08:00 HORAS

El misil Júpiter C tiene cuatro etapas. La mayor es una versión muy mejorada del misil balístico Redstone. Este cohete propulsor, o primera etapa, dispone de un motor de extraordinaria potencia cuya titánica misión consiste en liberar al misil de la poderosa atracción de la gravedad terrestre.

La doctora Billie Josephson empezaba a atrasarse.

Había levantado a su madre, la había ayudado a ponerse la bata guateada y el audífono, la había sentado a la mesa de la cocina y le había servido un café. A continuación, había despertado a Larry, su hijo de siete años, lo había alabado por no mojar la cama y le había dicho que a pesar de todo tenía que ducharse. Luego, había vuelto a la cocina.

Su madre, una mujer bajita y regordeta de setenta años a la que todos llamaban Becky-Ma, había puesto la radio a todo volumen. Perry Como cantaba Catch a Falling Star. Billie introdujo unas rebanadas de pan en la tostadora y dejó la mantequilla y la mermelada de uva sobre la mesa para que se sirviera Becky-Ma. Preparó un cuenco de cereales para Larry, troceó un plátano sobre el cuenco y llenó una jarra de leche.

Hizo un sandwich de manteca de cacahuete y mermelada y lo metió en la fiambrera de Larry con una manzana, una barrita de chocolate con almendras y una botellita de zumo de naranja. Guardó la fiambrera en la mochila del colegio y añadió el libro de lecturas para casa y el guante de béisbol que le había regalado su padre.

En la radio, un reportero entrevistaba a los turistas que esperaban presenciar el lanzamiento del cohete desde la playa cercana a Cabo Cañaveral.

Larry entró en la cocina con los cordones de los zapatos sueltos y la camisa mal abotonada. Le dio los últimos retoques, lo sentó ante el cuenco de cereales y se puso a hacer huevos revueltos.

Eran las ocho y cuarto; apenas le quedaba tiempo. Billie adoraba a su hijo y a su madre, pero una parte muy íntima de sí misma se lamentaba del trabajo agotador que suponía cuidarlos.

En ese momento, en la radio, el corresponsal entrevistaba a un portavoz del ejército:

—¿Corren algún peligro todos estos curiosos? ¿Y si el cohete pierde el rumbo y se estrella en la playa?

—No hay ninguna posibilidad de que ocurra tal cosa —se oyó responder al militar—. Todos los cohetes tienen un dispositivo de autodestrucción. Si se desviara de su trayectoria, explotaría en pleno vuelo.

—Pero ¿cómo van a hacerlo explotar si ya está en el aire?

—El dispositivo actúa al recibir una señal de radio enviada por el oficial responsable de la seguridad de la trayectoria.

—Eso tampoco resulta muy tranquilizador. Cualquier radioaficionado que estuviera tonteando con su aparato podría desencadenar una explosión accidental.

—El dispositivo sólo responde a una señal muy compleja, semejante a un código. Estos cohetes son muy caros; no nos gusta correr ningún riesgo.

—Hoy tengo que hacer un cohete espacial —dijo Larry—. ¿Puedo llevarme a la escuela el tarro del yogur?

—No, no puedes, aún está medio lleno —respondió Billie.

—¡Es que tengo que llevar envases! Si no, la señorita Page me reñirá —protestó Larry, que se había puesto al borde de las lágrimas con la prontitud de sus siete años.

—Pero ¿para qué los queréis?

—¡Pues para hacer un cohete espacial! La señorita nos lo dijo la semana pasada.

Billie suspiró.

—Larry, si me lo hubieras dicho la semana pasada, te hubiera guardado un montón. ¿Cuántas veces tengo que decirte que no dejes las cosas para última hora?

—Bueno, pero ahora, ¿qué voy a hacer?

—Ya te buscaré alguno. Echaremos el yogur en una taza y… ¿Qué clase de envases necesitas?

—Que tengan forma de cohete.

Billie se preguntó si los maestros pensaban alguna vez en la cantidad de trabajo que echaban sobra las espaldas de las pobres madres cuando pedían alegremente a sus alumnos que les llevaran cosas de casa. Puso las tostadas con mantequilla en tres platos y sirvió los huevos revueltos; pero no tocó los suyos. Hizo un recorrido por la casa y recolectó una caja cilindrica de cartón para detergente, una botella de plástico para jabón líquido, un envase de helado y una bombonera con forma de corazón.

