Los científicos sólo pueden hacer conjeturas con respecto a los extremos de calor y frío que deberá soportar el satélite cuando abandone la profunda sombra de la Tierra y reciba en toda su intensidad el resplandor de la luz del Sol. Para mitigar los efectos de ambos fenómenos, el cilindro está parcialmente recubierto de brillantes barras de óxido de aluminio de tres milímetros de ancho, aptas para reflejar los abrasadores rayos del Sol, y aislado con fibra de vidrio para resistir el intenso frío del espacio.
El día que se rindió Italia, Billie se dio de bruces con Luke en el vestíbulo del edificio Q.
Al principio, no lo reconoció. Vio ante sí a un hombre delgado de unos treinta años que llevaba un traje demasiado grande, y apartó los ojos dispuesta a seguir su camino. Pero en ese instante el desconocido le dirigió la palabra:
—¿Billie? ¿Es que no me recuerdas?
La voz, por supuesto, le sonaba, y el corazón empezó a latirle con fuerza. Pero cuando volvió a mirar al escuálido individuo que había pronunciado aquellas palabras, apenas pudo sofocar un grito de espanto. La cabeza parecía una calavera. El pelo, antaño negro y lustroso, había perdido su brillo. El cuello de la camisa le estaba demasiado ancho, y la chaqueta parecía suspendida de una percha de alambre. Sus ojos eran los ojos de un anciano.
—¡Luke! —exclamó—. ¡Tienes un aspecto terrible!
—Gracias, mujer —murmuró él con una sonrisa fatigada.
—Perdona —se apresuró a decir Billie.
—No importa. Ya sé que he perdido algo de peso. En el sitio del que vengo no daban muy bien de comer.
Deseaba abrazarlo, pero se contuvo, en la duda de si a él le gustaría.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Luke.
Billie respiró hondo.
—Un curso de entrenamiento: mapas, radio, armas de fuego, lucha cuerpo a cuerpo…
—No te veo vestida para practicar jiu-jitsu —dijo Luke sonriendo de oreja a oreja.
A pesar de la guerra, a Billie seguía gustándole vestir con estilo. Ese día llevaba un conjunto amarillo claro de chaqueta torera y atrevida falda hasta la rodilla, y un enorme sombrero que parecía una bandeja vuelta del revés. Con la paga del ejército no podía permitirse ir a la última, desde luego; se había hecho aquel traje ella misma, con una máquina de coser prestada. Su padre había enseñado a coser a toda la familia.
—Lo consideraré un elogio —dijo sonriendo Billie, que empezaba a rehacerse de la sorpresa—. ¿Qué ha sido de ti estos años?
—¿Tienes unos minutos para charlar?
—Por supuesto.
Se suponía que debía asistir a una clase de criptografía, pero ¡qué demonios!
—Salgamos.
Era una cálida tarde de septiembre. Luke se quitó la chaqueta y se la echó al hombro, y pasearon a lo largo del Estanque de los Reflejos.
—¿Cómo es que has ingresado en la OSS?
—Gracias a Anthony Carroll —respondió Billie. La Oficina de Servicios Estratégicos era un destino lleno de prestigio, y sus puestos estaban muy solicitados—. Anthony utilizó la influencia de su familia para entrar. Ahora es el ayudante personal de Bill Donovan. —El general Donovan, alias Bill el Salvaje, era el jefe de la OSS—. Llevaba un año paseando a un general en coche por todo Washington, así que me encantó que me destinaran aquí. Anthony ha aprovechado su puesto para meter a todos sus viejos amigos de Harvard. Elspeth está en Londres, Peg en El Cairo y supongo que Bern y tú habéis estado tras las líneas enemigas, sea donde sea.
—Francia —confirmó Luke.
—¿Cómo era aquello?
Luke encendió un cigarrillo. Era un hábito reciente —en Harvard no fumaba—, pero en esos momentos aspiró el humo como si sus pulmones lo necesitarán más que el aire.
—El primer hombre que maté era francés —le espetó.
Era dolorosamente obvio que necesitaba hablar de aquello.
—Cuéntame qué ocurrió —le animó Billie.
