14. LANIK EN MUELLER

De todas las posibles versiones de aquella escena que yo había llegado a imaginar, esa nunca se me había ocurrido. Sin embargo, por un largo momento, pareció exactamente correcta. El hermano usurpador que enfrenta al vagabundo, finalmente de regreso a casa, y se aparta voluntariamente dándole paso para que el heredero legítimo ocupe el lugar que le corresponde.

Yo había planeado llegar, acusar a Dinte de traidor y asesino, y frente a todos en la corte apuñalarlo hasta la muerte. Nada secreto: no sería Bebelagos, el Hombre-del-Viento, o el Hombre Desnudo que se hace justicia ante un simulador Anderson. Sería Lanik Mueller cumpliendo con un acto del Destino sobre su hermano Dinte, el usurpador que había obligado a su padre a refugiarse en el bosque de Ku Kuei, donde había muerto.

Ahora Dinte me privaba de esto. Actuando tan cooperativamente (aunque yo sabía que era mentira) al apartarse y dejarme su sitio, si yo lo mataba ahora, abiertamente, lo único que conseguiría sería añadir a la leyenda de Lanik Mueller lo mismo que a la de Andrew Apwiter, vuelto a la vida para recrear el caos y terminar con el mundo. Así que, reluctantemente, antes de que el Anderson que se ocultaba tras el rostro de Dinte pudiera matarme mientras yo estaba desprevenido, me deslicé a tiempo rápido y di unos pasos hacia adelante, lo cual significaba para todos los presentes que había desaparecido.

Pero Dinte no se convirtió en el Anderson que yo había esperado, el rudo hombre o mujer de mediana edad que había supuesto me estaría aguardando en tiempo rápido. En vez de eso, se convirtió en una criatura con cuatro brazos y cinco piernas; dos juegos de genitales masculinos contrastaban absurdamente con los tres senos que colgaban con la flaccidez de la edad mediana. Si lo hubiera visto en los corrales, no me habría sentido asombrado en absoluto. Pero había estado esperando a un Anderson, y en lugar de eso me enfrento a un increíble monstruo o a un regenerativo radical de Mueller. ¿Y quién de Mueller podía haberse convertido en un simulador?

Entonces miré al rostro de la criatura, congelado, mirando hacia el lugar donde había estado yo hacía un momento. Y reconocí al monstruo, y todo cambió.

El rostro era el mío. La cabeza de Lanik Mueller remataba el extraño surtido de miembros y protuberancias. Era yo quien permanecía de pie junto al trono, pero por una increíble crueldad no era el Lanik Mueller que había sido curado en Schwartz. Era el Lanik Mueller regenerativo radical, el niño-monstruo.

Era mi doble, nacido en el bosque de Ku Kuei.

¡Imposible!, aulló mi mente. Aquella criatura no existió hasta después de que Dinte viviera años enteros con nosotros. No era posible que aquella criatura fuese Dinte.

Al primer momento intenté convencerme a mí mismo de que se trataba obviamente de una ilusión secundaria; aquel Anderson había encontrado una forma de engañarme también en tiempo rápido. Pero aquello era absurdo… Si un Anderson podía engañarme, cualquier otro habría podido hacerlo igualmente mucho antes.

De modo que caminé en tiempo rápido hacia el trono, me senté y me deslicé de vuelta a tiempo real. El efecto fue algo que muy pocas veces había conseguido mostrar antes: desaparecer repentinamente en un lugar y aparecer en otro. El murmullo de la multitud fue frenético. Pero Dinte, entonces con el número normal de brazos y piernas, como siempre había conocido al pequeño bastardo, no pareció sorprendido.

—Dinte —dije—. Toda esta gente está sorprendida de verme sentado aquí, pero tú y yo sabemos que Lanik Mueller ha permanecido sentado en este trono por años…

Me miró por un momento, luego asintió ligeramente con la cabeza.

—De modo que desearía hablar contigo, Dinte…, privadamente. En la habitación donde conservaba mi colección de caracolas cuando tenía cinco años —me propulsé de nuevo a tiempo rápido, y abandoné el salón del trono.

