Cuando se puso el sol, pero aún había luz en el cielo, Francis volvió a casa. No tenía otro sitio adonde ir y estaba terriblemente hambriento. Eric era otra posibilidad, claro, pero para llegar hasta su domicilio tendría que cruzar varias calles y sus alas no le permitían volar tan alto como para no ser visto. Estuvo agazapado largo rato en la maleza que bordeaba el aparcamiento de la gasolinera. Los surtidores estaban desconectados y las persianas de la oficina delantera bajadas. Su padre nunca había echado el cierre tan temprano. En este extremo de Estrella Avenue, el silencio era total y excepto algún camión que pasaba de vez en cuando no había señales de movimiento ni de vida. Se preguntó si su padre estaría en casa, aunque era incapaz de imaginar otra posibilidad. Buddy Kay no tenía otro sitio al que ir.
Cruzó mareado y tambaleándose la gravilla hasta la mosquitera de la puerta de entrada. Después se irguió sobre las patas traseras y miró hacia el cuarto de estar. Lo que vio allí era tan poco habitual que lo desorientó y debilitó, haciéndole perder el equilibrio. Su padre estaba tumbado en el sofá, de costado, y con la cara hundida en el pecho de Ella. Parecía dormir. Ella le tenía sujeto por los hombros y entrelazaba sus dedos gordezuelos y llenos de anillos sobre su espalda. Buddy estaba prácticamente fuera del sofá, ya que no había sitio suficiente para él y daba la impresión de que iba a asfixiarse con la cara apretada de esa manera contra las tetas de Ella. Francis no consiguió recordar la última vez que los había visto abrazados así y había olvidado lo pequeño que parecía su padre en comparación con la gigantesca Ella. Con la cabeza hundida en su pecho, parecía un niño que tras llorar en brazos de su madre se ha quedado por fin dormido. Eran tan viejos y estaban tan solos, parecían tan vencidos, que verlos así —dos figuras abrazadas frente a la adversidad— le produjo una punzante sensación de pesar. Su pensamiento siguiente fue que su vida con ellos había llegado a su fin. Si se despertaban y lo veían volverían los gritos y los desmayos, aparecerían la policía y las escopetas.
Desesperado, se disponía a darse la vuelta y volver al vertedero, cuando vio una ensaladera sobre la mesa, a la derecha de la puerta. Ella había hecho ensalada de tacos. No alcanzaba a ver el interior del recipiente, pero identificó su contenido por el olfato. Nada escapaba ahora a su olfato: ni el olor acre a óxido de la mosquitera de la puerta de entrada ni el de moho en las raídas alfombras; también podía oler los fritos de maíz, la carne picada macerada con salsa y el regusto a pimienta del aliño. Imaginó grandes hojas de lechuga empapadas en los jugos del taco y empezó a salivar.
Se inclinó hacia delante alargando el cuello para intentar ver el interior de la ensaladera. Los ganchos dentados en que terminaban sus patas delanteras empujaron la puerta, y antes de que fuera consciente de lo que hacía, ésta se había abierto cediendo al peso de su cuerpo. Entró y miró de reojo a su padre y a Ella, ninguno de los cuales se movió.
El gozne estaba viejo y deformado, así que cuando hubo entrado la puerta no se cerró enseguida detrás de él, sino que lo hizo despacio y con un chirrido seco, encajándose en el marco de madera. El suave golpe bastó para que el corazón de Francis le saltara dentro del pecho. Pero su padre sólo pareció hundirse más entre los pechos de Ella. Francis avanzó sigilosamente hasta la mesa y se inclinó sobre la ensaladera. No quedaba nada, salvo un poso grasiento de salsa y unas cuantas hojas de lechuga pegadas a las paredes del recipiente. Trató de pescar una, pero sus manos ya no eran manos. La cuchilla con forma de espátula en que terminaba su pata delantera golpeó el interior de la ensaladera, volcándola. Trató de agarrarla, pero ésta rebotó en su pezuña ganchuda y cayó al suelo con ruido de cristales rotos.