—Era un poli, un gendarme. Se llamaba Claude, como yo. No era ningún monstruo: antisemita, pero no más que la media de los franceses, o que un montón de nuestros compatriotas, no nos engañemos. Entró por casualidad en una granja donde manteníamos una reunión. No cabía duda sobre lo que estábamos haciendo. Teníamos la mesa llena de mapas y los fusiles en un rincón, y Bern les estaba enseñando a los franceses a conectar una bomba de relojería. —Luke soltó una carcajada extraña, carente de la menor alegría—. El maldito loco intentó detenernos a todos. No es que eso importara mucho. Además, había que matarlo de todos modos.
—¿Qué hiciste tú? —susurró Billie.
—Lo llevé afuera y le pegué un tiro en la nuca.
—Dios mío…
—No murió al instante. Tardó casi un minuto.
Billie le cogió la mano y la apretó entre las suyas. Él se dejó hacer, y siguieron caminando alrededor del largo y estrecho estanque con las manos enlazadas. Luke le contó otra historia, sobre una mujer de la Resistencia a la que habían capturado y torturado, y el rostro de Billie se cubrió de lágrimas bajo la acariciante luz de septiembre. La tarde empezaba a refrescar, pero los labios de Luke siguieron desgranando detalles siniestros: explosiones de coches, asesinatos de oficiales alemanes, camaradas de la Resistencia muertos en emboscadas y familias judías que partían hacia destinos desconocidos con sus confiados hijos cogidos de la mano.
Llevaban dos horas andando cuando Luke se tambaleó, y Billie tuvo que abrazarse a él para evitar que se cayera.
—Dios, estoy tan cansado… —murmuró—. Últimamente no duermo bien.
Billie hizo señas a un taxi y lo acompañó al hotel.
Luke se alojaba en el Carlton. La paga del ejército no daba para esos lujos, pero Billie recordó que Luke era de buena familia. Tenía una suite en una esquina. Había un piano de cola en la sala de estar y —lo nunca visto— teléfono en el cuarto de baño.
Billie llamó al servicio de habitaciones y encargó sopa de pollo, huevos revueltos, panecillos calientes y medio litro de leche fría. Luke se sentó en el sofá y empezó a contar otra historia, divertida esta vez, sobre un ataque a una fábrica que proveía de cacerolas al ejército alemán.
—Entré corriendo en aquel enorme taller de metalistería, y me vi delante de unas cincuenta mujeres, corpulentas y membrudas, que estaban echando leña al horno y pegando martillazos a los moldes. «¡Salgan del edificio! —les grité—. ¡Vamos a volarlo por los aires!». ¡Y se me rieron en las narices! Siguieron trabajando y no hubo manera de sacarlas de allí. No me creían…
Antes de que pudiera acabar la historia, llegó la comida.
Billie firmó la cuenta, dio propina al camarero y puso los platos en la mesa del comedor. Cuando volvió al sofá, encontró a Luke dormido.
Lo despertó el tiempo justo para ayudarlo a llegar al dormitorio y meterlo en la cama.
—No te vayas —murmuró él, y volvió a cerrar los ojos.
Le quitó las botas y le aflojó la corbata con cuidado. Una brisa agradable penetraba por la ventana abierta; no hacía falta taparlo con las sábanas.
Se sentó en el borde de la cama y se quedó mirándolo unos instantes, recordando el largo viaje en coche entre Cambridge y Newport que habían hecho juntos dos años antes. Le acarició la mejilla con la parte exterior del meñique, como aquella noche. Él no se inmutó.
Billie se quitó el sombrero y los zapatos; se quedó pensativa un momento, pero enseguida se despojó de chaqueta y falda. Luego, en ropa interior y medias, se echó en la cama. Le pasó los brazos alrededor de los huesudos hombros, le reclinó la cabeza contra su pecho y lo atrajo hacia sí.
—Ahora todo irá bien —le susurró—. Duerme cuanto quieras. Cuando despiertes, estaré aquí.
Cayó la noche. Bajó la temperatura. Billie cerró la ventana y cubrió a Luke con una sábana. Poco después de medianoche, con los brazos alrededor del cuerpo caliente del hombre, ella también se quedó dormida.
Al amanecer, cuando llevaba doce horas durmiendo, Luke se levantó de pronto y fue al lavabo. Apareció al cabo de un par de minutos y volvió a meterse en la cama. Se había quitado el traje y la camisa, y sólo llevaba puesta la ropa interior. La rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.
—He olvidado decirte algo; algo muy importante —dijo Luke.
—¿Qué?
—En Francia pensaba en ti a todas horas. Todos los días.
—¿Sí? —susurró Billie—. ¿Lo dices en serio?
No respondió. Había vuelto a dormirse.
