1941

La interestatal 138 serpenteaba a través de Massachusetts en dirección sur, hacia Rhode Island. No había ni una nube, y la luna reverberaba en el asfalto de las carreteras locales. El viejo Ford no tenía calefacción. Billie iba envuelta en abrigo, bufanda y guantes, pero tenía los pies entumecidos. Sin embargo, no le importaba. Merecía la pena con tal de pasar un par de horas a solas en el coche con Luke Lucas, aunque fuera el novio de otra. Según su experiencia, los hombres guapos eran vanos hasta el aburrimiento; pero aquel parecía una excepción.

Newport estaba más lejos de lo que había supuesto; sin embargo, era evidente que Luke disfrutaba del viaje. Algunos alumnos de Harvard se ponían nerviosos cuando estaban con una chica atractiva, encendían un cigarrillo tras otro, le daban continuos tientos a la petaca, se alisaban el pelo sin parar y se estiraban la corbata una y mil veces. Luke estaba relajado, conducía sin aparente esfuerzo y charlaba animadamente. Apenas había tráfico, y él la miraba tanto o más que a la carretera.

Hablaron de la guerra en Europa. Esa misma mañana, grupos rivales de estudiantes habían instalado tenderetes y repartido octavillas en el campus de Radcliffe; los intervencionistas abogaban con pasión por la entrada de Estados Unidos en la contienda, mientras que los aislacionistas defendían lo contrario con idéntico fervor. Se había congregado una muchedumbre de hombres y mujeres, alumnos y profesores. La certeza de que los chicos de Harvard estarían entre los primeros en morir había hecho que la discusión alcanzara momentos de alta tensión emocional.

—Tengo primos en París —dijo Luke—. Me gustaría que fuéramos allí y los ayudáramos. Pero supongo que es una razón demasiado personal.

—Yo también tengo una razón personal: soy judía —dijo Billie—. Pero, en vez de enviar norteamericanos a morir en Europa, abriría nuestras puertas a los refugiados. Es mejor salvar vidas que matar gente.

—Eso mismo opina Anthony.

Billie seguía irritada por el fracaso de la noche.

—No te imaginas lo enfadada que estoy con Anthony —dijo—. Tenía que haberse asegurado de que podríamos quedarnos en casa de sus amigos.

Esperaba que Luke le diera la razón, pero se llevó un chasco.

—Me parece que los dos lo habéis tomado con demasiada alegría —opinó sonriendo amistosamente, pero con una inconfundible nota de reproche en la voz.

Billie se picó. Pero estaba en deuda con él por el paseo, así que se tragó la réplica que tenía en la punta de la lengua.

—Me parece perfecto que defiendas a tu amigo —admitió Billie en tono conciliador—. Pero creo que podía haberse preocupado un poco más de mi reputación.

—Desde luego, y tú también.

La cogió por sorpresa que fuera tan crítico. Hasta ese momento había sido encantador.

—¡Cualquiera que te oiga pensaría que ha sido culpa mía!

—Ha sido mala suerte, más que nada —admitió Luke—. Pero Anthony te ha puesto en una situación en que un poco de mala suerte podía haberte hecho mucho daño.

—Esa es la pura verdad.

—Y tú se lo has permitido.

Billie advirtió que la desaprobación de Luke la contrariaba. Quería darle buena impresión, aunque no sabía por qué le importaba tanto lo que pensara.

—Lo que está claro es que no volveré a hacer lo mismo, con ningún hombre —dijo con vehemencia.

—Anthony es un chico estupendo, muy inteligente, aunque un poco excéntrico.

—Hace que las chicas sintamos ganas de cuidarlo, peinarlo, plancharle el traje y hacerle caldo de pollo.

Luke se echó a reír.

—¿Puedo hacerte una pregunta personal?

—Puedes intentarlo.

Luke la miró a los ojos durante unos instantes.

—¿Estás enamorada de él?

