Cuando la oscuridad llegó y lo envolvió se hizo un ovillo sobre el colchón con las rodillas pegadas al pecho. No durmió y apenas parpadeó mientras esperaba a que la puerta se abriera, el hombre gordo entrara y la cerrara detrás de él, y a que los dos estuvieran solos en la oscuridad. Pero Al no vino. Finney tenía la mente en blanco, concentrado sólo en el latido seco de su pulso y el murmullo distante del viento detrás de los ventanucos. No tenía miedo, lo que sentía era algo más grande que el miedo, un terror narcótico que lo inmovilizaba por completo, le volvía incapaz de pensar siquiera en moverse.
No durmió pero tampoco estaba despierto. Los minutos no transcurrían, no se convertían en horas. Ya no tenía sentido pensar en el tiempo a la manera tradicional. Había un instante y después otro, una sucesión de instantes que transcurrían en una procesión lenta y letal. Sólo salió de su parálisis cuando una de las ventanas comenzó a iluminarse, mostrando un rectángulo de gris acuoso que flotaba en la oscuridad, cerca del techo. Supo, sin ser al principio muy consciente de cómo tenía esa certeza, que no estaba en los planes de Al que él llegara a ver la luz del amanecer. Aquel pensamiento no le infundió esperanzas, pero al menos sí ganas de moverse, así que, con gran esfuerzo, se sentó.
Tenía los ojos mejor, y cuando miró por la ventana que brillaba vio estrellas y luces distorsionadas, pero también pudo ver la ventana con claridad. El estómago le dolía de hambre.
Se obligó a ponerse en pie y empezó de nuevo a recorrer la habitación, buscando algo que le diera ventaja. En uno de los rincones encontró un trozo del suelo de cemento que se había deshecho y convertido en fragmentos granulares del tamaño de palomitas de maíz, bajo los cuales asomaba una capa de arena. Estaba guardándose un puñado de estos granos de arena en el bolsillo cuando escuchó el ruido del cerrojo cuando lo descorrían.
El hombre gordo estaba en el umbral. Ambos se miraron desde una distancia de cuatro metros. Al llevaba calzoncillos de rayas y una camiseta interior blanca, manchada de sudor a la altura del pecho. La extrema palidez de sus gruesas piernas resultaba chocante.
—Quiero desayunar —dijo Finney—. Tengo hambre.
—¿Qué tal los ojos?
Finney no contestó.
—¿Qué haces ahí?
Finney le dirigió una mirada furiosa desde su rincón. Al dijo: —No puedo traerte nada de comer. Tendrás que esperar.
—¿Por qué? ¿Es que tienes invitados arriba y no quieres que te vean bajándome comida?
De nuevo, el rostro de Al se ensombreció y cerró los puños. Cuando contestó, sin embargo, su tono no delataba enfado, sino tristeza y derrota.
—Déjalo —dijo.
Lo que Finney interpretó como un sí.
—Y, si no era para traerme algo de comer, ¿por qué has bajado? —le preguntó.
Al movió la cabeza, mirando a Finney con aire de malhumorado reproche, como si éste le hubiera hecho otra pregunta injusta y a la que se suponía que debía responder. Pero después se encogió de hombros y dijo:
—Sólo quería mirarte.
El labio superior de Finney retrocedió en una ostensible mueca de desprecio, y Al pareció desanimarse.
—Me marcho —dijo.
Cuando abrió la puerta Finney se puso de pie de un salto y empezó a gritar pidiendo ayuda. Al tropezó en el marco de la puerta en su intento por salir deprisa y estuvo a punto de caer al suelo. Después cerró de un portazo.
Finney permaneció en el centro de la habitación, jadeando. No había esperado poder sobrepasar a Al y llegar antes que él a la puerta —estaba demasiado lejos—, sólo había querido medir su capacidad de reacción. Parecía que Gordito era más lento de lo que había pensado. Era lento y había alguien más en la casa, en el piso de arriba. Casi a su pesar, Finney experimentó una necesidad creciente de pasar al ataque, una excitación que se parecía mucho a la esperanza.
Durante el resto del día y de la noche siguiente estuvo solo.