08:30 HORAS

Encaramada en lo alto del morro puntiagudo del cohete Redstone hay una especie de enorme jaula para pájaros con el techo muy inclinado y atravesada por el asta de una bandera. Esta sección, de unos cuatro metros de altura, contiene la segunda, tercera y cuarta etapas del misil, y el satélite propiamente dicho.

Los agentes secretos de Estados Unidos nunca habían tenido tanto poder como en enero de 1958.

El director de la CIA, Allen Dulles, era hermano de John Foster Dulles, secretario de Estado de Eisenhower, de modo que la Agencia tenía línea directa con la Administración. Pero la cosa no acababa ahí.

Dulles tenía bajo sus órdenes a cuatro directores adjuntos, de los que sólo uno era importante: el director adjunto de Planes. La Dirección de Planes, también conocida como SC, o Servicios Clandestinos, era el departamento que había organizado golpes de Estado contra gobiernos de izquierda en Irán y Guatemala[2].

La Casa Blanca de Eisenhower se había mostrado asombrada y encantada de lo baratos y poco sangrientos que habían resultado dichos golpes en comparación con el coste de una guerra tan real como la de Corea. En consecuencia, los de Planes gozaban de enorme prestigio en los círculos gubernamentales, aunque no entre el público norteamericano, informado por los periódicos de que ambos golpes habían sido obra de fuerzas anticomunistas autóctonas.

Una de las divisiones de la Dirección de Planes era Servicios Técnicos, al mando de Anthony Carroll. Lo habían contratado en 1947, año de la fundación de la CIA. Siempre había deseado trabajar en Washington —en Harvard se había especializado en Administración Pública—, y durante la guerra había sido una estrella de la OSS. Destinado en Berlín en los cincuenta, había organizado la excavación de un túnel desde el sector norteamericano hasta un canal de cables telefónicos en la zona soviética y conseguido intervenir las comunicaciones del KGB. Durante los seis meses que tardaron los rusos en descubrir el túnel, la CIA amasó una montaña de inestimable información. Había sido el mayor éxito de los servicios de inteligencia estadounidenses durante la guerra fría, lo que había valido a Anthony la recompensa de un puesto en lo más alto.

El hecho de que la CIA tuviera prohibido, por ley, operar dentro de Estados Unidos no era sino un inconveniente menor.

Sobre el papel, Servicios Técnicos era una división de entrenamiento. En una enorme granja abandonada de Virginia, los aspirantes aprendían a allanar domicilios e instalar micrófonos ocultos, a manejar códigos y usar tinta invisible, a chantajear a diplomáticos y acoquinar a los informadores. Pero este «entrenamiento» era también la tapadera perfecta para realizar operaciones encubiertas dentro de Estados Unidos. Casi cualquier cosa que Anthony decidiera llevar a cabo, desde pinchar el teléfono de un pez gordo de los sindicatos hasta utilizar presidiarios para experimentar con drogas de la verdad, podía etiquetarse como ejercicio de entrenamiento.

La vigilancia de Luke no era algo excepcional.

En el despacho de Anthony se habían reunido seis agentes experimentados. Era una habitación amplia y desnuda con mobiliario barato de la época de la guerra: un pequeño escritorio, un archivador de acero, una mesa de caballete y varias sillas plegables. Sin duda, el nuevo cuartel general de Langley estaría lleno de sofás tapizados y paneles de caoba, pero Anthony prefería la decoración espartana.

Pete Maxell hizo circular una fotografía del rostro de Luke y una descripción mecanografiada de la ropa que llevaba mientras Anthony ponía en antecedentes a los demás.

—Nuestro objetivo de hoy es un funcionario del Departamento de Estado de nivel intermedio que dispone de autorización de alta seguridad —dijo—. Ha sufrido una especie de colapso nervioso. Llegó de París el lunes, durmió en el Hotel Carlton y ayer martes cogió una borrachera. Ha pasado toda la noche en la calle y esta mañana ha ido a un albergue para gente sin techo. El riesgo para la seguridad es evidente.

