12:00 HORAS

La segunda etapa consiste en once cohetes Baby Sergeant que forman un anillo alrededor de un tubo central. La tercera etapa, en tres motores Baby Sergeant unidos por tres tabiques transversales. Sobre la tercera etapa está la cuarta, un solo cohete, con el satélite en el morro.

La cuenta atrás estaba en X menos 630 minutos, y Cabo Cañaveral era un hervidero de actividad.

Los integrantes del personal de cohetes eran todos iguales: diseñaban armas a instancias del gobierno, pero soñaban con el espacio exterior. El equipo del Explorer había construido y lanzado muchos misiles, pero aquel sería el primero en vencer la atracción de la gravedad terrestre y volar más allá de la atmósfera. Para la mayoría de sus componentes, el lanzamiento de aquella noche sería la culminación de las esperanzas de toda una vida. Elspeth sentía lo mismo.

El equipo tenía su base en los hangares D y R, que estaban uno al lado del otro. El diseño estándar de los hangares de aviación había resultado muy a propósito para los misiles: disponían de un amplio espacio central donde los técnicos podían comprobar los cohetes, y sendas alas de dos pisos en los costados para los despachos y los pequeños laboratorios.

Elspeth estaba en el hangar R. Tenía un escritorio y una máquina de escribir en el despacho de su jefe, Willy Fredrickson, director del lanzamiento, que pasaba la mayor parte del tiempo en otros sitios. El trabajo de Elspeth consistía en redactar y distribuir el horario del lanzamiento.

Lo malo era que este cambiaba constantemente. En Estados Unidos, nadie había enviado un cohete al espacio hasta entonces. Los problemas surgían a todas horas, y los ingenieros no paraban de improvisar soluciones para reparar un componente o hacerle un apaño a un sistema. Allí, a la cinta aislante la llamaban cinta para cohetes.

Así que Elspeth se pasaba el tiempo elaborando puntuales actualizaciones del horario. Tenía que mantenerse en contacto con todos los grupos que formaban el equipo, tomar apuntes taquigráficos de los cambios de planes, mecanografiar sus notas, hacer fotocopias y distribuirlas. Su trabajo le exigía ir a todas partes y saberlo casi todo. Cuando se producía un contratiempo, se enteraba de inmediato; y también estaba entre los primeros en conocer la solución. Su categoría era de secretaria, y cobraba un sueldo en consonancia, pero nadie hubiera podido hacer aquel trabajo sin ser licenciado en ciencias. Sin embargo, no lamentaba ganar poco. Se sentía agradecida por tener un trabajo que constituía un reto constante. Algunas de sus compañeras de clase en Radcliffe seguían copiando al dictado de individuos en traje gris.

Su actualización de mediodía estaba lista, así que cogió el fajo de papeles y se dispuso a distribuirlos. Estaba agobiada por el trabajo, pero esa mañana le convenía: le ayudaba a no pensar en Luke. De haber podido, habría telefoneado a Anthony cada cinco minutos para pedirle noticias. Pero hubiera sido una estupidez. Él la llamaría si ocurría algo, se dijo. Mientras tanto, más le valía concentrarse en el trabajo.

En primer lugar fue al departamento de prensa, donde los responsables de relaciones públicas comunicaban por teléfono a reporteros escogidos que esa noche habría un lanzamiento. El ejército quería que los periodistas estuvieran presentes para dar testimonio de su triunfo. Sin embargo, la noticia no se divulgaría hasta que los hechos estuvieran consumados. Era frecuente retrasar, o incluso cancelar, un lanzamiento programado a medida que surgían dificultades imprevistas. Tras varias amargas experiencias, el personal de misiles había aprendido que un aplazamiento rutinario para resolver problemas técnicos se podía presentar como un humillante fracaso cuando los periódicos lo daban a conocer. De forma que habían llegado a un acuerdo con los medios de comunicación más influyentes. Les avisarían con antelación de los lanzamientos sólo a condición de que no difundieran la noticia hasta que hubiera «fuego en la cola», es decir, hasta que se hubiera producido la ignición.

Era un departamento exclusivamente masculino, y varios empleados se la quedaron mirando mientras atravesaba la sala y entregaba un horario al jefe de prensa. Se sabía atractiva, con aspecto de pálida vikinga y una figura esbelta y escultural; pero había en ella algo imponente —la resuelta disposición de su boca, quizá, o el peligroso brillo de sus ojos verdes— que hacía que hombres propensos a silbar o soltar un «¡tía buena!», se lo pensaran dos veces.