No se esperaba aquello. Pero le gustaban los hombres capaces de sorprenderla, así que respondió con franqueza.

—No. Me gusta, lo paso bien con él, pero no le quiero. —Le vino a la mente la amiga de Luke. Elspeth era la belleza más despampanante de todo el campus, alta, con una larga melena cobriza y el rostro pálido y resuelto de una reina nórdica—. ¿Y tú, qué? ¿Estás enamorado de Elspeth?

Luke volvió a mirar a la carretera.

—No estoy seguro de saber qué es el amor.

—Respuesta evasiva.

—Tienes razón. —Le dirigió una mirada dubitativa, y al parecer decidió que podía confiar en ella—. Bueno, para ser sincero, nunca he sentido por nadie lo que siento por ella, pero sigo sin saber si es auténtico amor.

Billie sintió una punzada de culpa.

—No sé qué pensarían Anthony y Elspeth si supieran que estamos manteniendo esta conversación.

Luke tosió, apurado, y cambió de tema.

—Sí que ha sido mala suerte que toparais con esos en la casa —dijo él.

—Espero que no descubran a Anthony. Podrían expulsarlo.

—¿Sólo a él? Tú también podrías tener problemas.

Billie había procurado no pensar en ello.

—Dudo que alguno supiera quién soy. Oí a uno de ellos llamarme «puta».

Luke le lanzó una mirada de sorpresa.

Billie se figuró que Elspeth no habría usado la palabra «puta», y deseó no haberla pronunciado.

—Supongo que me lo merecía —añadió—. Estaba en un dormitorio masculino a medianoche.

—En mi opinión, no hay excusa que valga para la vulgaridad.

Era un reproche dirigido a ella tanto como al individuo que la había insultado, pensó molesta. Luke no se mordía la lengua. Estaba empezando a irritarla, aunque eso lo hacía más interesante. Decidió quitarse los guantes.

—¿Y tú, qué? —contraatacó—. Te haces el santurrón con Anthony y conmigo, pero también has puesto a Elspeth en una situación difícil esta noche, quedándote con ella en el coche hasta las tantas.

Para sorpresa de Billie, Luke rio de buena gana.

—Tienes razón, soy un idiota presuntuoso —admitió—. Todos corremos riesgos.

—Esa es la pura verdad —dijo ella con un estremecimiento—. No sé qué haría si llegaran a expulsarme.

—Matricularte en otro sitio, supongo.

Billie meneó la cabeza.

—Aquí estoy con beca. Mi padre murió y mi madre es viuda y no tiene un chavo. Y si me expulsaran por falta de moralidad, tendría pocas posibilidades de obtener otra beca. ¿A qué viene esa cara de sorpresa?

—Para ser sincero, he de decir que no vistes como una becaria.

Le gustó que se hubiera fijado en su ropa.

—Es el Premio Leavenworth.

—¡Sopla! —El Leavenworth era una beca famosa por su generosidad, a la que optaban miles de estudiantes aventajados—. Debes de ser un genio.

—Yo no estaría tan segura —dijo, complacida por el deje de admiración que percibía en la voz de Luke—. Desde luego, no soy lo bastante lista como para asegurarme de que tengo un sitio para pasar la noche.

—De todas formas, que te expulsen de una facultad no es lo peor de este mundo. Les ha ocurrido a los mejores cerebros, y luego han seguido su camino en la vida y son millonarios.

—Para mí sí sería el fin del mundo. Yo no quiero ser millonaria, sino curar enfermos.

—¿Quieres ser médico?

—Psicóloga. Quiero comprender el funcionamiento de la mente humana.

—¿Por qué?

—Es algo tan complejo y misterioso… Cosas como la lógica, la manera en que pensamos. Imaginar algo que no está ahí, frente a nosotros… Los animales son incapaces de hacerlo. La facultad de recordar… Los peces no tienen memoria, ¿lo sabías?

Luke asintió.

