El misil Júpiter C se yergue sobre la plataforma de lanzamiento del Complejo 26 de Cabo Cañaveral. Por mor del secreto, está envuelto en enormes fundas de lona que lo ocultan por completo a excepción de la cola, idéntica a la del conocido Redstone ICBM del ejército. Bajo su impenetrable capa, sin embargo, el resto del misil es único…
Se despertó asustado.
Peor: aterrorizado. El corazón le latía con fuerza, respiraba con dificultad y tenía todo el cuerpo en tensión. Era como una pesadilla, salvo por el hecho de que despertar no le produjo el menor alivio. Tenía la sensación de que había ocurrido algo horrible, pero no sabía qué.
Abrió los ojos. Una luz tenue procedente de otro cuarto iluminaba apenas el lugar, en el que distinguió formas vagas, familiares pero siniestras. En algún punto de la penumbra, el agua llenaba una cisterna.
Intentó tranquilizarse. Tragó saliva, acompasó la respiración y procuró pensar con calma. Yacía en un suelo liso. Sentía frío, le dolía todo el cuerpo y tenía una especie de resaca: dolor de cabeza, la boca seca y el estómago revuelto.
Se incorporó temblando de miedo. Le llegaba un desagradable olor a suelos recién fregados con un potente desinfectante. Distinguió las siluetas de una hilera de lavabos.
Estaba en los servicios de algún lugar público.
Sintió asco. Había dormido en el suelo de un aseo de caballeros. ¿Qué demonios le había pasado? Se concentró. Estaba completamente vestido, llevaba una especie de gabardina y botas gruesas, pero tenía la sensación de que aquella no era su ropa. Aunque ya no sentía el mismo pánico, le atenazaba un miedo profundo, menos histérico pero más racional. Fuera lo que fuese, le había ocurrido algo terrible.
Necesitaba luz.
Se puso en pie. Miró a su alrededor, escrutó la penumbra y creyó localizar la puerta. Estirando los brazos ante sí en previsión de obstáculos invisibles, avanzó hasta una pared. A continuación, caminó de lado tanteando con las manos. Tocó una superficie fría y lisa, que supuso sería un espejo; luego, un toallero; más allá, una caja metálica que podría ser una máquina tragaperras. Las yemas de sus dedos dieron al fin con un interruptor, que accionó.
La brillante luz inundó las paredes de azulejos blancos, el suelo de hormigón y una hilera de retretes con las puertas abiertas. En un rincón había un montón de ropa vieja. Seguía sin comprender cómo había ido a parar allí. Se concentró con todas sus fuerzas. ¿Qué había pasado la noche anterior? No consiguió recordarlo.
Volvió a sentir un miedo irracional al comprender que no recordaba absolutamente nada.
Apretó los dientes para no gritar. Ayer… anteayer… Nada. ¿Cómo se llamaba? No lo sabía.
Volvió a la hilera de lavabos. Sobre ellos pendía un largo espejo. En el cristal, vio a un pordiosero inmundo vestido con harapos, con el pelo enmarañado, la cara tiznada y ojos saltones y extraviados. Se quedó mirando al mendigo un segundo, y de pronto tuvo una terrible revelación. Dio un paso atrás sofocando un grito, y el individuo del espejo lo imitó. Eran la misma persona.
Ya no pudo contener el embate del pánico. Abrió la boca y, con la voz sacudida por el terror, gritó:
—¿Quién soy?
El montón de ropa vieja rebulló. Cambió de postura, enseñó la cara y murmuró:
—Eres un mendigo, Luke, deja de escandalizar.
Se llamaba Luke.
Se sintió ridículamente agradecido por la información. Un nombre no era gran cosa, pero le proporcionaba un punto de partida. Miró a su compañero. Llevaba un abrigo de tweed hecho jirones y un trozo de cuerda a guisa de cinturón. Su rostro, joven bajo la mugre, tenía una expresión astuta. El individuo se restregó los párpados y farfulló:
—Qué dolor de cabeza…
—¿Quién eres? —preguntó Luke.
—¿Es que no lo ves? Soy Pete, cabeza hueca.
