Casi un kilómetro de vertedero estaba lleno de basura, la suma de los desechos de cinco localidades. La recolección de basura era la principal industria de Calliphora. Dos de cada cinco hombres adultos trabajaba en ella; otro estaba en la base nuclear del ejército de Camp Calliphora y, un kilómetro y medio al norte, los otros dos restantes se quedaban en sus casas viendo la televisión, jugando a la bonoloto y alimentándose de platos precocinados que compraban con cupones de comida. El padre de Francis era una excepción: tenía su propio negocio. Buddy se refería a sí mismo como un emprendedor, había tenido una idea que, estaba convencido, revolucionaría el negocio de las gasolineras. Se llamaba autoservicio y consistía en que el cliente llenaba el depósito de su coche él mismo y pagaba igual que en las gasolineras normales.
Abajo, en el vertedero, era difícil ver nada de Calliphora, arriba, en el saliente de la montaña. Cuando Francis levantó la vista sólo pudo identificar la punta de asta de la gigantesca bandera de la gasolinera de su padre. Dicha bandera tenía fama de ser la más grande de todo el estado, suficiente para envolver la cabina de un camión de gran tonelaje y demasiado pesada para que ni siquiera un fuerte viento la agitara. Francis sólo la había visto ondear en una ocasión: durante el vendaval que azotó Calliphora después de que probaran La Bomba.
Su padre había sacado gran provecho de la guerra. Cada vez que tenía que dejar la oficina por algún motivo, por ejemplo, para echar un vistazo al motor recalentado del jeep de algún cliente, solía ponerse parte del uniforme de faena del ejército sobre la camiseta. Las medallas se balanceaban y brillaban sobre el pecho izquierdo. Ninguna era suya —las había comprado una tarde en una casa de empeño—, pero al menos el uniforme sí lo había obtenido por medios honestos, durante la Segunda Guerra Mundial. Su padre había disfrutado en la guerra.
—No hay mejor polvo que el que echas en un país que acabas de arrasar —dijo una noche brindando con una lata de cerveza Buckhorn, mientras los ojos legañosos le brillaban evocando recuerdos agradables.
Francis se escondió en la basura, apretujándose en un hueco entre bolsas rebosantes de desperdicios, y esperó temeroso la llegada de los coches de policía, el temible y atronador ruido de los helicópteros, con las antenas tensas y alerta. Pero no escuchó sirenas de policía ni helicópteros; tan sólo alguna que otra furgoneta solitaria traqueteando por el camino de tierra entre los montones de basura. Cuando eso ocurría se ocultaba aún más entre la porquería, hundiéndose de manera que sólo sus antenas asomaban. Pero eso fue todo. El tráfico era escaso en este extremo del vertedero, a más de un kilómetro del centro de procesamiento de desperdicios, donde se desarrollaba la verdadera actividad.
Transcurrido algún tiempo, se encaramó sobre uno de los grandes montones de basura para asegurarse de que no estaba siendo rodeado en silencio. No era así, y no permaneció al aire libre mucho tiempo, pues la luz directa del sol lo molestaba y pronto comenzó a sentirse invadido por una profunda lasitud, como si le hubieran llenado las venas de novocaína. Al final del vertedero, donde terminaba la alcantarilla, vio un remolque sujeto con ruedas de cemento. Bajó del montón de basura y se dirigió hacia él. Cuando lo vio pensó que tenía aspecto de estar abandonado, y así era. Debajo hacía una sombra deliciosamente fresca, y meterse allí resultaba tan refrescante como darse un chapuzón en un día caluroso.
Descansó hasta que le despertó Eric Hickman. Aunque no dormía en el sentido literal del término; en lugar de ello había adoptado una postura de inmovilidad total en la que no pensaba en nada y, sin embargo, estaba completamente alerta. Escuchó el sonido de los pies de Eric arrastrándose y arañando el suelo desde doce metros de distancia, y levantó la cabeza. Eric bizqueaba detrás de sus gafas en el sol de la tarde. Siempre lo hacía —cuando leía o cuando estaba concentrado pensando—, un hábito que le daba siempre a su cara un aspecto simiesco. Una mueca tan desagradable que de forma natural provocaba en quienes lo miraban el deseo de darle un motivo verdadero por el que hacer muecas.
