Elspeth Twomey se enamoró de Luke la primera vez que la besó.
La mayoría de los chicos de Harvard no sabían besar. O te dejaban los labios señalados con un chupetón brutal, o abrían tanto la boca que te hacían sentir como si fueras una dentista. Cuando Luke la besó entre las sombras del patio interior de la residencia de Radcliffe, cinco minutos antes de medianoche, fue apasionado pero tierno. Su boca no paraba de acariciarla, no sólo en los labios, sino en las mejillas, los párpados y la garganta. Cuando le introdujo suavemente la punta de la lengua entre los labios, como pidiendo permiso educadamente para entrar, ella ni siquiera fingió dudar. Más tarde, sentada en la habitación, Elspeth se miró al espejo y dijo a su imagen: «Creo que me he enamorado».
Aquello había ocurrido hacía seis meses, durante los cuales sus sentimientos hacia Luke no habían dejado de crecer. Lo veía casi a diario. Ambos cursaban el último año. Los días que no quedaban para comer, lo hacían para estudiar juntos un par de horas. Los fines de semana apenas se separaban.
No era raro que una alumna de Radcliffe se comprometiera durante su último curso con un alumno de Harvard o un profesor joven. Se casaban en verano, hacían un largo viaje de novios y, a la vuelta, se mudaban a un apartamento. Empezaban a trabajar y, al cabo de un año o poco más, tenían su primer hijo.
Pero Luke no había mencionado la palabra matrimonio.
Elspeth lo observaba en un reservado al fondo del bar de Flanagan, mientras discutía con Bern Rothsten, un licenciado alto de enmarañado bigote y mirada retadora. A Luke, el negro flequillo le caía continuamente sobre los ojos, y él se lo apartaba con la mano izquierda, en un gesto muy suyo. Cuando fuera mayor y tuviera un cargo de responsabilidad, se pondría gomina para mantenerlo en su sitio, y entonces seguro que perdería parte de su atractivo, pensó Elspeth.
Bern era comunista, como muchos estudiantes y profesores de Harvard.
—Tu padre es banquero —le espetó a Luke con desdén—. Y tú serás banquero. Claro, el capitalismo te parece la monda.
Elspeth advirtió el rubor en la garganta de Luke. Su padre figuraba en un reciente artículo de la revista Time como uno de los diez hombres que se habían hecho millonarios después de la Depresión. No obstante, la chica dio por sentado que se sonrojaba, no por ser un niño rico, sino porque quería a su familia y le dolía la crítica implícita a su padre. Sin poder reprimir su irritación, salió en su defensa, indignada:
—¡No puedes juzgar a la gente por sus padres, Bern!
—En cualquier caso —dijo Luke—, la banca es un oficio tan digno como cualquier otro. Los banqueros ayudan a la gente a emprender negocios y crean puestos de trabajo.
—Sí, como en 1929.
—Se equivocaron. A veces ayudan a quien no deben. También los soldados cometen errores: disparan a inocentes. Sin embargo, yo no te acuso de ser un asesino.
Esa vez fue Bern quien puso cara de ofendido. Había luchado en la guerra civil española —les llevaba tres o cuatro años—, y Elspeth supuso que estaría reviviendo algún error fatal.
—Además —prosiguió Luke—, no tengo intención de convertirme en banquero.
Peg, la desastrada amiga de Bern, se inclinó hacia delante con interés. Era tan firme en sus convicciones como Bern, pero carecía de su capacidad para el sarcasmo.
—Entonces, ¿en qué? —preguntó.
—En científico.
—¿De qué tipo?
Luke señaló el techo.
—Quiero explorar el espacio exterior.
Bern soltó una carcajada.
—¡Cohetes espaciales! Qué fantasía más pueril…
Elspeth volvió a saltar en defensa de Luke:
—Corta el rollo, Bern, porque no tienes ni idea de lo que estás diciendo.
Bern se había especializado en Literatura francesa.
Contra lo que cabía esperar, la pulla no parecía haber hecho mella en Luke. Tal vez estaba acostumbrado a que se rieran de su sueño.
