Cada motor Sergeant dispone de un deflagrador compuesto por dos conductores eléctricos conectados en paralelo y un cilindro de oxidante metálico inserto en una vaina de plástico. Los deflagradores son tan sensibles que es necesario desconectarlos si se desencadena una tormenta con aparato eléctrico en un radio de veinte kilómetros alrededor de Cabo Cañaveral para evitar la ignición accidental.
Luke compró un sombrero de fieltro gris y un abrigo de lana azul marino en una tienda de ropa masculina de Georgetown. Salió del establecimiento con ellos puestos y sintiendo que al fin podía mirar al mundo a la cara.
Ahora estaba listo para enfrentarse a sus problemas. En primer lugar, tenía que averiguar varias cosas sobre la memoria. Quería saber cuáles eran las causas de la amnesia, si se manifestaba de diversas formas y cuánto podía durar. Y, lo más importante, necesitaba información sobre tratamientos y curas.
¿Adónde iba uno en busca de información? A una biblioteca. ¿Cómo encontrar una biblioteca? Mirando en un plano. Compró un plano de Washington en un quiosco próximo a la tienda de ropa. Enseguida le saltó a la vista la Biblioteca Pública Central, en la intersección de las avenidas de Nueva York y Massachusetts, justo al otro lado de la ciudad. Luke volvió al coche y se dirigió allí.
Era un imponente edificio neoclásico elevado sobre el nivel del suelo como un templo griego. Esculpidas en el frontón que sostenían las columnas de la entrada, destacaban las palabras:
CIENCIA POESÍA HISTORIA
Al final de las escaleras, Luke titubeó un instante; luego, recordó que volvía a ser un ciudadano normal y entró en el edificio.
Su nueva vestimenta surtió efectos inmediatos. Una bibliotecaria canosa sentada detrás del mostrador se puso enseguida en pie y le preguntó:
—¿Puedo ayudarlo en algo, caballero?
Luke se sintió patéticamente agradecido ante trato tan cortés.
—Quisiera consultar libros que traten temas relacionados con la memoria —respondió.
—Los encontrará en la sección de Psicología —dijo ella—. Si tiene la bondad de seguirme, le mostraré dónde está.
La bibliotecaria lo precedió por una magnífica escalinata y, una vez en la segunda planta, señaló hacia un rincón.
Luke miró en las estanterías. Había muchos libros sobre psicoanálisis, desarrollo infantil y percepción, que no le servirían de nada. Cogió un grueso volumen titulado El cerebro humano y lo hojeó, pero lo poco que contenía sobre la memoria parecía excesivamente técnico. Había un puñado de ecuaciones y algunos datos estadísticos, que le resultaron relativamente fáciles de comprender; pero la mayoría de las explicaciones daban por sabidos unos conocimientos de Biología que Luke estaba lejos de poseer.
Sus ojos se posaron sobre una Introducción a la psicología de la memoria, de Bilhah Josephson. Eso era otra cosa. Sacó el libro del estante y comprobó que contenía un capítulo sobre alteraciones de la memoria. Leyó:
El fenómeno general de «pérdida de la memoria» recibe el nombre de amnesia global.
Luke se sintió aliviado. No era la única persona a la que le había ocurrido aquello.
Quien padece dicha alteración ignora su identidad y no reconoce ni a padres ni a hijos. No obstante, recuerda muchas otras cosas. Puede ser capaz de conducir, hablar idiomas, desmontar un motor y decir el nombre del Primer ministro de Canadá. Este estado podría llamarse con toda propiedad «amnesia autobiográfica».
Era justo lo que le pasaba a él. Seguía siendo capaz de comprobar si lo estaban siguiendo o poner en marcha un coche robado sin tener la llave.
A continuación, la doctora Josephson pasaba a exponer su teoría, según la cual el cerebro dispondría de diferentes bancos de memoria, semejantes a compartimientos estancos, para diversos tipos de información.
La memoria autobiográfica registra acontecimientos que hemos vivido de forma personal. Dichos sucesos tienen sus correspondientes etiquetas espaciotemporales: por lo general, sabemos no sólo lo que ocurrió, sino también dónde y cuándo.
La memoria semántica a largo plazo contiene conocimientos generales tales como el nombre de la capital de Rumania o el sistema para resolver ecuaciones de segundo grado.
La memoria a corto plazo es el lugar donde retenemos un número de teléfono durante el puñado de segundos que transcurren desde que lo leemos en la guía hasta que lo marcamos en el dial.
La psicóloga ponía ejemplos de pacientes que habían perdido uno de los compartimientos, pero conservaban los otros, como le ocurría a Luke. Su alivio, y su gratitud hacia la autora del libro, iban en aumento a medida que comprendía que su caso era un fenómeno psicológico ampliamente estudiado.
De pronto tuvo una inspiración. Puesto que tenía treinta y tantos años, debía de llevar trabajando al menos una década. Sus conocimientos profesionales tenían que seguir en su cabeza, alojados en la memoria semántica a largo plazo. Debería ser capaz de buscar en ella para averiguar a qué se dedicaba. ¡Sería el punto de partida para descubrir su identidad!
