Debido a la premura de tiempo en la construcción del misil, las etapas superiores utilizan un motor de cohete que se fabrica desde hace años en lugar de un diseño nuevo. Los científicos han elegido una versión reducida del cohete Sergeant, de probada eficacia. Las etapas superiores del misil disponen de ensamblajes en racimo de esos pequeños cohetes, conocidos como Baby Sergeants.
Mientras recorría la cuadrícula de calles que lo separaba de la estación Union, Luke advirtió que comprobaba si lo seguían cada dos por tres.
Había perdido a sus sombras hacía más de una hora, pero puede que lo estuvieran buscando. La idea le producía tanto miedo como perplejidad. ¿Quiénes eran y qué querían? Su instinto le decía que nada bueno. Si no, ¿por qué ocultarse para vigilarlo?
Sacudió la cabeza para aclararse las ideas. Especular sobre bases tan débiles resultaba frustrante. Era inútil hacer suposiciones. Tenía que descubrir la verdad.
Lo primero era adecentarse. Su plan consistía en robarle la maleta a un viajero de algún tren. Estaba seguro de haberlo hecho antes, en algún momento de su vida. Cuando intentó recordar, acudió a su mente una frase en francés: «La valise d’un type qui desceña du train».
No sería fácil. Su ropa, sucia y harapienta, no pasaría inadvertida en medio de una muchedumbre de viajeros respetables. Tendría que actuar con rapidez en el momento de la huida. Pero no había otro remedio. Dedé, la prostituta, estaba en lo cierto. Nadie ayudaría a un mendigo.
Si lo detenían, la policía lo tomaría por un maleante dijera lo que dijese. Acabaría en la cárcel. La sola idea le produjo un estremecimiento. No le asustaba la prisión en sí, sino la perspectiva de semanas o meses de ignorancia y confusión, el no saber quién era ni poder mover un dedo para averiguarlo.
Ante sí, al final de la avenida Massachusetts, vio la arcada de granito blanco de la estación Union, que parecía una catedral románica transplantada desde Normandía. Anticipándose a los acontecimientos, se dijo que, cometido el robo, tendría que esfumarse a toda prisa. Necesitaba un coche. La forma de robarlo acudió a su mente de inmediato.
Cerca de la estación, la calle estaba flanqueada de coches aparcados. La mayoría debían de pertenecer a gente que había cogido el tren. Luke acortó el paso al ver que un coche aparcaba en un espacio vacío. Era un Ford Fairlane de dos tonos, azul y blanco, nuevo pero no ostentoso. Sería perfecto. El contacto se accionaría mediante llave en vez de maneta, pero no costaría mucho sacar un par de cables de detrás del salpicadero y hacer un puente.
Se preguntó cómo sabía aquello.
Un hombre con abrigo oscuro salió del Ford, sacó un maletín del maletero, cerró el coche con llave y se encaminó a la estación.
¿Cuánto tardaría en volver? Era posible que tuviera algún asunto que resolver en la propia estación y no necesitara más que unos minutos. Denunciaría el robo del vehículo de inmediato. Yendo en él de aquí para allá, Luke correría el peligro de ser detenido en cualquier momento. Mal asunto. Tenía que enterarse de adonde iba aquel individuo.
Lo siguió. Al interior de la estación.
El magnífico vestíbulo, que esa misma mañana le había parecido un templo abandonado, era ahora un hervidero. Comprendió que llamaba la atención. Todos salvo él iban aseados e impecablemente vestidos. La mayoría de la gente apartaba la vista, pero había quien le lanzaba ojeadas de repugnancia o desprecio. Se le ocurrió que podía toparse con el agresivo empleado que lo había echado a primera hora. Se armaría jaleo. Aquel sujeto seguro que lo recordaba.
El propietario del Ford se puso a hacer cola delante de una de las ventanillas, y Luke tras él. Clavó los ojos en el suelo para rehuir las miradas, con la esperanza de que nadie se fijara en él.
La fila fue avanzando hasta que le llegó el turno a su víctima.
—Uno a Filadelfia, ida y vuelta para hoy —pidió al taquillero.
Luke había oído bastante. Filadelfia estaba a horas de distancia. Aquel hombre estaría fuera de la ciudad todo el día. No denunciaría la desaparición del coche hasta su vuelta. Luke podría conducirlo sin temor hasta esa noche.
Abandonó la fila y se apresuró a salir a la calle.
Era un alivio estar fuera. Hasta los mendigos tenían derecho a recorrer las calles. Volvió a la avenida Massachusetts y buscó el Ford aparcado. Para no perder tiempo más tarde, lo abriría en ese momento. Miró en ambas direcciones. La circulación de vehículos y peatones era continua. Lo malo era que tenía pinta de delincuente. Pero si esperaba a que no hubiera nadie cerca, podía pasarse allí todo el santo día. Bastaba con ser rápido.
