El cohete de la cuarta fase es de titanio, metal más liviano que el habitual acero inoxidable. El menor peso permite al misil transportar un kilogramo más de imprescindible equipo científico.
Apenas colgó, volvió a sonar el teléfono. Anthony levantó el auricular y oyó la voz de Elspeth, que parecía espantada:
—Por amor de Dios, ¡llevas un cuarto de hora comunicando!
—Estaba hablando con Billie, que…
—Da igual. Acabo de hablar con Luke.
—¿Qué? No puede ser.
—¡Cierra el pico y escucha! Estaba en el Smithsonian, en el museo de Aviación, con un puñado de físicos.
—Voy para allá.
Anthony colgó y cruzó la puerta a toda prisa. Pete lo vio y corrió tras él. Bajaron al aparcamiento y se metieron en el coche de Anthony.
Anthony estaba consternado. Que Luke hubiera hablado con Elspeth era más que preocupante. Significaba que las cosas se habían salido de madre. Aunque, si conseguía ser el primero en dar con Luke, tal vez pudiera devolverlas a su cauce. Tardaron cuatro minutos en llegar a la avenida Independence con la calle Décima. Dejaron el coche ante la entrada posterior del Instituto y corrieron al interior del viejo hangar donde se alojaba el Museo de Aeronáutica.
Junto a la entrada había un teléfono público, pero ni rastro de Luke.
—Separémonos —dijo Anthony—. Yo iré por la derecha; tú, por la izquierda.
Fue recorriendo la exposición, escrutando los rostros de los hombres que se inclinaban sobre las vitrinas o levantaban la cabeza hacia los aparatos suspendidos del techo. Al llegar al otro extremo del hangar vio a Pete, que le hizo un gesto urgente con las manos vacías.
En uno de los lados había varios despachos y unos aseos. Pete miró en los lavabos de caballeros y Anthony, en los despachos. Puede que Luke hubiera utilizado uno de aquellos teléfonos, pero ya debía de andar lejos.
—Nada —dijo Pete saliendo del servicio.
—Esto es una catástrofe —murmuró Anthony.
Pete frunció el ceño.
—¿Una catástrofe? —repitió—. ¿Por qué? Ese tipo, ¿es más importante de lo que me habías dicho?
—Sí —respondió Anthony—. Puede que sea el hombre más peligroso de Estados Unidos.
—Dios…
Anthony vio pilas de sillas y un atril arrimados a la pared del fondo. Un joven con traje de tweed hablaba con dos hombres en mono. Anthony recordó que, según Elspeth, Luke estaba con un grupo de físicos. Quizá no fuera demasiado tarde para recuperar el rastro.
—Perdone —dijo acercándose al del traje de tweed—, ¿se ha celebrado aquí algún acto?
—Sí, el profesor Larkley ha pronunciado una conferencia sobre combustibles para cohetes —respondió el joven—. Soy Will McDermot, encargado de organizarla como parte del Año Geofísico Internacional.
—¿Ha venido por aquí el doctor Claude Lucas?
—Sí. ¿Es usted amigo suyo?
—Lo soy.
—¿Sabe que ha perdido la memoria?
—Sí.
—Ni siquiera recordaba su nombre hasta que se lo he dicho.
Anthony reprimió una maldición. Había temido aquello desde el momento en que supo que Elspeth había hablado con Luke. Ya sabía quién era.
—Necesito localizar al doctor Lucas urgentemente —dijo Anthony.
—Qué lástima, se ha ido hace un momento.
—¿Le ha dicho adónde iba?
—No. He tratado de convencerlo para que acudiera a un médico y se sometiera a un examen, pero me ha contestado que se encontraba bien. En mi opinión, parecía conmocionado…
—Ya. Gracias, me ha sido de gran ayuda.
Anthony dio media vuelta y se alejó de allí a toda prisa. Estaba furioso.
Una vez fuera, vio un coche patrulla en la avenida Independence. Dos policías merodeaban en torno a un automóvil aparcado al otro lado de la avenida. Anthony la cruzó y se acercó seguido por Pete. Era un Ford Fairlane azul y blanco.
—Compruébalo —dijo a Pete.
Pete cotejó los números de matrícula. Era el coche que había visto la abuelita de la KGB desde su ventana en Georgetown.
Anthony mostró su carnet de la CIA a los agentes.
—¿Les ha llamado la atención por estar mal aparcado? —les preguntó.
—No, lo hemos empezado a perseguir en la Novena —respondió uno de ellos—. Pero nos ha dado esquinazo.
—¿Lo han dejado escapar? —preguntó Anthony, que no daba crédito a sus oídos.
—¡Giró en redondo y se lanzó contra el tráfico! —repuso el otro agente, más joven—. Ese tipo conduce como un suicida, sea quien sea.
