13. TRAICIÓN

Ignoraba cómo lo habían descubierto, pero no debió de ser demasiado difícil. La integridad del encargado era, como mínimo, sospechosa. Las historias de nuestra extraña llegada antes del mediodía pudieron haber circulado a través de la cadena simbiótica de criminales y policía hasta despertar la atención de alguien que hubiese sabido de la extraña salvación de Barton de la ejecución. La mutilación de su cuerpo probablemente se debía a que, habiéndome visto de nuevo después de que fui muerto, los simuladores y sus involuntarios ayudantes deseaban asegurarse de que no hubiera ninguna posibilidad de error.

Estaba todavía en tiempo rápido mientras contemplaba la destrucción de mi amigo. Había sido para mí un mes desde que abandoné Anderson, dos meses desde que dejara a Barton. En tiempo real, era la primera hora del anochecer de aquel mismo día. Y no pude impedirme pensar si habría podido salvar a Barton regresando un poco antes, o yéndome un poco más tarde.

Sin embargo, con respecto a un punto, no había ninguna confusión en mi mente. Su muerte no me ocasionaba ningún sentimiento de culpabilidad. Sentía culpabilidad por el grito de la tierra en Anderson; y la culpabilidad por la muerte de Anderson correspondía, no a mí, sino a los simuladores. Hacía demasiado tiempo que había abandonado Mueller como para sentir la necesidad de ofrecerle mi aflicción a nuestro viejo estilo. Le ofrecería otra clase de aflicción.

Con Barton muerto, no había ninguna razón para retardar la siguiente etapa de mi viaje; todo me incitaba a apresurarme. Ninguno de los simuladores debía escapar. No importaba el tiempo que me tomara, Traición debería quedar libre de ellos una vez que hubiera terminado. Y no tenía ninguna duda acerca de la rectitud de mis proyectadas muertes. Estaba más allá de todo pensamiento, y mi única intención era llevar a cabo la decisión que tan reluctantemente había tomado, y que ahora me sentía sombríamente contento de ejecutar.

Había un asunto de prioridades. Antes de actuar contra los Anderson que estaban gobernando las cosas en otras Familias, debía conseguir que su isla natal quedara despoblada. Ningún reemplazo, ningún ejército furioso e ilusorio e irresistible procedente de Anderson debía ser capaz de rescatar a los dirigentes. Y la población de Anderson debía ser como mucho de un millón de personas; seguramente no era menor de cien mil. Lo cual significaba un largo y agotador trabajo en tiempo rápido, conmigo armado apenas con mi cuchillo de hierro y obligado a ir de persona a persona. Podría pasarme toda la vida antes de que llegara a la mitad.

Necesitaba ayuda, y tan solo existía un lugar donde pudiera obtenerla. Pero, ¿cómo persuadir a las gentes de Schwartz a matar, aunque esas muertes pudieran salvar otras vidas…, y tal vez más importante aún, hacer que millones de vidas vivieran más plenamente? No había lugar para los juicios de valor en el pensamiento de los Schwartz, lo sabía muy bien. La vida era la vida. La muerte era la muerte. Y yo, que los había abandonado siendo aún inocente, regresaba ahora a ellos con sangre en mis manos, a pedirles que me ayudaran a seguir matando.

Durante semanas había vivido enteramente solo en tiempo rápido, sin comer ni beber, ni hablar ni oír ninguna otra voz humana, excepto la de la hermosa muchacha de Anderson. Y durante otros treinta días atravesé toda la parte sur del continente, de Wood a Huss.

Los árboles dejaron paso a las exuberantes praderas herbosas. La hierba dejó paso a los matojos que podían sobrevivir con escasa lluvia. Y finalmente los matojos dejaron paso a la interminable arena y a las rocas abiertas por el sol.

Me detuve, en tiempo rápido, junto al último matojo que pude ver, y entonces me deslicé a tiempo real. No podía descubrir a los Schwartz. Serían ellos quienes me descubrirían a mí. Y sabía que me descubrirían cuando quisieran.

Durante un momento acaricié la idea de dar media vuelta. Mi reunión con ellos no iba a ser precisamente alegre. Matarme no podrían, pero cuando viví con ellos había descubierto la clase de amor que ofrecían. Había dependido de ellos. Ahora no estarían aquí para recibirme.

Llevaba andado todo un día cuando el primer Schwartz empezó a mostrarse paralelamente a mi camino, visible de tanto en tanto a unas pocas dunas de distancia, o en la cresta de otro montón de rocas. A la segunda mañana había tres más, y al atardecer, cuando me detuve a la sombra de una roca saliente, tenía casi un centenar a mi alrededor; más de los que había visto nunca a la vez cuando viví entre ellos.

Permanecían silenciosos, todos observándome. No comí, por supuesto, pero me senté ante ellos y con mi mente hurgué en la arena, encontré el agua muy abajo, y la aspiré hasta la superficie. Brilló a la luz reflejada por las rocas que aún captaban el sol. Me incliné para beber. El agua se filtró de nuevo en la arena, me rehuyó.

Entonces me puse en pie y hablé a los Schwartz.