—Francis —dijo Eric en un susurro audible.
Llevaba un paquete grasiento de papel marrón que bien podía ser su almuerzo, y al verlo Francis sintió una fuerte punzada de hambre, pero no salió de su escondite.
—Francis, ¿estás ahí abajo? —susurró, o más bien gritó Eric una vez más antes de desaparecer.
Francis había querido dejarse ver, pero fue incapaz, lo que lo detuvo fue la idea de que Eric estaba allí con el único propósito de hacerle salir. Se imaginó a un equipo de francotiradores agazapados sobre las montañas de basura, vigilando la carretera por las mirillas de sus rifles, atentos a cualquier indicio del grillo gigante y asesino. Así que se quedó donde estaba, acurrucado y tenso, vigilando los montículos de desperdicios y pendiente del más mínimo movimiento. Una lata cayó haciendo un ruido metálico y contuvo la respiración. Había sido sólo un cuervo.
Pasado un rato, tuvo que admitir que se había dejado vencer por el miedo. Eric había venido, y entonces comprendió que nadie lo estaba buscando, porque nadie creería a su padre cuando contara lo que había visto. Si intentaba contar que había descubierto a un insecto gigante en el dormitorio de su hijo agazapado junto al cuerpo eviscerado de éste, tendría suerte si no terminaba en el asiento trasero de un coche de policía, de camino al ala de psiquiatría de la prisión de Tucson. Ni siquiera lo creerían si les decía que su hijo había muerto. Después de todo, no había cuerpo, ni tampoco restos de la antigua piel. La secreción lechosa que había brotado de la extremidad trasera de Francis la habría derretido ya por completo.
El último Halloween, su padre había pasado una noche en comisaría después de un episodio de delírium trémens producido por el alcohol, con lo que su credibilidad como testigo era más bien escasa. Ella podría confirmar su historia, pero su palabra no valía mucho más, ya que llamaba a la redacción del Sucedió en Calliphora, en ocasiones hasta una vez al mes, para informar de que había visto nubes con la apariencia de Jesucristo. Tenía un álbum de fotos de nubes que, según ella, llevaban el rostro de Su Salvador. Francis lo había ojeado, pero fue incapaz de reconocer ninguna personalidad religiosa, aunque sí admitió que había una nube que parecía un hombre gordo con un gorro turco.
La policía local lo buscaría, claro, pero no estaba seguro de cuánto interés pondrían en la investigación. Tenía dieciocho años —y por tanto libertad para hacer lo que quisiera—, y a menudo faltaba al colegio sin justificante. Tan sólo había unos pocos policías en Calliphora: el sheriff George Walker y tres agentes a media jornada. Eso limitaba mucho las posibilidades de una búsqueda, y, además, había otras cosas que hacer en un bonito día como éste, sin viento: perseguir a espaldas mojadas, por ejemplo, o apostarse en un recodo de la carretera y esperar a que pasaran adolescentes de camino a Phoenix y multarlos por exceso de velocidad.
Sin embargo, empezaba a resultarle difícil preocuparse de si lo estaban buscando, ya que soñaba otra vez con las chocolatinas. No recordaba la última vez que había tenido tanta hambre.
Aunque el cielo seguía claro y brillante como una superficie esmaltada de azul, las sombras vespertinas habían alcanzado el vertedero conforme el sol desaparecía detrás del saliente de la montaña, al oeste. Francis salió de debajo del remolque y avanzó por entre la basura, deteniéndose ante una bolsa abierta cuyo interior se había derramado. Escarbó con las antenas entre los desperdicios, y entre papeles arrugados, vasos de papel rotos y pañales usados descubrió un chupa-chups rojo y sucio. Se inclinó hacia delante y con torpeza consiguió llevárselo a la boca con palillo y todo, sujetándolo entre las mandíbulas mientras babeaba sobre el polvo.
