Ignoraba qué le diría Al cuando volviera, pero no hacía falta que le explicara nada. Finney ya sabía de qué iba aquello.
El primer chico había desaparecido dos años atrás, justo después de que se derritieran las nieves invernales. La colina detrás de St. Luke’s era un montón de barro pringoso, tan resbaladizo que los niños bajaban por él en sus trineos hasta estrellarse abajo contra el suelo. Una niña de nueve años llamada Loren se fue a hacer pis entre los matorrales al final de Mission Road y nunca volvieron a verla. Dos meses más tarde, el 1 de junio, otro chico desapareció. Los periódicos se referían a su secuestrador como «el Abductor de Galesburg», un nombre que, para Finney, era una pobre imitación de Jack el Destripador. Se llevó a un tercer niño el 1 de octubre, cuando el aire estaba impregnado del aroma a hojas muertas que crujían al pisarlas.
Esa noche, John y su hermana Susannah se sentaron en lo alto de las escaleras y escucharon a sus padres discutir en la cocina. Su madre quería vender la casa, mudarse a otro sitio, y su padre dijo que cuando se ponía histérica resultaba odiosa. Algo se cayó o alguien lo tiró. Su madre dijo que no lo soportaba más, que vivir con él la estaba volviendo loca. Su padre le contestó que nadie la obligaba a seguir haciéndolo y encendió el televisor.
Ocho semanas después, justo a finales de noviembre, el Abductor de Galesburg se llevó a Bruce Yamada.
Finney no era amigo de Bruce, jamás había hablado con él, pero lo conocía. Habían jugado de lanzadores en equipos contrarios el verano anterior a la desaparición de Bruce. Bruce Yamada era probablemente el mejor lanzador al que los Cardinals de Galesburg se habían enfrentado jamás; desde luego el más duro. La bola sonaba distinta cada vez que él la lanzaba al guante del catcher, nada que ver con lo que ocurría cuando la lanzaban otros chicos. La pelota de Bruce Yamada sonaba como si alguien acabara de descorchar una botella de champán.
Finney también lanzó bien, sólo perdió un par de carreras, y eso fue porque Jay McGinty lanzó una bola a la izquierda que era imposible de atrapar. Después del partido, en el que Galesburg perdió cinco a uno, los equipos formaron dos filas y los jugadores fueron saludándose, chocando los guantes. Cuando les llegó el turno a Bruce y a Finney hablaron por primera y última vez en vida de Bruce.
—Has jugado duro —dijo éste.
Finney se sorprendió gratamente y abrió la boca para contestar, pero sólo le salió «bien jugado», lo mismo que les había dicho a los demás. Era una felicitación automática que acababa de repetir veinte veces y que salió de sus labios sin poder remediarlo. Deseaba haber dicho algo más original, algo tan guay como «has jugado duro».
No volvió a ver a Bruce durante el resto del verano, y cuando lo hizo, a la salida del cine, no hablaron, se limitaron a saludarse con la cabeza. Unas pocas semanas después Bruce salió del salón de videojuegos de Space Port tras decir a sus amigos que se iba a casa andando, y nunca se le volvió a ver. La draga de la policía encontró una de sus deportivas en la alcantarilla de Circus Street. A Finney le conmocionó pensar que un chico al que conocía había sido secuestrado, despojado de sus zapatillas y que nunca volvería a verlo, pues ya estaba muerto en alguna parte, con la cara sucia, gusanos en el pelo y los ojos abiertos mirando a la nada.
Pero pasó un año, y otro, y no desaparecieron más niños. Finney cumplió los trece, una edad segura, ya que el secuestrador de niños nunca se había llevado a ninguno mayor de doce. La gente pensaba que el Abductor de Galesburg se había marchado a otra parte, había sido arrestado por otro delito o había muerto. Tal vez Bruce Yamada lo mató, pensó Finney una vez después de escuchar a dos adultos preguntarse en voz alta qué habría sido del secuestrador. Tal vez Bruce cogió una piedra mientras lo estaba secuestrando y en cuanto tuvo ocasión le hizo una demostración al secuestrador de su lanzamiento rápido. Eso molaría.
Sólo que Bruce no había matado al secuestrador, sino que el secuestrador lo había matado a él, como a los otros tres niños, y como se disponía a matarlo a él. Finney era ahora uno de los globos negros. No había nadie para tirar de él hacia el suelo, no tenía modo de darse la vuelta y volver por donde había venido. Se alejaba flotando de todo lo que había conocido hasta ahora, hacia un futuro que se abría ante él, tan vasto y desconocido como un cielo de invierno.