—No consigo… —Luke tragó saliva intentando dominar el pánico—. ¡He perdido la memoria!
—No me extraña. Ayer te bebiste casi una botella tú solo. Lo raro es que no hayas perdido la chaveta. —Pete se relamió—. Si me descuido, no pruebo el maldito bourbon.
El bourbon explicaría lo de la resaca, pensó Luke.
—¿Por qué iba a beberme toda una botella?
Pete rio entre dientes.
—Es la pregunta más idiota que me han hecho en la vida. ¡Pues para emborracharte, joder!
Luke sintió asco de sí mismo. Era un vagabundo borracho que dormía en urinarios públicos.
Se moría de sed. Se inclinó sobre una pila, abrió el grifo del agua fría y bebió a caño. Se sintió mejor. Tras secarse la boca, se obligó a mirarse de nuevo en el espejo.
Tenía el rostro más tranquilo. La mirada fija y maníaca había dado paso a una expresión de desconcierto y congoja. El reflejo mostraba a un hombre próximo a los cuarenta, de pelo negro y ojos azules. No llevaba barba ni bigote, pero una pilosidad recia y cerrada le cubría la mandíbula.
—Luke, ¿qué? —preguntó volviéndose hacia el otro—. ¿Cómo me apellido?
—Luke… no sé qué. ¿Cómo coño voy a saberlo?
—¿Cómo he llegado a esto? ¿Cuánto tiempo llevo así? ¿Qué me ha pasado?
Pete se levantó.
—Necesito desayunar algo —dijo.
Luke se dio cuenta de que estaba hambriento. ¿Tendría dinero? Se rebuscó en los bolsillos: en la gabardina, en la chaqueta, en los pantalones… Nada. No llevaba dinero, ni cartera, ni un mísero pañuelo. Sin pertenencias, sin pistas…
—Me parece que estoy sin blanca —dijo.
—No jodas —se burló Pete—. Vamos —dijo, y salió arrastrando los pies.
Luke lo siguió.
Apenas salió a la luz, sufrió otra conmoción. Estaba en un templo inmenso, vacío y sobrecogedoramente silencioso. Sobre el suelo de mármol se alineaban hileras de bancos de caoba que parecían aguardar a una feligresía fantasmal. Alrededor del vasto espacio, sobre un alto dintel de piedra sostenido por una sucesión de pilares, fantasmagóricos guerreros de piedra con yelmos y escudos montaban la guardia del sagrado lugar. Muy por encima de sus cabezas, la bóveda ostentaba una profusión de octógonos dorados. Una idea demencial atravesó la mente de Luke, que temió haber sido la víctima propiciatoria de un extraño rito que le hubiera arrebatado la memoria.
—¿Qué sitio es este? —preguntó sobrecogido.
—La estación Union de Washington, D. C. —respondió Pete.
Como si un relé se hubiera cerrado en su cabeza, todo empezó a cobrar sentido. Vio con alivio la suciedad de las paredes, los chicles pegados al mármol del suelo, los envoltorios de caramelos y los paquetes de tabaco tirados por los rincones, y se sintió ridículo. Estaba en una enorme estación ferroviaria a primeras horas de la mañana, antes de que se llenara de viajeros. Se había asustado tontamente, como un niño que imagina monstruos en la oscuridad de un dormitorio.
Pete se encaminó hacia un arco triunfal presidido por el rótulo «Salida», y Luke se apresuró a seguirlo.
—¡Eh! ¡Eh, vosotros! —gritó una voz destemplada.
—Oh-oh —murmuró Pete, y apretó el paso.
Un individuo corpulento embutido en su uniforme ferroviario les salió al encuentro lleno de santa indignación.
—¿De dónde salís vosotros, par de desechos?
—Ya nos vamos, ya nos vamos… —dijo Pete con voz lastimera.
Luke se sintió humillado al verse expulsado de una estación por un empleado seboso.
Pero al hombre no le bastaba con echarlos.
—Habéis dormido aquí, ¿verdad? —vociferó pisándoles los talones ruidosamente—. ¿Es que no sabéis que está prohibido?