—¿Y cómo es posible que prácticamente todo el mundo pueda reconocer una octava musical? —dijo él—. Dos notas, de las que una tiene el doble de frecuencia que la otra… ¿Cómo es posible que el cerebro lo sepa?

—¡Así que a ti también te parece interesante! —exclamó Billie, encantada de que Luke compartiera su curiosidad.

—¿De qué murió tu padre?

Billie tragó saliva. De pronto, se sintió abrumada por el dolor, y tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir las lágrimas. Siempre le ocurría lo mismo: una palabra casual y, como caído del cielo, se abatía sobre ella un pesar tan agudo que apenas le permitía hablar.

—Lo siento —murmuró Luke—. No quería afligirte.

—No es culpa tuya —consiguió musitar Billie—. Perdió la cabeza. Un domingo por la mañana fue a bañarse al río Trinity. Y el caso es que odiaba el agua, ni siquiera sabía nadar. Yo creo que quería morir. El juez de instrucción pensaba lo mismo, pero al jurado le dimos pena y declaró muerte accidental, para que pudiéramos cobrar el seguro. Fueron cien dólares. Nos duraron un año. —Respiró hondo—. Hablemos de otra cosa. Cuéntame algo de las matemáticas.

—Pues… —Luke se quedó pensando un instante—. Las mates son tan extrañas como la psicología —aseguró—. El número pi, por ejemplo. ¿Por qué tiene que ser la proporción de la circunferencia con el diámetro tres catorce dieciséis? ¿Por qué no seis, o dos y medio? ¿Quién lo ha decidido, y por qué?

—Quieres explorar el espacio exterior, ¿no?

—Creo que es la aventura más emocionante que la Humanidad tiene ante sí.

—Y yo quiero trazar el mapa de la mente. —Billie sonrió. La pena por su padre empezaba a mitigarse—. ¿Sabes? Tenemos algo en común. Los dos tenemos grandes ambiciones.

Luke, que se había echado a reír, pisó el freno.

—¡Eh!, estamos llegando a un cruce.

Billie encendió la linterna y la enfocó sobre el mapa que tenía en las rodillas.

—Gira a la derecha —indicó a Luke. Estaban cerca de Newport. El tiempo había pasado volando. Lamentaba que el viaje tocara a su fin—. No tengo ni idea de qué le voy a decir a mi primo.

—¿Cómo es?

—Rarito.

—¿Rarito? ¿En qué sentido?

—En el sentido homosexual.

Sorprendido, Luke le lanzó una rápida mirada.

—Ya veo.

Billie no soportaba a los hombres que esperaban de las mujeres que pasaran de puntillas sobre el tema del sexo.

—He vuelto a escandalizarte, ¿no?

Luke esbozó una sonrisa.

—Como tú dirías, esa es la pura verdad.

Billie rio. Era un latiguillo texano. Se alegró al comprobar que no le pasaban inadvertidos pequeño detalles de su persona.

—Ahí delante hay una bifurcación —dijo Luke.

Billie volvió a consultar el mapa.

—Tendrás que parar. No consigo localizarla.

Luke detuvo el coche y se inclinó hacia ella para mirar el mapa a la luz de la linterna. Alargó la mano para volver un poco el mapa, y entonces Billie sintió la calidez del tacto del hombre en su mano fría.

—Puede que estemos aquí —aventuró Luke señalando un punto en el mapa.

Billie advirtió que, en lugar de mirar al papel, tenía los ojos clavados en el rostro de Luke. Cubierto de sombras, la luna y la luz indirecta de la linterna apenas lo iluminaban. El pelo le caía sobre el ojo izquierdo. Al cabo de un momento, él captó su mirada, y se la devolvió. Sin pensar, Billie alzó una mano y le acarició la mejilla con el borde exterior del meñique. Luke siguió mirándola, y ella vio desconcierto y deseo en los ojos del hombre.

—¿Y ahora qué? —murmuró Billie.

De repente, Luke se apartó y puso el coche en marcha.