—Necesito vuestra ayuda.

—No obtendrás nada de Schwartz —dijo un hombre viejo.

—El mundo necesita de vuestra ayuda.

—La tierra no necesita nada excepto vida.

Y alguien murmuró:

—Asesino.

—¡No he dicho la tierra! —respondí secamente—. He dicho el mundo. Los hombres. Sabéis lo que son los hombres… Son ésos que aún necesitan comer para vivir, esos a quienes aún les preocupa morir.

—Ésos que aún temen a los asesinos —dijo el hombre viejo—. Hemos oído los débiles ecos de ese grito, Lanik Mueller. Tú realizaste el acto, así que solamente tú lo oíste con claridad, pero sabemos lo que hiciste. Te enseñamos, y tú utilizaste ese conocimiento para matar. Tú obligaste a la propia tierra a ser tu espada. Si alguna vez sintiéramos el deseo de matar, tú serías aquél cuya muerte buscaríamos. ¿Puedo decirlo claramente? Déjanos. Vete. No recibirás nada de Schwartz.

—¿Helmut? —pregunté, reconociéndolo, aunque sin saber cómo.

—Sí —respondió el hombre viejo.

—Creí que deseabas ser joven para siempre.

—Un amigo me traicionó, y me volví viejo.

Entonces se volvió de espaldas a mi, y lo mismo hicieron los otros. Pero ninguno de ellos se fue.

Y vino la oscuridad, rápidamente, como viene en el desierto cuando se pone el sol, pero pronto Disidencia pasó cruzando el cielo, arrojando poca luz pero al menos proporcionando un punto de referencia de modo que el vértigo de las tinieblas profundas no me venciera. El silencio no fue roto, sin embargo, hasta que finalmente ya no pude resistirlo más. Mis recuerdos de los meses pasados entre los Schwartz eran demasiado agudos. Me despojé de mis ropas y me tendí en la arena, y lloré.

Lloré por mí mismo, que había traicionado la confianza de la roca y había matado. Lloré por Barton, cuya inteligencia y valor en confiar en un extraño habían abierto la posibilidad de salvar al mundo. Lloré por los miles de personas por cuyo lado había pasado en mi viaje hasta aquí, ninguna de las cuales había sospechado siquiera que su destino cruzaba por su lado, que su futuro estaría muy pronto en un lado de la balanza.

Y lloré porque sabía que al final, todo aquello sería completamente fútil. Incluso cuando los Anderson hubieran desaparecido, si conseguía destruirlos, ¿cuánta libertad llegaría a haber en Traición? Los Mueller fabricarían de nuevo espadas de hierro y atacarían a sus vecinos; los Nkumai descenderían de nuevo de los árboles y avasallarían a aquéllos que solamente luchaban con madera y vidrio. Matar a los Anderson abriría un nuevo fluir de muertes sobre la tierra. Aun privado de libertad como estaba el mundo, la gente no lo sabía realmente, y se sentía en paz.

¿Quién era yo para pensar que esta paz era peor que la guerra?

El auténtico enemigo no era Anderson. El auténtico enemigo era el hierro; no el hierro para las naves estelares para escapar de Traición y regresar al resto de la raza humana. Hierro para derramar la sangre de los soldados y hacerlos morir… Eso era lo que nos estaba destruyendo. Porque, ¿qué otra elección teníamos? Si tenía algo, cualquier cosa que pudiera vender a los Embajadores a cambio de hierro, entonces una Familia se situaba en una posición de ventaja sobre todas las demás. Y por eso era necesario a cada familia proteger su independencia aplastando a todas las demás Familias que pudieran desarrollar o hubieran desarrollado algo que los Embajadores pudieran comprar.

Mientras permanecía tendido en la arena, con la cabeza apoyada sobre mis brazos, me di cuenta de que matando a los Anderson no conseguiría nada, a menos que matara también a los Embajadores. Mientras el hierro muerto pudiera ser enviado desde otros mundos para causar sangre en éste, las muertes seguirían.

—Vosotros me enseñasteis que hay hierro aquí en la tierra —dije.

No me respondieron, ni siquiera se volvieron cuando yo lloré, suponiendo probablemente que derramaba las lágrimas de la culpabilidad y de los condenados.

—¿Por qué no hay nada de este hierro en la superficie?

—Ninguna respuesta.

—Había algo de hierro en la superficie, ¿verdad? Es por eso por lo que los primeros Schwartz vinieron aquí, ¿no? La exploración geológica era suficiente para mostrar que no había aquí ningún depósito de hierro fácilmente accesible. Pero había hierro aquí, ¿verdad?

—Nadie descubrirá nunca hierro en Schwartz —dijo Helmut.

—Pero estaba aquí, ¿no? Estaba aquí, y vosotros sabíais, o vuestros antepasados sabían, lo que podía hacer el hierro, ¿verdad? Sabían que el hierro mataría. Sabían que en la lucha por la supremacía sería vertida tanta sangre que cualquier victoria carecería de sentido. ¡Es así, ¿verdad?!

Helmut se volvió hacia mi, con una extraña y retorcida expresión en el rostro.