Era indignante que lo trataran como a un colegial, pensó Luke, por más que seguramente lo merecía. Después de todo, había dormido en los dichosos urinarios. Así, se mordió la lengua y apretó el paso.
—Esto no es una fonda —siguió diciendo el energúmeno—. ¡Malditos vagabundos, largo de una vez! —Y empujó a Luke en el hombro.
Luke se volvió como un rayo y le plantó cara.
—No me toque —le advirtió. El tono de su propia voz, amenazante pero tranquilo, lo dejó sorprendido. El hombre se quedó petrificado—. Ya nos vamos, así que no hace falta que haga o diga nada más, ¿entendido?
El empleado dio un largo paso atrás con el miedo pintado en el rostro.
—Vamonos —dijo Pete cogiendo del brazo a Luke.
Luke se sintió avergonzado. Aquel sujeto era un don nadie rastrero, pero como ferroviario estaba en su derecho de echar de la estación a un par de vagabundos. Luke no tenía por qué intimidarlo.
Pasaron bajo el majestuoso arco. Fuera aún era de noche. Había un puñado de coches aparcados en la rotonda de enfrente de la estación, pero las calles estaban vacías. Luke se arrebujó en sus harapos para resguardarse del cortante frío. Era invierno, quizá enero o febrero, y aquella madrugada había helado en Washington.
Se preguntó qué año sería.
Pete torció a la izquierda, seguro al parecer de adonde se dirigía. Luke lo siguió.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—Conozco un albergue evangelista en la calle H donde nos darán el desayuno gratis… siempre que no te importe cantar un par de himnos.
—Me muero de hambre. Si hace falta, cantaré un oratorio.
Pete siguió una ruta en zigzag por el vecindario de viviendas protegidas sin una sola vacilación. La ciudad seguía durmiendo. Las casas estaban a oscuras y las persianas de los comercios, bajadas; los bares de mala muerte y los puestos de prensa, aún cerrados. Al mirar a una ventana cubierta con cortinas baratas, Luke imaginó un dormitorio con un hombre profundamente dormido bajo una pila de mantas, acurrucado al calor de su mujer. Sintió una punzada de envidia. Al parecer, su sitio estaba allí fuera, entre la comunidad madrugadora de hombres y mujeres que se echaban a las calles mientras la gente normal seguía en la cama: el individuo con ropa de faena que se apresuraba hacia su mañanero lugar de trabajo; el joven ciclista con bufanda y guantes; la mujer solitaria que fumaba en el deslumbrante interior de un autobús.
En su mente bullía un enjambre de acuciantes preguntas. ¿Cuánto hacía que era un borracho? ¿Había intentado dejarlo alguna vez? ¿Tenía familia a la que recurrir? ¿Dónde había conocido a Pete? ¿De dónde habían sacado la bebida? ¿Dónde se la habían bebido? Pero Pete parecía no tener ganas de conversación, de modo que Luke contuvo su impaciencia confiando en que su compañero se sintiera más comunicativo en cuanto se echara algo entre pecho y espalda.
Llegaron a una pequeña iglesia que se erguía desafiante entre un cine y un estanco. Entraron por una puerta lateral y bajaron el tramo de escaleras que conducía al sótano. Luke entró en una larga sala de techo bajo, que supuso sería la cripta. En un extremo vio un piano vertical y un pequeño púlpito; en el otro, una cocina económica. En medio se extendían tres hileras de mesas de caballete flanqueadas por bancos. Tres mendigos, sentados en cada una de las hileras, miraban al vacío pacientemente. En la cocina, una mujer rolliza agitaba con un cazo el contenido de una olla enorme. A su lado, un hombre con alzacuello y barba gris apartó la vista de una gran cafetera y les sonrió.
—Pasen, pasen —les animó, jovial—. Entren y caliéntense.
Luke lo miró con desconfianza preguntándose si aquella aparición era real.
El sitio, más que caliente, estaba caldeado, hasta el punto de resultar casi sofocante viniendo del gélido exterior. Luke se desabotonó la mugrienta gabardina.
—Buenos días, pastor Lonegan —saludó Pete.
—¿Han estado aquí antes? —les preguntó el sacerdote—. He olvidado sus nombres.
