1941

Luke llegó a Boston al amanecer. Aparcó el viejo Ford, se deslizó por la puerta trasera de Cambridge House y subió a su cuarto por las escaleras de servicio. Anthony dormía a pierna suelta. Se lavó la cara y se metió en la cama en ropa interior.

Lo siguiente que supo fue que Anthony lo sacudía diciendo:

—¡Luke! ¡Levanta!

Abrió los ojos. Sabía que había ocurrido algo malo, pero no recordaba qué.

—¿Qué hora es? —murmuró.

—La una, y Elspeth te está esperando abajo.

Oír el nombre de la chica le refrescó la memoria, y se acordó de la desgracia en cuestión. Ya no la quería.

—Dios mío —musitó.

—Más vale que bajes a verla.

Se había enamorado de Billie Josephson. Aquello era un cataclismo. Convertiría sus vidas en un choque de trenes: la suya, la de Elspeth, la de Billie y la de Anthony.

—Mierda —farfulló, y saltó de la cama.

Se desnudó y se dio una ducha fría. Cuando cerraba los ojos veía a Billie, el brillo de sus ojos negros, la risa brotando de su roja boca, su blanca garganta. Se puso unos pantalones de franela, un jersey y zapatillas de tenis, y se lanzó escaleras abajo.

Elspeth lo esperaba en el vestíbulo, la única parte del edificio a la que tenían acceso las chicas fuera de las «tardes abiertas» especialmente programadas. Era una sala espaciosa con chimenea y cómodos sillones. La chica estaba tan irresistible como de costumbre, ataviada con un vestido de lana de color azul y tocada con un enorme sombrero. La víspera, con sólo verla se le hubiera desbocado el corazón; en esos momentos, la certeza de que se había arreglado sólo para él acabó de acongojarlo.

Al verlo, Elspeth se echó a reír.

—¡Pareces un crío medio dormido!

Luke la besó en la mejilla y se dejó caer en un sillón.

—Es que tardamos horas en llegar a Newport —dijo.

—Está claro que te has olvidado de que ibas a llevarme a comer —protestó Elspeth, risueña.

Luke la miró. Era hermosa, pero no la quería. No sabía si la había querido antes, pero estaba seguro de no quererla en esos momentos. Era un canalla de la peor especie. Estaba tan contenta esa mañana, y él iba a acabar con su felicidad… No sabía cómo decírselo. Era tal su vergüenza que la sentía como una punzada en el corazón.

Tenía que decir algo.

—¿Podemos saltarnos la comida? Ni siquiera me he afeitado.

Una sombra de preocupación cruzó por el rostro pálido y orgulloso de la chica, y Luke comprendió que Elspeth se había dado cuenta de que algo no iba bien; pero respondió en son de burla:

—Por supuesto —dijo—. Para lucir su brillante armadura, los caballeros andantes necesitan echarse la siesta.

Luke se prometió que tendría una conversación seria y totalmente franca con ella ese mismo día.

—Siento que te hayas arreglado para nada —se disculpó cariacontecido.

—No ha sido para nada. Te he visto. Y a tus compañeros parece haberles gustado mi modelito. —Se puso en pie—. Además, el profesor Durkham y señora han organizado un tiberio. —Era jerga de Radcliffe para referirse a una fiesta.

Luke se levantó y la ayudó a ponerse el abrigo.

—Podemos quedar más tarde —propuso.

Tenía que decírselo ese día; dejar pasar más tiempo sin contarle la verdad sería engañarla.

—Me parece estupendo —dijo Elspeth muy animada—. Recógeme a las seis.

La chica le lanzó un beso y se dirigió hacia la salida como una estrella de cine. Luke sabía que estaba fingiendo, pero fue una buena actuación.

Volvió a la habitación con un nudo en la garganta. Anthony ya leía el periódico dominical.

—He hecho café —dijo.

—Gracias —aceptó Luke, y se sirvió una taza.

—Te debo una, y de las buenas —aseguró Anthony—. Anoche nos sacaste las castañas del fuego.