—Nadie ha abandonado nunca Schwartz creyendo esto.

—¡Vosotros teníais el hierro! ¡Y decidisteis no utilizarlo! ¡Fue así!

Helmut se puso en pie, colérico.

—¿Así que no sabes nada? ¿No has mirado las montañas? ¿Por qué crees que nunca dejamos que llueva aquí? ¡Si dejáramos que la lluvia cayera sobre Schwartz, el óxido en las rocas sería visible a kilómetros de distancia! ¡No habría paz, ni aquí ni en ningún otro lugar del mundo! ¡Hemos mantenido oculto el hierro, y tú no traerás aquí al resto del mundo para tomarlo y matar con él!

Otros me estaban haciendo frente ahora, y ellos también parecían coléricos.

—No comprendéis. No tengo intención de decirle nada a nadie sobre eso. Deseo terminar el trabajo que empezaron vuestros padres. Vosotros vivís aquí en Schwartz protegiendo a la humanidad del hierro, pero fuera de aquí el hierro sigue derramando sangre, de todos modos. ¿Acaso no lo sabéis?

—Por supuesto que lo sabemos —dijo Helmut—. Pero no somos responsables. No es culpa nuestra.

—Vuestras manos están limpias, ¿verdad? Aquí donde el sol se mantiene siempre puro. ¡Pero vosotros no sois puros! Porque si podéis detener el sufrimiento y la muerte, y no lo detenéis, entonces, sois culpables. Es culpa vuestra.

—No podemos impedir que los hombres se maten entre ellos. Nosotros simplemente nos negamos a ayudarles.

Pero yo tenía el hilo de una argumentación, y lo seguí.

—Si vosotros me ayudáis, puedo detener la afluencia del hierro aquí. Puedo detener completamente el flujo de hierro de la República, y puedo terminar con el miedo mutuo y la competición que ha sido la causa de todas esas guerras. Pero no puedo hacerlo sin vuestra ayuda.

—Tú eres un asesino.

—¡Y vosotros también! —Los ojos de Helmut se abrieron mucho. Presioné sobre ese punto—. En Hanks, centenares de miles de personas murieron a punta de espada o por hambre cuando el país fue arrasado por los ejércitos de Gill. En la llanura del río Rebelde, centenares de miles murieron cuando los ejércitos de Nkumai destruyeron toda cosa viva que hallaron a su paso. ¿Había hecho un ejército algo así antes? ¿Lo había hecho alguna vez?

No, admitieron. Nunca.

—Y el sonido de todo ello era terrible —dijo Helmut débilmente.

—La razón de que fuera emprendida ese tipo de guerra fue el hierro. Fue debido a que Nkumai y Mueller estaban, ambos, recibiendo hierro, y parecía inevitable que uno de ellos consiguiera la supremacía entre las Familias. Pero había otra Familia, una que poseía un producto que nunca podría exportar. El Embajador nunca les daría hierro por él. Pero lo que ellos podían hacer, lo que hicieron, fue salir y tomar el hierro que habían recibido las otras Familias.

—¿Por qué debemos preocuparnos de lo que ocurre en Mueller o Nkumai? —preguntó Helmut desdeñosamente.

—Por nada en absoluto. Pero deberíais preocuparos de lo que le ocurre a la humanidad, por el bien de la roca sino por otra razón. Porque esta Familia es Anderson, y su poder es mentir… Pero no simplemente decirle a alguien algo que no es cierto, sino hacer que ese alguien lo crea, contra su propia voluntad, hasta que se sienta seguro de que la mentira es tan cierta que nunca se le ocurriría cuestionarla —y le conté de Dinte, de Mwabao Mawa, y de Percy Barton.

Helmut pareció finalmente preocupado.

—¿Y ésa es la gente que está matando a tantos?

—Ésa es.

—¿Y qué es lo que pretendes hacer? ¿Pretendes matarlos a todos?

Mi pausa fue una respuesta suficiente. La expresión de Helmut cambió a repugnancia.

—Y pretendes que nosotros te ayudemos… Tú nunca fuiste mi amigo; nunca, si es que puedes creer que seríamos capaces de hacerlo…

—¡Escuchadme! —grité, como si dando todo el volumen a mi voz pudiera hacer que sus mentes se abrieran—. Los Anderson son irresistibles. Ningún hombre puede luchar contra ellos. Esta vez han aparecido sutilmente, insinuándose en los gobiernos y mandando a gente que no se entera de que es mandada por ellos. Pero si se sienten descubiertos, pueden venir de su isla en gran número, y ningún ejército podría resistírseles, porque pueden venir con la apariencia de terribles monstruos, o invisibles en la noche, o luchar abiertamente, y mientras un hombre los ataque su enemigo puede que ya no esté donde parece que está, y cada soldado puede ser asesinado antes de que consiga hacer uso siquiera de su espada.

—Sé lo que es la guerra —dijo Helmut despectivamente—, y la rechazo.