—Me llamo Pete y él, Luke.
—¡Dos discípulos! —Su afabilidad parecía sincera—. Aún falta un rato para el desayuno, pero hay café recién hecho.
Luke se preguntó cómo conservaba Lonegan el buen humor teniendo que darse semejantes madrugones para servir desayunos a una sala abarrotada de gandules catatónicos.
El pastor llenó de café dos tazas grandes.
—¿Leche y azúcar?
Luke no sabía cómo le gustaba el café.
—Sí, gracias —dijo, por probar.
Aceptó la taza y le dio un sorbo. El café estaba dulce y cremoso hasta el empalago. Supuso que solía tomarlo solo. Sin embargo, al notar que le mataba el hambre, lo apuró sin rechistar.
—Nos recogeremos en oración dentro de unos minutos —les anunció el sacerdote—. Cuando acabemos, seguro que las famosas gachas de avena de la señora Lonegan estarán en su punto.
Luke comprendió que sus sospechas eran infundadas. El pastor Lonegan era lo que parecía, un tipo risueño al que le gustaba ayudar al prójimo.
Tomaron asiento ante uno de los tableros de madera basta, y Luke pudo observar a su compañero. Hasta entonces sólo había visto la suciedad de su cara y sus andrajos. En ese momento, advirtió que Pete carecía de los estigmas del borracho empedernido: ni rastro de venillas rotas, escamas de piel seca en las mejillas, cortes o cardenales. Tal vez era demasiado joven; unos veinticinco, le echaba Luke. Pero distaba de tener un rostro perfecto. Un antojo granate le bajaba desde la oreja derecha hasta el borde del maxilar inferior. Tenía los dientes desiguales y amarillentos. Puede que el negro mostacho debiera su existencia al deseo de ocultarlos, en los lejanos tiempos en que al chico le importaba su aspecto. Luke percibía en él una rabia contenida. Supuso que Pete responsabilizaba al mundo, fuera por haberlo hecho feo o por otro motivo. Probablemente sostenía la teoría de que el país se estaba yendo al garete por culpa de algún grupo al que odiaba: inmigrantes chinos, negros buscapleitos o una misteriosa sociedad de diez millonarios que movía los hilos del mercado de valores desde la sombra.
—¿Qué estás mirando? —le espetó Pete.
Luke se limitó a encogerse de hombros. Sobre la mesa había un periódico doblado por la página del crucigrama y lo que quedaba de un lápiz. Aburrido, Luke se quedó mirando las casillas, cogió el lápiz y empezó a escribir respuestas.
Los vagabundos iban haciendo acto de presencia. La señora Lonegan sacó una pila de enormes cuencos y un montón de cucharas. Luke respondió todas las preguntas menos una, «Famoso danés concebido en Inglaterra», seis letras. El pastor Lonegan echó un vistazo al crucigrama por encima del hombro de Luke, enarcó las cejas sorprendido y susurró a su mujer:
—«¡Oh, ver la mengua de tan noble mente!»
Luke cayó en la cuenta de inmediato y escribió la última respuesta, Hamlet. «¿Cómo lo sé?», se preguntó.
Desdobló el periódico y buscó la fecha en la portada. Era el miércoles 29 de enero de 1958. Uno de los titulares le llamó la atención: «la luna estadounidense sigue en tierra». Leyó:
Cabo Cañaveral, martes: hoy, la marina de Estados Unidos ha desistido de su segundo intento de lanzar el cohete espacial Vanguard debido a múltiples problemas técnicos.
La decisión se produce dos meses después de que el primer lanzamiento de un Vanguard finalizara en un humillante desastre, al explotar el cohete dos minutos después de la ignición.
Las esperanzas norteamericanas de poner en órbita un satélite espacial capaz de rivalizar con el Sputnik soviético descansan ahora en el misil Júpiter del ejército.
El piano emitió un acorde estridente, y Luke levantó la vista. La señora Lonegan tocaba las notas introductorias de un conocido himno. Ella y su marido empezaron a cantar Qué buen amigo es Jesús y Luke se les unió, contento de recordar la letra.
