Cada cohete Baby Sergeant mide ciento veinte centímetros de largo y quince de diámetro, y pesa veintiséis kilos. La combustión del motor sólo dura seis segundos y medio.
Luke buscaba una calle recoleta y solitaria. Washington era completamente desconocido para él, como si lo visitara por primera vez. Al alejarse de la estación Union, había elegido una dirección al azar y conducido hacia el oeste. Una larga calle lo había llevado hacia el centro de la ciudad, distrito de impresionantes perspectivas y grandiosos edificios gubernamentales. Puede que fuera hermoso, pero lo intimidaba. No obstante, sabía que si seguía avanzando en la misma dirección acabaría llegando a algún barrio de casas normales habitado por gente normal.
Cruzó un río y se encontró en un encantadora zona residencial de calles estrechas flanqueadas de árboles. Pasó junto a un edificio cuya fachada ostentaba el rótulo «Hospital Mental Georgetown», y supuso que el barrio se llamaba Georgetown. Giró hacia una calle arbolada, de casas modestas. Parecía prometedora. Los vecinos no tendrían servicio doméstico permanente, así que era muy probable que encontrara alguna vivienda vacía.
La calle describía una curva y acababa poco después ante un cementerio. Luke hizo girar el Ford robado y lo aparcó con el morro encarado hacia el otro extremo de la calle, por si tenía que huir rápidamente.
Necesitaba algunas herramientas básicas, un escoplo o destornillador y un martillo. Era probable que hubiera una pequeña caja de herramientas en el maletero, pero estaba cerrado con llave. Podría forzar la cerradura si encontraba un trozo de alambre. En caso contrario, tendría que conducir hasta una ferretería y comprar o robar lo que necesitaba.
Se inclinó hacia el asiento trasero y cogió la maleta que había robado en la estación. Rebuscando entre la ropa, encontró una carpeta llena de papeles. Sacó un clip y cerró la maleta.
Tardó unos treinta segundos en abrir el maletero. Como esperaba, encontró una caja metálica con un puñado de útiles, junto al gato. Eligió el destornillador más grande. No había martillo, pero sí una pesada llave inglesa que serviría para el caso. Se los metió en un bolsillo de la andrajosa gabardina y cerró el maletero de un portazo.
Sacó la maleta del coche, cerró la puerta y se encaminó hacia la curva. Sabía que un vagabundo harapiento merodeando por un barrio acomodado con una maleta cara resultaba sospechoso. Si el desocupado de turno llamaba a la policía, y la policía no tenía nada mejor que hacer esa mañana, podía verse en apuros en cuestión de minutos. Por otro lado, si todo salía bien, estaría limpio, afeitado y vestido como un ciudadano respetable en cosa de media hora.
Llegó a la altura de la primera casa. Cruzó el pequeño patio delantero y llamó a la puerta con los nudillos.
Rosemary Sims vio un flamante coche azul y blanco que pasaba despacio ante su casa y se preguntó a quién pertenecería. Puede que se lo hubieran comprado los Browning, que nadaban en la abundancia. O el señor Cyrus, que estaba soltero y no tenía necesidad de escatimar. En caso contrario, concluyó, sería de algún desconocido.
Aún tenía buena vista, y una envidiable perspectiva de casi toda la calle desde su cómodo sillón junto a la ventana del segundo piso, sobre todo en invierno, cuando los árboles estaban desnudos. Así que vio al extraño en cuanto dobló la esquina. Y «extraño» era la palabra. No llevaba sombrero, tenía la gabardina rasgada y se había atado los zapatos con cuerdas para mantenerlos de una pieza. Sin embargo, cargaba con una maleta que parecía nueva.
El hombre llegó a la puerta de la señora Britsky y llamó con los nudillos. La señora Britsky estaba viuda y vivía sola, pero no era tonta. Se libraría de él sin contemplaciones, la señora Sims estaba segura. Como había esperado, su vecina se asomó a una ventana e indicó al extraño que se marchara con gestos inequívocos.
