La plataforma de lanzamiento es un sencillo pedestal de acero con cuatro patas y un agujero central, a través del cual pasa el chorro del cohete. Un deflector cónico situado debajo dispersa el chorro horizontalmente.
Anthony Carroll avanzaba por la avenida Constitution en un Cadillac Eldorado del cincuenta y tres que pertenecía a su madre. Lo había cogido prestado hacía un año para viajar a Washington desde casa de sus padres, en Virginia, y no se le había presentado la ocasión de devolverlo. A esas alturas, era más que probable que su madre se hubiera comprado otro coche.
Entró en el aparcamiento del edificio Q de Alphabet Row, una hilera de caserones semejantes a cuarteles erigidos a toda prisa durante la guerra en un parque cercano al Memorial Lincoln. El sitio, había que admitirlo, era feo con ganas, pero a él le gustaba, porque había pasado allí buena parte de la guerra trabajando para la Oficina de Servicios Estratégicos, precursora de la CIA. Eran los buenos tiempos en que una agencia clandestina podía hacer más o menos lo que le viniera en gana sin dar cuentas a nadie salvo al presidente.
La CIA era la burocracia más boyante de Washington, y pronto dispondría de un cuartel general descomunal y multimillonario, que se hallaba en fase de construcción al otro lado del río Potomac, en Langley, Virginia. Cuando estuviera acabado, Alphabet Row sería pasto de la piqueta.
Anthony se había opuesto con firmeza al proyecto de Langley, y no sólo porque el edificio Q le trajera buenos recuerdos. En esos momentos las dependencias de la CIA estaban repartidas en treinta y un edificios dispersos por el céntrico vecindario atestado de oficinas gubernamentales y conocido como «Hondón Brumoso». Y así debía seguir, había mantenido Anthony a voz en cuello. Los agentes extranjeros lo tendrían difícil para hacerse una idea del tamaño y poder de la Agencia mientras sus dependencias siguieran desperdigadas y mezcladas con otros departamentos del gobierno. Cuando Langley abriera sus puertas, cualquiera podría estimar sus medios, recursos humanos y hasta su presupuesto con sólo pasar en coche por delante.
Había perdido la partida. Los de arriba estaban decididos a gestionar la CIA con mano de hierro. Anthony opinaba que las operaciones encubiertas eran trabajo para hombres bragados e individualistas. Así eran las cosas durante la guerra. Hoy en día los chupatintas y los contables se habían hecho los amos del cotarro.
Anthony disponía de una plaza de aparcamiento reservada con el rótulo «Director de Servicios Técnicos», pero pasó de largo y estacionó ante la puerta principal. Alzando la vista hacia el horrible edificio, se preguntó si su inminente demolición significaba el fin de una era. Llevaba tiempo perdiendo casi todas las batallas burocráticas. Cierto que seguía siendo un personaje enormemente poderoso dentro de la Agencia. «Servicios Técnicos» era un eufemismo para designar la división responsable de los allanamientos, la intervención de teléfonos, la experimentación con drogas y otras actividades ilegales. Se la conocía, por mal nombre, como «Trucos Sucios». La posición de Anthony se sustentaba sobre su historial como héroe de guerra y sobre un puñado de éxitos durante la guerra fría. Pero los había empeñados en hacer de la CIA lo que el público imaginaba, una simple agencia para la captación de datos.
Sobre mi cadáver, pensó Anthony.
Sin embargo, tenía enemigos: superiores a los que había ofendido con sus maneras bruscas, agentes débiles e incapaces cuya promoción había frustrado, cagatintas que sentían escrúpulos ante la sola idea de que el gobierno llevara a cabo operaciones encubiertas… Estaban ansiosos por echársele al cuello en cuanto diera un traspiés.
Y ese día tenía el cuello aún más expuesto que de costumbre.
Apenas entró en el edificio, apartó la mente de sus preocupaciones generales y procuró concentrarse en el problema del día: el doctor Claude Lucas, conocido como Luke, el hombre más peligroso de Norteamérica, el individuo que amenazaba todo aquello por lo que Anthony había luchado.
Después de pasar la mayor parte de la noche en el despacho, había ido a casa sólo para afeitarse y cambiarse de camisa. Al verlo aparecer de nuevo, el guardia del vestíbulo lo miró visiblemente sorprendido.
—Buenos días, señor Carroll… ¿Ya de vuelta?