—La cosa no tiene vuelta de hoja —aseguró—. Y te diré más. Estoy convencido de que en un futuro no muy lejano la ciencia hará más por la gente corriente que el comunismo.
Elspeth no pudo evitar una mueca. Quería a Luke, pero le parecía ingenuo en lo tocante a la política.
—Eso es demasiado simplista —opinó—. Los avances de la ciencia sólo benefician a una minoría privilegiada.
—No estoy de acuerdo —replicó Luke—. La navegación a vapor ha mejorado las condiciones de vida de los marineros tanto como las de los pasajeros de los transatlánticos.
—¿Has estado alguna vez en la sala de máquinas de un transatlántico? —le preguntó Bern.
—Sí, y no he visto a nadie muriéndose de escorbuto.
Una sombra alargada cayó sobre la mesa.
—¡Eh!, mocosos, ¿ya tenéis edad para beber alcohol en un lugar público?
Era Anthony Carroll, vestido con un traje de sarga azul que parecía haberle servido de pijama. Lo acompañaba alguien tan llamativo que Elspeth no pudo reprimir un murmullo de sorpresa. Era una muchachita menuda vestida a la última, con chaqueta roja corta, falda negra amplia y un pequeño sombrero rojo acabado en pico del que escapaban los rizos de su pelo negro.
—Os presento a Billie Josephson —dijo Anthony.
—¿Eres judía? —le espetó Bern Rothsten.
La chica se quedó sorprendida ante una pregunta tan directa.
—Sí.
—Entonces, podrás casarte con Anthony, pero no hacerte socia de su club de campo.
—No soy de ningún club de campo —protestó Anthony.
—Lo serás, Anthony, lo serás.
Al erguirse para estrechar la mano de la chica, Luke empujó la mesa con los muslos e hizo caer un vaso. No era nada patoso, por lo que Elspeth, fastidiada, comprendió que la señorita Josephson lo había deslumbrado a la primera de cambio.
—Estoy sorprendido —afirmó Luke—. Cuando Anthony me dijo que salía con una tal Billie, me imaginé a una chica de dos metros de altura con espaldas de luchador.
Billie rio de buena gana, se deslizó entre la mesa y el banco y tomó asiento al lado de Luke.
—Me llamo Bilhah —explicó—. Es de la Biblia. Era una esclava de Jacob y madre de Dan. Pero crecí en Dallas, donde me llamaban Billie-Jo.
Anthony se sentó junto a Elspeth y le susurró:
—¿A que es guapa?
Billie no era exactamente guapa, pensó Elspeth. Tenía la cara alargada, la nariz afilada y ojos castaño oscuro, grandes y de mirada intensa. Era el conjunto lo que resultaba tan atractivo: los labios pintados de rojo, la inclinación del sombrero, el acento texano y, sobre todo, su animación. Mientras hablaba con Luke, al que estaba contando historias sobre los texanos actuales, sonreía, fruncía el ceño y traducía a gestos toda la gama de las emociones.
—Tiene un algo —respondió Elspeth—. No me explico cómo no me había fijado en ella hasta ahora.
—Trabaja mucho, acude a pocas fiestas.
—Entonces, ¿cómo la has conocido?
—Me llamó la atención en el museo Fogg. Llevaba un abrigo verde con botones de latón y boina. Pensé que parecía un soldadito de plomo recién sacado de su caja.
Billie no era ningún juguete, pensó Elspeth. Era bastante más peligrosa. Soltó una carcajada ante alguna gracia de Luke y le palmeó el brazo en un gesto de fingida reconvención. Era la monería de una coqueta, pensó Elspeth. Irritada, los interrumpió dirigiéndose a Billie:
—¿Piensas saltarte el toque de queda?
Las chicas de Radcliffe tenían que estar en sus dormitorios a las diez en punto. Podían obtener permiso para llegar más tarde, pero a costa de escribir su nombre en un registro, especificando adonde pensaban ir y a qué hora volverían; y esto último se comprobaba. No obstante, como mujeres inteligentes que eran, tan complejas reglas sólo servían para inspirarles ingeniosas artimañas.
—Se supone que pasaré la noche con una tía que ha venido a verme y ha reservado una suite en el Ritz. ¿Qué has contado tú?