—Tú hubieras hecho lo mismo por mí. —Luke le dio un sorbo al café y empezó a sentirse mejor—. Parece que nos hemos salido con la nuestra. ¿Te han dicho algo esta mañana?

—Ni pío.

—Billie es toda una mujer —afirmó Luke. Sabía que era peligroso hablar de ella, pero no podía evitarlo.

—¿A que es estupenda? —dijo Anthony. Luke advirtió consternado la expresión de orgullo en el rostro de su compañero de cuarto, que añadió—: No paraba de preguntarme: «¿Por qué no va a salir conmigo?». Pero estaba convencido de que no lo haría. No sé por qué, quizá porque es tan fantástica y tan guapa que… Y cuando dijo que sí, no podía creerlo. Casi le pedí que me lo pusiera por escrito.

Exagerar hasta el disparate era la forma de bromear favorita de Anthony, de modo que Luke se esforzó en sonreír, aunque en su fuero interno estaba aterrado. Robarle la chica a otro era despreciable en cualquier circunstancia; pero el hecho de que Anthony estuviera loco por Billie a ojos vista no hacía sino empeorar mucho más las cosas.

Luke gruñó, y Anthony dijo:

—¿Qué pasa?

Luke decidió contarle la mitad de la verdad.

—Ya no estoy enamorado de Elspeth. Creo que voy a cortar con ella.

Anthony parecía atónito.

—Qué lástima. Hacíais una pareja perfecta.

—Me siento como un canalla.

—No te eches la culpa. Estas cosas pasan. No estáis casados… Ni siquiera comprometidos.

—Oficialmente no.

Anthony arqueó las cejas.

—¿Te habías declarado?

—No.

—Entonces no estáis comprometidos, ni oficial ni oficiosamente.

—Hemos hablado de cuántos hijos nos gustaría tener.

—Seguís sin estar comprometidos.

—Supongo que tienes razón, pero sigo sintiéndome como un cerdo.

Se oyó llamar a la puerta y un individuo al que Luke no había visto nunca entró en el cuarto.

—Los señores Lucas y Carroll, supongo…

El desconocido llevaba un traje viejo, pero dada la altivez de sus ademanes, Luke supuso que se trataba de un censor universitario.

Anthony se puso en pie de un salto.

—Los mismos —dijo—. Y usted debe de ser el doctor Útero, el famoso ginecólogo. ¡Alabado sea Dios!

Luke no rio. El hombre llevaba en la mano dos sobres blancos, y Luke, aprensivo, tuvo la sensación de saber lo que contenían.

—Soy el secretario del decano de estudiantes. Me ha pedido que les entregue estos mensajes en persona.

El secretario le dio un sobre a cada uno y se marchó.

—¡Mierda! —soltó Anthony al cerrarse la puerta. Rasgó el sobre—. Maldita sea su estampa.

Luke abrió el suyo y leyó la breve nota.

Estimado señor Lucas:

Le ruego tenga la bondad de venir a verme a mi despacho a las tres en punto de esta tarde.

Atentamente,

Peter Ryder, decano de estudiantes.

Cartas como aquella significaban problemas disciplinarios indefectiblemente. Alguien había informado al decano de que una chica había sido vista en los dormitorios la pasada noche. Era muy probable que expulsaran a Anthony.

Luke nunca había visto asustado a su compañero. Su aplomo parecía inquebrantable. En esos momentos estaba blanco como la pared de la impresión.

—No pueden mandarme a casa —susurró.

Anthony nunca hablaba mucho de sus padres, pero Luke se había hecho una vaga idea de un padre irascible y una madre sufrida. Empezaba a temer que la realidad fuera peor de lo que había imaginado. Por un instante, la expresión de Anthony se convirtió en la ventana a un infierno privado.

En ese momento volvieron a llamar a la puerta y apareció Geoff Pidgeon, el rollizo y sociable ocupante de la habitación de enfrente.

—¿No era ese el secretario del decano?

Luke agitó su nota.

—La misma rata que viste y calza.

