondió Billie, y aunque su tono era desenvuelto, un ligero temblor le alteraba la voz—. Para mí no había otro hombre en el mundo.
¿Cómo podía haber dejado escapar a una mujer como aquella? Le parecía una tragedia mucho mayor que haber perdido sus recuerdos.
—Pero te curaste a tiempo.
—Ya soy bastante mayorcita para saber que no existen los príncipes azules, sólo un puñado de hombres más o menos imperfectos. A veces llevan una armadura deslumbrante, pero siempre acabas descubriendo las partes oxidadas.
Luke hubiera querido saberlo todo, hasta el último detalle, pero eran demasiadas preguntas.
—Y te casaste con Bern.
—Sí.
—¿Cómo es?
—Inteligente. Todos mis hombres tienen que serlo. Si no, me aburro enseguida. Fuertes, también… Lo bastante fuertes para que sean un reto.
La sonrisa de Billie era la de alguien a quien el corazón no le cabe en el pecho.
—¿Qué pasó? —preguntó Luke.
—Diferentes escalas de valores. Sé que suena abstracto, pero Bern se jugó la vida por la causa de la libertad en dos guerras, la española y la mundial, y para él la política estaba por encima de todo.
Luke deseaba hacerle cierta pregunta por encima de cualquier otra. No se le ocurría una forma delicada o indirecta de decirlo, así que lo soltó tal cual:
—¿Estás con alguien en estos momentos?
—Pues sí. Se llama Harold Brodsky.
Luke se sintió estúpido. Claro que estaba con alguien. Era una treintañera atractiva y divorciada, los hombres debían de hacer cola para salir con ella… Luke sonrió compungido.
—¿Es un príncipe azul?
—No, pero es inteligente, me hace reír y me quiere con locura.
Luke sintió una punzada de envidia. Dichoso tú, Harold, pensó.
—E imagino que comparte tus valores…
—Sí. Es viudo, y para él su hijo es lo más importante de este mundo; sus trabajos de investigación vienen después.
—¿Qué investiga?
—La química del yodo. Yo siento lo mismo con respecto a mi trabajo. —Sonrió—. Puede que los hombres ya no me hagan ver chiribitas, pero me parece que sigo siendo igual de idealista en lo de desentrañar los misterios de la mente humana.
Las últimas palabras de Billie lo devolvieron a la realidad de su reciente crisis. El recordatorio fue como una bofetada por sorpresa, más dolorosa por inesperada.
—Ojalá pudieras desentrañar los misterios de mi mente.
Billie frunció el ceño y, a pesar de sentirse abrumado por sus problemas, Luke advirtió lo guapa que estaba cuando la perplejidad le hacía arrugar la nariz.
—Es extraño —dijo Billie—. Puede que hayas sufrido una lesión craneal que no ha dejado huella visible, pero en tal caso es sorprendente que sigas sin tener dolores de cabeza.
—Ni una mala jaqueca.
—No eres alcohólico ni drogadicto, se ve a la legua. Si hubieras sufrido una conmoción especialmente fuerte, o un estrés prolongado, lo más probable es que lo supiera, por ti o por algún amigo común.
—¿Entonces?
Billie meneó la cabeza.
—Queda descartado que seas esquizofrénico, así que no has podido recibir un tratamiento de drogas y electroterapia combinadas, que podría haberte causado…
Billie calló de improviso; tenía una expresión de incrédulo pasmo, la boca muy abierta y los ojos desorbitados.
—¿Qué? —preguntó Luke.
—Acabo de acordarme de Joe Blow.
—¿Quién es?
—Joseph Bellow. Me chocó el nombre porque me sonó a inventado.
—¿Y?
—Ingresó a última hora de ayer, cuando me había marchado a casa. Luego le dieron el alta durante la noche, algo nada habitual.
—¿Qué le pasaba?
—Era esquizofrénico. —Billie palideció—. Oh, mierda.
Luke empezaba a captar la idea.
—Así que ese paciente…
—Vamos a echar un vistazo a su historial.
Billie dio media vuelta y corrió escaleras arriba. Recorrieron el pasillo a toda prisa y entraron en una dependencia en cuya puerta podía leerse: «Historiales clínicos». Estaba desierta. Billie encendió la luz.