Billie se quedó inmóvil entre sus brazos y trató de imaginárselo en Francia, arriesgando la vida y pensando en ella; se sentía tan feliz que creyó que le estallaría el corazón.
A las ocho fue a la sala de estar, llamó al edificio Q y dijo que estaba enferma. Era el primer día que se tomaba libre por enfermedad en más de un año en el ejército. Se dio un baño, se lavó la cabeza y se vistió. Pidió café y cereales al servicio de habitaciones. El camarero la llamó «señora Lucas». Ella se alegró de que no fuera una camarera; una mujer se habría dado cuenta de que no llevaba alianza.
Se dijo que quizá el aroma a café despertara a Luke, pero no fue así. Leyó el Washington Post de cabo a rabo, incluidas las páginas de deportes. Estaba escribiendo a su madre, a Dallas, en papel para cartas del hotel, cuando Luke salió de la cama y apareció en ropa interior, con el negro pelo alborotado y las mandíbulas cubiertas de cañones azulados. Billie le sonrió, feliz al verlo despierto.
Luke parecía confuso.
—¿Cuántas horas he dormido?
Billie consultó su reloj de pulsera. Casi era mediodía.
—Unas dieciocho.
No hubiera sabido decir qué pensaba Luke. ¿Se alegraba de verla? ¿Le daba apuro? ¿Estaba deseando que lo dejara solo?
—Dios —dijo al fin—. No había dormido así desde hacía un año. —Se frotó los ojos—. ¿Has estado ahí todo este tiempo? Pareces tan fresca como una rosa.
—He echado un sueñecito.
—¿Te has quedado toda la noche?
—Me lo pediste tú.
Luke frunció el ceño.
—Creo recordarlo… —Meneó la cabeza—. Uf, he tenido unos sueños… —Se acercó al teléfono—. ¿Servicio de habitaciones? Me gustaría tomar una chuleta, poco hecha, con tres huevos fritos. Y zumo de naranja, tostadas y café.
Billie frunció el ceño. Era la primera vez que pasaba la noche con un hombre, así que no sabía qué podía esperar por la mañana; pero estaba decepcionada. Aquello era tan poco romántico que casi se sintió insultada. Le recordaba los despertares de sus hermanos; ellos también aparecían con barba incipiente, cara de pocos amigos y hambre de lobo. Bien es verdad —recordó Billie— que solían mejorar cuando habían desayunado.
—Un momento —dijo Luke aún al teléfono, y miró a Billie—. ¿Quieres tomar algo?
—Sí, un poco de té helado.
Luke lo pidió y colgó. Luego se sentó junto a ella en el sofá.
—Ayer hablé por los codos.
—La verdad es que sí.
—¿Mucho?
—Cinco horas sin parar.
—Lo siento.
—No lo sientas. Hagas lo que hagas, no lo lamentes, por favor. —Los ojos se le arrasaron en lágrimas—. No olvidaré lo que dijiste mientras viva. Luke le cogió las manos.
—No sabes lo mucho que me alegro de que nos hayamos vuelto a encontrar…
Billie sintió que el corazón le daba brincos en el pecho.
—Yo también.
Aquello empezaba a parecerse a lo que había esperado.
—Me gustaría besarte, pero no me he cambiado de ropa en las últimas veinticuatro horas.
Billie experimentó una sensación súbita, como si un muelle se aflojara en su interior, y se dio cuenta de que estaba húmeda. Se quedó pasmada ante su propia reacción; nunca le había ocurrido tan deprisa.
Pero procuró contenerse. No había decidido hasta dónde quería llegar. Había tenido toda la noche para pensarlo, pero ni siquiera se le había pasado por la mente. Ahora temía que en cuanto lo tocara perdería el control de sí misma. Y después, ¿qué?
La guerra había favorecido la relajación moral de Washington, pero ella había permanecido al margen. Entrelazó las manos sobre el regazo y dijo:
—Te aseguro que no pienso besarte hasta que te hayas vestido.
Luke le dedicó una mirada escéptica.
—¿Tienes miedo a hacer algo que te comprometa?
Billie parpadeó al percibir el tono irónico de su voz.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Hemos pasado la noche juntos… —dijo Luke encogiéndose de hombros.
Billie se sintió herida e indignada.
—¡Me quedé porque me lo pediste! —protestó.
—De acuerdo, no te sulfures.