—Claro que la rechazas. ¿Quién puede matarte a ti? Tú nunca mueres. Pero fuera de aquí hay millones que pueden morir, y cuando alguien va hacia ellos con una espada en la mano y dice: «Obedéceme o te mataré a ti y a tu esposa y a tus hijos», ¿qué crees que hará? Obedecer. Incluso si es un héroe, obedecerá, pues sabe que nadie que tenga el poder de matar y esté dispuesto a utilizarlo vencerá a sus enemigos a menos que sienta el deseo de matar. El poder de quitar la vida es el poder último en este mundo, y ante tal poder cualquier otro hombre se encuentra indefenso.

—Nosotros no somos indefensos.

—Vosotros no sois hombres. Los hombres son mortales. Tú puedes reírte de un soldado y edificar entre tú y él una pared de roca que lo mantenga alejado de ti para siempre. Tú puedes ponerte de pie sobre esta pared y contemplar cómo él y sus hijos y los hijos de sus hijos crecen, envejecen y mueren, y no comprender nunca por qué siempre están asustados. Están asustados porque la lluvia puede no caer y de esa forma, él puede morirse de hambre; porque las inundaciones o los terremotos pueden arrebatarles sus vidas sin previo aviso; pero sobre todo porque en la noche otro hombre puede llegar y blandir una espada y separarlo completamente de este mundo. ¡Están asustados de la muerte! ¿Puedes al menos imaginar lo que eso significa?

—Nosotros también nos asustamos ante la muerte —dijo Helmut.

—No, Helmut. Vosotros sentís la muerte. Vosotros lamentáis la muerte. Pero en lo que respecta a vuestras propias vidas, sabéis perfectamente bien que nadie puede amenazarlas en absoluto. La muerte es algo que le ocurre a los demás.

—¿Y debido a eso deseas que nosotros matemos gente? ¿Quieres que nosotros hagamos lo mismo?

—No, no lo quiero. Lo único que deseo es que me ayudéis a impedir que cualquiera de este planeta consiga el poder de ser irresistible. Deseo destruir a los Embajadores para que ninguna Familia sea capaz nunca más de construir armas de hierro para enfrentar a otras que tengan armas de madera. Y deseo destruir a los Anderson porque ellos, como el hierro, matan insensiblemente y no pueden ser detenidos.

—¿Y cómo seremos diferentes de ellos si matamos a aquellos cuyas acciones no nos gustan?

—¡No lo sé! Quizás haya en alguna parte del universo algún sistema de medida con el que sean juzgados los actos de los hombres, y aquéllos que matan para obtener el poder sean juzgados más severamente que aquéllos que matan a esos hombres hambrientos de poder en nombre de la libertad. Pero si no hay ningún lugar en el universo donde un hombre se resista a las violaciones de la libertad y pueda seguir llamándose un hombre de bien, entonces no creo que existan el bien y el mal en el universo, y todo esto no significa nada, ¡y eso es algo que no puedo admitir!

No había ninguna forma de convencerlos. Lo comprendí entonces. Me observaban impasibles, y me desesperé.

—De acuerdo. No puedo obligaros. Nadie puede obligaros a hacer nada —y amargamente empecé a insultarlos—. Guardáis la libertad como un bien precioso, y está en vuestras manos ayudar a los demás a ser libres, pero sois demasiado condenadamente egoístas como para tenderles una mano y hacerlos libres también a ellos. Conservad vuestra libertad, conservad vuestra inmortalidad, pero espero que llegue un momento en el que os preguntéis para qué vivís eternamente. Qué noble propósito esperáis conseguir. Porque no sois buenos para nada aquí, ni siquiera para vosotros mismos.

Y me volví y eché a andar, de regreso por donde había venido, hacia Huss y la civilización y la desesperanza. Caminé durante horas, y luego me di cuenta de que había alguien muy cerca de mí. Era Helmut, y parecía distinto. Necesité un momento para darme cuenta del porqué; era debido a que sus cabellos ya no eran blancos por la edad.

—Lanik —dijo, y su voz era más joven—. Lanik, debo hablarte.

—¿Para qué? —pregunté, sin atreverme a creer que mis palabras pudieran haber hecho efecto sobre él.

—Porque tú me quieres. Y oyéndote hablar como lo has hecho, me he dado cuenta de que yo también te quiero. Pese a todo.

Así que me detuve y me senté en la arena, y él hizo lo mismo.

—Lanik, tienes que comprender algo. No somos sordos a los demás hombres. Os oímos. Os comprendemos. Y deseamos que consigas lo que pretendes. Deseamos destruir a los Embajadores. Odiamos a los Anderson y sus asesinos y sus engaños tanto como tú… Nada es peor para nosotros que aquéllos que matan, no por cólera o por ofensa o por venganza o porque creen que es su deber, sino por provecho mezquino. ¿Puedes entender esto? Odiamos lo mismo que tú odias. Y rogamos por su destrucción.

»Pero, Lanik, no podemos hacerlo. ¿Pensaste que nuestro odio a matar era solamente una opinión, tan solo una emoción o un deseo de que no se produzcan más sufrimientos? No podemos matar. Es así de simple. Sufrimos a causa de la canción de muerte entre las rocas incluso ahora. Pero tú oíste el grito de la tierra cuando tú hiciste que la tierra matara a aquel hombre de Anderson. Tú lo oíste… ¿A qué se parecía?

