El cohete blanco ostenta en su costado la designación «UE» estarcida en enormes letras negras. Se trata de un viejo código…
… de acuerdo con el cual UE es el misil número 29. La finalidad del código es evitar dar pistas sobre la cantidad de misiles fabricados.
La luz se colaba de rondón en la ciudad helada. Hombres y mujeres salían de las casas entrecerrando los ojos y frunciendo los labios frente al cortante viento, y apretaban el paso por las calles grises hacia el calor y las brillantes luces de las oficinas y tiendas, los hoteles y restaurantes donde trabajaban.
Luke caminaba sin rumbo fijo: una calle era tan buena como cualquier otra cuando ninguna significaba nada. Puede, pensó, que doblara la siguiente esquina y supiera, en una súbita revelación, que pisaba terreno conocido… la calle en que se había criado, o un edificio en el que había trabajado. Pero cada esquina era una nueva decepción.
A medida que aumentaba la luz, empezó a estudiar los rostros de la gente con que se cruzaba. Una de aquellas personas podía ser su padre, su hermana, incluso su hijo. No perdía la esperanza de que alguien captara su mirada, se detuviera y, echándole los brazos al cuello, dijera: «Luke, ¿qué te ha pasado? Acompáñame a casa, déjame ayudarte». Aunque cabía la posibilidad de que sus parientes le volvieran la cara y pasaran de largo. Puede que hubiera ofendido a su familia. O tal vez vivieran en otra ciudad.
Empezaba a temer que no tendría suerte. Ningún transeúnte lo abrazaría prorrumpiendo en gritos de júbilo, ni reconocería de buenas a primeras la calle en la que vivía. Limitarse a vagabundear de aquí para allá fantaseando sobre un golpe de fortuna no era ninguna estrategia. Necesitaba un plan. Tenía que haber algún modo de averiguar su identidad.
Se preguntó si sería una persona desaparecida. Existía una lista, estaba seguro, de gente en esa situación, con las correspondientes descripciones. ¿Quién la llevaba? Tenía que ser la policía.
Creyó recordar que había pasado ante una comisaría minutos antes. Decidido a volver sobre sus pasos, giró en redondo con brusquedad. Al hacerlo, se dio de bruces con un joven enfundado en una gabardina verde oliva con sombrero a juego. Tuvo la vaga sensación de que lo había visto con anterioridad. Sus miradas se encontraron y, por un instante esperanzador, Luke pensó que el hombre lo había reconocido; pero el otro desvió la vista apurado y siguió su camino.
Procurando olvidar el desengaño, Luke se concentró en desandar lo andado. Era difícil, porque había doblado esquinas y cruzado calles más o menos al tuntún. Aun así, tarde o temprano daría con una comisaría.
Mientras caminaba, intentó deducir alguna información sobre sí mismo. Observó a un individuo alto tocado con un sombrero de fieltro gris que encendía un cigarrillo y le daba una larga y placentera calada, pero no sintió deseos de fumar. Supuso que no era fumador. Mirando los coches, supo que los de diseño aerodinámico y carrocería baja, que tanto le llamaban la atención, eran nuevos. Comprendió que le gustaban los coches rápidos, y no le cupo duda de que sabía conducir. También sabía la marca y el modelo de la mayoría. Esa era la clase de conocimientos que no había olvidado, junto con hablar inglés.
Un fugaz vistazo al escaparate de una tienda le devolvió la imagen de un vagabundo de edad indefinida. Pero cuando miraba a los viandantes se sentía capaz de echarles veintitantos, treinta y tantos, cuarenta y tantos o más. También se dio cuenta de que automáticamente clasificaba a la gente como más joven o más vieja que él. Pensando en ello, comprendió que los veinteañeros le parecían jóvenes y los cuarentones, mayores; luego debía de estar a medio camino entre unos y otros.
Tan insignificantes victorias sobre su amnesia le proporcionaron una absurda sensación de triunfo.
Por desgracia, había acabado perdiendo su propio rastro. Estaba en una calle espantosa llena de tenduchos, comprobó con disgusto. Tiendas de ropa con los escaparates rebosantes de gangas, almacenes de muebles usados, casas de empeños y ultramarinos que aceptaban cupones de comida. Se paró en seco y miró a sus espaldas, dudando qué partido tomar. Treinta metros más atrás vio al hombre de la gabardina y el sombrero verdes, que miraba los televisores encendidos de un escaparate.
Luke frunció el entrecejo. ¿Me está siguiendo?, se preguntó.
Quien se convierte en la sombra de otro va siempre solo, rara vez lleva un maletín o una bolsa de la compra, e inevitablemente da la impresión de estar remoloneando más que de caminar con un propósito determinado. El hombre del sombrero oliva cumplía todos los requisitos.
Nada más fácil que salir de dudas.
Luke avanzó hasta el final de la manzana, cruzó al otro lado de la calle y volvió atrás por la acera contraria. Cuando llegó a la esquina, se acercó al bordillo y miró a ambos lados. La gabardina verde estaba treinta metros más atrás. Luke volvió a cruzar. Para no levantar sospechas, fue mirando las puertas a medida que pasaba junto a ellas, como si estuviera buscando un número. Recorrió todo el camino de vuelta hasta el punto de partida.
La gabardina lo siguió.
Luke estaba perplejo, pero el corazón le daba brincos de alegría. Quienquiera que lo siguiese tenía que saber algo sobre él, puede que incluso su identidad.
Para cerciorarse de que lo seguían, tenía que subirse a un vehículo, lo que obligaría a su sombra a hacer otro tanto.
