Se ha dicho que incluso los árboles pueden reaparecer en forma de fantasmas, y existen numerosos testimonios al respecto en la literatura sobre parapsicología. Está el famoso caso del pino blanco de West Belfry, en Maine, un altísimo abeto con una corteza blanca y suave como nunca se había visto, y agujas del color del acero bruñido. Lo talaron en 1842, y en la colina donde había estado construyeron un salón de té y un hotel. En la esquina del comedor, pintado de amarillo, había una zona circular de un diámetro idéntico al del tronco del pino donde siempre hacía un frío intenso. Justo encima del comedor se encontraba un pequeño dormitorio en el que nunca dormía ningún huésped. Quienes lo intentaron contaban que las fuertes ráfagas de un viento fantasmal y el suave crujir que producía en las ramas altas de los árboles no les habían dejado dormir; el viento hacía volar los papeles por la habitación y hacía jirones las cortinas. Y cada mes de marzo, de las paredes manaba savia.
En Canaanville, Pensilvania, un bosque fantasma se apareció durante veinte minutos un día de 1959. Existen fotografías que lo confirman. Fue en una zona residencial de reciente construcción, un barrio de calles serpenteantes y chalés pequeños y modernos. Los que allí vivían se levantaron una mañana de domingo y se encontraron durmiendo sobre lechos de abedul que parecían brotar directamente del suelo de sus dormitorios, y en las piscinas de los jardines las cicutas de agua flotaban y agitaban sus ramas. El fenómeno se extendió a un centro comercial cercano. La planta baja de Sears se llenó de maleza y las faldas a mitad de precio colgaban de las ramas de arces noruegos, mientras en el mostrador del departamento de joyería una bandada de golondrinas picoteaba las perlas y las cadenas de oro.
De alguna manera resulta más sencillo imaginar el fantasma de un árbol que el fantasma de un hombre. Un árbol puede seguir en pie cien años, nutriéndose de rayos del sol y succionando la humedad de la tierra, extrayendo, incansable, su alimento del suelo, como se saca el agua con un cubo de un pozo sin fondo. Las raíces de un árbol talado siguen bebiendo meses después de haber muerto, pues están tan acostumbradas a ello que lo han convertido en un hábito al que no pueden renunciar. Algo que no es consciente de estar vivo no puede, obviamente, saber que ha muerto.
Después de que te marcharas —no inmediatamente, sino cuando terminó el verano— talé el aliso bajo el que solíamos leer, sentados en la manta de picnic de tu madre; el aliso bajo el que nos quedábamos dormidos escuchando el zumbido de las abejas. Era viejo, estaba podrido e infestado de insectos, aunque cada primavera le seguían brotando nuevos retoños de las ramas. Me dije a mí mismo que no quería que el viento lo hiciera desplomarse sobre la casa, aunque ni siquiera estaba inclinado en esa dirección. Pero ahora, a veces, cuando estoy allí fuera, en el jardín, el viento crece y aúlla desgarrando mis ropas. ¿Qué será lo que grita con él, me pregunto?