—Era lo peor del mundo —respondí honestamente.

—Bien, Lanik. Tú posees una habilidad mayor con la tierra que cualquiera de nosotros. Te lo dijimos hace años, antes de que te fueras. Y así oíste ese grito mucho más claramente que cualquiera de nosotros haya podido oírlo nunca.

»Pero si nosotros acudiéramos a destruir Anderson, deberíamos hacer que la isla fuera tragada por el mar y por la tierra, borrarla completamente de la superficie, y sabes tan bien como yo que esto es algo que ninguno de nosotros, solo, puede hacer.

Asentí.

—Esperaba que el consejo…

—Ése es el problema, Lanik. El consejo es una colección de individualidades. Todas débiles, como yo. Juntas, podemos retorcer y darle la vuelta a la tierra de una forma que ni siquiera podrías imaginar. Podemos hundir Anderson en el mar en un momento. Podemos erigir una cadena de montañas que vayan de un extremo a otro del mundo en una hora. Podemos, si fuera necesario, tomar todo este planeta y separarlo de su órbita hasta que fuera más frío o más cálido, hasta que estuviera más lejos o más cerca del sol.

»Pero si tuviéramos que matar a todos los Anderson hundiendo la isla bajo el mar, el grito que oíste de un solo hombre se oiría multiplicado cientos de miles de veces. ¿Puedes imaginar lo que eso representa? Y esos cientos de miles de gritos tendrían que ser soportados por apenas trescientos o cuatrocientos de nosotros. Cada uno debería soportar un grito centenares de veces más terrible del que tú oíste. Y peor aún; debido a que estaríamos unidos, tendríamos que haber penetrado más profundamente en el corazón de la tierra de lo que tú nunca has horadado, y pese a todo seguiríamos siendo individuos, y allá donde la voz de la roca es más fuerte, seríamos individualmente menos capaces de resistirlo. El grito penetraría en nosotros mucho más profundamente, y seríamos ahogados por él tan seguramente como el mar ahogaría al pueblo de Anderson.

»¿Comprendes, Lanik? Hacer eso podría destruirnos. ¿Y quién controlaría entonces la cólera de la tierra? ¿Quién absorbería el odio de las rocas? ¿Quién lo controlaría? Nadie. Podríamos destruir la tierra debido a que ya no seríamos capaces de contener su furor. Es por eso que no podemos aceptar lo que propones.

No había pensado en aquello. No había comprendido el precio que pudieran haber tenido que pagar.

—De acuerdo. Haré todo lo que pueda sin vuestra ayuda. Me puse en pie para irme. Helmut se puso en pie también, y tras mirarlo directamente a los ojos durante un momento, le di la espalda.

—Lanik —dijo.

—¿Sí?

—Ellos me pidieron que te dijera el medio.

—¿El medio de qué?

—El medio de conseguir lo que deseas.

Me volví y lo miré fijamente.

—Acabas de decir que es imposible…

Sacudió la cabeza, y las lágrimas brotaron de sus ojos.

—Dije que era imposible para nosotros. Pero hay otro medio y no deseo comunicártelo, Lanik, por miedo a que puedas aceptarlo, porque puede destruirte. Y te quiero, y no deseo que resultes destruido.

—Si hay un medio, Helmut, lo emplearé, aunque me destruya. Dios sabe que cualquier otra alternativa me destruirá igualmente.

—¿Tan poco amor sientes hacia tu propia vida?

—Helmut, tú no puedes saber, tú nunca has estado solo como lo he estado yo, pero en mi soledad he descubierto algo. Que estoy pasando invisible por el mundo. Incluso cuando la gente me ve o me habla, es como si yo no existiera, es como si yo no tuviera derecho a existir. He pasado una y otra vez por sus tierras y no me han visto. He actuado y actuado y actuado y nada señala ninguna diferencia en el mundo. Pero ellos me tocan. Hay una familia en las colinas de la parte más pobre de Britton, y ellos me necesitaron, y su extrema necesidad se convirtió en la cosa más importante de mi vida. Hay una mujer congelada en el tiempo junto a un lago en Ku Kuei, y ella me necesita, pero tuvimos que separarnos, y si pudiera hacer algo para arrancarla de la muerte eterna a la que se ha abandonado lo haría. Y un hombre que no era tan viejo como para morir se dejó morir en Ku Kuei, y cuando murió me di cuenta de que la mitad de él era yo, y esa mitad murió con él, y la otra mitad de mí nunca dejará de lamentarse. Es por eso que lo haré, Helmut.

En otros tiempos y en otros días, tanto antes como después, no habría podido pronunciar esas palabras. Héroes y víctimas son con mucho el producto del estado de ánimo en que se encuentran cuando se presenta la oportunidad o cuando las circunstancias han alcanzado su peor nivel, y si no hubiese andado tres mil solitarios kilómetros sólo para encontrarme con el rechazo y la desesperación, no sé si habría podido decirlo tan fácilmente. Pero lo dije, convencido de lo que decía:

—Es por eso que lo haré, Helmut.