—Un ángel se me ha aparecido en sueños y me ha dicho: «Vuelve al trabajo, holgazán hijo de puta». Buenos días.
El guardia soltó la carcajada.
—El señor Maxell lo espera en su despacho, señor. Anthony frunció el ceño. Pete Maxell debía permanecer junto a Luke. ¿Habría surgido algún problema? Subió las escaleras a toda prisa. Pete estaba sentado en una silla frente al escritorio; seguía llevando los harapos, y un resto de tizne le cubría parte del antojo del rostro. Al entrar Anthony, se levantó de un salto y lo miró con temor.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Anthony.
—Luke ha decidido que quiere estar solo.
Anthony lo había previsto.
—¿Quién ha tomado el relevo?
—Simmons está con él y Betts anda cerca para prestarle apoyo.
Anthony asintió, pensativo. Luke se había librado de un agente, y podía librarse de otro.
—¿Qué me dices de su memoria?
—Ni rastro.
Anthony se quitó el abrigo y se sentó ante el escritorio. Como era de esperar, Luke empezaba a causar problemas, pero Anthony estaba listo.
Miró al hombre que tenía enfrente. Pete era un buen agente, competente y escrupuloso, pero poco experimentado. No obstante, le era fiel a carta cabal. Todos los agentes jóvenes sabían que Anthony había organizado personalmente un asesinato: la muerte de un cabecilla del régimen de Vichy, el almirante Darían, la víspera de Navidad de 1942, en Argel. Los agentes de la CIA mataban, pero no a menudo, y miraban a Anthony con admiración. Pero Pete tenía con él una deuda especial. En su solicitud de empleo, Pete había mentido al asegurar que nunca había tenido problemas con la ley; Anthony había acabado descubriendo que le habían impuesto una multa por solicitar los servicios de una prostituta cuando estudiaba en San Francisco. Pete merecía el despido, pero Anthony había guardado el secreto, motivo por el que el joven le estaría eternamente agradecido.
Y ahora, convencido de haberle fallado, estaba alicaído y avergonzado.
—Tranquilo —le animó Anthony adoptando un tono paternal—. Cuéntame exactamente qué ha ocurrido.
Pete le dirigió una mirada de gratitud y volvió a sentarse.
—Se despertó como loco —empezó a contar—. No hacía más que gritar: «¿Quién soy?», y cosas por el estilo. Conseguí calmarlo… pero cometí un error. Lo llamé Luke.
Anthony le había ordenado vigilar a Luke sin proporcionarle ninguna información.
—No importa. No es su verdadero nombre.
—Entonces me preguntó quién era yo, y contesté: «Soy Pete». Se me escapó, estaba tan preocupado por sus gritos que…
Pete se sentía mortificado al confesar aquellas meteduras de pata, que de hecho no eran graves, y Anthony les quitó importancia con un gesto de la mano.
—¿Qué pasó después?
—Lo llevé al albergue evangelista, tal como habíamos planeado. Pero empezó a hacer preguntas incómodas. Quería saber si el pastor lo había visto con anterioridad.
Anthony asintió con la cabeza.
—No hay por qué sorprenderse. Durante la guerra era nuestro mejor agente. Ha perdido la memoria, no el instinto.
El cansancio empezaba a hacer mella en Anthony, que se frotó el rostro con la mano derecha.
—Intenté evitar que siguiera haciendo preguntas sobre su pasado. Pero creo que empezó a sospechar de mí. Entonces me dijo que quería estar solo.
—¿Consiguió alguna pista? ¿Pasó algo que pudiera encaminarlo hacia la verdad?
—No. Leyó un artículo del periódico sobre el programa espacial, pero no parecía especialmente interesado.
—¿Se extrañó alguien de su conducta?
—Al pastor le sorprendió que fuera capaz de hacer un crucigrama. La mayoría de los vagabundos ni siquiera saben leer.
Sería difícil pero factible, tal y como supuso Anthony.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Steve llamará a la menor oportunidad.
—Cuando lo haga, vuelve allí y únete a él. Pase lo que pase, no debemos perder de vista a Luke.
—De acuerdo.
El teléfono blanco del escritorio empezó a sonar. Era la línea directa de Anthony. Lo miró. Poca gente conocía aquel número.
Descolgó el auricular.
—Soy yo —dijo la voz de Elspeth—. ¿Qué ha pasado?
—Tranquila —respondió—. Todo está bajo control.