—Ahora… —Se aclaró la garganta—. Ahora vamos a coger la carretera de la izquierda.

Billie se preguntó qué demonios estaba haciendo. Luke había pasado la tarde dándose el lote con la chica más atractiva del campus. Ella había salido con el compañero de cuarto de Luke. ¿En qué estaba pensando?

Sus sentimientos por Anthony no eran especialmente fuertes, ni siquiera antes del desastre de esa noche. Aun así, estaban saliendo juntos, de modo que no debería tontear con su mejor amigo.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Luke, enfadado.

—No lo sé —respondió ella—. Te aseguro que no quería hacerlo, pero no he podido evitarlo. Ve más despacio.

Luke cogió una curva a demasiada velocidad.

—¡No quiero sentir esto por ti! —exclamó. Billie contuvo la respiración.

—Sentir, ¿qué?

—Vamos a dejarlo.

Al percibir el olor del mar, Billie comprendió que estaban cerca de donde vivía su primo. Reconoció la carretera.

—La próxima a la izquierda —dijo—. Si no reduces la velocidad, pasaremos de largo.

Luke pisó el freno y giró hacia un camino de tierra.

Una parte de Billie deseaba llegar a destino, salir del coche y dejar atrás aquella tensión insoportable. La otra, seguir en el coche de Luke eternamente.

—Ya hemos llegado.

Se detuvieron frente a una hermosa casa de madera de un piso con aleros recargados y un farol junto a la puerta. Los faros del Ford enfocaron a un gato sentado en el alféizar de una ventana, que les dirigió una mirada impávida, llena de desdén hacia el caos de las emociones humanas.

—Entra —propuso Billie—. Denny hará café para que no te duermas en el viaje de vuelta.

—No, gracias —respondió Luke—. Prefiero esperar aquí hasta que entres.

—Has sido muy amable conmigo. No merecía tanto —dijo Billie, y le tendió la mano.

—¿Amigos? —preguntó él estrechándosela.

Billie se llevó la mano de Luke al rostro, la besó y, cerrando los ojos, se acarició con ella la mejilla. Al cabo de un momento, le oyó suspirar. Abrió los ojos y vio que la miraba fijamente. Luke movió la mano hacia el cuello de Billie, la atrajo hacia sí y la besó. Fue un beso dulce, y ella sintió los suaves labios, la cálida respiración del hombre, la leve presión de las yemas de sus dedos en la nuca. Lo agarró por las solapas de la áspera chaqueta de tweed y lo apretó contra su cuerpo. Si él la abrazaba, no se resistiría, estaba segura. La idea la inflamó de deseo. Arrastrada por la pasión, le atrapó el labio entre los dientes y apretó.

Se oyó la voz de Denny.

—¿Quién anda ahí?

Se apartó de Luke y miró hacia la casa. Se habían encendido las luces y Denny, vestido con una bata de seda púrpura, miraba hacia el coche desde la puerta.

Billie se volvió hacia Luke.

—Podría enamorarme de ti en menos de veinte minutos —le aseguró—. Pero no creo que podamos ser amigos.

Siguió mirándolo unos instantes, y reconoció en los ojos del hombre el mismo conflicto tumultuoso que agitaba su propio corazón. Luego desvió la mirada, respiró hondo y salió del coche.

—¿Billie? —dijo Denny—. Pero bueno, ¿qué haces tú aquí?

La mujer atravesó el patio, subió al porche y se abrazó al joven.

—Denny… —murmuró—. ¡Lo quiero! Quiero a ese hombre, pero pertenece a otra…

Denny le dio unos golpecitos afectuosos en el hombro.

—Cariño, te aseguro que sé cómo te sientes.

Billie oyó que el coche se ponía en marcha y se volvió para despedirse con la mano. Cuando el vehículo pasó ante ella, vio el rostro de Luke, y el titilar de algo brillante en sus mejillas.

Se quedó mirándolo hasta que desapareció en la oscuridad.