—Oye, Anthony, yo no le he dicho una palabra a nadie sobre lo de esa chica.

—Ya. Entonces, ¿quién ha sido? —exclamó Anthony—. El único soplón de la residencia es Jenkins. —Paul Jenkins era un meapilas cuya misión en la vida consistía en reformar la moral de los alumnos de Harvard—. Pero está pasando el fin de semana fuera.

—No, te equivocas —le corrigió Pidgeon—. Cambió de planes.

—Entonces ha sido él, malditos sean sus ojos —dijo Anthony—. Voy a estrangular a ese hijo de puta con mis propias manos.

Si expulsaban a Anthony, comprendió de pronto Luke, Billie estaría libre. Se avergonzó de haber tenido una idea tan egoísta cuando la vida de su amigo estaba al borde del desastre. En ese momento cayó en la cuenta de que también Billie podía tener graves problemas.

—¿Y si Elspeth y Billie también han recibido cartas?

—¿Por qué iban a recibirlas? —se extrañó Anthony.

—Con lo que le excitan estas cosas, lo más probable es que Jenkins sepa los nombres de nuestras novias.

—Si sabe sus nombres —terció Pidgeon—, podéis estar seguros de que los ha soltado. Ese tío es así.

—Elspeth no tiene nada que temer —aseguró Luke—. No estuvo aquí, y nadie puede probar lo contrario. Pero podrían expulsar a Billie. Perdería su beca. Me lo explicó anoche. No podrá estudiar en ningún otro sitio.

—Ahora no puedo preocuparme por Billie —replicó Anthony—. Tengo que pensar en lo que voy a hacer.

Luke se quedó de una pieza. Anthony había puesto a Billie en un brete y, según el código de Luke, debería estar más preocupado por ella que por sí mismo. Pero se le ocurrió un pretexto para hablar con la chica, y no pudo resistirse.

—¿Y si voy a la residencia de las chicas y me aseguro de que Billie ha regresado de Newport? —propuso, reprimiendo un sentimiento de culpa.

—¿No te importa? —preguntó Anthony—. Gracias.

Pidgeon se marchó. Sentado en la cama, Anthony fumaba con cara de preocupación mientras Luke se afeitaba y mudaba de ropa a toda prisa. A pesar de ello, eligió la ropa cuidadosamente: camisa azul de tela suave, pantalones de franela nuevos y su chaqueta de tweed gris favorita.

Daban las dos cuando llegó al patio interior de la residencia de Radcliffe. Los edificios de ladrillo rojo rodeaban un pequeño parque por el que los estudiantes paseaban en parejas. Allí había besado a Elspeth, recordó acongojado, la medianoche de un sábado, al final de su primera cita. Despreciaba a los hombres que traicionaban lealtades con la misma facilidad con que cambiaban de camisa y allí estaba él, haciendo lo que tanto censuraba. Pero no podía evitarlo.

Una doncella uniformada le dejó entrar al vestíbulo de la residencia. Luke preguntó por Billie. La doncella se sentó ante un escritorio, cogió un tubo de comunicación similar a los empleados en los barcos, sopló en la boquilla y dijo:

—Visita para la señorita Josephson.

Billie bajó vestida con un jersey de cachemira gris visón y una falda de cuadros escoceses. Estaba preciosa, pero angustiada, y a Luke le entraron ganas de estrecharla en sus brazos y confortarla. También la habían convocado al despacho de Peter Ryder y, según explicó a Luke, el individuo que le había entregado la nota había dejado otra para Elspeth.

Billie lo acompañó al salón de fumadores, donde las chicas estaban autorizadas a recibir visitas masculinas.

—¿Qué voy a hacer ahora? —dijo Billie.

La preocupación daba a su rostro una expresión tensa. Parecía una viuda joven. A los ojos de Luke, estaba aún más arrebatadora que la víspera. Hubiera querido decirle que él lo arreglaría todo. Pero no se le ocurría ninguna solución.

—Anthony podría decir que estaba con otra en la habitación, pero tendría que encontrar una chica dispuesta a confirmarlo.