Había conservado mi colección de caracolas en una buhardilla no utilizada desde hacía mucho tiempo en una de las partes más viejas del palacio, un lugar que nunca estaba cerrado pero que, puesto que solo era accesible a través de una escalera y una serie de sinuosos corredores, nunca era visitado. Me dirigí hacia allá en tiempo rápido, luego reduje el flujo hasta casi el tiempo real, y aguardé. Conservé tan sólo el margen suficiente de velocidad temporal para el caso de que Lanik/Dinte intentara algún ataque, de modo que yo pudiera reaccionar más rápidamente que él.

Y si era un impostor, no sabría a qué habitación me había referido.

Aguardé quince minutos, y luego llegó por el polvoriento corredor que conducía a la buhardilla y se sentó ante mí en el suelo. Le costaba andar, con su amasijo de brazos y piernas, y sentado resultaba ridículo, pero no me reí. Recordé mis forcejeos para subir una pendiente no demasiado difícil en Schwartz, tras ser abandonado por el buque esclavista de Singer. Y nuevamente en tiempo real, hablé con suavidad:

—Hola Lanik.

—Hola, Lanik —respondió, sonriendo pesarosamente.

—La última vez que nos vimos, intenté matarte —dije.

—Muchas veces desde entonces he deseado que lo hubieras conseguido.

Y luego permanecimos sentados en silencio durante unos breves instantes. ¿De qué se puede hablar cuando uno se encuentra consigo mismo después de muchos años?

—¿Cómo llegaste hasta aquí? —pregunté—. ¿Cómo aprendiste a ser un simulador? —Aunque imaginaba ya buena parte de la historia.

Me lo contó. Cómo había yacido medio muerto mientras su cuerpo aún débil trataba de regenerar el cráneo y la piel e impedir que el tejido cerebral degenerara. Cómo había sido descubierto por el numeroso grupo de rastreo que los nkumaios habían enviado tras de mi.

—Si no me hubieran encontrado —dijo—, seguramente habrían seguido buscando hasta encontrarte a ti. Cuando se dieron cuenta de lo que había sucedido e intentaron seguirte de nuevo, rastrearon tu pista hasta la costa. No habrías podido escapar.

Luego me habló de los días y semanas con Mwabao Mawa en su casa de la cima de los árboles. El cuerpo que constituí en él estaba dotado también de todos mis recuerdos. Mwabao necesitó de cierto tiempo para darse cuenta de que él era solamente un duplicado mío.

—Y por entonces sabía ya lo suficiente como para estar convencida de que yo procedía de Mueller… Había mencionado los nombres de Dinte y Padre en mi delirio, y sus colegas de Anderson estaban ya aquí, como sabes, al parecer.

Ella aprovechó inmediatamente la oportunidad que representaba mi doble y alentó su odio hacia mí, sus sentimientos de inutilidad debido a que él sería siempre el monstruo, el horrible, la criatura que no tenía derecho a existir. Y así él consintió en conducir a los ejércitos de Nkumai y a sus aliados a la batalla contra Mueller.

Sin embargo, había existido un precio que solamente Mwabao estaba dispuesta a pagar. Pidió que fuera adiestrado en el engaño Anderson, y Mwabao Mawa lo adiestró. Mientras yo estaba en Schwartz aprendiendo a controlar la tierra, él estaba aprendiendo a controlar las mentes de los hombres.

—Las creencias de la gente no existen en el aislamiento —explicó—. Las creencias firmemente ancladas en cada cual ejercen una enorme presión sobre todos los demás. Las opiniones, no, por supuesto… Las creencias. Nosotros…, ellos…, podían conseguir que cualquiera creyera que el sol era azul y había sido siempre azul. Pero, por supuesto, cuanto más te alejas del lugar donde los demás creen intensamente en el engaño, menos fuerte es la influencia. A menos que el trabajo ya haya sido realizado. Una vez que alguien llega a creer honestamente en algo como si fuera real, nunca dudará de él sin una evidencia convincente —por lo cual Lord Barton había sido capaz de aprender la verdad cuando se halló separado más de mil kilómetros de Britton, pero tenía que luchar y forcejear por recordarlo cuando regresaba a su casa.

No había consentido, me dijo, en la devastación llevada a cabo por el ejército de Nkumai a su paso por la llanura del río Rebelde. Yo nunca habría hecho algo así… Y él tampoco podía hacerlo.