Uno de los agentes, Red Rifenberg, alzó la mano.

—Una pregunta —dijo.

—Adelante —respondió Anthony.

—¿Por qué no nos limitamos a traerlo aquí y preguntarle qué coño le pasa?

—Lo haremos a su debido tiempo.

En ese momento se abrió la puerta del despacho y entró Carl Hobart. Aquel hombre rechoncho, calvo y con gafas era el jefe de Servicios Especiales, que incluía Expedientes y Descodificación además de Servicios Técnicos. En teoría, era el jefe inmediato de Anthony.

Anthony gruñó para sus adentros y rezó para que a Hobart no le diera por meter las narices en sus asuntos precisamente ese día.

Anthony siguió impartiendo instrucciones:

—Antes de enseñar nuestras cartas, nos interesa observar al sujeto, ver qué hace, adonde va y con quién se pone en contacto, si lo hace. Por lo que sabemos, puede que sólo tenga problemas con su mujer. Pero cabe la posibilidad de que esté pasando información al otro lado, ya sea por razones ideológicas o porque le estén haciendo chantaje y haya empezado a desmoronarse. Si está implicado en alguna operación de espionaje, tenemos que obtener toda la información que podamos antes de echarle el guante.

—¿Qué asunto es ese? —le interrumpió Hobart.

Anthony se volvió hacia él con parsimonia.

—Un pequeño ejercicio de entrenamiento. Tenemos bajo vigilancia a un diplomático sospechoso.

—Pásaselo al FBI —le espetó Hobart.

Hobart había pasado la guerra en Inteligencia Naval. Para él, el espionaje consistía lisa y llanamente en descubrir dónde estaba el enemigo y qué hacía allí. Le desagradaban los veteranos de la OSS y sus sucios manejos. La fractura calaba hasta el corazón de la Agencia. Los hombres de la OSS eran piratas. Habían aprendido el oficio durante la guerra y no sentían el menor respeto por presupuestos ni formalidades. Su suficiencia sacaba de quicio a los burócratas. Y Anthony era el arquetipo del aventurero: un irresponsable arrogante al que nadie pedía cuentas de sus crímenes porque los cometía como nadie.

Anthony le lanzó una mirada glacial.

—¿Por qué?

—Es responsabilidad del FBI, no nuestra, capturar espías comunistas dentro de las fronteras de Estados Unidos, lo sabes perfectamente.

—Tenemos que seguir el hilo hasta su ovillo. Si sabemos manejarlo, un caso como este puede dejar al descubierto toneladas de información. A los federales sólo les interesa llevar a los rojos a la silla eléctrica para obtener publicidad.

—¡Es la ley!

—Pero tú y yo sabemos que no vale una mierda.

—Eso no cambia las cosas.

Algo que sí compartían las distintas camarillas de la CIA era el odio al FBI y a su megalomaníaco director, J. Edgar Hoover. En consecuencia, Anthony replicó:

—Además, ¿cuándo fue la última vez que el FBI compartió algo con nosotros?

—La última vez fue nunca —respondió Hobart—. Pero hoy tengo otra misión para ti.

Anthony empezaba a perder la paciencia. ¿Es que el muy gilipollas no pensaba apearse del burro? Asignar misiones no era cosa suya ni por pienso.

—Pero ¿de qué estás hablando?

—La Casa Blanca ha solicitado un informe sobre posibles formas de manejar a un grupo de rebeldes cubanos. A última hora de esta mañana habrá una reunión al más alto nivel. Necesito que tú y todos tus hombres con experiencia me pongáis al corriente.

—¿Me estás pidiendo un informe sobre Fidel Castro?

—Por supuesto que no. Sé todo lo que hay que saber sobre Castro. Lo que te estoy pidiendo son ideas prácticas para tratar a los insurgentes.

Anthony despreciaba los circunloquios hipócritas.

—¿Por qué no hablas claramente? Lo que quieres saber es cómo borrarlos del mapa.