Las etiquetas de la mayoría de los envases mostraban a familias usando los productos, por lo general una bonita ama de casa, dos niños felices y un padre fumando en pipa en segundo plano. Billie se preguntó si habría otras mujeres que detestaran aquel estereotipo tanto como ella. Nunca había tenido una familia semejante. Su padre, un pobre sastre de Dallas, había muerto cuando Billie era una criatura de pecho, y su madre había tenido que bregar con la miseria para sacar adelante a sus cinco hijos. En cuanto a ella, se había divorciado cuando Larry tenía dos años. Había montones de familias sin padre, fuera la madre viuda, divorciada o, como solía decirse, «una mujer marcada». Pero las cajas de cereales no mostraban esa clase de familias.

Billie metió los envases en una bolsa de plástico para que Larry se los llevara al colegio.

—¡Hala, seguro que llevo más que nadie! —exclamó el chico—. Gracias, mamá.

El desayuno se le había quedado frío, pero había hecho feliz a Larry.

Se oyó un claxon ante la casa, y Billie se echó un rápido vistazo en el cristal de la puerta del aparador. Se había peinado la rizada melena negra a toda prisa, no llevaba más maquillaje que el lápiz de ojos que había olvidado limpiarse por la noche y vestía un jersey rosa que le sobraba por todas partes… pero no podía negarse que el efecto general era sexy.

Se abrió la puerta trasera y Roy Brodsky entró en la cocina. Roy era el mejor amigo de Larry, y ambos se saludaron con tanta alegría como si en vez de unas horas llevaran un mes sin verse. Billie había advertido que ahora todos los amigos de Larry eran chicos. Las cosas eran muy distintas cuando iba a la guardería, donde niños y niñas compartían sus juegos de forma natural. Sentía curiosidad por saber qué cambio psicológico se producía alrededor de los cinco años, para hacer que a partir de entonces chicas y chicos prefirieran relacionarse con los de su propio sexo.

Tras Roy entró Harold, su padre, un hombre bien parecido de cálidos ojos castaños. Harold Brodsky era viudo: la madre de Roy había fallecido en un accidente de coche. Harold enseñaba Química en la Universidad George Washington. Billie y él llevaban algún tiempo saliendo. Harold la miró con adoración y exclamó:

—Madre mía, estás preciosa… Billie le dedicó una sonrisa complacida y lo besó en la mejilla.

Como Larry, Roy llevaba una bolsa llena de envases.

—¿Qué, tú también has tenido que vaciar la mitad de las cajas de la cocina? —preguntó Billie a Harold.

—Pues sí. Ahora tengo todos los cuencos de desayuno llenos de escamas de jabón, bombones y queso fundido. Y seis rollos de papel higiénico sin el cilindro de en medio.

—¡Caramba, a mí no se me había ocurrido lo de los rollos de papel higiénico!

Harold se echó a reír.

—Oye, ¿te gustaría cenar en casa esta noche?

—¿Vas a cocinar tú? —preguntó Billie, sorprendida.

—No exactamente. Había pensado pedirle a la señora Riley que guisara alguna cosa para calentarla más tarde.

—Vale —aceptó Billie.

Era la primera vez que la invitaba a cenar en su casa. Solían ir al cine, a conciertos de música clásica o a fiestas en casa de otros profesores de la universidad. Billie se preguntaba qué lo habría impulsado a tomar semejante iniciativa.

—Roy está invitado al cumpleaños de un primo y se quedará a dormir allí. Así que podremos hablar sin interrupciones.

—Muy bien —dijo Billie, pensativa. También hubieran podido hablar sin interrupciones en un restaurante. Harold debía de tener otra razón para invitarla a casa precisamente esa noche que su hijo pasaría fuera. Lo miró con disimulo. La expresión del hombre era abierta e inocente: le había leído el pensamiento—. Me parece estupendo —añadió.

—Pasaré a recogerte sobre las ocho. ¡Venga, chicos! —dijo Harold precediendo a Roy y Larry en dirección a la puerta trasera.

Larry salió sin decir adiós, comportamiento que Billie se había acostumbrado a aceptar como señal de que todo iba bien. Cuando algo lo inquietaba, o empezaba a sentirse enfermo, se hacía el remolón y se quedaba pegado a sus faldas.

—Harold es un buen hombre —dijo Becky-Ma cuando estuvieron solas—. Deberías casarte con él antes de que cambie de opinión.

—No cambiará de opinión.

—Tú no le des cartas hasta que haga su apuesta.

Billie sonrió a la anciana.

—No se te escapa una, ¿eh, mamá?

—Soy vieja, pero no estúpida.