Bajó de la acera, dio la vuelta al coche y se situó ante la puerta del conductor. Presionó el cristal de la ventanilla con las palmas de las manos y empujó hacia abajo. Nada. Tenía la boca seca. Echó un rápido vistazo a derecha e izquierda: nadie se fijaba en él, de momento. Estaba de puntillas, para añadir el peso del cuerpo a la presión sobre el mecanismo de la ventanilla. Al fin, el cristal empezó a deslizarse poco a poco hacia abajo.
Cuando consiguió abrirla del todo, metió la mano por la ventanilla y quitó el seguro. Abrió la puerta, volvió a subir el cristal y cerró. Ahora estaba en condiciones para una huida rápida.
Dudó si hacer el puente y dejar el motor en marcha; pero eso podía atraer la atención de algún policía de patrulla o incluso de un transeúnte entrometido.
Volvió a la estación Union. Seguía preocupándolo que algún ferroviario se fijara en él. No tenía por qué ser el individuo con el que había tenido unas palabras por la mañana; cualquier empleado escrupuloso podía sentirse obligado a echarlo del edificio, por motivos similares a los que lo impulsarían a recoger del suelo el envoltorio de un caramelo. Hacía todo lo que estaba en su mano para pasar inadvertido. No andaba ni deprisa ni despacio, procuraba mantenerse cerca de alguna pared, ponía buen cuidado en no obstaculizar el paso a nadie y evitaba todas las miradas.
El mejor momento para escamotear una maleta sería inmediatamente después de la llegada de un tren largo y lleno, cuando los pasajeros salieran en tromba al vestíbulo. Echó un vistazo al panel horario de llegadas. Un expreso procedente de Nueva York haría su entrada al cabo de doce minutos. Sería perfecto.
Con la vista aún fija en el panel para averiguar la vía de estacionamiento del expreso, de pronto sintió que se le erizaba la pelusa de la nuca.
Miró a su alrededor. Debía de haber visto algo por el rabillo del ojo, algo que había disparado una alarma instintiva en su interior. Pero ¿qué? El corazón le palpitaba con fuerza. ¿De qué se había asustado?
Procurando no llamar la atención, se alejó del panel y se quedó junto al quiosco de prensa, mirando un expositor de diarios. Leyó los titulares:
EL EJÉRCITO, A PUNTO DE LANZAR SU COHETE.
ATRAPADO EL ASESINO DE DIEZ PERSONAS.
DULLES RESPALDA AL GRUPO DE BAGDAD.
ÚLTIMA OPORTUNIDAD EN CABO CAÑAVERAL
Al cabo de un momento, volvió la cabeza y miró a sus espaldas. Una treintena de personas se cruzaban por el vestíbulo caminando con paso vivo en dirección a los cercanías, o procedentes de ellos. Eran más lo que permanecían sentados en los bancos de caoba o esperaban pacientemente de pie, familiares y chóferes de los pasajeros del expreso de Nueva York. Un maitre, de plantón en la puerta del restaurante, aguardaba clientes deseosos de comer temprano. Cinco mozos de cuerda fumaban en un corro…
Y dos agentes.
Estaba completamente seguro. Ambos eran jóvenes, pulcramente vestidos con abrigos y sombreros, y calzados con lustrosos zapatos de puntera. Pero no era tanto su aspecto como su actitud lo que los delataba. Estaban alerta, barriendo el vestíbulo de la estación con la mirada, escrutando los rostros de la gente con quien se cruzaban, mirando a diestro y siniestro… excepto al panel horario. Lo único que no les interesaba era viajar.
Le dieron tentaciones de abordarlos. Pensando en ello, se sintió abrumado por la necesidad del simple contacto humano con gente que lo conociera. Ansiaba que alguien le dijera: «Hombre, Luke, ¿qué tal? ¡Me alegro de volver a verte!».
Aquellos dos dirían probablemente: «Somos agentes del FBI. Queda usted arrestado». Luke pensó que casi sería un alivio. Pero su instinto lo puso en guardia. Cada vez que dudaba si confiarse a aquellos individuos, se preguntaba por qué lo seguían a todas partes con tanto sigilo si no tenían intención de hacerle daño.
Les dio la espalda y comenzó a alejarse procurando mantenerse oculto tras el quiosco. Bajo un arco monumental, se arriesgó a girar la cabeza para echarles un vistazo. Los dos agentes cruzaban el espacioso vestíbulo caminando de este a oeste dentro del campo de visión de Luke.
¿Quién demonios eran?
Salió de la estación, anduvo unos metros a lo largo de la enorme arcada exterior y volvió a entrar al vestíbulo. Lo hizo justo a tiempo para ver las espaldas de los dos agentes un momento antes de que desaparecieran por la salida del lado oeste.
Levantó la cabeza hacia el reloj. Habían pasado diez minutos. Faltaban otros dos para que llegara el expreso de Nueva York. Se apresuró hacia el acceso a los andenes y esperó allí, procurando pasar inadvertido.
En cuanto aparecieron los primeros viajeros, se apoderó de él una calma glacial. Observó atentamente a los recién llegados. Era miércoles, mediados de semana, así que abundaban los hombres de negocios y los militares de uniforme, pero apenas había turistas, y sólo un puñado de mujeres y niños. Buscaba a un hombre de su altura y constitución.