—Y entonces reapareciste tú —dijo—, y no supimos qué hacer… Hasta que, por supuesto, tú y Padre escapasteis a Ku Kuei. Entonces resultó claro que yo debía desaparecer para que el monstruo que había hecho de mi tiñera la percepción que los demás hombres tenían de ti, invalidando cualquier cosa que tú pudieras hacer. Y por aquel entonces, Lanik, me alegré de ello. No puedes llegar a saber cuánto te odiaba. Pues tú me odiabas a mí, no por quien yo era, sino simplemente porque era.

Al principio no supieron qué hacer con él, ya que Lanik Mueller estaba oficialmente exiliado en Ku Kuei.

—Hasta que nos llegó la noticia de que Dinte había desaparecido. Mwabao Mawa se sintió presa del pánico. ¿Cómo había podido alguien saber quién era Dinte y haberlo matado, y pese a ello no gritarle al mundo lo que era realmente? Quien lo hubiera matado habría visto seguramente cómo cambiaba ante sus ojos, del joven heredero a un hombre mucho más viejo.

Y entonces me di cuenta de lo que habría tenido que ser obvio para mi mucho antes.

—Fui yo quien mató a Dinte —dije a mi doble—. Le partí la garganta cuando abandoné el palacio. Supuse que regeneraría.

Me sonrió.

—Así que cumpliste con tus deseos, ¿eh? Mataste a Dinte, y con ello salvaste mi vida. Porque yo era el único que conocía a Dinte lo suficiente como para ocupar su lugar sin despertar sospechas. Lo hice, y empecé a representar el papel que no he dejado de representar desde entonces.

Su voz se hizo más suave (como la mía cuando temía dar muestras de miedo o piedad o dolor) y dijo:

—El papel que no he dejado de representar desde entonces. Tú sabes… sabes cuánto he odiado a Dinte. Y a pesar de eso tuve que ser él, y hablar con su cohorte de traidores que planearon tu muerte y la muerte de Padre y… Bueno, Lanik, no sé cómo he sobrevivido todo este tiempo. Pero no he dejado de decirme ni un momento: «Yo soy Lanik Mueller, no ese bastardo», y he resistido a los sicofantes y a los traidores y a los mezquinos criminales y a Ruva y a todos los demás. Porque era del dominio público que tú habías desaparecido con Padre en las profundidades de Ku Kuei y jamás regresarías. Padre estaba muerto, ya sabes, y yo lo amaba, y la mayoría de la gente de aquí en Mueller insultaba su memoria y la tuya, y además yo me sentía libre para identificarme contigo, para convertirme en ti en lo más profundo de mi corazón. Dejé de odiarte hace ya mucho tiempo. Solamente deseaba que regresaras y me libraras de todo esto.

»Lanik —dijo—, cada dos o tres meses voy a un doctor y hago que me extirpe mis brazos y piernas. Ahora debo hacerlo ya. El doctor nunca sabe quién soy, nunca recuerda que efectúa esas operaciones hasta que llega el momento de la próxima. Pero tú… Tú estás completo. Eres normal. No has vivido ese horrible engaño durante tantos largos meses, durante todos esos años. Volvamos al salón del trono. Apareceré bajo mi verdadera forma y les diré que tú no eres el monstruo que creían que eras. Puedes ocupar tu lugar, y yo me veré libre.

—¿Y qué harás entonces?

—Te suplicaré que me mates. He vivido durante años como un regenerativo radical. Eso no puede ser considerado vida… Si no me matas, me ahogaré.

Incliné la cabeza.

—Vine aquí a matarte.

—¿A mí? ¿Entonces sabías quién era?

—No, no entonces. Vine a matar al Anderson que controlaba Mueller, el que pretendía ser Dinte.

Se sorprendió.

—¿Entonces lo sabías antes de venir? ¿El secreto de los Anderson ha sido develado?

—Los Anderson están muertos —dije—. Una fuerte lluvia os alcanzó (tanteé buscando las coordenadas en tiempo real) hace unos pocos días. Una lluvia terrible. Y el cielo sigue aún oscurecido —asintió—. Esa lluvia fue causada hace una semana, cuando Anderson se hundió en el mar.

