Una puerta se abrió de golpe. Sus piernas y rodillas se deslizaban sobre un suelo de linóleo. No podía ver gran cosa y un haz de tenue luz gris que revoloteaba juguetón tiraba de él. Se abrió otra puerta y alguien lo arrastró escaleras abajo. Sus rodillas chocaban con cada peldaño.
Al dijo:
—Puto brazo. Debería cortarte el cuello ahora mismo, después de lo que me has hecho.
Finney consideró la posibilidad de ofrecer resistencia. Eran pensamientos distantes, abstractos. Escuchó descorrerse un cerrojo y cruzó una última puerta hasta aterrizar de un empujón, tras pisar un suelo de cemento, en un colchón. El mundo parecía dar vueltas a su alrededor y sentía náuseas. Se tendió de espaldas y esperó a que se le pasara el mareo.
Al se sentó junto a él, jadeando por el esfuerzo.
—Joder, estoy lleno de sangre, como si hubiera matado a alguien. Mira mi brazo —dijo. Después rió secamente y con incredulidad—. Qué tontería. Si no puedes ver nada.
Ninguno de los dos habló y un silencio desagradable llenó la habitación. Finney temblaba, llevaba haciéndolo desde que recuperó la consciencia.
Por fin Al habló:
—Ya sé que me tienes miedo, pero no voy a hacerte más daño. Lo que dije de cortarte el cuello era porque estaba enfadado. Me has hecho polvo el brazo, pero no te guardo rencor. Supongo que así estamos empatados. No estés asustado, porque aquí no va a pasarte nada. Te doy mi palabra, Johnny.
Al escuchar su nombre Finney se quedó completamente quieto y dejó de temblar. No era sólo que aquel hombre gordo supiera su nombre… Era también la manera en que lo había pronunciado, con un tono de leve excitación. «Johnny». Finney sintió un hormigueo recorriéndole el cuero cabelludo y se dio cuenta de que Al le acariciaba el pelo.
—¿Quieres un refresco? —preguntó—. ¿Sabes lo que te digo? Te voy a traer uno y… ¡espera! —La voz le tembló ligeramente—. ¿Has oído el teléfono? ¿Lo has oído sonar desde algún sitio?
Finney escuchó el suave timbre del teléfono desde una distancia que era incapaz de calcular.
—Mierda. —Al soltó aire con dificultad—. No es más que el teléfono de la cocina. Qué otra cosa iba a… De acuerdo, voy a ver quién es y a coger un refresco para ti y enseguida vuelvo y te lo explico todo.
Finney oyó cómo se levantaba del colchón con dificultad, suspirando profundamente, y enseguida el sonido de las pisadas de sus botas al alejarse. Después se corrió un cerrojo y el teléfono sonó de nuevo escaleras arriba, aunque Finney no lo oyó.