Helmut me abrazó y me explicó:

—Cuando actuamos juntos, no vamos todos al interior de la tierra. Podemos enviar a uno, solamente. El permanece tendido entre las rocas y canta todas nuestras canciones con su voz, y oye todas las canciones de la tierra con su corazón. Puede ser algo muy gozoso, y honramos a nuestros más grandes hombres enviándolos por nosotros en tales ocasiones. Puede ser doloroso, y también enviamos a nuestros más grandes hombres para demostrar nuestra confianza en ellos a través del dolor que reciben por todos nosotros. Pero no hay ningún hombre entre nosotros que pudiera soportar esto. De modo que no podemos enviar a ninguno de nosotros dentro de la tierra. Tú, en cambio, eres más fuerte que cualquiera de nosotros. No sabemos cuánto más fuerte. Pero si tú entras en la tierra por nosotros, podemos esperar que sobrevivas. Y si tú mueres, y la furia de la tierra continúa, nosotros seguiremos vivos para contenerla y para mantener a salvo al mundo.

Permanecimos tendidos juntos en la arena, todos con los brazos abiertos; yo permanecía en el centro, hecho un ovillo, y mientras me hundía en la arena los sentí unidos a mi, uno a uno, hasta que todas sus canciones estuvieron resonando en mi mente, y la arena me tragó y me llevó hacia abajo.

Siempre hasta entonces me había detenido en el lecho de roca. Pero ahora simplemente la roca se ablandó y onduló a mi alrededor, como un barro frío, para cerrarse de nuevo sobre mi rostro. Y cuanto más descendía más cálida era la roca y más rápido parecía caer, hasta que el calor fue tanto como el que podía soportar, en incluso cuando me detuve la roca burbujeó y se retorció a mi alrededor.

Con el conocimiento de los centenares de Schwartz sobre mí, encontré fácilmente la isla Anderson, esta vez no la aberración de la superficie sino el borde emergido de una plataforma de roca que flotaba en un mar de granito fundido. El flujo era increíblemente lento, pero una vez encontrada la isla empecé a drenar el magma de debajo de ella.

El efecto fue lento allí donde yo estaba trabajando, por supuesto, pero el daño en la superficie surgió al primer instante. La roca se hundió bruscamente, y cada edificio y cosa viva sobre la isla se derrumbó al suelo. Y entonces, mientras la roca seguía cayendo, el mar se precipitó desde ambos lados y se unió en una gran ola en mitad de la isla, a lo largo de su eje norte-sur.

Y debido a la interrupción de la plataforma de la roca, el ardiente magma brotó a la superficie, golpeando el océano y saltando hacia arriba hasta surgir al aire libre, arrojando cenizas ardientes y vapor y lava fuera del océano. El agua hirvió, y cualquier cosa viva en aquella parte del mar resultó muerta mientras miles de hectáreas de mar se convertían en vapor.

Todo aquello ocurrió debido a que yo, con la fuerza de todos los Schwartz que me sostenían, había obligado a la tierra a actuar. Y la tierra, ignorante del tiempo y por ello de las consecuencias, obedeció. No fue hasta que los gritos de muerte empezaron que la tierra se rebeló, y en aquel momento los Schwartz me abandonaron. Ahora tenían que trabajar para impedir que la tierra se desgarrara, para impedir que la corteza de la tierra se desembarazara de aquella irritante vida que tanta agonía y tan poca alegría le había ocasionado. Tenían que dominar la marea de roca fundida que amenazaba con abrirse camino hasta la superficie en todos los lugares que habían experimentado el temblor cuando la isla cayó.

Pero yo no sabía nada de su trabajo. Tenía otros asuntos entre manos, porque la tierra estaba gritando ante la muerte de medio millón de hombres, y yo era el único oyente.

Indudablemente, muchos de aquellos que habían muerto eran inocentes. Ésos eran los que iban a atormentarme a partir de entonces… Los pescadores que pescaban inocentemente en la bahía de Britton cuando la enorme ola golpeó la orilla; la gente en los altos edificios en Hess y Gill e Israel que resultaron muertos cuando las estructuras no pudieron soportar la onda de choque procedente de Anderson; y la gente en el propio Anderson que, aunque fueran simuladores, no eran asesinos y deseaban solo el bien de los demás.

Y para la tierra, además, no había distinción entre inocentes o culpables, entre aquellos cuyas muertes no tenían ninguna finalidad y aquellos otros que tenían que morir si la humanidad en Traición debía alcanzar algún significado. Todas las muertes eran iguales, y las rocas rugieron horriblemente como diciendo: «¡Creímos en ti, te dimos poder, te obedecimos, y tú nos usaste para matar!». Las rocas parecían gritar: «¡Traidor!», mientras el calor barría mi cuerpo arriba y abajo. Y en un momento perdí todas las amarras, todas las conexiones con la realidad, todo el sentido del tiempo, y mientras que el grito del hombre al que maté en Anderson repercutió durante apenas unos segundos, esta vez el grito de la tierra duró eternamente.

