La estructura de servicio que rodea las dos terceras partes del cohete lo sujeta con brazos de acero. En realidad, es una torre de perforación petrolífera modificada, montada sobre dos juegos de ruedas que se desplazan por raíles de vía ancha. El conjunto de la estructura de servicio, mayor que una finca urbana, deberá retroceder cien metros antes del lanzamiento.
Elspeth se despertó preocupada por Luke.
Siguió en la cama unos minutos, con el corazón embargado de angustia por el hombre que amaba. Al cabo, encendió la lámpara de la mesilla y se incorporó.
La decoración del cuarto del motel se inspiraba en el programa espacial. La lámpara del techo tenía forma de cohete y los cuadros de las paredes representaban planetas, medias lunas y trayectorias orbitales en un cielo nocturno delirantemente irreal. El Starlite era uno más de los muchos moteles nuevos surgidos de las dunas de Cocoa Beach, Florida, a trece kilómetros al sur de Cabo Cañaveral, para aprovechar la afluencia de visitantes. Era evidente que al decorador el tema espacial le había venido al pelo, pero Elspeth se sentía como si hubiera pasado la noche en el dormitorio de un crío de diez años.
Levantó el auricular del teléfono de la mesilla y marcó el número del despacho de Anthony Carroll en Washington, D. C. Al otro extremo del hilo, el timbre sonó en vano. Llamó a casa de Anthony con el mismo resultado. ¿Andaría algo mal? El miedo le revolvía el estómago. Se dijo que Anthony debía de ir camino de la oficina. Volvería a llamar al cabo de media hora. Anthony no podía tardar más de treinta minutos en llegar al trabajo.
Mientras se duchaba, recordó la época en que empezó a tratar a Luke y Anthony. Ellos estudiaban en Harvard y ella, en Radcliffe, antes de la guerra. Los chicos pertenecían al Orfeón de Harvard: Luke tenía una buena voz de barítono y Anthony era un tenor fantástico. Elspeth, que dirigía la Sociedad Coral de Radcliffe, había organizado un concierto conjunto.
Amigos íntimos, Luke y Anthony formaban una extraña pareja. Ambos eran altos y atléticos, pero ahí acababa su parecido. Las chicas de Radcliffe les pusieron el Bello y la Bestia. Luke, con su ondulado pelo negro y su elegante ropa, era el Bello. Anthony, narigudo y prognato, distaba de ser guapo y siempre daba la impresión de llevar un traje ajeno, pero las chicas se sentían atraídas por su energía y su entusiasmo.
Elspeth se duchó en un visto y no visto. Envuelta en un albornoz, se sentó ante el tocador para maquillarse. Puso el reloj de pulsera junto al lápiz de ojos para saber cuándo transcurrían los treinta minutos.
La primera vez que habló con Luke estaba sentada ante un tocador, en albornoz. Fue durante una «requisa de bragas». Un anochecer, un grupo de alumnos de Harvard, algunos muy borrachos, se había colado en el edificio de los dormitorios a través de una ventana de la planta baja. Ahora, casi veinte años después, le parecía increíble que ni ella ni las otras chicas hubieran temido perder algo más que la ropa interior. ¿Acaso entonces el mundo era mucho más inocente?
Luke había entrado en su cuarto por casualidad. Estudiaba Matemáticas, como ella. Aunque llevaba máscara, lo reconoció por la ropa, una chaqueta de tweed irlandés gris claro con un pañuelo de lunares rojos en el bolsillo de la pechera. Una vez solos, Luke parecía apurado, como si acabara de darse cuenta de que aquello era una chiquillada. Ella le sonrió, señaló la cómoda y dijo: «El cajón de arriba». Él cogió unas bragas preciosas con ribetes de encaje, y Elspeth lo sintió en el alma: le habían costado un ojo de la cara. Pero al día siguiente, Luke le pidió una cita.
Intentó concentrarse en el maquillaje. Esa mañana tenía más faena que de costumbre, porque había dormido mal. La base le suavizó las mejillas y el lápiz de labios rosa salmón le avivó la boca. Era licenciada en Matemáticas por Radcliffe, pero en el trabajo seguían esperando que pareciera un maniquí.
Se cepilló el pelo. Era rojo oscuro y lo llevaba cortado a la moda: hasta la altura de la barbilla y hueco en la nuca. Se puso a toda prisa un vestido camisero de algodón sin mangas, de rayas verdes y marrones, y un cinturón ancho de charol marrón oscuro.
Habían pasado veintinueve minutos desde su anterior intento de localizar a Anthony.
Para ocupar el minuto restante, se puso a pensar en el número veintinueve. Era primo —no podía dividirse por ningún otro número que no fuera el uno—, pero carecía de mayor interés. Su única particularidad consistía en que 29 más 2x2 era un número primo para cualquier valor de x hasta 28. Calculó la serie mentalmente: 29,31,37, 47,61,79,101, 127…
Levantó el auricular y volvió a marcar el número del despacho de Anthony.
No hubo respuesta.