En un principio, los deflagradores no se diseñaron para encenderse en el vacío. Han sido modificados para el cohete Júpiter de forma que: a) todo el motor está aislado en el interior de un contenedor estanco; b) en previsión de que fuera necesario abrir el mencionado contenedor, un receptáculo hermético protege al deflagrador propiamente dicho; y c) sólo es posible encender el deflagrador en el vacío. Este sistema múltiple de prevención de fallos obedece a un principio de diseño conocido como redundancia.
La reunión sobre Cuba se permitió un breve descanso, que Anthony aprovechó para salir disparado hacia el edificio Q en busca de noticias, rezando para que su equipo hubiera hecho progresos y descubierto alguna pista sobre el paradero de Luke.
Se cruzó con Pete en las escaleras.
—Tenemos algo raro —dijo el joven.
Anthony sintió que el corazón le latía más aprisa.
—¡Escupe!
—Un informe de la policía de Georgetown. Un ama de casa vuelve de la compra y se encuentra con que han forzado la puerta de su vivienda y se han dado una ducha. El intruso ha desaparecido dejando una maleta y un montón de harapos apestosos.
Anthony estaba exultante.
—¡Por fin algo! —exclamó—. Dame la dirección.
—¿Crees que es nuestro hombre?
—¡Estoy seguro! Se ha hartado de parecer un mendigo, así que se ha colado en una casa vacía, se ha duchado, se ha afeitado y se ha puesto ropa decente. Es típico de él, lo habrá pasado fatal con esos andrajos.
Pete lo miró pensativo.
—Parece que lo conoces muy bien.
Anthony se mordió la lengua: había vuelto a hablar más de la cuenta.
—No, en absoluto —replicó con sequedad—. He leído su expediente.
—Perdona —se disculpó Pete. Al cabo de un instante, añadió—: No entiendo por qué ha dejado pistas tras él.
—Imagino que la mujer volvió a casa antes de que él hubiera acabado.
—¿Y la reunión sobre Cuba?
Anthony detuvo al paso a una secretaria.
—Por favor, llame a la sala de reuniones del edificio P y dígale al señor Hobart que me ha empezado a doler el estómago y el señor Maxell ha tenido que acompañarme a casa.
—Dolor de estómago —repitió la chica, inexpresiva.
—Eso es —dijo Anthony, y empezó a bajar las escaleras; al instante, volvió la cabeza y añadió—: A no ser que a usted se le ocurra algo mejor. —Salió del edificio seguido por Pete, y ambos subieron al viejo Cadillac amarillo de Anthony—. Puede que necesitemos un poco de mano izquierda —le dijo a Pete mientras conducía hacia Georgetown—. La buena noticia es que Luke ha dejado algunas pistas. La mala, que no disponemos de cien hombres para seguirlas. En consecuencia, mi plan es conseguir que el Departamento de Policía de Washington trabaje para nosotros.
—Buena suerte —dijo Pete, escéptico—. Y yo, ¿qué hago?
—Ser amable con la pasma, y dejarme hablar a mí.
—Creo que podré con eso.
Anthony apretó el acelerador, y no tardaron en llegar a la dirección que figuraba en el informe policial. Era una pequeña casa unifamiliar en una calle tranquila. Había un coche patrulla de la policía aparcado junto a la acera.
Antes de entrar en la casa, Anthony se volvió hacia el otro lado de la calle y recorrió los edificios con mirada de experto. Al cabo de un instante, localizó lo que buscaba: un rostro en la ventana de un segundo piso, clavándole los ojos. Era una anciana de pelo blanco. En lugar de apartarse de los cristales, la mujer le devolvió la mirada con impertérrita curiosidad. Era justo lo que necesitaba, la cotilla del barrio. Anthony sonrió y saludó con la mano, a lo que ella respondió inclinando la cabeza con total y desenvuelta urbanidad.
Anthony dio media vuelta y se acercó a la casa de autos. Vio raspaduras y una pequeña zona astillada en el marco de la puerta a la altura de la cerradura; un trabajo limpio, profesional, sin destrozos innecesarios, pensó. Muy propio de Luke.
Les abrió la puerta una atractiva joven que esperaba familia; y pronto, se dijo Anthony. La señora de la casa acompañó a Anthony y Pete hasta la sala de estar, donde dos hombres tomaban café y fumaban sentados en el sofá. Uno llevaba uniforme de policía. El otro, joven y vestido con un traje barato de rayón, parecía detective. Frente a ellos había una mesita de café con las patas muy separadas y tablero de fórmica roja. Sobre la mesita, descansaba una maleta abierta.
Anthony se presentó. Mostró su identificación a los policías. No quería que la señora Bonetti —y todos sus amigos y vecinos— se enteraran de que la CIA se interesaba por el caso, así que se limitó a decir:
—Somos colegas de estos agentes.
El detective se llamaba Lewis Hite.
—¿Saben algo de este asunto? —preguntó, precavido.
—Creo que podríamos tener cierta información que les sería de utilidad. Pero antes necesito saber qué han descubierto ustedes.
Hite extendió las manos en un gesto de perplejidad.