A medida que los pasajeros emergían del andén, quienes los esperaban avanzaban hacia ellos, y acabó formándose un embotellamiento humano. Tras aglomerarse en la puerta, la gente empezó a dispersarse abriéndose paso a empellones. Luke vio a un joven de su tamaño, pero llevaba un tres cuartos con capucha y un gorro de lana de marinero: tal vez no tuviera un traje en la mochila. A continuación, descartó a un hombre maduro de la altura apropiada pero demasiado flaco. Luego le echó el ojo a un individuo perfecto que, por desgracia, sólo llevaba maletín.
A esas alturas, al menos un centenar de viajeros habían abandonado el andén, pero parecían faltar muchos más. El vestíbulo estaba atestado de personas con prisa. De pronto, vio al hombre adecuado. Era de la estatura, complexión y edad de Luke. Llevaba un abrigo gris desabotonado sobre la chaqueta sport de tweed y los pantalones de franela, lo que hacía suponer que llevara un traje de vestir en la maleta de cuero marrón que sostenía en la mano derecha. Tenía una expresión tensa y andaba con paso vivo, como si llegara tarde a una cita.
Luke se deslizó entre el gentío y fue abriéndose paso hasta situarse justo detrás del hombre.
En medio de las apreturas, la presa de Luke avanzaba a trancas y barrancas con evidente fastidio. Al cabo de unos instantes, hubo un poco más de holgura; el hombre vio un pasillo entre la gente y apretó el paso.
Fue el momento elegido por Luke para ponerle la zancadilla. Dobló un pie delante del tobillo del desconocido y, cuando este dio el siguiente paso, Luke levantó la pierna y lo obligó a flexionar la suya.
El hombre pegó un grito y cayó hacia delante. Soltó maletín y maleta, y echó las manos al frente. Chocó contra la espalda de una mujer envuelta en un abrigo de pieles, que trastabilló, dio un pequeño chillido y perdió el equilibrio. El hombre besó ruidosamente el suelo de mármol y perdió el sombrero, que salió rodando. Una décima de segundo más tarde, la mujer cayó a su vez sobre las rodillas y soltó un bolso de mano y una coqueta maleta de cuero blanco.
Un grupo de viajeros se arremolinó con deseos de ayudar y preguntando: «¿Se han hecho daño?».
Luke recogió la maleta de cuero marrón con aplomo y se alejó sin pérdida de tiempo. Fue hacia el arco de salida más próximo. No volvió la vista, pero aguzó el oído por si alguien lo acusaba a gritos o echaban a correr tras él. Si oía cualquier cosa extraña, se daría a la fuga: no pensaba renunciar a su ropa limpia fácilmente, y tenía la sensación de que podía correr más deprisa que mucha gente, incluso cargado con una maleta. Pero mientras caminaba con rapidez hacia el exterior, sentía que su espalda se había convertido en una diana.
Antes de abandonar el vestíbulo, volvió la cabeza y echó un vistazo por encima del hombro. La gente seguía haciendo corro en el mismo sitio. No pudo ver al hombre al que había zancadilleado, ni a la mujer del abrigo de pieles. Pero un individuo alto de aspecto autoritario barría el vestíbulo con una mirada inquisitiva, como si buscara algo. De improviso, torció la cabeza hacia donde estaba Luke.
Luke cruzó el umbral a toda prisa.
Una vez fuera, echó a andar por la avenida Massachusetts. Tardó apenas un minuto en llegar al Ford Fairlane. Sin pararse a pensar, fue al maletero para ocultar la maleta, pero estaba cerrado con llave. En ese momento, recordó haber visto al dueño echando la llave. Miró hacia la estación. El individuo alto corría por la rotonda de enfrente de la estación sorteando coches, hacia donde estaba Luke. ¿Quién demonios era? ¿Un policía fuera de servicio? ¿Un detective? ¿Un metomentodo? Luke corrió hacia la puerta del conductor, la abrió y lanzó la maleta al asiento trasero. Acto seguido entró en el coche y cerró la puerta.
Metió la mano debajo del salpicadero y localizó los dos cables a ambos lados del dispositivo de encendido. Tiró de ellos y los puso en contacto. No ocurrió nada.
Sentía que el sudor le caía por la frente a pesar del frío. ¿Por qué no funcionaba aquello? La respuesta acudió a su mente: cable equivocado. Volvió a tantear bajo el tablero. Había otro cable a la derecha del encendido. Lo sacó y lo unió al cable izquierdo.
El motor se puso en marcha.
Apretó el acelerador, y el motor rugió.
Accionó el cambio de marchas, quitó el freno de mano, puso el intermitente y apartó el coche de la acera. El morro del Ford apuntaba hacia la estación, así que giró en redondo. A continuación, aceleró.
Una sonrisa le cruzó el rostro. A menos que tuviera muy mala suerte, llevaba una muda completa de ropa limpia en la maleta. Sintió que empezaba a tomar las riendas de su propia vida.
Ahora necesitaba un sitio para ducharse y cambiarse.