El desconocido fue a la casa de al lado y llamó. Allí, la señora Loew abrió la puerta. Era una morena alta, más orgullosa de la cuenta para el gusto de la señora Sims. Intercambió unas palabras con el hombre y le cerró la puerta en las narices.
El sujeto continuó su ronda, dispuesto al parecer a patearse toda la calle. La joven Jeannie Evans apareció en la siguiente puerta llevando en brazos a la pequeña Rita. Se metió la mano en el bolsillo del delantal y le dio algo al vagabundo, probablemente unos centavos. Así que estaba pidiendo…
El viejo señor Clark salió en bata y zapatillas de paño. El mendigo se fue con las manos vacías.
El señor Bonetti, propietario de la siguiente casa, estaba en el trabajo, y Angelina, su mujer, embarazada de siete meses, había salido hacía cinco minutos llevando un capazo, camino, sin duda, del supermercado. El vagabundo llamaría en vano.
A esas alturas, Luke había tenido tiempo de examinar las puertas, que eran idénticas. Disponían de cerraduras Yale, de las que tenían un pestillo en la hoja de la puerta y un cajetín en la jamba. El mecanismo se accionaba con una llave desde el exterior y un pomo desde el interior.
En cada puerta había una ventanilla de cristal oscuro a la altura de la cabeza. Lo más fácil sería romper el cristal y meter el brazo para hacer girar el pomo. Pero la ventanilla rota se vería desde la calle. Así pues, decidió emplear el destornillador.
Miró a derecha e izquierda de la calle. Por desgracia, había tenido que llamar a cuatro puertas para dar con una casa vacía. Tal vez ya hubiera levantado sospechas, aunque no veía a nadie. Sea como fuere, no tenía elección. Había que arriesgarse.
La señora Sims se apartó de la ventana y levantó el auricular del teléfono, que tenía cerca del sillón. Despacio y cuidadosamente, marcó el número de la comisaría más cercana, que por supuesto se sabía de memoria.
Tenía que actuar con rapidez.
Metió el destornillador entre la hoja y el marco a la altura del pestillo. A continuación golpeó el mango del destornillador con el extremo de la llave inglesa e intentó introducir la punta en el cajetín de la cerradura.
El primer golpe no consiguió mover el destornillador, que hacía tope contra el pestillo de acero. Tiró del mango hacia la puerta para orientar la punta y volvió a golpear el destornillador con la llave inglesa, esta vez con más fuerza. Seguía sin entrar en el cajetín. Sintió que el sudor le rodaba por la frente, a pesar del intenso frío reinante.
Se dijo que debía conservar la calma. Había hecho aquello otras veces. ¿Cuándo? No tenía la menor idea. Pero daba igual. El sistema funcionaba, estaba seguro.
Volvió a tirar del destornillador. Esa vez tuvo la sensación de que parte de la punta se introducía en una muesca. Volvió a martillar con todas sus fuerzas. El destornillador se hundió un par de centímetros.
Tiró del mango en sentido contrario y consiguió deslizar el pestillo fuera del cajetín. Para su enorme alivio, la puerta se abrió hacia dentro.
Los desperfectos del marco eran demasiado insignificantes para apreciarse desde la calle.
Se coló en la casa sin pérdida de tiempo y cerró la puerta tras él.
Cuando acabó de marcar el número, Rosemary Sims volvió a mirar por la ventana, pero el vagabundo se había esfumado.
Había sido visto y no visto.
La policía respondió. Confusa, colgó el auricular sin decir palabra.
¿Por qué había dejado de llamar a las puertas? ¿Dónde se había metido? ¿Quién era?
Sonrió. Tenía en qué ocupar la mente el resto del día.
Era el domicilio de un matrimonio joven. El ajuar consistía en una mezcla de regalos de boda y adquisiciones en tiendas de segunda mano. En la sala de estar había un sofá nuevo y una televisión enorme, pero seguían aprovechando las cajas de naranjas para almacenar cosas en la cocina. Sobre el radiador de la entrada, un sobre sin abrir llevaba la dirección de un tal señor G. Bonetti.