—No sé qué le voy a decir a mi madre.

—Me pregunto si Anthony estaría dispuesto a pagarle a una mujer, ya sabes, una mujer de vida alegre, para que dijera que estaba con él.

Billie meneó la cabeza.

—No le creerían.

—Y Jenkins les diría que no era ella. Es el chivato que te ha delatado.

—Ya puedo decirle adiós a la carrera. —Con una sonrisa amarga, añadió—: Tendré que volver a Dallas y trabajar de secretaria para un petrolero con botas camperas.

Veinticuatro horas antes Luke era un hombre feliz. Costaba creerlo.

Dos chicas con abrigo y sombrero entraron en la sala como una exhalación. Estaban sofocadas.

—¿Habéis oído las noticias? —dijo una.

Luke no sentía el menor interés por las noticias. Sacudió la cabeza. Billie respondió con desgana:

—¿Qué ha pasado?

—¡Estamos en guerra!

Luke frunció el ceño.

—¿Qué?

—Es cierto —dijo la segunda chica—. ¡Los japoneses han bombardeado Hawai!

Luke no daba crédito a sus oídos.

—¿Hawai? ¿Por qué? ¿Qué hay en Hawai?

—Pero ¿es verdad? —preguntó Billie.

—No se habla de otra cosa en la calle. La gente está parando los coches.

Billie miró a Luke.

—Estoy asustada —dijo.

Luke le cogió la mano. Deseaba decirle que cuidaría de ella, ocurriera lo que ocurriese.

Otras dos chicas irrumpieron en el salón parloteando nerviosamente. Alguien bajó una radio de los dormitorios y la enchufó. Se produjo un silencio expectante mientras el aparato se calentaba. Al fin, oyeron la voz de un locutor:

—Nos informan de que el acorazado Arizona ha sido destruido y el Oklahoma hundido en Pearl Harbor. Las primeras estimaciones aseguran que más de un centenar de aparatos de las fuerzas aéreas estadounidenses han sido inutilizados antes de despegar de la base aérea de la marina en Ford Island y en los campos de aviación de Wheeler y Hickam. Se calcula que el número de bajas estadounidenses es de al menos dos mil muertos y mil heridos.

Luke sintió que la rabia lo ahogaba.

—¡Dos mil personas asesinadas! —exclamó.

Entró otro grupo de chicas dando voces, y las hicieron callar sin contemplaciones. El locutor seguía informando:

—No hubo ninguna advertencia previa sobre el ataque japonés, que empezó a las siete cincuenta y cinco de la mañana, hora local, poco antes de la una de la tarde, hora oficial del Este.

—Eso significa la guerra, ¿verdad? —dijo Billie.

—Puedes apostarlo —dijo Luke, colérico. Sabía que era estúpido e irracional odiar a toda una nación, pero no podía evitar sentirse así—. Me gustaría bombardear Japón hasta no dejar piedra sobre piedra.

Billie le apretó la mano.

—No quiero que vayas a la guerra —musitó. Tenía los ojos arrasados en lágrimas—. No quiero que te hagan daño.

Luke creyó que el corazón le estallaría en el pecho.

—No sabes lo feliz que soy al oírte decir eso. —Esbozó una sonrisa culpable—. El mundo se está partiendo en pedazos, y yo soy feliz. —Luke echó un vistazo al reloj—. Supongo que tendremos que ir a ver al decano, aunque estemos en guerra. —De pronto se le ocurrió algo, y calló.

—¿Qué? —le urgió Billie—. ¿Qué ocurre?

—Puede que haya una solución para que tú y Anthony sigáis en Harvard.

—¿Cuál?

—Déjame pensar.

Elspeth estaba nerviosa, pero se dijo que no había de qué asustarse. Se había saltado el toque de queda la noche anterior, pero no la habían descubierto. Estaba casi segura de que aquello no tenía nada que ver con Luke y ella. Los que debían preocuparse eran Anthony y Billie. Elspeth apenas conocía a Billie, pero apreciaba a Anthony, y tenía el espantoso presentimiento de que lo iban a expulsar.