—Y unos minutos más tarde, encontramos el coche aparcado aquí, pero el pájaro había volado.
A Anthony le hubiera gustado descalabrar a aquel par de cabezas de chorlito. Pero se limitó a decir:
—El sospechoso puede haber robado otro coche en esta zona para continuar su fuga. —Se sacó una tarjeta de la cartera—. Si los informan de un coche robado cerca de aquí, ¿serán tan amables de llamar a este número?
El policía mayor leyó la tarjeta.
—Puede estar seguro, señor Carroll —dijo.
Anthony y Pete volvieron al Cadillac amarillo y se alejaron rápidamente de allí.
—¿Qué crees que hará ahora? —preguntó Pete.
—No lo sé. Podría ir derecho al aeropuerto y coger un vuelo a Florida; podría ir al Pentágono; podría ir a su habitación del hotel… Joder, podría metérsele en la cabeza que tiene que visitar a su madre en Nueva York. Vamos a tener que multiplicarnos en todas direcciones. —Se quedó callado y pensativo, y no volvió a hablar hasta que llegaron al despacho del edificio Q—: Quiero dos hombres en el aeropuerto, dos en la estación Union y otros dos en la estación de autobuses. Quiero dos hombres aquí llamando a todos los familiares conocidos de Luke, a sus amigos y conocidos, para preguntarles si están esperando su visita o si les ha telefoneado. Quiero que cojas dos hombres y vayas al Hotel Carlton. Reserva una habitación; luego, montáis guardia en el vestíbulo. Me reuniré allí contigo más tarde.
Pete salió y Anthony cerró la puerta.
Por primera vez en todo el día, estaba asustado. Ahora que Luke sabía quién era, no había forma de predecir qué más podría averiguar. Aquel proyecto hubiera debido ser el mayor éxito de Anthony, pero se había torcido de tal modo que podía dar al traste con su carrera.
Y acabar con su vida.
Si conseguía encontrar a Luke, aún podría volver a tomar las riendas de la situación. Pero tendría que adoptar medidas drásticas. Ya no bastaría con ponerlo bajo vigilancia. Tendría que resolver el problema de una vez por todas.
Con el corazón afligido, se acercó a la fotografía del presidente Eisenhower que colgaba de la pared. Tiró de un extremo del marco, y el retrato giró sobre unos goznes y dejó al descubierto una caja fuerte. Marcó la combinación, abrió la puerta y sacó un arma.
Era una Walther P38 automática, la pistola reglamentaria del ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Se la habían entregado antes de partir hacia el norte de África. También tenía un silenciador especialmente diseñado por la OSS para acoplarlo a la pistola.
La primera vez que había matado a un hombre, había usado aquel arma.
Albin Moulier era un traidor que había vendido a distintos miembros de la Resistencia francesa a la policía. Merecía morir; los cinco hombres de la célula estaban de acuerdo. Lo echaron a suertes en un establo abandonado, a kilómetros de todas partes, bien entrada la noche, a la luz de una única lámpara que proyectaba sus movedizas sombras sobre los muros de piedra sin labrar. Como único extranjero, Anthony podía haberse mantenido al margen, pero insistió en participar para no perder el respeto de los otros. Y sacó la paja más corta.
Albin estaba atado a la rueda roñosa de un arado roto; ni siquiera le habían vendado los ojos, así que no sólo oyó las conversaciones, sino que los vio echar suertes. Cuando pronunciaron la sentencia de muerte se lo hizo encima, y empezó a pegar chillidos en cuanto Anthony sacó la Walther. El griterío ayudó: hizo que Anthony deseara matarlo enseguida, con tal de acabar con el alboroto. Le disparó a bocajarro, entre los ojos, una sola vez. Después, los otros le dijeron que lo había hecho bien, sin dudas ni lamentaciones, como un hombre.
Seguía viendo a Albin en sueños.
Sacó el silenciador de la caja fuerte, lo ajustó al cañón de la pistola y lo enroscó a tope. Se puso el abrigo. Era una prenda larga de pelo de camello, con una sola hilera de botones y grandes bolsillos interiores. Metió la pistola en el derecho con la empuñadura hacia abajo y el silenciador asomando. Con el abrigo desabotonado, se llevó la mano izquierda al bolsillo, tiró del silenciador y cogió la pistola con la derecha. A continuación desplazó con el pulgar la palanca del seguro hasta la posición de disparo. Empleó apenas un segundo en todo el proceso. El silenciador hacía que el arma fuera aparatosa. Hubiera sido más cómodo llevar las dos partes por separado. Sin embargo, puede que no le diera tiempo a poner el silenciador antes de disparar. Así era mejor.
Se abrochó el abrigo y salió.