No tenía fin porque no existía tiempo, y durante una infinidad sentí una agonía de infinita magnitud y deseé tan sólo una cosa. No morir, porque la muerte solo habría añadido un grito más a la piedra, sino más bien ser aniquilado, no haber existido nunca porque mi vida había alcanzado aquel punto, y aquel punto era inalcanzable, insoportable, imposible.

—Traición —gritó la tierra eternamente.

—Perdóname —imploré.

Y cuando aquella infinitud terminó, la roca me escupió, la arena me vomitó hacia arriba, y me vi proyectado al aire y lanzado a las estrellas.

Ascendí, y luego la ascensión se detuvo, y empecé a caer hacia la tierra, y era la misma sensación que había tenido cuando franqueé el precipicio en la oscuridad antes de que saliera Disidencia, y me pregunté si la arena me recibiría después de todo o si esta vez golpearía la superficie y simplemente se detendría, esparciendo mi sangre para que empapara la arena y dejando que el sol secara mi carne y la convirtiera en un pellejo y luego en polvo.

Y mientras aún estaba en el aire, exulté. Aunque muriera ahora, había realizado el primer y más importante trabajo, y había sobrevivido a él, aunque fuera solamente por poco tiempo; había oído el más terrible grito de la tierra, y había sobrevivido.

Pero mientras caía escuché y me di cuenta de que el grito no había terminado. Podía seguir oyéndolo. Lo oiría para siempre. Lo oiría ahora. Nunca terminaría.

Alcancé la arena, que cedió bajo mi peso, me recibió y me hundió lentamente en ella, y finalmente quedé tendido de nuevo en la superficie de la tierra, en reposo, aunque nunca volvería ya a estar en paz. La tierra nunca me perdonaría (la roca nunca podría perdonarme) por haber traicionado su confianza. Pero aunque no me perdonara, aún podía seguir soportándome. Podía soportar mi vida. Tanto tiempo como deseara mantenerme con vida, la tierra me permitiría vivir.

Los Schwartz estaban tendidos a mi alrededor. Tras un largo tiempo me di cuenta de que estaban llorando. Y entonces, extrañamente, recordé a Mwabao Mawa cantando la canción de la mañana desde su alta percha en Nkumai. La melodía resonaba interminablemente en mi cabeza. Y por primera vez comprendí la inquietante belleza de la canción. Era la canción de un asesino que desea morir. Era la canción de la justicia por la que se aspira pero que aún no se ha cumplido.

Y la enorme nube de vapor que había brotado del mar en dirección al cielo tras el hundimiento de Anderson llegó sobre Schwartz, y por primera vez en un milenio llovió, y el agua tocó las montañas ricas en hierro, y el agua cayó sobre la arena y la enfrió, y el agua se mezcló con las lágrimas en los rostros de la gente de Schwartz y borró y lavó su llanto, y Helmut se puso en pie y caminó hacia mí entre la lluvia y dijo:

—Lanik, has sobrevivido.

—Sí —dije, porque lo cierto era que él decía: «Lanik, te quiero y aún estás con vida», y yo estaba realmente diciendo: «Helmut, te quiero y aún estoy con vida».

—Hemos hecho lo que hicimos —dijo Helmut—, y no lo lamentamos porque era necesario aunque no fuera bueno. Pero incluso así, te pedimos que te vayas. No te echaremos porque sin ti pudieron haber ocurrido cosas peores, pero por favor, Lanik: déjanos y no vuelvas nunca.

—Aún tengo trabajo que hacer.

—Lo sé. Espero que algún día puedas lavar la sangre de tus manos.

—Guardad vuestro hierro. Que permanezca seguro. No lo dejéis oxidarse.

Sonrió (una horrible sonrisa en aquel momento, y sin embargo tan sorprendente y refrescante como la lluvia), y me abrazó y dijo:

—Pensaba que me habías traicionado cuando te fuiste la otra vez. Simplemente no comprendí, Lanik. Pensaba que si yo confiaba en ti, eso significaba que tú siempre actuarías de la forma en que yo deseaba que lo hicieras. Creo que quizá volveré a ser joven después de todo, y dejaré que algún otro sea el portavoz. Ya he tenido suficiente responsabilidad para toda una vida.

—Y yo para diez —respondí, y él me besó y me abrazó y luego me dijo adiós.

Caminé hacia el este, hacia Huss, y en algún lugar a lo largo del camino encontré mis ropas, cuidadosamente dobladas y colocadas de modo que las encontrara, y sobre ellas mi cuchillo. Era la bendición de los Schwartz, la absolución por anticipado de todas las muertes que aún tenía que cometer, y me vestí con las ropas y sujeté el cuchillo de hierro en mi mano, y penetré en tiempo rápido, y durante los siguientes tres días de mi propio tiempo no hablé con nadie ni oí la voz de nadie, y pasé mi tiempo caminando entre asesinos, escuchando el grito de los agonizantes y los muertos y escuchando el grito de la tierra y sabiendo que algún día los encontraría a todos, y estarían todos muertos, y entonces no tendría que volver a matar nunca más.