Nada indicaba que tuvieran niños. Lo más probable era que el señor y la señora Bonetti trabajaran y estuvieran fuera todo el día. Pero no podía darlo por sentado.
Subió las escaleras a toda prisa. Había tres dormitorios, pero sólo uno estaba amueblado. Arrojó la maleta sobre la cama, hecha con esmero, y la abrió. En su interior encontró un traje azul de finas rayas blancas cuidadosamente doblado, una camisa blanca y un sobria corbata de rayas. Había calcetines negros, ropa interior limpia y un par de lustrosos zapatos de puntera que parecían sólo media talla más grandes de la cuenta.
Se quitó sus inmudos andrajos y los lanzó a un rincón de una patada. Estar desnudo en casa de unos extraños le daba repelús. Pensó en saltarse la ducha, pero hasta a él mismo le molestaba su hedor.
Recorrió el pequeño rellano hasta el cuarto de baño. Se sintió de maravilla al recibir encima el agua caliente y enjabonarse de la cabeza a los pies. Al salir de la ducha, se quedó inmóvil y aguzó el oído. La casa estaba en silencio.
Se secó con una de las toallas rosa de baño de la señora Bonetti —otro regalo de boda, supuso— y se puso los calzoncillos, pantalones, calcetines y zapatos de la maleta robada. Estar medio vestido le facilitaría la huida si ocurría algo inesperado mientras se afeitaba.
El señor Bonetti usaba maquinilla eléctrica, pero Luke prefería la navaja. En la maleta encontró una maquinilla de hojas y una brocha. Se enjabonó la cara y se afeitó rápidamente.
Bonetti no se perfumaba, pero tal vez hubiese colonia en la maleta. Después de apestar como un cerdo toda la mañana, le apetecía oler bien. Dio con un elegante estuche de aseo y descorrió la cremallera. No había ningún frasco de colonia; en cambio, encontró cien dólares en billetes de veinte cuidadosamente doblados: dinero para una emergencia. Se los guardó en un bolsillo prometiéndose devolverlos a su propietario algún día.
Después de todo, el pobre diablo no era un colaboracionista.
Pero ¿qué diantre significaba aquello?
Otro misterio. Se puso la camisa, la corbata y la chaqueta. Le sentaban bien: había acertado con la altura y constitución de su víctima. La ropa era de buena calidad. En la etiqueta de facturación figuraba una dirección de Central Park South, Nueva York. Luke imaginó que su propietario era un pez gordo de alguna gran empresa, que estaba en Washington para un par de jornadas de reuniones.
La parte posterior de la puerta del dormitorio era un espejo de cuerpo entero. No había contemplado su imagen desde primeras horas de la mañana, en el servicio de caballeros de la estación Union, donde tanto le había conmocionado la visión del zarrapastroso vagabundo que le devolvía la mirada.
Lleno de aprensión, dio un paso hacia el espejo.
Vio a un individuo alto entrado en la treintena y en aparente buena forma, de pelo negro y ojos azules; una persona normal y corriente, aunque con aspecto angustiado. Una mezcla de cansancio y alivio se apoderó de Luke.
Imagina a un tío así —se dijo—. ¿Cómo dirías que se gana la vida?
Tenía las manos suaves, y ahora que estaban limpias no parecían las de un trabajador manual. Su rostro, lejos de estar curtido, era el de alguien que no había pasado mucho tiempo a la intemperie. Llevaba el pelo bien cortado. El individuo del espejo parecía estar a sus anchas en la ropa de un ejecutivo.
No era policía, estaba claro.
En la maleta no había ni sombrero ni abrigo. Luke comprendió que llamaría la atención sin uno u otro en un frío día de enero. Quizá encontrara alguno en la casa. Merecía la pena gastar unos segundos más en echar un vistazo.