Pero en un abrir y cerrar de ojos su deseo se había transformado en una rabia no menos vehemente.
—No te tenías en pie de agotamiento, y entonces te metí en la cama —le espetó, furiosa—. Me pediste que no te dejara solo. Por eso me quedé.
—Y te lo agradezco.
—¡Pues no hables como si hubiera actuado como… como una puta!
—Yo no he dicho nada ni remotamente parecido.
—¿Cómo que no? Has dado entender que me había comprometido tanto que ya no importaba lo que pudiera hacer.
Luke soltó un profundo suspiro.
—Bueno, pues no quería decir eso. Dios, estás sacando de quicio un comentario totalmente inocente.
—¿Inocente? ¡Y un cuerno!
Lo peor de todo era que sí se había comprometido. Se oyó llamar a la puerta. Intercambiaron una mirada.
—Supongo que es el servicio de habitaciones —dijo Luke.
Billie no quería que el camarero la viera con un hombre en paños menores.
—Ve al dormitorio.
—Vale.
—Pero, antes, dame tu anillo. Luke se miró la mano izquierda. Llevaba un sello de oro en el meñique.
—¿Para qué?
—Para que el camarero piense que estamos casados.
—Es que no me lo quito nunca…
Aquello acabó de sacarla de sus casillas.
—Fuera de mi vista —le lanzó entre dientes.
Luke entró en el dormitorio. Billie abrió la puerta, y una camarera empujó el carrito del servicio de habitaciones al interior de la suite.
—Aquí tiene, señorita —dijo la mujer.
Billie se puso como la grana. Aquel «señorita» llevaba mala intención. Billie firmó la cuenta pero no le dio propina.
—Aquí tiene —dijo a la mujer, y le dio la espalda.
La camarera salió. Billie oyó la ducha. Se sentía agotada. Había pasado horas presa de una profunda pasión romántica, que unos pocos minutos habían conseguido agriar. Luke, siempre tan caballero, se había metamorfoseado en un oso. ¿Cómo podían ocurrir semejantes cosas?
Fuera como fuese, Luke había hecho que se sintiera vulgar. En un minuto o dos, saldría del cuarto de baño, dispuesto a sentarse a la mesa y desayunar con ella, como si fueran un matrimonio. Pero no lo eran, y Billie se sentía cada vez más incómoda.
Bien —pensó—, si no estoy a gusto, ¿por qué sigo aquí? Era una buena pregunta.
Se puso el sombrero. Más valía marcharse cuando aún le quedaba algo de dignidad.
Pensó en dejarle una nota. En ese momento, dejó de oír el agua de la ducha. Luke no tardaría en reaparecer, oliendo a jabón, arrebujado en un albornoz, con el pelo mojado y los pies descalzos, adecentado para comer. No había tiempo para notas.
Salió de la suite y cerró procurando no hacer ruido.
Durante las cuatro semanas siguientes, lo vio prácticamente a diario.
Los primeros días, Luke tuvo que acudir al edificio Q para rendir informes. La buscaba a mediodía y comían juntos en la cafetería o compraban sandwiches y almorzaban en el parque. Volvió a tratarla con la desenvuelta cortesía de antaño, que la hacía sentir respetada y querida. El hiriente recuerdo de su comportamiento en el Carlton se esfumó poco a poco. Quizá, se decía Billie, tampoco él hubiera pasado toda una noche con una amante y, como ella, ignorara la etiqueta. La había tratado con naturalidad, como hubiera tratado a su hermana… que tal vez fuera la única chica que había llegado a verlo en ropa interior.
Al final de la primera semana, Luke le preguntó si quería salir con él, y fueron a ver Jane Eyre el sábado por la noche. El domingo bajaron en canoa por el Potomac. En el aire de Washington se respiraba el exceso. La ciudad estaba llena de jóvenes a punto de salir para el frente o recién llegados de permiso, hombres para los que la muerte violenta era el pan nuestro de cada día. Estaban ávidos de juego, alcohol, baile y sexo, porque quizá fuera su última oportunidad. Los bares estaban de bote en bote, y las solteras no daban abasto. Los aliados estaban ganando la guerra, pero las noticias sobre familiares, vecinos y compañeros de universidad muertos o heridos en el frente hacían explotar a diario la burbuja del optimismo.
Luke engordó un poco y empezó a dormir mejor. La mirada ausente desapareció de sus ojos. Se compró ropa de su talla, camisas de marga corta, pantalones blancos y un traje de franela azul marino que se ponía cuando salían por la noche. Y recobró parte de su innata jovialidad.