Francis se agachó, tenso. Detrás de él, Ella gimió confusa, despertándose. Después se oyó un chasquido. Francis volvió la cabeza y vio a su padre, de pie, a menos de un metro de él. Llevaba despierto desde antes de que se cayera la ensaladera —Francis se dio cuenta inmediatamente—, tal vez incluso llevaba fingiendo dormir desde el principio. Tenía el arma en una mano, abierta y lista para ser cargada y con la culata sujeta bajo la axila. En la otra mano sujetaba una caja de munición. Había tenido la escopeta todo el tiempo, escondida entre su cuerpo y el de Ella.
—Bicho asqueroso —dijo, mientras abría con el dedo pulgar la caja de munición—. Supongo que ahora me creerán.
Ella cambió de postura, asomó la cabeza por detrás del sofá y profirió un grito ahogado:
—Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.
Francis trató de hablar, de suplicarles que no le hicieran daño, que él no les haría nada. Pero de su garganta sólo salió aquel sonido, como cuando alguien agita con furia un trozo de metal flexible.
—¿Por qué hace ese ruido? —gritó Ella. Intentaba ponerse de pie, pero estaba demasiado hundida en el sofá y no conseguía incorporarse—. ¡Aléjate de él, Buddy!
Buddy la miró.
—¿Cómo que me aleje? Lo voy a volar en pedazos. Ese mierda de George Walker se va a enterar… Ahí de pie… riéndose de mí. —Él también rió, pero las manos le temblaban y las balas se le cayeron al suelo con un martilleo—. Mañana mi foto estará en la primera página de todos los periódicos.
Sus dedos encontraron por fin la bala y la metió en la escopeta. Francis dejó de intentar hablar y alzó las patas delanteras, con los garfios serrados levantados en un gesto de rendición.
—¡Está haciendo algo! —chilló Ella.
—¿Quieres hacer el favor de callarte, zorra histérica? —dijo Buddy—. No es más que un bicho, por muy grande que sea, y no tiene ni puta idea de lo que estoy haciendo.
Giró la muñeca, y la bala se encajó en la recámara.
Francis embistió con la intención de apartar a Buddy y dirigirse a la puerta, pero su pata derecha cayó y la guadaña esmeralda en que terminaba asestó una cuchillada roja de la misma longitud que el rostro de Eddy. El tajo empezaba en su sien derecha, saltaba la cuenca del ojo, pasaba por el puente de la nariz y por encima del otro ojo y se prolongaba diez centímetros por su mejilla izquierda. Buddy abrió la boca de par en par, de forma que parecía sorprendido, como un hombre al que acaban de acusar de un crimen que no ha cometido y al que la conmoción ha dejado sin habla. La escopeta se disparó con un fuerte estruendo que hizo estremecerse las hipersensibles antenas de Francis. Parte de la bala le alcanzó en el hombro con un dolor punzante, y el resto se empotró en la pared de escayola que había a su espalda. Francis gritó de miedo y dolor: otro de esos sonidos metálicos distorsionados y cantarines, sólo que esta vez era agudo y penetrante. Dejó caer la otra pata con la fuerza de un hacha e impulsada por el peso de todo su cuerpo, golpeando el pecho de su padre, y pudo sentir su impacto en todas las articulaciones de la extremidad.
Francis trató de arrancar la pata del torso de su padre, pero en lugar de eso lo levantó del suelo alzándolo en el aire. Ella gritaba sujetándose la cara con ambas manos, mientras Francis meneaba la pata arriba y abajo tratando de que su padre se desprendiera de la guadaña que lo apresaba. Buddy parecía una masa invertebrada agitando brazos y piernas inútilmente. El sonido de los gritos de Ella le resultaba a Francis tan doloroso que pensó que se iba a desmayar. Lanzó a su padre contra la pared y toda la gasolinera tembló. Esta vez, cuando Francis retiró la pata, Buddy no vino con ella, sino que se deslizó hasta el suelo con la espalda pegada a la pared y las manos cruzadas sobre su pecho perforado y dejando un reguero oscuro detrás de él. Francis no supo qué había sido del arma. Ella, arrodillada en el sofá, se mecía hacia atrás y hacia delante chillando y arañándose la cara, sin saber lo que hacía. Francis se abalanzó sobre Ella y la hizo pedazos con sus manos de cuchilla. Sonaba como una cuadrilla de trabajadores cavando en el barro, y durante varios minutos en la habitación no se escuchó más que aquel ruido de furiosas paletadas.