Maté a Percy Barton de buen grado, porque aquella vieja mujer había engañado y asesinado a mi amigo. Pero su voz sigue atormentando mi alma tan fuertemente como la de Mwabao Mawa, que, aunque ella (no, él, un hombre blanco calvo que gobernaba una nación de orgullosos e ignorantes negros) hubiera sido una ilusión, había cantado la maravillosa canción de la mañana. No había ninguna distinción. Los odiados y los amados morían igual, y en último término mi cuchillo no penetraba más fácilmente en la garganta de Percy Barton que en la de Mwabao Mawa.

Terminar con los Embajadores era más fácil, ya que la tierra no elevaba protesta alguna por esas muertes. Eran máquinas. Ya muertas. Y todo lo que tenía que hacer era romper el sello donde decía: «Atención, cualquier intento de manipulación dará como resultado la destrucción de esta máquina y la muerte de cualquiera que se encuentre a 500 metros a la redonda», y luego alejarme en tiempo rápido antes de que se produjera la explosión.

Ejecuté mi labor siguiendo un camino radial a partir de las ruinas de los territorios que bordeaban Anderson, visitando cada capital de cada Familia para asegurarme de que descubría a todos los Anderson y terminaba con todos ellos, y para asegurarme de que no sobrevivía ningún Embajador. Puesto que trabajaba en el más acelerado tiempo rápido que podía conseguir, todo eso me tomó una semana de tiempo real. Estaba por delante de cualquier mensajero. Por lo que llegaron a saber los habitantes del mundo, un azote repentino extirpó a todos los gobernantes de su mundo, y también a los Embajadores. Me pregunté qué pensaría la gente, cuando hallara el cadáver de una vieja mujer en el trono de Percy Barton. ¿Establecerían alguna conexión? ¿O siempre se preguntarían quién era aquella a la que habían encontrado, mientras jamás llegarían a saber por qué o dónde había desaparecido su rey?

No tenía ninguna utilidad llevar un calendario durante mi largo viaje de asesinato. A su término, una semana después de empezarlo, tenía, por lo que podía calcular, unos veinticuatro años de edad. Cuando mi padre tenía veinticuatro años yo ya vivía, y él había jugado conmigo por la mañana, y por la tarde se había ido y había conducido a sus hombres a la batalla. Yo no tenía ningún hijo, pero tampoco podía llevar el peso de mis muertes en mi alma tan ligeramente como lo había hecho mi padre. Él no conocía nada mejor, y creo que el matar hizo de él un buen rey. Yo ni siquiera había gozado de un asomo de los atributos reales, y sabía exactamente lo mucho que pesaba una muerte. Tenía veinticuatro años en edad, pero mi corazón estaba insoportablemente viejo, y mi cuerpo estaba agotado por tanto peso.

Había un lugar, sin embargo, donde aún no había ido, y cuando todos los demás Anderson y todos los demás Embajadores estuvieron muertos, quedaba todavía alguien a quien matar: el que había sido mi hermano Dinte; el que había destruido a mi padre; el que me había robado la herencia; el hombre al que había odiado y con el que había rivalizado y por el que había sido ofendido durante todos nuestros años juntos; el que, inexplicablemente, seguía siendo mi hermano pese a que sabía muy bien que realmente no lo era. ¿Podría realmente Lord Barton haber matado al hombre que antes había creído que era su hijo? ¿Podría yo realmente matar a Dinte? Había tenido la oportunidad una vez antes, en la puerta junto a la muralla cuando me atacó, y en vez de matarlo simplemente le abrí la garganta, sabiendo que su herida curaría rápido.

Esta vez, sin embargo, no lo vería bajo la forma de mi hermano. Esta vez vería a un extraño, y podría matar al extraño. Desearía matar. Y así llegué finalmente a Mueller-sobre-el-Río, y por primera vez en años entré en una ciudad abiertamente, no oculto en tiempo rápido. Yo era Lanik Mueller, y aquel lugar había sido mi hogar, y fuera o no bien recibido allí, deseaba entrar abierta y orgullosamente y declarar al fin, ahora que todos los demás estaban muertos, el trabajo que estaba haciendo y el que había hecho. El mundo había pensado que Lanik Mueller había sido un monstruo cuando realmente aún no lo era. Pero ahora que sí, lo era, deseaba que todos lo supieran. Incluso aquellos considerados como malvados desean que sus hazañas sean conocidas.

Penetré en la corte donde Dinte se sentaba en el trono y avancé firmemente hasta el centro del salón, y aunque muchos no me reconocieron, pues incluso aquéllos que me habían conocido me habían visto por última vez como un muchacho de quince años, supieron quién era cuando el susurro «Lanik Mueller» corrió por toda la estancia y todos los ojos se clavaron en mí, y por un momento nadie se atrevió a actuar.

Mi hermano Dinte se puso en pie en el trono y tendió rígidamente los brazos, y con una voz anormalmente fuerte dijo:

—Bien, hermano. ¿Has venido finalmente a tomar tu trono? —y se apartó a un lado para dejarme sentar donde por derecho debía sentarme, y ordenó a la gente reunida allí que se arrodillara mientras yo subía al estrado. Se arrodillaron. Y Dinte aguardó, sonriendo, dándome la bienvenida.