Abrió el armario. No contenía gran cosa. La señora Bonetti tenía tres vestidos. Su marido, una chaqueta de sport para los fines de semana y un traje negro que probablemente se ponía para ir a la iglesia. Ni rastro de abrigo —el señor Bonetti se lo habría puesto para salir, y no podría permitirse otro—, pero había una gabardina. Luke la sacó de su percha. Sería mejor que nada. Se la puso. Era una talla más pequeña que la suya, pero apenas se notaba.
En el armario no había ningún sombrero, aunque sí un gorro de tweed que Bonetti debía de ponerse los sábados con la chaqueta de sport. Luke se lo probó. Demasiado pequeño. Tendría que comprarse un sombrero con el dinero de emergencia. Mientras tanto, se apañaría con el gorro…
Oyó un ruido en la planta baja. Se quedó petrificado, escuchando.
La voz de una mujer joven exclamó:
—¿Qué le ha pasado a mi puerta?
Respondió otra voz femenina:
—¡Parece que han intentado forzarla!
Luke maldijo entre dientes. Se había quedado más rato de la cuenta.
—Ay, Jesús, ¡tienes razón!
—Tienes que llamar a la policía.
De modo que la señora de la casa no estaba trabajando… Lo más probable era que sólo hubiera salido a comprar. Se había encontrado con una amiga en la tienda y la había invitado a tomar un café en casa.
—No sé… Parece como si los ladrones no hubieran conseguido entrar.
—¿Y cómo lo sabes? Lo mejor es que compruebes si os han robado algo.
Luke comprendió que tenía que poner pies en polvorosa cuanto antes.
—¿Qué nos van a robar? ¿Las joyas de la familia?
—¿Y la televisión?
Luke abrió la ventana del dormitorio y echó un vistazo al patio delantero. No había árbol ni canalón al alcance por los que pudiera descolgarse.
—Todo está en orden —oyó decir a la señora Bonetti—. Creo que no han entrado.
—¿Y arriba?
Moviéndose con sigilo, Luke atravesó el rellano y se metió en el cuarto de baño. Detrás de la casa no había otra cosa que una altura muy a propósito para partirse una pierna contra el pavimento del patio.
—Voy a echar un vistazo.
—¿No te da miedo?
Se oyó una risa floja.
—Sí, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Si llamamos a la policía y no encuentran a nadie, quedaremos como dos tontas de campeonato.
Luke oyó pasos en la escalera. Se ocultó tras la puerta del baño.
Las pisadas acabaron de subir peldaños, cruzaron el rellano y entraron en el cuarto de baño. La señora Bonetti soltó un chillido.
—¿De quién es esa maleta? —preguntó su amiga.
—¡No la he visto en mi vida!
Luke se deslizó fuera del baño sin hacer ruido. Veía la puerta abierta del dormitorio, pero no a las mujeres. Bajó los peldaños de puntillas, dando gracias a Dios por la alfombra.
—¿A qué ladrón se le ocurriría venir con equipaje?
—Voy a llamar a la policía ahora mismo. Me estoy poniendo de los nervios.
Luke abrió la puerta de la calle y salió.
Sonrió. Lo había conseguido.
Cerró la puerta con cuidado y se alejó a buen paso.
La señora Sims frunció el ceño, desconcertada. El hombre que acababa de salir de casa de los Bonetti llevaba puestos la gabardina negra del señor Bonetti y el gorro gris de tweed que se ponía cuando iba a ver a los Redskins, pero era más corpulento, y las prendas no acababan de sentarle bien.
Lo observó mientras bajaba por la acera y doblaba la esquina. No tendría más remedio que volver: la calle no tenía salida. Al cabo de un minuto, el coche azul y blanco que le había llamado la atención hacía un rato asomó el morro por la esquina y enfiló la calle más deprisa de lo normal. En ese momento, cayó en la cuenta de que el hombre que había salido de casa de los Bonetti era el mendigo al que había estado observando. ¡Había forzado la puerta y robado la ropa del señor Bonetti!
Cuando el coche pasó ante su ventana, leyó el número de matrícula y lo memorizó.