En el laboratorio de ignición de misiles, encontró a cinco científicos que, remangados y subidos a un banco, observaban con cara de preocupación una chapa de metal que parecía recién sacada del fuego.

—Buenas tardes, Elspeth —dijo el doctor Keller, jefe del grupo.

Hablaba inglés con marcado acento. Como la mayoría de sus colegas, era alemán y había sido detenido al final de la guerra y trasladado a Estados Unidos justamente para trabajar en el programa de los misiles.

Elspeth le tendió una copia de la actualización, que Keller cogió sin mirar. La mujer hizo un gesto de la cabeza hacia el objeto de encima de la mesa.

—¿Qué es eso?

—Un alabe de reactor.

Elspeth sabía que la primera etapa se guiaba mediante hélices instaladas en el interior de la cola del cohete.

—¿Qué le ha pasado?

—Al arder, el combustible erosiona el metal —le explicó Keller. Su acento alemán se agudizó a medida que se dejaba arrastrar por la pasión—. Hasta cierto punto, es normal. Sin embargo, con combustible corriente de alcohol, los alabes aguantan lo suficiente para cumplir su función. Hoy en cambio estamos usando un combustible nuevo, hidina, que tiene un tiempo de combustión más largo y mayor velocidad de escape; pero podría erosionar los alabes hasta el punto de inutilizarlos para guiar el cohete. —Extendió las manos en un gesto de desesperación—. No hemos tenido tiempo de realizar suficientes pruebas.

—Creo que sólo necesito saber si esto retrasará el lanzamiento.

Elspeth se dijo que no podría soportar otro aplazamiento. El suspense empezaba a crisparle los nervios.

—Es lo que estamos intentando decidir. —Keller miró a sus compañeros—. Y creo que al final nuestra respuesta será: «Arriesguémonos».

Los demás asintieron lúgubremente.

Elspeth se sintió aliviada.

—Mantendré los dedos cruzados —dijo, dando la vuelta para marcharse.

—Será tan útil como cualquier otra cosa —afirmó Keller, y los demás soltaron una risa siniestra.

Salió al abrasador sol de Florida. Los hangares se alzaban en una explanada arenosa despejada en medio de la esmirriada vegetación que cubría el cabo: pequeñas palmas, robles enanos y afilados hierbajos capaces de cortar la piel de quien cometiera el error de caminar descalzo. Atravesó la polvorienta franja de terreno y entró en el hangar D, cuya anhelada sombra le acarició el rostro como un soplo de brisa fresca.

En la sala de telemetría encontró a Hans Mueller, al que todos llamaban Hank. El hombre le apuntó con el dedo y le espetó:

—Ciento treinta y cinco.

Era un juego que se traían entre manos. Elspeth tenía que decir alguna particularidad del número en cuestión.

—Demasiado fácil —respondió Elspeth—. Coges la primera cifra, le sumas el cuadrado de la segunda y el cubo de la tercera, y obtienes el mismo número que al principio.

Elspeth le proporcionó la ecuación:

11 + 32 + 53 = 135

—Muy bien —aceptó Hank—. ¿Y cuál es el siguiente número con el que pasa lo mismo?

Tras unos instantes de concentración, Elspeth contestó:

—Ciento setenta y cinco.

11 + 72 + 53 = 175

—¡Correcto! Has ganado el premio gordo.

El hombre se rebuscó en el bolsillo y sacó una moneda de diez centavos. Elspeth la cogió.

—Voy a darte la oportunidad de recuperarlos —dijo ella—. Ciento treinta y seis.

—Vaya. —Hank frunció el ceño—. Espera. Sumas el cubo de cada una de las cifras…

13 + 33 + 63 = 244

»… Luego repites la misma operación y… obtienes el número inicial.

23 + 43 + 43 = 136

Elspeth le devolvió la moneda y, de propina, le entregó una copia de la actualización.

Cuando se disponía a salir, un telegrama clavado en la pared le llamó la atención: «Yo ya he tenido mi pequeño satélite, ahora os toca a vosotros». Mueller se dio cuenta de que lo estaba leyendo.

—Es de la mujer de Stuhlinger —le explicó. Stuhlinger era jefe de investigación—. Ha tenido un niño.

Elspeth sonrió.

Encontró a Willy Fredrickson en la sala de comunicaciones en compañía de dos técnicos del ejército, probando la conexión por teletipo con el Pentágono. Su jefe era un individuo alto y delgado, calvo excepto por un orla de pelo rizado que lo hacía parecer un monje medieval. El aparato del teletipo no funcionaba, y la frustración de Willy era evidente; pero al coger la actualización dedicó a Elspeth una sonrisa de agradecimiento.