—Nada, me apañaré con una ventana de la primera planta que estará abierta toda la noche.
Billie bajó la voz.
—En realidad, me quedaré en casa de unos amigos de Anthony, en Fenway.
Anthony parecía apurado.
—Son unos amigos de mi madre que tienen un piso enorme —explicó a Elspeth—. No me mires así, son la mar de respetables.
—Eso espero —repuso Elspeth haciéndose la mojigata, y tuvo la satisfacción de ver sonrojarse a Billie. Volviéndose hacia Luke, le preguntó—: Cariño, ¿a qué hora es la película?
El chico miró su reloj.
—Tenemos que irnos —anunció.
Luke había pedido prestado un coche para el fin de semana. Era un Ford deportivo modelo A de dos plazas fabricado hacía diez años, cuya rechoncha forma resultaba anticuada al lado de los aerodinámicos automóviles de principios de los cuarenta.
Luke, que disfrutaba a ojos vista conduciéndolo, manejaba el viejo coche con habilidad. Fueron a Boston. Elspeth se preguntó si no se habría comportado como una bruja con Billie. Puede que un poco, concluyó, pero no pensaba echarse a llorar.
Fueron a ver Sospecha, la última película de Alfred Hitchcock, en el Loew’s State Theatre. En la oscuridad, Luke la rodeó con el brazo y ella recostó la cabeza en el hombro del chico. Pensó que era una lástima haber elegido una película sobre un matrimonio desastroso.
Volvieron a Cambridge hacia media noche, dejaron el paseo Memorial y aparcaron frente al río Charles, junto al cobertizo de los botes. El coche no tenía calefacción, así que Elspeth se levantó el cuello de piel del abrigo y se acurrucó contra Luke.
Hablaron de la película. Elspeth opinaba que en la vida real el personaje de Joan Fontaine, una chica reprimida educada por padres chapados a la antigua, nunca se hubiera sentido atraída por un tarambana como el que interpretaba Cary Grant.
—Por eso se enamora de él —replicó Luke—. Porque es peligroso.
—¿La gente peligrosa es atractiva?
—Claro.
Elspeth se enderezó en el asiento y se quedó mirando el reflejo de la luna en la movediza superficie del agua. Billie Josephson era peligrosa, pensó.
Luke percibió su malestar y cambió de tema.
—Esta tarde el profesor Davies me ha dicho que puedo hacer el curso de posgrado en Harvard.
—¿Y eso?
—Cuando he mencionado que quería ir a Columbia, ha dicho: «¿Y para qué? ¡Quédate aquí!». Le he explicado que mi familia vive en Nueva York, y entonces ha soltado: «Conque la familia…». O algo por el estilo. Como si uno no pudiera ser un matemático serio y tener ganas de ver a su hermana pequeña.
Luke era el mayor de cuatro hermanos. Su madre era francesa. Su padre la había conocido en París al final de la Primera Guerra Mundial. Elspeth sabía que Luke se llevaba estupendamente con sus dos hermanos adolescentes y quería con locura a su hermana de once años.
—Davies es un solterón —dijo Elspeth—. Sólo vive para su trabajo.
—¿Has pensado en hacer el posgrado?
Elspeth sintió que el corazón le daba un vuelco.
—¿Debería? —¿Le estaba pidiendo que lo acompañara a Columbia?
—Eres mejor matemática que la mayoría de los alumnos de Harvard.
—Siempre he querido trabajar en el Departamento de Estado.
—Tendrías que vivir en Washington.
Elspeth estaba segura de que Luke no había planeado aquella conversación. Se había limitado a pensar en voz alta. Era típicamente masculino: sacar a relucir cosas que afectaban profundamente a sus vidas sin un momento de reflexión. Pero la idea de vivir en distintas ciudades parecía contrariarlo. La solución al dilema debía de ser tan obvia para él como lo era para ella, pensó entonces, alborozada.
—¿Has estado enamorada alguna vez? —le espetó Luke. Comprendiendo que la pregunta era muy brusca, añadió—: Es una pregunta muy personal, no tengo ningún derecho a hacértela.