Su sorpresa aumentó.

—¿Simplemente así? ¿Se hundió en el mar?

Oí el grito que resonaba en mi interior.

—No simplemente así. Pero han desaparecido de la tierra. Y no tan solo la isla. Todos los demás también, en cada Familia. Tú eres el último que conoce la técnica. Tú y los que han trabajado contigo aquí.

—¿Cómo lo has conseguido?

—El cómo no importa. Lo que importa es el porqué —y se lo expliqué.

—Así que los Embajadores también han desaparecido. No más hierro —dijo—. ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

Me eché a reír.

—Tuve una buena idea.

—Nosotros… ¡Los Anderson conocían todos los secretos del mundo, Lanik! ¿Te das cuenta de lo que se había conseguido en este mundo? Cosas increíbles. ¡Cosas para sentirnos orgullosos de ser habitantes de este miserable planeta-prisión! Y tú lo has interrumpido todo. Sin los Embajadores, ¿crees que se mantendrá el nivel de invención?

Me encogí de hombros.

—Puede mantenerse. Los Anderson no conocían todos los secretos del mundo.

—¡Estúpido! Cegato y estúpido y…

—¡Escucha, Lanik! —grité, y el acto de utilizar mi propio nombre refiriéndome a otra persona me sorprendió—. Sí, Lanik. Tú eres yo, ¿no? Yo, como debí de haber sido. Yo, capturado por los Nkumai e inducido a aprender los trucos de Mwabao Mawa… Y los habría aprendido, como lo hiciste tú. Habría dejado que me convirtieran en su juguete, hasta cierto punto; y ahora estaría sentado donde tú estás, ocupando tú lugar, un monstruo en un cuerpo atrapado dentro de una ilusión aún más monstruosa. No, Lanik; tú no eres el más adecuado para considerarme cegato o estúpido. Y yo no soy el más adecuado para juzgarte a ti. Has llamado miserable a este planeta, pero estás equivocado. Hace miles de años, la República decidió convertirse en Dios. Decidieron exiliar a las mentes más esclarecidas del universo en un mundo sin recursos, sin hierro, y luego les colocaron enfrente una recompensa… La primera Familia que construyera una nave estelar y saliera al espacio recibiría riquezas y poder y prestigio sin precedentes. Durante tres mil años hemos vivido bajo este engaño, y hemos malgastado nuestros esfuerzos trabajando para conseguirlo… Para proporcionarles a los bastardos que nos mantienen aquí lo mejor de nuestros desarrollos. ¡Nuestra propia carne! ¡Los más elaborados productos de nuestras mentes! ¿Y qué hemos obtenido a cambio? Unas pocas toneladas de un metal que es barato en todas partes menos aquí. ¿Podemos construir con ello una nave estelar?

»Nunca construiremos una nave estelar con el hierro de la República, nunca. Y aunque lo hiciéramos, ¿crees que nos dejarían salir de aquí y tomar parte en la vida humana? ¿No te das cuenta del milagro que es este planeta? Si ellos se dieran cuenta de lo que realmente está ocurriendo aquí… Si pudieran pasar algunos días en Ku Kuei, o una semana en Schwartz… Si comprendieran dónde reside realmente nuestro potencial. Lanik, estarían aquí inmediatamente, bombardearían este planeta hasta aniquilarlo, lo borrarían de la faz del universo. Ésta es la única esperanza y la única promesa que tenemos de ellos.

»¿Y qué haríamos nosotros si nos uniéramos a ellos? ¿Persuadirlos para que se mostraran clementes? Si realmente lo fueran, no mantendrían a la centésima generación de unos grandes hombres prisionera en un planeta sin esperanzas como éste. Y si así lo hicieran, ¿volveríamos nosotros a hacer lo que hicieron nuestros antepasados, y disentiríamos del rumbo que está tomando la raza humana?

—No —dijo—. No. Y lo sé. He pensado también a menudo acerca de la inevitabilidad de todo esto, Lanik. La disidencia no conduce a nada. Es algo que le dije a un joven que había sido arrestado por protestar contra la ley. Lo llevé a la orilla del río por la noche, sin sus guardias, y le planteé algunos hechos concretos. Que si mantenía su boca callada, la ley lo dejaría solo y podría ser libre. «No deseo ser libre mientras esta ley exista», dijo. «Disentiré hasta que sea abolida». «No», le dije, «disentirás hasta que mueras en prisión, ¿y qué habrás conseguido?».