—Tal vez.

Anthony soltó una risa sarcástica.

—¿Qué vamos a hacer si no? ¿Mandarlos a la escuela parroquial?

—Eso lo decidirá la Casa Blanca. Nuestro trabajo es ofrecer opciones. Espero tus sugerencias.

Anthony se hacía el indiferente, pero lo cierto es que estaba preocupado. Ese día no tenía tiempo para zarandajas, y necesitaba a sus mejores hombres para vigilar a Luke.

—Veré qué puedo hacer —dijo Anthony esperando que Hobart se diera por satisfecho. No fue así.

—En mi sala de conferencias, con tus agentes más experimentados, a las diez en punto… Sin falta —recalcó, y dio media vuelta.

Anthony decidió jugar fuerte.

—No —dijo.

Hobart se detuvo en el umbral.

—No es una sugerencia —le advirtió—. Procura estar allí.

—Mírame a los labios —dijo Anthony.

A su pesar, Hobart clavó los ojos en el rostro de Anthony.

Pronunciando con esmero, Anthony dijo:

—Que te den.

Uno de los agentes soltó una risita.

La calva de Hobart se puso como la grana.

—Te vas a arrepentir de esto —masculló—. Puedes estar seguro. —Y salió dando un portazo.

Todo el mundo soltó el trapo a reír.

—Volvamos al trabajo —los atajó Anthony—. Simons y Betts están con nuestro hombre en estos momentos, pero hay que relevarlos dentro de unos minutos. Tan pronto llamen, quiero a Red Rifenberg y Ackie Horwitz encargándose de la vigilancia. Haremos cuatro turnos de seis horas, con un equipo de apoyo siempre a punto. Esto es todo por el momento.

Los agentes desfilaron fuera del despacho, a excepción de Pete Maxell. Se había afeitado y llevaba un traje de diario de buen corte y una corbata estrecha de ejecutivo. Ahora, su imperfecta dentadura y el antojo encarnado de su mejilla saltaban a la vista, como ventanas rotas en una casa nueva. Era tímido y poco sociable, quizá debido a su aspecto, pero fiel a sus pocos amigos. En esos momentos, parecía preocupado al dirigirse a Anthony.

—¿No te estás arriesgando demasiado con Hobart?

—Es un gilipollas.

—Es tu jefe.

—No puedo permitirle que dé carpetazo a una importante operación de vigilancia.

—Pero le has mentido. No le costaría nada averiguar que Luke no es un diplomático llegado de París.

Anthony se encogió de hombros.

—Si llega a averiguarlo, le contaré otra historia.

Pete parecía dubitativo, pero asintió y se dirigió hacia la puerta.

—Aunque tienes razón —dijo Anthony de pronto—. Estoy exponiéndome más de la cuenta. Si algo sale mal, Hobart no desaprovechará la oportunidad de cortarme el cuello.

—A eso me refería.

—Así que más vale que nos aseguremos de que todo va como la seda.

Pete salió. Anthony miró el teléfono y se armó de calma y paciencia. La política de despachos lo sacaba de sus casillas, pero los individuos como Hobart siempre andaban cabildeando. El teléfono sonó al cabo de cinco minutos, y Anthony lo cogió de inmediato.

—Aquí Carroll.

—Has vuelto a hacer enfadar a Carl Hobart. —Era la voz sibilante de un hombre que había fumado y bebido con entusiasmo la mayor parte de su vida.

—Buenos días, George —respondió Anthony. George Cooperman, director adjunto de Operaciones y camarada de armas de Anthony, era el superior inmediato de Hobart—. Hobart debería dejar de ponerme zancadillas.

—Pásate por aquí, pichabrava arrogante —rezongó George de buen humor.

—Voy.

Anthony colgó. Abrió el cajón del escritorio y sacó un sobre que contenía un grueso fajo de fotocopias. Luego se puso el abrigo y se dirigió hacia el despacho de Cooperman, que estaba en el edificio P, el siguiente de Alphabet Row.