Abrió un cajón rotulado «A-D», pasó la mano por las carpetas y sacó una. Leyó en voz alta:
—«Varón blanco, un metro ochenta y cinco centímetros de altura, ochenta y dos kilos de peso; edad, treinta y siete años.»
Luke veía confirmada su hipótesis.
—Piensas que era yo… —dijo.
Billie asintió.
—Le aplicaron un tratamiento… que puede causar amnesia global.
—Dios mío…
Luke estaba tan consternado como intrigado. Si Billie tenía razón, le habían hecho aquello deliberadamente. Eso explicaría por qué lo seguían a todas partes; sin duda, gente sumamente interesada en asegurarse de que el tratamiento surtía efecto.
—¿Quién lo hizo?
—Mi colega, el doctor Leonard Ross, firmó la admisión del paciente. Len es psiquiatra. Me gustaría saber en qué se basó para autorizar el tratamiento. Lo normal es mantener al paciente bajo observación algún tiempo, varios días por lo general, antes de prescribir un tratamiento. Y, desde luego, no se me ocurre ninguna justificación médica para darle el alta inmediatamente después de administrárselo, ni siquiera con el consentimiento de sus familiares. Más irregular, imposible.
—Parece que Ross va a tener problemas…
Billie suspiró.
—Probablemente no. Si lo denuncio, me acusarán de mala perdedora. Dirán que le he cogido tirria porque le han dado el puesto que quería para mí, director de investigación del hospital.
—¿Cuándo ha sido eso?
—Hoy.
Luke se quedó de una pieza.
—¿Han ascendido a Ross precisamente hoy?
—Sí. Supongo que no es pura coincidencia.
—¿Coincidencia? ¡Y una mierda! Lo han sobornado. Le prometieron el ascenso a cambio de que prescribiese un tratamiento anómalo.
—No puedo creerlo. Sí, sí puedo. Es un débil.
—Pero es el instrumento de otros. Alguien por encima de él en la jerarquía del hospital tiene que haberle dicho que lo hiciera.
—No. —Billie meneó la cabeza—. El patronato que financia el puesto, la Fundación Sowerby, se ha empeñado en que fuera para Ross. Me lo ha explicado mi jefe. No entendíamos el porqué. Ahora lo entiendo perfectamente.
—Todo encaja… Pero sigue siendo tan desconcertante como al principio. ¿Alguien de la Fundación quería que yo perdiera la memoria?
—Y creo saber quién —dijo Billie—. Anthony Carroll. Forma parte del consejo.
El nombre le sonaba. Luke recordó que Anthony era el hombre de la CIA mencionado por Elspeth.
—Eso sigue sin dar respuesta a la pregunta: «¿Por qué?».
—Pero ahora tenemos a alguien a quien hacérsela —dijo Billie, y levantó el auricular.
Mientras marcaba, Luke intentó organizar sus ideas. La última hora había sido una cadena de shocks. Le habían dicho que no recobraría la memoria. Se había enterado de que había querido a Billie y la había perdido, aunque no le cupiera en la cabeza que hubiera sido tan idiota. Acababa de descubrir que le habían provocado la amnesia con toda intención y que el responsable era alguien de la CIA. Y sin embargo, seguía sin tener la menor pista sobre el motivo.
—Quisiera hablar con Anthony Carroll —dijo Billie al teléfono—. Soy la doctora Josephson —añadió en tono perentorio—. Muy bien, entonces dígale que tengo que hablar con él urgentemente. —Consultó su reloj—. Que me llame a casa exactamente dentro de una hora a partir de este momento. —Su rostro se ensombreció de pronto—. No intentes tomarme el pelo, listillo, sé que podéis hacerle llegar un mensaje a cualquier hora del día o de la noche, esté donde esté —dijo, y colgó de golpe.
Puso cara de apuro al ver cómo la miraba Luke.
—Lo siento —murmuró—. Ese tío me ha soltado un: «Veré qué puedo hacer», como si me hiciera un maldito favor.
Luke recordó que Elspeth había descrito a Anthony como a un viejo amigo de Harvard, compañero suyo y de Bern.
—Ese Anthony… —empezó a decir—. Creía que era un amigo.
—Ya. —Billie meneó la cabeza con una mueca de preocupación en su expresivo rostro—. Yo también.