Una intensa explosión de un dulzor empalagoso le llenó la boca y sintió que el corazón se le aceleraba, pero un instante después notó un horrible cosquilleo en el tórax y la garganta pareció cerrársele. Sintió ganas de vomitar y escupió el chupa-chups, asqueado. No tuvo mejor suerte con unos restos de alitas de pollo. La escasa carne y la grasa que quedaban adheridas a los huesos sabían rancias y le provocaron arcadas.
Unos moscardones revoloteaban hambrientos sobre el montón de basura. Francis los miró con resentimiento y consideró la posibilidad de comérselos. Después de todo, algunos bichos se alimentaban de otros bichos, pero no sabía cómo atraparlos sin manos (aunque tenía la sensación de que reflejos no le faltaban) y además media docena de moscardones a duras penas le saciarían. Irritado y con dolor de cabeza por el hambre, pensó en los grillos con caramelo y en todos los otros bichos que se había comido. Por eso le había pasado esto, dedujo, y entonces se acordó de aquel amanecer a las dos de la madrugada y de cómo las oleadas de viento caliente habían azotado la gasolinera con tal fuerza que del tejado se desprendió polvo.
El padre de Huey Chester, Vern, había atropellado una vez un conejo a la entrada de su casa y cuando salió del coche se encontró un extraño animal con cuatro ojos de color rosa. Lo llevó al pueblo para enseñarlo a la gente, pero entonces un biólogo acompañado de un oficial y dos soldados armados con ametralladoras lo reclamaron y le pagaron a Vern quinientos dólares a cambio de que firmara una declaración comprometiéndose a no hablar más del asunto. Y en otra ocasión, una semana después de uno de los ensayos en el desierto, una niebla densa y húmeda que despedía un repugnante hedor a tocino frito se había propagado por todo el pueblo. Era tan espesa que hubo que cerrar la escuela, el supermercado y la oficina de correos. Las lechuzas volaban durante el día y a todas horas resonaban pequeñas explosiones y truenos en la húmeda oscuridad. Los científicos del desierto estaban agujereando el cielo y la tierra, y tal vez hasta el tejido del universo. Habían prendido fuego a las nubes y por primera vez Francis comprendió que era un ser contaminado, una aberración que un oficial armado con un talonario y un maletín lleno de documentos legales se ocuparía de aniquilar y ocultar. Le había resultado difícil llegar a esta conclusión, porque Francis siempre se había sentido contaminado, un bicho raro que los demás no querían ver.
Lleno de frustración, se alejó de la bolsa abierta de basura y siguió avanzando sin pensar. Sus extremidades posteriores adaptadas al salto lo impulsaron hacia arriba y las láminas córneas a su espalda empezaron a batir con furia. El estómago le dio un vuelco mientras se alejaba cada vez más de la tierra ennegrecida y alfombrada de mugre. Pensaba que se caería, pero no lo hizo y se encontró desplazándose por el aire y aterrizando un momento después en una de las gigantescas montañas de desperdicios, donde todavía daba el sol. Entonces exhaló el aire con fuerza y se dio cuenta de que había estado conteniendo el aliento.
Permaneció así unos segundos en equilibrio, abrumado por una desconcertante sensación de pequeños pinchazos en los extremos de sus antenas. Había trepado, corrido, nadado —no, por Dios, ¡había volado!— a través de diez metros del cielo de Arizona. Durante un rato se negó a considerar lo que había ocurrido, le daba miedo pensar en ello con detenimiento y, de nuevo, se lanzó al aire. Sus alas producían un zumbido casi mecánico, y se vio a sí mismo planeando ebrio por el cielo, sobre un mar de alimentos y objetos en descomposición. Por un momento olvidó que necesitaba comer algo. También que, sólo unos segundos antes, había experimentado algo cercano a la desesperanza. Dobló las patas hasta pegarlas a los costados de su caparazón y, sintiendo el aire en la cara, miró hacia abajo, a la tierra baldía situada a más de treinta metros de distancia, fascinado por la extraña sombra que su cuerpo proyectaba sobre ella.