Cooperman era un cincuentón alto y escuálido de rostro prematuramente arrugado. Tenía los pies encima de la mesa, una taza grande de café junto al codo y un cigarrillo en los labios. Estaba leyendo el diario moscovita Pravda: había cursado la especialidad de Literatura rusa en Princeton.

—¿Es que no puedes ser amable con ese dichoso gordinflón? —gruñó Cooperman soltando el periódico. Hablaba con el cigarrillo en la comisura de los labios—. Sé que no es fácil, pero podrías hacerme ese favor.

Anthony se sentó.

—Es culpa suya. A estas alturas tendría que haberse dado cuenta de que sólo le insulto si me habla primero.

—A ver, ¿qué excusa vas a darme hoy?

Anthony arrojó el sobre encima de la mesa. Cooperman lo cogió y echó un vistazo a las fotocopias.

—Planos —dijo—. De un cohete, supongo. ¿Y qué?

—Son alto secreto. Los llevaba encima el sujeto al que mantenemos bajo vigilancia. Es un espía, George.

—Y has preferido no contárselo a Hobart.

—Quiero seguir a ese tío hasta que descubramos al resto de la red, y aprovechar su operación para desinformarlos. Hobart pasaría el caso al FBI, que cogería al fulano y lo metería entre rejas, y la red quedaría intacta.

—Qué demonios, en eso tienes razón. Aun así, te necesito en esa reunión. Me han encargado de presidirla. Pero puedes dejar que tu equipo siga con la vigilancia. Si hay alguna novedad, que te avisen, y te escapas de la sala de conferencias.

—Gracias, George.

—Y escucha. Esta mañana se la has metido a Hobart en un despacho lleno de agentes, ¿verdad?

—Supongo que sí.

—La próxima vez procura hacerlo con suavidad, ¿de acuerdo? —Cooperman volvió a coger el Pravda. Anthony se levantó y recogió los planos. Cooperman añadió—: Y asegúrate de no fallar con esa vigilancia. Si encima de insultar a tu jefe la cagas, puede que no sea capaz de salvarte el culo.

Anthony salió del despacho.

No volvió al suyo de inmediato. La hilera de condenados edificios que albergaba aquella parte de la CIA ocupaba una franja de terreno entre la avenida Constitution y el Mall, con el estanque. Las entradas para vehículos estaban en el lado de la calle, pero Anthony salió por una verja trasera que daba al parque.

Caminó a lo largo del paseo de olmos ingleses aspirando el frío aire puro y dejándose apaciguar por los viejos árboles y el agua tranquila. Esta mañana se le habían presentado momentos difíciles, pero había conseguido sortearlos con una mano de cartas marcadas para cada jugador de la partida.

Llegó al final del paseo y se detuvo a medio camino del Memorial Lincoln y el monumento a Washington. Es culpa vuestra —dijo para sus adentros, dirigiéndose a los dos grandes presidentes—. Hicisteis creer a los hombres que podían ser libres. Yo lucho por vuestros ideales, y ni siquiera estoy seguro de seguir creyendo en ellos; pero supongo que soy demasiado duro de mollera para abandonar. ¿Os sentíais vosotros igual, compañeros?

Los presidentes no respondieron, en vista de lo cual decidió volver al edificio Q.

En su despacho encontró a Pete con el equipo que había estado siguiendo a Luke: Simons, con un chaquetón de la marina, y Betts con gabardina verde. También estaban presentes los hombres que debían haber tomado el relevo, Rifenberg y Horwitz.

—¿Qué coño significa esto? —preguntó Anthony con el miedo en el cuerpo—. ¿Quién está con Luke?

Simons tenía en las manos un sombrero de fieltro gris, que se agitaba al ritmo de sus temblores.

—Nadie —respondió.

—¿Qué ha pasado? —bramó Anthony—. ¿Qué cojones ha pasado, pedazo de idiotas?

Al cabo de un momento, Pete respondió:

—Lo… —Tragó saliva—. Lo hemos perdido.