Los cuatro convocados se encontraron frente al despacho del decano.

—Tengo un plan —dijo Luke. Pero antes de que pudiera explicárselo a los demás, el decano abrió la puerta y los invitó a pasar. Luke apenas pudo añadir—: Dejadme hablar a mí.

Peter Ryder, el decano de estudiantes, era un individuo puntilloso y anticuado embutido en un pulcro traje de chaqueta y chaleco negros y pantalones a rayas grises. Su pajarita parecía a punto de echarse a volar, sus botas resplandecían y su pelo engominado semejaba pintura negra sobre un huevo pasado por agua. Lo acompañaba una solterona de pelo entrecano llamada Iris Rayford, responsable de la salud moral de las chicas de Radcliffe.

Se sentaron con las sillas colocadas en corro, como en las clases para grupos reducidos. El decano encendió un cigarrillo.

—Bien, muchachos, espero que estén dispuestos a decir la verdad, como cabe esperar de unos caballeros —dijo—. ¿Qué ocurrió anoche en su habitación?

Anthony hizo oídos sordos a la pregunta de Ryder y actuó como si fuera el encargado de presidir la sesión.

—¿Dónde está Jenkins? —preguntó con brusquedad—. Porque es él quien le ha venido con el cuento, ¿me equivoco?

—No hay nadie más convocado ahora para reunirse con nosotros —respondió el decano.

—Sin embargo, un acusado tiene derecho a carearse con su acusador.

—Esto no es un tribunal, señor Carroll —replicó el decano, irritado—. La señorita Rayford y yo estamos aquí para esclarecer los hechos. Llegado el caso, el procedimiento disciplinario seguirá su debido curso.

—No estoy seguro de poder aceptar tal cosa —le espetó Anthony con tono altanero—. Jenkins debería estar presente.

Elspeth comprendió sus intenciones. Anthony confiaba en que Jenkins no se atreviera a repetir la acusación en su presencia. Si tal cosa ocurría, era muy posible que la facultad se viera obligada a olvidar el asunto. A ella le parecía poco probable que funcionara, pero tal vez mereciera la pena intentarlo.

Sin embargo, Luke cortó la discusión en seco.

—Basta ya —soltó con un gesto de impaciencia; luego se dirigió al decano—: Señor, anoche estuve con una mujer en la residencia.

Elspeth se quedó boquiabierta. ¿De qué demonios estaba hablando?

El decano fruncía el ceño.

—Según mis informaciones, fue el señor Carroll quien invitó a entrar en la residencia a una mujer.

—Me temo que le han informado mal.

Elspeth no pudo contenerse.

—¡No es verdad!

Luke le clavó una mirada que la dejó helada.

—Por supuesto, la señorita Twomey estaba en su dormitorio a medianoche, como puede probar el registro de la gobernanta.

Elspeth lo miró fijamente. Desde luego, el registro no lo desmentiría, porque una compañera había falsificado su firma. Comprendió que le convenía cerrar la boca si no quería delatarse a sí misma. Pero ¿qué pretendía Luke?

Lo mismo se preguntaba Anthony. Miró perplejo a Luke y luego dijo:

—Luke, no sé adonde quieres ir a parar, pero…

—Déjame contar lo ocurrido —le atajó Luke. Anthony parecía indeciso, y Luke añadió—: Por favor.

Anthony se encogió de hombros.

—Por favor, señor Lucas —intervino, sarcástico, el decano—, prosiga. Me muero de impaciencia.

—Conocí a la chica en el hostal La gota de rocío —empezó a decir Luke.

La señorita Rayford abrió por fin la boca.

—¿La gota de rocío? —preguntó con incredulidad—. ¿Tiene doble sentido?

—Sí.

—Continúe.

—Es una de las camareras. Se llama Angela Carlotti.

Era evidente que el decano no creía una palabra.

—Según me han dicho, la persona que vieron en Cambridge House era la señorita Bilhah Josephson, aquí presente —dijo Ryder.