El bourbon producía extraños efectos, pensó. Le permitía hacer un crucigrama y cantar un himno de carrerilla, pero le impedía recordar el nombre de su madre. Tal vez llevaba años bebiendo y al final se le había estropeado el cerebro. ¿Cómo había dejado que ocurriera tal cosa?
Concluido el himno, el pastor Lonegan leyó unos versículos de la Biblia, a los que puso punto final asegurando que todos los presentes podían salvarse. He aquí un rebaño necesitado de que lo salven, pensó Luke. Con todo, no se sentía tentado a depositar su fe en Jesús. Antes tenía que averiguar quién era.
El pastor improvisó una plegaria, los mendigos dieron gracias a Dios y, a continuación, formaron una fila, y la señora Lonegan les sirvió gachas calientes con jarabe. Luke devoró tres raciones. Después se sintió mucho mejor. La resaca cedía rápidamente.
Impaciente por proseguir su investigación, se acercó al pastor.
—Padre, ¿me había visto antes por aquí? He sufrido una pérdida de memoria.
Lonegan lo miró con atención.
—La verdad, creo que no. Pero por aquí pasan centenares de personas todas las semanas, así que puedo estar equivocado. ¿Qué edad tiene?
—No lo sé —respondió Luke, sintiéndose como un idiota.
—Cerca de los cuarenta, diría yo. No lleva mucho tiempo viviendo a salto de mata. Eso pasa factura. Usted anda con paso firme, tiene la piel tersa bajo la suciedad y sigue lo bastante despierto como para hacer un crucigrama. Deje de beber ahora, y podrá volver a llevar una vida normal.
Luke se preguntó cuántas veces habría dicho lo mismo aquel buen hombre.
—Lo intentaré —prometió.
—Si necesita ayuda, no dude en pedirla.
Un joven con aspecto de retrasado llevaba un rato dándole golpecitos en el brazo a Lonegan, que al fin se volvió hacia él con una sonrisa paciente.
Luke se reunió con Pete.
—¿Cuánto hace que me conoces?
—No lo sé, llevas una temporada por aquí.
—¿Dónde estuvimos anteanoche?
—Tranqui, ¿vale? Tarde o temprano recuperarás la memoria.
—Tengo que averiguar de dónde soy. Pete titubeó.
—Lo que necesitamos es una cerveza —dijo—. Nos ayudará a pensar en condiciones —añadió, y se volvió hacia la puerta.
Luke lo agarró por el brazo.
—No quiero una cerveza —dijo con firmeza. Al parecer, Pete no quería que escarbara en su pasado. Tal vez temía perder a un compañero. Bueno, mala suerte. Luke tenía cosas más importantes que hacerle compañía—. En realidad —añadió—, creo que me gustaría estar solo un rato.
—¿Quién te has creído que eres: Greta Garbo?
—Lo digo en serio.
—Me necesitas a tu lado. No sabes apañártelas solo. Joder, si ni siquiera sabes cuántos años tienes.
Los ojos de Pete reflejaban desesperación, pero Luke no se dejó convencer.
—Te agradezco el interés, pero no me estás ayudando a descubrir quién soy.
Tras un instante de duda, Pete se encogió de hombros.
—Tú verás. —Se volvió de nuevo hacia la puerta—. Puede que nos veamos por ahí.
—Puede.
Pete salió. Luke tendió la mano al pastor Lonegan.
—Gracias por todo —le dijo.
—Espero que encuentre lo que busca —le deseó el sacerdote.
Luke subió las escaleras y salió a la calle. Pete estaba en la manzana siguiente, hablando con un individuo vestido con gabardina verde y sombrero a juego; pidiéndole dinero para una cerveza, supuso Luke. Caminó en sentido contrario y dobló en la primera esquina.
Aún estaba oscuro. Sintió frío en los pies y cayó en la cuenta de que no llevaba calcetines bajo las botas. Mientras avanzaba con paso vivo empezó a caer una ligera nevisca. Al cabo de unos minutos, aflojó el paso. No tenía prisa. Era igual que caminara deprisa o despacio. Se paró y buscó cobijo en el hueco de una puerta.
No tenía adonde ir.