A pesar de su agitación, un frío observador alojado en el fondo de su mente le preguntó: ¿Cómo es posible que sepas la manera exacta de comprobar si te están siguiendo? Había puesto el método en práctica de forma espontánea. ¿Llevaba a cabo trabajos clandestinos antes de convertirse en vagabundo?
Pensaría en ello más tarde. Ahora lo que necesitaba era dinero para el autobús. Los bolsillos de sus harapos estaban vacíos; debía de haberse gastado hasta el último centavo en alcohol. Pero eso era lo de menos. El dinero abundaba en todas partes: en los bolsillos de la gente, en las tiendas, en los taxis, en las casas…
Empezó a mirarlo todo con otros ojos. Vio quioscos de prensa esperando que los robaran, bolsos pidiendo el tirón, bolsillos expectantes… Le llamó la atención una cafetería donde un hombre atendía la barra y una camarera servía las mesas. Era un sitio tan bueno como cualquier otro. Entró.
Paseó la mirada por las mesas en busca de propinas, pero la cosa no iba a ser tan fácil. Se acercó a la barra. La radio emitía noticias. «Expertos en cohetes aseguran que Estados Unidos dispone de una última oportunidad para alcanzar a los soviéticos en la carrera por dominar el espacio exterior». El camarero estaba haciendo café exprés; la reluciente máquina dejó escapar un chorro de vapor, y un aroma delicioso hizo aletear las fosas nasales de Luke.
¿Qué hubiera dicho un vagabundo?
—¿Tiene algún donut rancio? —preguntó.
—Ahueca el ala —gruñó el hombre—. Y no vuelvas a asomar las narices por aquí.
Luke consideró la posibilidad de saltar por encima de la barra y abrir la caja registradora, pero parecía una medida extrema cuando sólo quería dinero para el autobús. En ese momento, vio lo que necesitaba. Junto a la caja, al alcance de la mano, había un bote con una ranura en la parte superior. La etiqueta mostraba el dibujo de un niño y la leyenda: «Acuérdate de los que no pueden ver». Luke se desplazó para ocultar el bote con el cuerpo a los clientes y la camarera. Ya sólo tenía que distraer al sujeto de la barra.
—Déme diez centavos —gimoteó Luke.
—De acuerdo, tú lo has querido. Lo que te voy a dar es puerta.
El hombre plantó en el mostrador la jarra que sostenía y se secó las manos en el delantal. Tuvo que agacharse para salir por la portezuela de la barra, y por un segundo perdió de vista a Luke.
Ni corto ni perezoso, Luke se apoderó del bote de la colecta y se lo metió a toda prisa debajo del abrigo.
Por desgracia, apenas pesaba; pero produjo un ligero tintineo, de modo que no estaba vacío.
El camarero agarró a Luke por las solapas y lo llevó a rastras por la cafetería. Luke no ofreció resistencia hasta que, en la puerta, el hombre le propinó una fuerte patada en el trasero. Olvidando que acababa de cometer un hurto, Luke giró en redondo, dispuesto a devolver el golpe. El camarero puso cara de susto y retrocedió al interior del establecimiento.
¿A santo de qué se ponía hecho una furia? Había entrado en la cafetería a pedir y desoyó la recomendación de que se marchara. De acuerdo, la patada era innecesaria, pero se la merecía. ¿Acaso no había robado la hucha de los niños ciegos?
Aun así, le costó Dios y ayuda tragarse el orgullo, dar media vuelta y escabullirse como un perro con el rabo entre las piernas.
Se metió en una calleja, buscó una piedra aguda y pagó su cólera con el bote. No tardó en reventarlo. El contenido, casi todo en centavos, ascendía a dos o tres dólares, calculó. Se los guardó en un bolsillo del abrigo y volvió a la calle principal. Dio gracias al Cielo por la caridad e hizo voto mudo de dar tres pavos a los ciegos si salía de aquella.
Vale —pensó—, treinta pavos.
El individuo de la gabardina verde oliva estaba junto a un puesto de periódicos, leyendo un diario.
En ese momento, un autobús paró a pocos metros de allí. Luke no tenía la menor idea de cuál era su recorrido, pero no le importaba. Subió a él. El conductor lo miró con cara de pocos amigos, pero no lo echó.
—Voy a la tercera parada —dijo Luke.
—Da igual adonde vaya, el billete son diecisiete centavos, a menos que tenga bono.
Pagó con el producto del robo.
Quizá no lo seguían. Mientras avanzaba hacia el fondo del vehículo, miró ansiosamente por las ventanillas. El hombre de la gabardina había echado a andar en dirección contraria con el periódico bajo el brazo. Luke frunció el ceño. El sujeto debería haber intentado parar un taxi. Puede que no fuera su sombra, después de todo. Luke se sentía decepcionado.
El autobús se puso en movimiento y Luke tomó asiento.
Volvió a preguntarse cómo sabía tanto de aquellos menesteres. Tal vez había recibido entrenamiento para hacer trabajos en la sombra. Pero ¿con qué fin? ¿Era poli? Puede que la explicación fuera la guerra. Sabía que había habido una guerra. Estados Unidos había luchado contra los alemanes en Europa y contra los japoneses en el Pacífico. Pero no podía recordar si había participado en ella personalmente.
En la tercera parada, se apeó del autobús con un puñado de pasajeros. Miró a derecha e izquierda de la calle. No había taxis a la vista, ni rastro del hombre de la gabardina verde. Mientras dudaba qué hacer, advirtió que uno de los pasajeros que acababan de bajar del autobús se había parado ante la puerta de una tienda y se rebuscaba en los bolsillos. A la vista de Luke, encendió un cigarrillo y le dio una larga y placentera calada.
Era un individuo alto, tocado con un sombrero de fieltro gris.
Luke supo que lo había visto con anterioridad.