—No, no me importa —le tranquilizó Elspeth. Si quería hablar de amor aquí y ahora, por ella, estupendo—. La verdad es que sí, he estado enamorada. —Observó el rostro del hombre a la luz de la luna, y se sintió recompensada al percibir la fugaz sombra de decepción que alteró sus facciones—. Cuando tenía diecisiete años, hubo conflictos en los altos hornos en Chicago. En aquella época estaba muy metida en política. Fui a ofrecer mi ayuda, como voluntaria, para llevar mensajes y hacer café. Trabajé para un joven sindicalista que se llamaba Jack Largo, y me enamoré de él.
—¿Y él de ti?
—No, gracias a Dios. Tenía veinticinco años, me veía como a una niña. Fue amable, incluso encantador, pero lo era con todo el mundo. —Vaciló un instante—. Aunque un día… me besó. —Se preguntó si hacía bien contándole aquello a Luke, pero sentía la necesidad de sincerarse—. Estábamos solos en el cuarto trastero, metiendo octavillas en cajas, y dije algo que le hizo reír, ya no recuerdo qué. «Eres una joya, Ellie», me dijo. Era una de esas personas que acortan el nombre a todo el mundo, seguro que a ti te hubiera llamado Lou. Entonces me besó, justo en los labios. Casi me muero de alegría. Pero él siguió empaquetando octavillas como si nada hubiera cambiado.
—Me parece que se enamoró de ti.
—Tal vez.
—¿Sigues en contacto con él? Elspeth sacudió la cabeza.
—Murió. —Tuvo que reprimir unas repentinas ganas de llorar. Lo último que quería era que Luke pensara que seguía enamorada del recuerdo de Jack—. Dos policías fuera de servicio que cobraban de la siderúrgica lo acorralaron en un callejón y lo golpearon con barras de hierro hasta matarlo.
—¡Dios mío! —musitó Luke mirándola de hito en hito.
—En la ciudad todo el mundo sabía quién lo había hecho, pero ni siquiera hubo detenciones. Luke le cogió la mano.
—Había leído cosas parecidas en los periódicos, pero nunca me habían parecido reales.
—Son reales. La rueda tiene que seguir girando. A cualquiera que se interponga en su camino lo acabarán quitando de enmedio.
—Hablas como si la industria fuera igual que el crimen organizado.
—No veo muchas diferencias. Pero ahora prefiero mantenerme al margen. Bastante tuve con aquello. —Luke había empezado a hablar de amor, y ella había sido tan estúpida como para permitir que la conversación derivara hacia la política. Decidió echar marcha atrás—. ¿Qué me dices de ti? —le preguntó—. ¿Has estado enamorado alguna vez?
—No estoy seguro —dijo, vacilante—. Creo que no sé lo que es el amor.
Típica respuesta masculina. Pero en ese momento Luke la besó, y ella se dejó llevar.
Le gustaba acariciarlo con las yemas de los dedos mientras se besaban, deslizarlas por sus orejas y recorrerle la línea de la barbilla, hundirlas en su cabello y rozarle la nuca. De vez en cuando, Luke se apartaba para mirarla, y su forma de escrutarle el rostro insinuando una sonrisa le hacía pensar en Ofelia cuando dice de Hamlet: «Dio en escrutarme el rostro con tal ansia, como si fuera a dibujarme». Al poco, volvía a besarla. Lo que la hacía sentirse tan bien era comprobar lo mucho que le gustaba a él.
Al cabo de un rato, Luke se separó de ella y soltó un profundo suspiro.
—No entiendo cómo pueden aburrirse los matrimonios —dijo—. Ellos no tienen que parar.
A Elspeth no le desagradó que sacara a relucir el matrimonio.
—Supongo que siempre los interrumpen los niños —dijo, y se echó a reír.
—¿Te gustaría tener hijos, más adelante?
Elspeth sintió que se le aceleraba la respiración. ¿Qué le estaba preguntando?
—Por supuesto.
—A mí me gustaría tener cuatro. Igual que sus padres.
—¿Chicos o chicas?
—De todo un poco. —Se produjo una pausa. Elspeth no se atrevía a hablar. El silencio se prolongaba. Al fin, Luke se volvió hacia ella con expresión seria—. ¿Y a ti? ¿Te gustaría tener cuatro hijos?