Levantó la vista del libro e intentó pensar en los conocimientos especializados que poseía. Descartó las habilidades de un agente secreto, pues ya había decidido que, a juzgar por la tersura de su cutis, nada curtido, no era un sabueso de ninguna especie. ¿Qué otros conocimientos especializados tenía?
Era más difícil de lo que pensaba. Acceder a la memoria no era como abrir el frigorífico y abarcar su contenido de un vistazo. Se parecía más a consultar el catálogo de una biblioteca: había que saber lo que se estaba buscando. Frustrado, se dijo que debía ser paciente y proceder con método.
Si fuera jurista, ¿recordaría miles de leyes? Si médico, ¿sería capaz de mirar a alguien y decir: «Esta mujer tiene apendicitis»?
Aquello no iba a funcionar. Al pasar revista a los minutos empleados en la pesquisa, la única pista que pudo detectar fue que apenas le había costado comprender las ecuaciones y estadísticas de El cerebro humano, mientras que otros aspectos de la Psicología le habían resultado abstrusos. Puede que su profesión estuviera relacionada con los números: contabilidad o seguros, quizá. O puede que fuera profesor de Matemáticas.
Buscó la sección de Matemáticas y echó un vistazo a las estanterías. Le llamó la atención un libro titulado Teoría de los números. Se entretuvo hojeándolo. La exposición era clara, pero el contenido necesitaba una puesta al día…
Asombrado, levantó la vista. Acababa de descubrir algo. Entendía la teoría de los números.
Era una pista trascendental. La mayoría de las páginas del libro que tenía en las manos contenían más ecuaciones que texto corrido. Aquello no había sido escrito para el profano curioso. Era una obra especializada. Y él la entendía. Debía de ser científico, fuera cual fuese su especialidad.
Con creciente optimismo, localizó la estantería dedicada a la Química y extrajo Manipulación de polímeros. Le pareció comprensible, aunque no fácil. A continuación, pasó a la sección de Física y hojeó Simposio sobre el comportamiento de los gases fríos y muy fríos. Era fascinante, como leer una buena novela.
Empezaba a acotar el terreno. Su profesión exigía conocimientos de Matemáticas y Física. ¿Qué rama de la Física? Los gases fríos eran interesantes, pero era evidente que no sabía tanto como el autor del libro. Recorrió los anaqueles con la mirada y se detuvo en la sub-sección de Geofísica, recordando el artículo de prensa titulado «la luna estadounidense sigue en tierra».
Eligió Principios del diseño de cohetes.
Era un texto elemental, a pesar de lo cual contenía un error en la página que abrió al azar. Según leía, encontró dos más…
—¡Sí! —exclamó en voz alta, sobresaltando a un escolar que estudiaba un manual de Biología.
Si era capaz de descubrir errores en un libro de texto, tenía que ser un experto. Era un científico espacial.
Se preguntó cuántos científicos espaciales habría en Estados Unidos. Varios centenares, supuso. Se dirigió a toda prisa al mostrador de información y habló con la bibliotecaria canosa.
—¿Existe un repertorio de científicos o algo por el estilo?
—Desde luego —contestó la mujer—. Consulte usted el Diccionario de científicos de Estados Unidos, al principio de la sección de Ciencias.
Encontró el libro a la primera. Era un volumen enorme, pero aun así no podía incluir a todos y cada uno de los científicos del país. Sólo figurarían los más importantes, pensó. Sin embargo, merecía la pena comprobarlo. Se sentó ante una mesa y buscó algún Luke en el índice. Tenía que hacer esfuerzos para dominar su impaciencia y examinar el listado cuidadosamente.
Dio con un biólogo llamado Luke Parfitt, un arqueólogo de nombre Lucas Dimittry y un tal Luc Fontainebleu, farmacólogo; pero nada de físicos.
Para asegurarse, recorrió la lista de geofísicos y astrónomos, pero no encontró a nadie con ninguna versión de Luke como nombre de pila. Por otra parte, pensó desalentado, ni siquiera estaba seguro de llamarse Luke. Sólo era el nombre que le atribuía Pete. Dadas las circunstancias, el auténtico podía ser Percival.
Estaba decepcionado, pero dispuesto a perseverar.
Pensó en otra forma de abordar el problema. En algún sitio, había gente que lo conocía. Puede que Luke no fuera su nombre, pero su cara era su cara. El Diccionario de científicos estadounidenses sólo incluía fotos de las figuras más destacadas, como el doctor Wernher von Braun. No obstante, Luke supuso que debía de tener amigos y colegas capaces de reconocerlo, siempre que consiguiera dar con ellos. Y ahora sabía dónde ponerse a buscar, pues algunos de sus conocidos tenían que ser científicos espaciales.
¿Dónde encuentra uno un montón de científicos? En una universidad.
Buscó Washington en una enciclopedia. El artículo incluía una lista de las universidades de la ciudad. Eligió la Universidad Georgetown porque había estado en Georgetown con anterioridad y sabía cómo volver. Buscó la universidad en el plano y vio que tenía un enorme campus de una extensión equivalente a cincuenta manzanas. Probablemente contaría con un buen departamento de Física con docenas de profesores. ¿Conocería a alguno?
Lleno de esperanza, salió de la biblioteca y volvió a coger el coche.