—Es como las lunas —dije—. ¿Has observado cómo Disidencia se mueve rápida y brillante? Es la cosa más espectacular del cielo. Pero es espectacular porque está tan cerca de Traición, y es tan pequeña… Libertad es una luna mucho más grande, y mucho más lejana. No tiene nada de espectacular. Pero es Libertad la que levanta las mareas —dije—. Es Libertad la que hace que el mar se eleve y baje.

Me sentía invadido por un extraño sentimiento: identificación. El hombre pensaba como yo; y aunque esto era algo puramente lógico, no dejaba de sorprenderme. Nunca me había encontrado con un hombre que pensara exactamente como yo lo hacía, no normalmente. Pero ahora era como si pudiera decir sus palabras (mis palabras) al mismo tiempo que él.

—Con Anderson desaparecido, y también los Embajadores —dijo (dije)—, quedamos separados de la República. Somos libres. Y cuando el universo vuelva a oír hablar de nosotros, seremos nosotros quienes provocaremos las mareas.

Silencio. Y me di cuenta de que había sido yo quien había dicho las últimas palabras, no él. Me sonrió. Nos comprendíamos mutuamente; no en todo, pero pensé que la forma de pensar resultaba clara para los dos, y sentí afecto hacia él. Si la habilidad de comunicarse correctamente tenía algo que ver con el amor, no hay nadie mejor que uno mismo a quien amar.

—Lanik —dijimos al unísono, rompiendo a la vez el silencio. Y luego nos echamos a reír—. Tú primero —le dije.

—Lanik, por favor, hazte cargo del trono. Si me conoces, sabes lo que siento en este cuerpo. Por lo que te he dicho sabes que he hecho cosas intolerables. Libérame.

Cosas intolerables. No le dije, no intenté explicarle las cosas intolerables que yo había hecho, no intenté comunicarle el grito que subyacía en cada uno de mis pensamientos. En vez de eso, cerré los ojos y empecé a hacer por él lo que los Schwartz habían hecho por mí.

Había sido necesario tan solo un puñado de Schwartz para cambiarme, para curar mi regeneración radical, así que esperaba poder conseguirlo solo. No tenía nada parecido a su conocimiento de las cadenas de carbono, pero podía sentirlas y comparar. Cualquier diferencia entre su ADN y el mío fue cambiada hasta igualarlos a la perfección. Aquello significaba que no solo su regeneración quedaría curada, sino que también obtendría el don de no volver a tener nunca más hambre ni sed, de verse libre de la necesidad de respirar, de poder tomar su energia directamente del sol.

Pero no podía traspasarle las habilidades que había aprendido, y no lo habría hecho aunque hubiese podido. Él era el auténtico Lanik Mueller, no yo. Él era el Lanik Mueller que debió haber sido, gobernando en Mueller, y gobernando bien solo, pero viviendo allá donde debía vivir. Y ahora, sin la maldición de la regeneración radical, se vería libre para conseguir un grado de felicidad que siempre estaría más allá de mí.

Me tomó horas. Cuando hube terminado, yacía dormido en el suelo de la buhardilla, con su cuerpo normal y correcto y sano. Estaba desnudo… No había sastres que pudieran vestir los deformados cuerpos de los regenerativos radicales. Y miré su cuerpo como nunca había sido capaz de mirar al mío propio. La piel era joven y suave —porque él era más joven que yo—, y los músculos eran buenos y el cuerpo bien proporcionado. Por un momento me vi a mi mismo como Saranna había debido verme, y aunque nunca me había sentido atraído hacia los demás hombres comprendí por qué ella me había dicho tantas veces que mi cuerpo era dulce. Aquello me había irritado… Un cuerpo de adolescente no debe evidenciar dulzura. Pero tenía razón.