Era el pie que estaba esperando. Le sonrió, radiante.
—Si fueran tuyos, me encantaría.
Él volvió a besarla.
No tardó en refrescar demasiado para seguir allí, y por tanto emprendieron de mala gana el camino de regreso a los dormitorios de Radcliffe.
Cuando atravesaban Harvard Square, una figura les hizo señas con la mano desde el bordillo de la acera.
—¿No es Anthony? —preguntó Luke con una nota de incredulidad en la voz.
Lo era, confirmó Elspeth. Y Billie estaba con él.
Luke frenó y Anthony se acercó a su ventanilla.
—No sabéis cómo me alegro de veros —dijo a modo de saludo—. Necesito que me hagáis un favor.
Billie se había quedado detrás de Anthony, temblando en el gélido aire nocturno y con cara de pocos amigos.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Elspeth a Anthony.
—Ha habido un malentendido. Mis amigos de Fenway pasarán fuera todo el fin de semana… Se ve que han confundido las fechas. Billie no tiene adonde ir.
Billie había mentido con respecto adonde iba a pasar la noche, recordó Elspeth. Ya no podía volver a Radcliffe sin ponerse en evidencia.
—La he llevado a la casa. —Se refería a Cambridge House, donde compartía habitación con Luke. Las residencias masculinas de Harvard recibían el nombre de «casas»—. Se me ocurrió que podría dormir en nuestro cuarto, mientras Luke y yo pasábamos la noche en la biblioteca.
—Tú estás loco —dijo Elspeth.
—Eso no sería ninguna novedad —intervino Luke—. Así que, ¿cuál es el problema?
—Nos han visto.
—¡No! —exclamó Elspeth.
Que encontraran a una chica en la habitación de un estudiante era una falta grave, especialmente si ocurría por la noche. Ambos podían ser expulsados de la universidad.
—¿Quién? —preguntó Luke.
—Geoff Pidgeon y un montón de tíos.
—Bah, por Geoff no te preocupes. ¿Quiénes eran los demás?
—No estoy seguro. Estaba oscuro y ellos no iban muy finos. Les hablaré por la mañana. Luke asintió.
—Y ahora, ¿qué vais a hacer?
—Billie tiene un primo en Newport, Rhode Island —explicó Anthony—. ¿Por qué no la llevas allí?
—¿Qué? —saltó Elspeth—. ¡Pero si está a ochenta kilómetros!
—Sólo serán una o dos horas —dijo Anthony como si la cosa no tuviera importancia—. ¿Qué dices, Luke?
—Cómo no —respondió Luke.
Elspeth sabía que accedería. Para Luke, ayudar a un amigo era una cuestión de honor, por inconvenientes que presentara la cosa. Pero no por ello se sintió menos furiosa.
—Oye, Luke… gracias —se limitó a decir Anthony.
—Sin problemas —dijo Luke—. Bueno, sí que hay un problema. Este coche es un dos plazas.
Elspeth abrió la puerta y se apeó.
—Solucionado —murmuró de mal aire.
Apenas lo había dicho, se sintió avergonzada de su mal genio. Luke hacía bien ayudando a un amigo en apuros. Pero la ponía enferma pensar que iba a pasar dos horas en aquella lata de sardinas con una come-hombres como Billie Josephson.
Consciente de su disgusto, Luke trató de apaciguarla:
—Vuelve a entrar en el coche, Elspeth. Primero te llevaré a Radcliffe.
Elspeth intentó mostrarse cortés.
—No hace falta —aseguró—. Anthony me acompañará. Billie está muerta de frío.
—Bueno, pero sólo si estás segura —dijo Luke.
Elspeth deseó no haber sido tan generosa.
Billie se acercó y le estampó un beso en la mejilla.
—No sé cómo darte las gracias —dijo y, metiéndose en el coche, cerró la puerta sin despedirse de Anthony.
Luke saludó con la mano, y el coche empezó a alejarse.
Anthony y Elspeth se quedaron plantados en la acera mirando el vehículo hasta que desapareció en la oscuridad.
—Mierda —rezongó Elspeth.