—Elspeth —le dijo—, eres oro de veintidós quilates.

Al cabo de un momento, dos hombres se acercaron a Willy: un joven oficial del ejército con un mapa meteorológico en las manos y Stimmens, uno de los científicos.

—Tenemos un problema —afirmó el militar. Tendió el mapa a Willy y añadió—: La corriente de chorro se ha desplazado hacia el sur, y está soplando a ciento cuarenta y seis nudos.

A Elspeth se le encogió el corazón. Sabía qué significaba aquello. La corriente de chorro era un viento que soplaba en las capas superiores de la troposfera, entre los nueve mil y los doce mil metros. Normalmente no afectaba a Cabo Cañaveral, pero era impredecible. Y si tenía bastante fuerza, podía alterar la trayectoria del misil.

—¿Está muy al sur? —preguntó Willy.

—Justo sobre Florida —respondió el oficial.

Willy se volvió hacia Stimmens.

—Esto lo teníamos previsto, ¿no es así?

—La verdad es que no —admitió Stimmens—. No es más que una suposición, pero calculamos que el misil puede soportar hasta ciento veinte nudos, ni uno más.

—¿Cuál es la previsión para esta noche? —preguntó Willy al oficial.

—Hasta ciento setenta y siete nudos, con escasas probabilidades de que la corriente vuelva hacia el norte.

—Mierda. —Willy se pasó una mano por la reluciente coronilla. Elspeth sabía lo que estaba pensando. El lanzamiento podía posponerse hasta el día siguiente—. Que suelten un globo sonda, por favor —pidió—. Volveremos a revisar la previsión a las cinco en punto.

Elspeth hizo una anotación para acordarse de añadir al horario la reunión para estudiar el parte meteorológico; luego se marchó, desalentada. Podían resolver los problemas técnicos, pero el tiempo no admitía espera.

Una vez fuera, cogió un jeep y se dirigió al Complejo 26. El vehículo iba dando botes en los baches de la carretera, una pista sin pavimentar que atravesaba el follaje. Sobresaltó a un ciervo de Virginia que bebía agua de una zanja, y el animal salió corriendo y desapareció en la espesura. El cabo tenía una fauna abundante, que vivía oculta entre la baja vegetación. La gente aseguraba que había caimanes y pumas, pero Elspeth nunca se había topado con ningún ejemplar.

Detuvo el jeep ante el búnquer y dirigió la mirada hacia la plataforma de lanzamiento 26B, que distaba trescientos metros. La estructura de lanzamiento era la torre de perforación de una plataforma petrolífera, convenientemente adaptada y revestida de pintura naranja resistente a la oxidación para protegerla del aire húmedo y salino de Florida. El ascensor instalado en uno de los costados permitía el acceso a las mesetas. El conjunto era una construcción puramente práctica, desprovista de toda gracia, pensó Elspeth; una estructura funcional ensamblada sin la menor consideración estética.

El largo lapicero blanco del Júpiter C parecía atrapado en la maraña de vigas naranja como una libélula en una tela de araña. A diferencia de los hombres, que se referían a él usando el masculino, y a pesar de su forma fálica, Elspeth pensaba en el cohete como en una hembra. Un velo de novia hecho de fundas de lona había protegido las etapas superiores de mirada indiscretas desde el día de su llegada; pero ahora la nave se erguía desnuda, con el sol resplandeciendo en su impecable pintura.

Los científicos no eran un dechado de virtudes políticas, pero incluso ellos eran conscientes de que los ojos del mundo estaban pendientes de sus acciones. Cuatro meses antes, la Unión Soviética había dejado boquiabierto a todo el planeta lanzando el primer satélite espacial de la historia, el Sputnik. En todos los países donde el tira y afloja entre capitalismo y comunismo seguía adelante, desde Italia hasta la India, pasando por América Latina, África e Indochina, el mensaje se había recibido con claridad: la ciencia comunista es superior. Un mes más tarde, los soviéticos habían puesto en órbita un segundo satélite, el Sputnik 2, con una tripulante canina. El desánimo cundió entre los norteamericanos. Hoy un chucho, mañana un hombre.

El presidente Eisenhower había prometido que habría satélite norteamericano antes de que acabara el año. El primer viernes de diciembre, quince minutos antes de mediodía, la marina de Estados Unidos lanzó el cohete Vanguard a la vista de la prensa mundial. Se elevó algunos metros, se incendió, se inclinó en el aire y se hizo pedazos contra el hormigón. «¡Menudo Blufnik!», rezaba un titular.