—No, señor —replicó Luke con inconmovible convicción—. La señorita Josephson es amiga nuestra, pero estaba fuera de la ciudad. Pasó la noche en casa de un pariente en Newport, Rhode Island.

La señorita Rayford se dirigió a Billie:

—¿Lo confirmaría ese pariente?

Billie miró desconcertada a Luke antes de contestar.

—Sí —respondió.

Elspeth clavó los ojos en Luke. ¿De verdad estaba dispuesto a sacrificar su futuro para salvar a Anthony? ¡Era absurdo! Luke era un amigo leal, pero aquello era llevar la amistad demasiado lejos.

Ryder continuó con el interrogatorio:

—¿Podría hacer venir a esa… camarera? —preguntó a Luke, pronunciando «camarera» con la misma repugnancia que si hubiera dicho «prostituta».

—Sí, señor, puedo.

El decano estaba sorprendido.

—Muy bien.

Elspeth no podía creerlo. ¿Había pagado a una pelandusca para que cargara con el muerto? Si así era, no funcionaría. Jenkins juraría y perjuraría que la interfecta era otra.

Pero Luke no había acabado.

—Aunque no pienso hacerla pasar por esto.

—Ah —soltó el decano—. En tal caso, se me hace muy cuesta arriba aceptar su historia.

Elspeth no entendía nada. Luke había contado una patraña inverosímil y no tenía con qué apoyarla. ¿A qué fin?

—No creo que la presencia de la señorita Carlotti sea necesaria.

—Siento disentir, señor Lucas.

Y Luke soltó la bomba.

—Dejaré la facultad esta misma noche, señor.

—¡Luke! —exclamó Anthony.

El decano no se dio por vencido.

—No le servirá de nada irse para evitar la expulsión. De todos modos se llevará a cabo una investigación.

—El país está en guerra.

—Ya lo sé, joven.

—Mañana por la mañana me alistaré en el ejército, señor.

Elspeth soltó un grito:

—¡No!

Por primera vez, el decano se quedó sin palabras. Miraba a Luke de hito en hito con la boca abierta.

Elspeth comprendió la argucia de Luke. La facultad no podía emprender una acción disciplinaria contra un chico dispuesto a arriesgar la vida por su país. Y si no había investigación, Billie estaba a salvo.

Una niebla de pena le nubló la vista. Luke lo había sacrificado todo… para salvar a Billie.

La señorita Rayford aún podía exigir el testimonio del primo de Billie, que con toda probabilidad mentiría por ella. El quid de la cuestión era que Radcliffe no podía esperar que Billie presentara a la camarera Angela Carlotti.

Pero nada de eso le importaba en aquellos momentos. Sólo podía pensar en que había perdido a Luke.

Ryder murmuró algo sobre redactar su informe y dejar la decisión a quien correspondiera. La señorita Rayford mostró mucho empeño en apuntar las señas del primo de Billie. Pero todo eran fuegos de artificio. Luke había sido más listo que ellos, y lo sabían.

Al cabo, los estudiantes obtuvieron permiso para retirarse.

En cuanto se cerró la puerta, Billie se echó a llorar.

—¡No te alistes, Luke! —sollozó.

—Me has salvado la vida —dijo Anthony. Le echó los brazos al cuello y lo atrajo hacia sí—. Nunca lo olvidaré —aseguró—. Nunca. —Se separó de Luke y cogió a Billie de la mano—. No te preocupes —le dijo—. Luke es demasiado listo para dejar que lo maten.

Luke se volvió hacia Elspeth. Cuando sus miradas se encontraron, el chico se azoró al instante, y Elspeth comprendió que su rabia debía de ser evidente. Pero le daba igual. Lo miró fijamente durante un buen rato; luego levantó la mano y le cruzó el rostro, una sola vez y con toda su alma. Él no pudo reprimir un quejido de dolor y sorpresa.

—Jodido cabrón… —le escupió Elspeth.

Luego dio media vuelta y se alejó.