—Tenemos una maleta que pertenece a un tal Rowley Anstruther júnior, de Nueva York. El fulano decide forzar la puerta de la señora Bonetti, se da una ducha y se larga, dejando la maleta. Quien lo entienda que me lo explique…
Anthony examinó la maleta. Era de cuero marrón y buena calidad, y estaba medio vacía. Pasó revista a su contenido. Camisas limpias y ropa interior, pero nada de zapatos, pantalones o chaquetas.
—Parece que el señor Anstruther ha llegado de Nueva York hoy mismo —dijo.
Hite asintió, pero la señora Bonetti preguntó asombrada:
—¿Cómo lo sabe?
Anthony sonrió.
—El detective Hite se lo explicará.
No quería ofender a Hite haciéndole sombra.
—En la maleta hay ropa interior limpia, pero ninguna prenda sucia —dijo Hite—. El individuo no se ha mudado, así que lo más probable es que aún no haya pasado una noche fuera. Lo que significa que salió de su casa esta mañana.
—Creo que también dejó algo de ropa vieja —dijo Anthony.
—Aquí está —intervino el policía uniformado, de nombre Lonnie. Levantó una caja de cartón colocada junto al sofá—. Una gabardina… —dijo, removiendo el contenido—. Una camisa, unos pantalones y un par de zapatos.
Anthony los reconoció. Eran los harapos que llevaba Luke.
—Dudo que el señor Anstruther entrara en esta casa —dijo Anthony—. Creo que le robaron la maleta esta mañana, probablemente en la estación Union. —Se volvió hacia el agente uniformado—. Lonnie, ¿podría llamar a la comisaría más próxima a la estación y preguntar si han denunciado un robo por el estilo? Es decir, si la señora Bonetti nos permite usar su teléfono…
—Faltaría más —dijo la joven—. Está en el recibidor.
—La denuncia incluirá una lista de lo que contenía la maleta —añadió Anthony—. Creo que en ella figurarán un traje y un par de zapatos que ahora faltan. —Todos lo miraban asombrados—. Por favor, tome buena nota de la descripción del traje.
—Sí, señor —dijo el policía, y se dirigió al recibidor.
Anthony se sentía bien. Había conseguido hacerse con las riendas de la investigación sin ofender a los polis. En esos momentos, el detective Hite lo miraba como si esperara instrucciones.
—El señor Anstruther debe de ser un individuo de un metro ochenta y cinco o noventa, unos ochenta kilos, constitución atlética… —aventuró Anthony—. Lewis, si compruebas la talla de esas camisas, es muy probable que descubras que tienen cuarenta de cuello y ochenta y nueve de manga.
—Los tienen… Ya lo había comprobado —confirmó Hite.
—Debí imaginar que te me habrías adelantado. —Anthony le dedicó una sonrisa halagadora—. Tenemos una foto del individuo que podría haber robado la maleta y forzado la entrada. —Anthony hizo un gesto de la cabeza a Pete, que tendió a Hite un puñado de fotografías—. Aún no sabemos su nombre —mintió Anthony—. Mide uno ochenta y cinco, pesa alrededor de ochenta kilos, es de complexión atlética, y puede que asegure haber perdido la memoria.
—Bueno, ¿cuál es la explicación? —preguntó Hite, intrigado—. Este tipo, ¿quería la ropa de Anstruther y se coló en esta casa para ponérsela?
—Algo así.
—Pero ¿por qué?
Anthony puso cara de sentirlo en el alma.
—Lo lamento, no puedo decírtelo.
Hite estaba encantado.
—Información reservada, ¿eh? No importa.
Lonnie volvió a la sala.
—Tal y como ha dicho con respecto al robo. En la estación Union, a las once treinta de esta mañana.
Anthony asintió. Los polis estaban impresionados y no escondían su asombro.
—¿Y el traje?
—Azul marino, con rayitas blancas. Anthony se volvió hacia el detective.
—Ahora ya puedes hacer circular una foto y una descripción de la ropa que lleva.
—Usted cree que sigue en la ciudad…
—Sí.
Anthony no estaba tan seguro como daba a entender, pero no se le ocurría ninguna razón para que Luke hubiese abandonado Washington.
—Puede que haya robado un coche —sugirió Hite.
—Vamos a averiguarlo. —Anthony se volvió hacia la señora Bonetti—. ¿Cómo se llama la señora de pelo blanco que vive al otro lado de la calle, un par de puertas más abajo?
—Rosemary Sims.
—¿Pasa mucho rato asomada a la ventana?
—Vaya, ¡como que la llamamos la abuelita de la KGB!
—Estupendo. —Se volvió hacia el detective—. ¿Qué tal si le hacemos una visita?
—Vamos.
Cruzaron la calle y llamaron a la puerta de la señora Sims. La anciana, que debía de estar esperándolos en el vestíbulo, abrió al instante.
—¡Lo he visto! —les espetó sin más preámbulos—. Ha entrado vestido con harapos y ha vuelto a salir hecho un figurín.
Anthony hizo un gesto a Hite invitándolo a preguntar.
—¿Iba en coche, señora Sims? —preguntó el detective.
—Sí, uno azul y blanco, de los caros. Me ha parecido que no era de nadie de nuestra calle —explicó, y les lanzó una mirada astuta—. Y sé qué me van a preguntar a continuación.
—¿Se ha fijado en la matrícula, por casualidad? —dijo Hite.
—Sí —contestó la anciana en tono triunfal—. La he apuntado en un papel.
Anthony sonrió.