Billie recogió la mesa y tiró su desayuno al cubo de la basura. En un vuelo deshizo su cama, la de Larry y la de Becky-Ma, y metió las sabanas en una bolsa de la lavandería. Le enseñó la bolsa a su madre y le dio instrucciones:

—Recuerda, basta con que se la des al hombre de la lavandería cuando pase. ¿De acuerdo, mamá?

—Se me han acabado las pastillas para el corazón —respondió la anciana.

—¡Joder! —Pocas veces juraba delante de su madre, pero estaba al borde de un ataque de nervios—. Mira, mamá, en el trabajo me espera un día de padre y muy señor mío, así que no tengo tiempo para ir a la dichosa farmacia.

—Lo siento, hija, pero se han acabado.

Lo más irritante de Becky-Ma era la facilidad con que pasaba de ser una madre la mar de aguda a convertirse en una criatura desamparada.

—Podías habérmelo dicho ayer… ¡Ayer hice la compra! No puedo comprar todos los días… Tengo un trabajo, ¿recuerdas?

Billie se arrepintió de inmediato.

—Lo siento, Ma —dijo.

Becky-Ma tenía la lágrima fácil, como su nieto.

Cinco años atrás, cuando se habían mudado a aquella casa, Ma la había ayudado a cuidar de Larry. Ahora apenas era capaz de vigilarlo un par de horas cuando volvía de la escuela. Billie esperaba que las cosas mejoraran cuando se casara con Harold.

Sonó el teléfono. Le dio una palmadita en el hombro a su madre y levantó el auricular. Era Bern Rothsten, su exmarido. A pesar del divorcio, se llevaban bien. Bern pasaba a ver a Larry dos o tres veces por semana y compartía los gastos de su crianza de buena gana. Billie había estado enfadada con él, pero de eso hacía ya mucho tiempo.

—Qué hay, Bern —lo saludó Billie—. Parece que madrugas…

—Ya ves. ¿Tienes noticias de Luke?

La pregunta la cogió desprevenida.

—¿Luke Lucas? ¿Últimamente? No. ¿Ha pasado algo?

—No lo sé. Tal vez.

Entre Bern y Luke existía la afinidad propia de los rivales. De jóvenes habían polemizado hasta la saciedad. A menudo, sus discusiones parecían agrias, pero se habían mantenido unidos en la universidad y durante la guerra.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Billie.

—Me llamó el lunes. La verdad es que me sorprendió un poco. No suelo tener noticias suyas.

—Tampoco yo. —Billie procuró hacer memoria—. Lo vi por última vez hace un par de años, creo.

Comprendiendo que era mucho tiempo, se preguntó por qué había dejado languidecer su amistad con Luke. Seguramente, porque siempre estaba demasiado ocupada. Pero, por supuesto, era una lástima.

—El verano pasado me escribió una carta breve —dijo Bern—. Había leído mis libros al hijo de su hermana. —Bern era el autor de Los terribles gemelos, una serie de libros para niños que tenía mucho éxito—. Decía que su sobrino se lo había pasado en grande. Era una carta muy simpática.

—¿Y la llamada del lunes?

—Dijo que tenía que venir a Washington y quería que nos viéramos. Le había ocurrido algo.

—¿Te dijo qué?

—En realidad, no. Sólo dijo: «Es como lo que solíamos hacer en la guerra».

Billie frunció el entrecejo, preocupada. Durante la guerra, Luke y Bern habían pertenecido a la OSS y colaborado con la resistencia francesa tras las líneas enemigas. Pero habían dejado ese mundo en 1946… ¿O no era así?

—¿A qué crees que se refería?

—No lo sé. Dijo que me llamaría cuando llegara a Washington. Se registró en el hotel Carlton el lunes por la noche. Estamos a miércoles y no he sabido nada de él. Y anoche no durmió en su habitación.

—¿Cómo te has enterado de eso?

Bern chasqueó la lengua con impaciencia.

—Billie, tú también trabajaste para la OSS, dime, ¿qué hubieras hecho?

—Supongo que le hubiera dado un par de pavos a una camarera.

—Correcto. Ha pasado la noche fuera y no ha vuelto.

—Puede que decidiera echar una cana al aire.

—Y puede que Billy Graham[1] fume hierba, pero me extrañaría. ¿A ti no?

Bern estaba en lo cierto. Luke tenía un fuerte impulso sexual, pero buscaba la intensidad, no la variedad, como bien sabía Billie.

—Sí, a mí también —respondió.

—Llámame si tienes noticias suyas, ¿de acuerdo?

—Claro, cuenta con ello.

—Ya nos veremos.

—Hasta pronto —dijo Billie, y colgó. Se sentó a la mesa de la cocina y, olvidando sus prisas, se quedó pensando en Luke.