El Júpiter C era la última esperanza norteamericana. No había tercer cohete. Si aquel fallaba, Estados Unidos tendrían que abandonar la carrera espacial ese mismo día. La derrota propagandística sería lo de menos. El programa espacial norteamericano quedaría herido de muerte, y la URSS controlaría el espacio exterior en un futuro cuyo final resultaba difícil de prever.

Todo, pensó Elspeth, dependía de ese único cohete.

En las cercanías de la plataforma de lanzamiento estaban prohibidos los vehículos, a excepción de los imprescindibles, como los camiones que transportaban el combustible; así que bajó del jeep y atravesó el espacio abierto que mediaba entre el búnquer y la torre de lanzamiento, siguiendo la recta del conducto metálico que alojaba los cables de conexión entre ambas instalaciones. Al nivel del suelo, acoplada a la parte posterior de la torre de perforación, había una larga cabina de acero de idéntico color naranja, que contenía despachos y salas de máquinas. Elspeth entró por la puerta metálica de la parte posterior.

Sentado en una silla plegable, Harry Lane, supervisor de la plataforma de lanzamiento, estudiaba un plano con el casco protector y las botas de mecánico puestos.

—Hola, Harry —le saludó Elspeth, jovial.

El hombre soltó un gruñido. No le gustaba ver mujeres merodeando por los alrededores de la plataforma de lanzamiento, ni era lo bastante cortés para disimularlo.

Elspeth dejó una copia de la actualización sobre una mesa metálica y se marchó. Volvió hacia al búnquer, una construcción baja de color blanco con troneras horizontales de grueso cristal verde. Las puertas de seguridad estaban abiertas de par en par, y Elspeth entró. Había tres secciones: una sala de intrumentos, de la misma anchura que el edificio, y dos salas de ignición, la A a la izquierda y la B a la derecha, orientadas hacia las dos plataformas de lanzamiento dependientes del búnquer. Elspeth entró en la B.

La intensa luz solar que atravesaba los vidrios verdes arrojaba un resplandor extraño sobre el lugar, que parecía el interior de un acuario. Frente a las ventanillas, una hilera de científicos permanecían sentados ante una batería de paneles de control. Todos vestían camisas de manga corta, advirtió Elspeth, como si de un uniforme se tratara. Llevaban auriculares que les permitían comunicarse con los técnicos de la plataforma de lanzamiento. Podían mirar por encima de sus respectivos paneles y ver el cohete a través de las ventanillas, o echar un vistazo a las pantallas de televisión en color que ofrecían la misma imagen. A lo largo del muro posterior, una fila ininterrumpida de instrumentos registraba la temperatura, la presión del sistema de combustible y la actividad eléctrica. En el extremo más alejado, una pantalla mostraba el peso del cohete sobre la plataforma de lanzamiento. Se respiraba un ambiente de sorda tensión, en medio del cual los operadores murmuraban por los micrófonos y manipulaban los paneles, haciendo girar un botón aquí, accionando un interruptor allí y comprobando esferas y contadores constantemente. Sobre sus cabezas, el reloj de la cuenta atrás marcaba los minutos que quedaban para la ignición. Mientras Elspeth lo miraba, la manecilla retrocedió de 600 a 599.

Entregó la actualización y abandonó el búnquer. Mientras conducía el jeep de regreso al hangar, volvió a pensar en Luke, y cayó en la cuenta de que tenía la excusa perfecta para llamar a Anthony. Le contaría lo de la corriente de chorro y, a renglón seguido, le preguntaría por Luke.

Animada por la idea, corrió hacia el hangar y escaleras arriba, hasta su despacho. Marcó el número de la línea directa de Anthony y dio con él a la primera.

—Es muy probable que aplacen el lanzamiento hasta mañana —le explicó—. Soplan malos vientos cerca de la estratosfera.

—No sabía que hiciera viento tan arriba.

—Hay uno que llaman corriente de chorro. El aplazamiento no es seguro, pero hay una reunión meteorológica a las cinco. ¿Qué sabes de Luke?

—Infórmame del resultado de esa reunión, ¿quieres?

—Descuida. ¿Qué hay de Luke?

—Pues… tenemos un problema.

Elspeth sintió que el corazón se le paraba en el pecho.

—¿Qué clase de problema?

—Lo hemos perdido.

Se quedó helada.

—¿Qué?

—Ha dado esquinazo a mis hombres.

—Que Dios se apiade de nosotros —murmuró Elspeth—. Ahora sí que estamos en apuros.