Cuando volvieron los dolores de estómago, a última hora de su tercer día en el sótano, tuvo que sentarse en el colchón a rayas y esperar a que pasaran. Era como si alguien le hubiera ensartado un espetón por el costado y estuviera dándole vueltas lentamente. Apretó las muelas hasta que notó el sabor a sangre en la boca.
Más tarde bebió agua de la cisterna del retrete y permaneció un rato allí, de rodillas, investigando los tornillos y las tuberías. No entendía cómo no se le había ocurrido inspeccionar antes el retrete. Trabajó hasta que tuvo las manos rojas y arañadas, tratando de desenroscar un grueso tornillo de hierro de ocho centímetros de diámetro, pero estaba cubierto de óxido y no consiguió soltarlo.
La luz que entraba por el ventanuco en el extremo oeste de la habitación le espabiló, era un rayo de sol amarillo brillante en el que flotaban chispeantes motas de polvo, y se alarmó al darse cuenta de que no recordaba haber estado tumbado tanto tiempo en la colchoneta. Le resultaba difícil hilar pensamientos, razonar las cosas. Incluso después de llevar diez minutos despierto tenía la impresión de que se acababa de levantar. Se encontraba desorientado y con la sensación de tener la cabeza hueca.
Estuvo largo rato sin poder levantarse, sentado con los brazos alrededor del pecho, mientras desaparecía el último rayo de luz y las sombras crecían a su alrededor. En ocasiones se ponía a tiritar con tal violencia que le castañeteaban los dientes. Hacía frío y aún sería peor por la noche. Pensó que no sería capaz de aguantar otra noche como la anterior. Quizá ése era el plan de Al, dejarlo morir de hambre y frío. O tal vez no había ningún plan, tal vez el hombre gordo había muerto de un ataque al corazón y Finney lo seguiría, aunque su muerte sería lenta, minuto a minuto. El teléfono respiraba otra vez. Finney miró cómo sus costados parecían hincharse, desinflarse e inflarse de nuevo.
—Deja de hacer eso —le dijo.
Y el teléfono paró.
Caminó, necesitaba hacerlo para entrar en calor. Salió la luna y por espacio de un tiempo iluminó el teléfono negro con un haz de luz marfileña. La cara le quemaba y de su boca salía humo, como si fuera un demonio y no un niño.
No sentía los pies, de fríos que estaban. Golpeó el suelo en un intento de estimular la circulación, y trató de mover los dedos, pero los tenía demasiado fríos y rígidos, y le dolían. Escuchó a alguien cantar desafinando y se dio cuenta de que era él. La noción del tiempo y los pensamientos iban y venían. Tropezó con algo en el suelo y retrocedió palpando en la oscuridad con ambas manos, tratando de imaginar qué era y si le serviría de arma. No encontró nada y tuvo que admitir que había tropezado con su propio pie. Apoyó la cabeza en el cemento y cerró los ojos.
Le despertó el sonido del teléfono otra vez. Se sentó y lo miró. La ventana que daba al este se había teñido de color azul y plata. Intentaba decidir si el teléfono había sonado realmente cuando volvió a hacerlo, con un sonido penetrante y metálico.
Se levantó y esperó a que el suelo, bajo sus pies, dejara de moverse; era como estar en una cama de agua. El teléfono sonó por tercera vez, al chocar la clavija con las campanillas. La realidad abrasadora del timbrazo le despejó la cabeza por completo, devolviéndole a su ser.
Descolgó el auricular y se lo llevó a la oreja.
—¿Dígame?
Oyó el gélido siseo de la electricidad estática.
—John. —Era la voz de un niño al otro lado de la línea. Se le oía tan lejos que parecía que llamaba desde el otro lado del mundo—. Escucha, John. Va a ser hoy.
—¿Quién es?
—No recuerdo mi nombre —dijo el niño—. Es lo primero que se te olvida.
—¿Lo primero que se te olvida, cuándo?
—Ya sabes cuándo.
Pero Finney pensó que había reconocido su voz aunque sólo habían hablado una vez.
—¿Bruce? ¿Bruce Yamada?
—Quién sabe —contestó el niño—. Como comprenderás, a estas alturas no importa.
Finney levantó la vista hacia el cable negro que subía por la pared y se quedó mirando allí donde se terminaba, al bifurcarse en un racimo de hilos de cobre. Decidió que no importaba.
—¿Qué es lo que va a ser hoy? —preguntó.
—Llamo para decirte que tienes una manera de luchar contra él.
—¿Cuál?
—La tienes en la mano.
Finney volvió la cabeza y miró el auricular. Se lo había separado de la oreja y podía escuchar el sonido metálico del niño muerto diciéndole más cosas.
—¿El qué? —preguntó.
—Arena —respondió Bruce Yamada—. Que sea más pesado. No pesa lo suficiente. ¿Entiendes?
—¿A los otros niños también les sonó el teléfono?
—No preguntes por quién suena el teléfono —dijo Bruce y a continuación dejó escapar una risa queda e infantil. Después añadió—: Ninguno de nosotros lo oyó, sólo tú. Hace falta pasar un rato en la habitación para aprender a oírlo y tú eres el único que ha estado tanto tiempo. Mató a los otros niños antes de que recobraran la consciencia, pero a ti no puede matarte, ni siquiera puede bajar al sótano. Su hermano se pasa las noches en el cuarto de estar hablando por teléfono, es un cocainómano que nunca duerme. Albert lo odia, pero no puede echarlo.
—Bruce, ¿estás ahí de verdad o me estoy volviendo loco?
—Albert también lo oye —contestó Bruce ignorando su pregunta—. A veces, cuando está en el sótano, le llamamos y le gastamos bromas.
—Me encuentro muy débil y no sé si podré enfrentarme a él en este estado.
—Podrás. Jugarás duro. Me alegro de que seas tú, y ¿sabes lo que te digo, John? Susannah encontró los globos.
—¿De verdad?
—Pregúntaselo cuando estés en casa.
Hubo un clic y Finney esperó oír tono de línea, pero no fue así.