Hablaban como descosidos. Ella aseguraba que el estudio de la psicología humana acabaría desterrando las enfermedades mentales, y él, que el hombre conseguiría llegar a la Luna. Rememoraron el fatídico fin de semana que había cambiado sus vidas cuando estudiaban en Harvard. Contrastaron puntos de vista sobre la guerra y su final; Billie opinaba que los alemanes no aguantarían mucho más tras la caída de Italia; Luke, en cambio, estaba convencido de que se necesitarían años para expulsar del Pacífico a los japoneses. A veces salían con Anthony y Bern, y discutían de política en los bares, como cuando iban a la universidad, en un mundo completamente diferente. Un fin de semana, Luke voló a Nueva York para visitar a su familia, y Billie lo echó tanto de menos que cayó enferma. Nunca se cansaba de él, a su lado nunca se sentía ni remotamente aburrida. Era atento, divertido y atractivo.
Se tiraban los trastos a la cabeza un par de veces por semana. Sus rifirrafes seguían siempre el modelo del primero, el de la suite del hotel. Él soltaba algún paternalismo, o tomaba una decisión sobre sus planes para la noche sin consultarle, o daba por sentado que sabía más que ella sobre determinado tema, radio, coches o tenis. Ella se subía a la parra, y él la acusaba de hacer una montaña de un grano de arena. Billie se iba sulfurando mientras intentaba hacerlo entrar en razón, hasta que Luke empezaba a sentirse como un testigo hostil sometido a un interrogatorio exhaustivo. En el calor de la discusión, ella acababa exagerando, o haciendo una afirmación absurda, o diciendo algo que sabía que era falso. Ni corto ni perezoso, él la acusaba de insinceridad, y afirmaba que no merecía la pena discutir con ella, porque no le importaba decir lo que fuera con tal de ganar la partida. A continuación se levantaba y se marchaba, más convencido que nunca de que llevaba razón. Bastaban unos minutos para que Billie se sintiera acongojada. Salía a buscarlo y le pedía que lo olvidaran todo e hicieran las paces. Al principio, Luke se mostraba inflexible; luego, ella decía algo que conseguía hacerlo reír, y lo ablandaba.
Pero en todas aquellas semanas Billie no volvió al Carlton, y cuando besaba a Luke se limitaba a rozarle castamente los labios, siempre en un lugar público. Aun así, cada vez que lo tocaba volvía a sentir aquella sensación líquida en las entrañas, y sabía que si daba un paso más tendría que llegar hasta el fin.
Al sol de septiembre le siguió un octubre desapacible, y a él lo destinaron.
Luke recibió la noticia la tarde de un viernes. Estaba en el vestíbulo del edificio Q, esperando a que Billie acabara su jornada. En cuanto Billie vio su cara supo que pasaba algo malo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó de inmediato.
—Tengo que volver a Francia.
Billie se quedó helada.
—¿Cuándo?
—Salgo de Washington a primera hora del lunes. Con Bern.
—Por amor de Dios, ¿es que no te has sacrificado bastante?
—No me importa el peligro —dijo él—. Pero no quiero separarme de ti. Billie tragó saliva.
—Dos días —dijo, con los ojos llenos de lágrimas.
—Tengo que preparar el equipaje.
—Te ayudaré.
Y lo acompañó al Carlton.
Apenas cerraron la puerta, lo agarró por el jersey, lo atrajo hacia sí y alzó el rostro. Esta vez el beso no tuvo nada de casto. Billie le pasó la punta de la lengua por los labios, una y otra vez; luego, abrió la boca para recibir su lengua.
Dejó caer el abrigo. Llevaba un vestido a rayas verticales azules y blancas con el cuello blanco.
—Acaríciame los pechos —dijo.
Él la miró sorprendido.
—Por favor —pidió Billie.
Luke posó las manos sobre sus menudos senos. Billie cerró los ojos y se concentró en la sensación.
Se separaron y ella lo miró con avidez, como si quisiera aprenderse su cara de memoria. Temía olvidar el tono azul de sus ojos, el mechón de pelo negro que le caía sobre la frente, la curva de su mandíbula, el suave bulto de sus labios.
—Quiero una foto tuya —dijo Billie—. ¿Tienes alguna?
—Nunca llevo fotos mías encima —respondió Luke sonriendo. Puso acento de Nueva York y añadió—: ¿Quién crees que soy, Frank Sinatra?