Era el rostro lo que me causaba una tristeza interna. El pensamiento de que había conocido el dolor, y lo había sufrido, a un grado mucho más intenso que la mayoría de los hombres. Su rostro exhibía una madurez que iba más allá de sus años, y bondad, y compasión. Pero había visto mi propio rostro en espejos, había estudiado lo que el tiempo y mis propios actos habían hecho de mí, y mi rostro no era ni bondadoso ni compasivo. Había visto demasiado. Había matado demasiado a menudo. Y así no quedaba ninguna dulzura en mí, nada apreciable, y deseé ser tan relativamente inocente como él.

Imposible, me recordé a mi mismo. Aquella elección había sido hecha hacía años, en la arena al borde de Schwartz. Y empecé a sospechar que el sacrificio último no era la muerte después de todo; el sacrificio último es soportar voluntariamente todo el castigo de las propias acciones. Y yo lo había soportado, y no podía esperar no tener las cicatrices evidentes en mi rostro y en mi cuerpo.

Se despertó y me miró, y sonrió. Luego se dio cuenta de lo que le había pasado a su cuerpo, y se tocó, incrédulo, y lloró y me preguntó:

—No es una ilusión, ¿verdad? Es real, ¿verdad?

Sí, era real, le dije.

—Y cuando haya destruido al Embajador, ya no habrá más necesidad de mantener a los rads como animales. Así que haz esto por mí. Promulga una ley para que los rads sean enviados a Schwartz, todos ellos, tan pronto como sean identificados. Que se adentren en Schwartz y, cuando la gente del desierto vaya a ellos, que les digan que están ahí por orden de Lanik Mueller. Los Schwartz sabrán qué hacer a continuación. Los enviarán de vuelta a casa, sanos. Y si no desean volver a casa, será porque habrán elegido libremente quedarse allá.

—¿Y tú? —preguntó Lanik.

—Yo no existo —respondí—. En el bosque de Nkumai no fuiste tú quien se convirtió en el Lanik extra, sino yo. Tú eres el real. Durante esos próximos años, Lanik, cambia la ilusión. Haz que gradualmente el rostro de Dinte se convierta en el tuyo propio hasta que puedas cesar el engaño. Tú lo deseas, lo sé. Termina con la mentira, excepto con el nombre, y vive y gobierna con tu propio rostro.

—¿Y tú?

—Encontraré algún otro lugar donde vivir.

Y entonces me deslicé a tiempo rápido y lo dejé en la buhardilla y regresé a la corte, donde algunas personas estaban aún hormigueando por allí, charlando acerca de lo que había ocurrido. Necesité apenas unos minutos para descubrir a los Anderson entre ellos, los últimos sobrevivientes de esa Familia. Había dejado a Lanik sintiéndose triste y sin embargo mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Pero aquello no me impidió matar a los Anderson y abrirme camino hasta el Embajador y hacerlo saltar.

Había planeado, antes de encontrarme con el otro Lanik, que cuando el último Embajador estallara yo me quedaría allí en tiempo real para morir con él. Pero ahora sabía que el auténtico yo era aún un muchacho de dulce cuerpo que sería un buen rey, y pensé que no era el-hombre-que-yo-soy, sino el-hombre-que-yo-debía-ser. Y gané un poco de respeto hacia mi mismo, y ya no deseé morir.

Pero, ¿a dónde podía ir? Mi vida ya no tenía ninguna finalidad. Lo único que me había quedado era el poder de vivir como eligiera.

Y mientras caminaba por los campos al este de Mueller-sobre-el-Río, supe adónde debía ir. En una isla en mitad de un lago en Ku Kuei, Saranna había dicho: «Vuelve pronto. Vuelve cuando aún seas tan joven como para desearme. Porque yo voy a ser joven para siempre».

Yo ya no era joven, al menos según las clásicas definiciones del término. Pero la deseaba. Quizá solamente deseara la inocencia de los niños haciendo el amor junto al río, inconscientes del dolor que seguramente caería sobre ellos. Pero la deseaba más de lo que había deseado cualquier otra cosa en el mundo no porque mi pasión fuera tan abrumadora, sino porque todas las otras cosas que había deseado se habían realizado muy dolorosamente o eran tan imposibles que había tenido que renunciar a ellas. Solo quedaba ella. Ella y un extraño y tranquilo país de gente pobre pero bondadosa que criaba ovejas entre las rocas junto al mar de Humping.