—Estoy segura de que tienes alguna foto tuya por ahí.
—Puede que tenga una foto familiar. Vamos a ver… —dijo, y entró en el cuarto de baño.
Billie lo siguió.
La baqueteada bolsa de cuero marrón estaba en el mismo estante, supuso Billie, donde debía de haber permanecido aquellas cuatro semanas. Luke sacó un portafotos de plata que se abría como un pequeño libro. Contenía dos fotografías, una a cada lado. Sacó una de ellas y se la tendió.
Debían de haberla tomado hacía tres o cuatro años y mostraba a un Luke más joven y robusto en camisa polo. Lo acompañaban una pareja mayor —sus padres, era de suponer—, unos gemelos de unos quince años y una niña. Todos vestían ropa de playa.
—No puedo aceptarla, es la foto de tu familia —dijo Billie, aunque la deseaba con toda su alma.
—Quiero que la tengas tú. Eso es lo que soy, una parte de mi familia.
Por eso mismo a ella le gustaba la foto.
—¿Te la llevaste a Francia la otra vez?
—Sí.
Era tan importante para él que Billie apenas podía soportar la idea de quedársela; pero eso la hacía aún más valiosa.
—Enséñame la otra —le pidió Billie.
—¿Qué?
—El marco tiene dos fotos.
Luke parecía reacio, pero acabó abriendo el portafotos. La segunda foto era un recorte del anuario de Radcliffe. El retrato de Billie.
—¿Esta también la tenías en Francia? —preguntó ella con un nudo en la garganta.
—Sí.
Billie se echó a llorar. Era insoportable. Luke había recortado su foto del anuario y la había llevado encima, con la foto de su familia, durante todo aquel tiempo en que su vida había corrido tanto peligro. Nunca hubiera imaginado que significara tanto para él.
—¿Por qué lloras? —le preguntó Luke.
—Porque me quieres —respondió Billie.
—Es verdad —dijo él—. No me atrevía a decírtelo. Te quiero desde el fin de semana de Pearl Harbor.
De pronto, la pasión de Billie se convirtió en rabia.
—¿Qué? ¿Y fuiste capaz de abandonarme? ¡Eres un canalla!
—Si tú y yo hubiéramos empezado a salir juntos entonces, habríamos destrozado a Anthony.
—¡Al infierno con Anthony! —gritó Billie aporreándole el pecho con los puños; pero Luke parecía no sentirlos—. ¿Cómo pudiste poner la felicidad de Anthony por encima de la mía, maldito egoísta?
—Hubiera sido indigno.
—Pero ¿es que no te das cuenta de que hubiéramos podido tenernos el uno al otro dos años? —Billie lloraba a lágrima viva—. Ahora no tenemos más que dos días… ¡dos putos días de mierda!
—Entonces deja de llorar y bésame otra vez —dijo Luke.
Billie le echó los brazos al cuello y lo obligó a bajar la cabeza. Las lágrimas corrían entre sus labios unidos y se les metían en la boca. Luke empezó a desabrocharle el vestido.
—Por favor, rómpelo de una vez —dijo ella, impaciente.
Luke tiró con fuerza y arrancó todos los botones hasta la cintura. Otro estirón abrió el vestido por completo. Billie se lo retiró de los hombros y se quedó en medias y bragas.
Él la miró muy serio.
—¿Estás segura de que quieres hacerlo?
Billie tuvo miedo de que algún escrúpulo moral consiguiera paralizarlo.
—¡Lo estoy, lo estoy! ¡Por favor, no pares! —gritó.
La hizo caer en la cama con un suave empujón. Se quedó acostada sobre la espalda y él se puso encima, descansado el peso sobre los codos. La miró a los ojos.
—No lo he hecho nunca.
—No importa —dijo ella—. Yo tampoco.
La primera vez acabaron enseguida, pero una hora después quisieron repetir, y se lo tomaron con más calma. Ella le dijo que quería hacerlo todo, darle todos los placeres con que hubiera fantaseado alguna vez, practicar todos los actos de intimidad sexual imaginables. Pasaron todo el fin de semana haciendo el amor, frenéticos de pena y deseo, conscientes de que tal vez no volvieran a verse.
Cuando Luke la dejó el lunes por la mañana, Billie no paró de llorar en dos días.
Ocho semanas más tarde se enteró de que estaba encinta.