12. ANDERSON

La ola no me dio tiempo para nada. De inmediato fui proyectado contundentemente contra las rocas de la costa, y una nueva ola vino detrás y me aplastó con brutalidad. Golpeé las rocas con un desagradable crujir de huesos, y luego fui levantado de nuevo para ser aplastado otra vez más.

El dolor en mi astillada pierna derecha era insoportable. Por primera vez en mucho tiempo me enfrentaba con una fuerza de la naturaleza a la que no podía dominar, y temí por mi vida. Mi padre había muerto rompiéndose la columna vertebral en el agua, y mientras descendía contra las rocas por segunda vez, mis ansias por sobrevivir pudieron superar la situación y entonces me arrastré en el agua hacia la orilla, me agarré a una roca, pero la ola que me había golpeado me arrastró de nuevo hacia atrás, lo cual me hizo perder mi presa.

La tercera vez fui capaz de sujetarme con la fuerza suficiente, y arrastrarme lejos de las olas. Las salpicaduras me empapaban de nuevo cada vez que una ola llegaba a la orilla —lo que se estaba produciendo al parecer a cada segundo, o dos—, pero estaba relativamente a salvo. Aguardé durante varios minutos a que mi pierna empezara a sanar tanto como para que, si era necesario, pudiera apoyarme en ella para andar. Y cuando comprobé que podía soportar mi peso, empecé a gritar.

—¡Socorro! —aullé por encima del estrépito de las olas. Inútil. Nadie podía oírme. Tenía que acercarme a la cabaña y alejarme del mar. Trepé no muy ágilmente entre las rocas. Fue entonces cuando la vi, una chica que no podía tener más de veinte años, vestida con unas ropas sencillas que le llegaban solamente hasta las rodillas. Era graciosamente hermosa, y la ligera brisa agitaba su negro cabello. No era el momento más adecuado para enamorarme, pero inmediatamente me sentí atraído hacia ella. Atraído por primera vez por una mujer desde que había dejado a Saranna en Ku Kuei.

Grité de nuevo, y ella descendió delicadamente entre las rocas hasta llegar a mi lado. Sonrió; le devolví la sonrisa, pero dejé que el dolor que sentía fuera claramente apreciado. Tropecé —no me fue muy difícil—, y ella me condujo hasta arriba. Y mientras me llevaba hasta su casa balbuceé una historia acerca de haber sido atrapado por la corriente del Embudo, mientras mi padre y yo pescábamos en un bote; añadí que estaba seguro de que mi padre se había ahogado, puesto que el palo del bote se había roto y lo había golpeado en la cabeza. Ella me dijo a su vez que el mar le había arrebatado también a su viejo padre de las rocas no hacía aún tres años, y que ella seguía luchando para mantener su rebaño de ovejas y preservar su independencia.

—Seguro que no habrán de faltarte proposiciones de matrimonio —dije.

—No —respondió cautamente—. Pero estoy esperando.

—¿… qué? —pregunté.

—Al hombre adecuado, por supuesto —dijo festivamente, y luego me condujo hasta la casa.

Desde lejos, cuando vi por primera vez su casa, no me di cuenta de las flores que crecían por todas las paredes. Formaban un agradable contraste en aquel lugar desolado, y sentí que la muchacha me gustaba cada vez más. Me ofreció comida, mostrándome un guiso frío que podía calentar rápidamente.

Antes de que pudiera decir nada la tierra empezó a estremecerse y fui derribado al suelo. Había oído lo suficiente sobre temblores de tierra como para saber que el interior de una casa no era un buen lugar para guarecerse durante uno de ellos…

Así que gateé hacia la puerta y me puse a contemplar cómo la tierra se elevaba de manera evidente y en el suelo se abría una grieta, a no más de diez metros de distancia…

Era amplia.

La tierra rugió constantemente mientras se abría y cerraba una y otra vez.

Y luego el temblor pasó, y me puse en pie, avergonzado, y me sacudí las ropas. Estaban aún mojadas del agua del mar… El barro se había pegado a ellas.

—Lo siento —dijo la muchacha, y me di cuenta de que parecía más contrariada que asustada por el temblor—. El tiempo es tan malo aquí…, entre la tierra, el cielo y el mar —y como para corroborar su opinión, el cielo, que hasta hacía un momento había permanecido sin nubes, empezó bruscamente a dejar caer una lluvia torrencial mientras las nubes rodaban sobre nuestras cabezas de horizonte a horizonte.

Las flores estuvieron rápidamente empapadas, y parecieron erguirse un poco más.

—Tus ropas —dijo—. Puedo lavar todo este barro, si quieres quitártelas. Y también la sal del mar.

Supongo que mi rubor fue convincente… De todos modos, estaba convencido. Ella parecía tan inocente y tímida que era imposible no acompañarla en su timidez.

—No llevo nada debajo —admití.

—Entonces ven al dormitorio… Tengo dos habitaciones, ya sabes… Y pásame las ropas. Las lavaré mientras se calienta el guiso.

No me hice de rogar. Me saqué los pantalones y la camisa, recuerdos de Glain y Vran y Humping, y se los alcancé, luego me eché en la cama (que era sorprendentemente blanda… ¡Un lujo como en Mueller, aquí, en un país de pastores!), desnudo, brazos y piernas abiertos, para secarme y relajarme. Me sentí bien, tras un mes de constante viajar y las agotadoras últimas horas con el mar.

Y me dormí.

No estoy seguro de qué fue lo que me despertó. No podía haber dormido mucho… El cielo apenas había cambiado, y seguía negro por las nubes, aunque no era de noche. El olor del guiso invadía fuertemente la casa. Y entonces se abrió la puerta.

Ella se detuvo en el umbral, desnuda. Su cuerpo era joven; dolorosamente me recordó el cuerpo de Saranna cuando ambos éramos jóvenes en nuestros quince años, antes de que abandonara Mueller, hacía tanto… Deseé a aquella muchacha. Y por su sonrisa, supe que ella deseaba que yo la deseara.

Deseaba que yo la deseara. ¿Era la timidez de la muchacha lo que me había hecho enrojecer?

Algo no encajaba. Muchas cosas no encajaban. Mientras entraba en mi habitación y se arrodillaba en la cama, me di cuenta de lo terriblemente improbable que era que una criatura tal pudiera vivir sin ser molestada en un aislamiento como aquél, tan cerca de la costa. Me di cuenta de lo extraño que resultaba que las nubes y la lluvia surgieran de la nada, que no la hubiera asustado un temblor de tierras que casi estuvo a punto de derribar la casa, y que siendo dulce y tímida estuviera ahora arrodillada a horcajadas sobre mi cuerpo, con los brazos cruzados sobre el pecho.

Salté rápido a tiempo. El cuchillo estaba sólo a un palmo de mi garganta. Y la muchacha desnuda era ahora un viejo feo y horrible, con quizá la expresión más depravada y llena de odio que hubiera visto jamás en un rostro humano. Sus ojos eran hundidos y acuosos, su rostro demacrado por la pobreza. No había ninguna duda acerca de lo que estaba buscando. Su esquelético cuerpo gritaba pidiendo carne. En comparación con él, yo estaba gordo.

La cama donde estaba tendido no era blanda tampoco… Era una tabla, y tan dura e incómoda que cuando me deslicé torpemente por entre sus piernas ni siquiera se agitó. Y luego me detuve allá en pie por un momento, preguntándome qué hacer. La puerta de la cocina seguía abierta. Fui hacia ella y descubrí que el cazo, en lugar de estar lleno con un guiso caliente, estaba en realidad vacío y oxidado por la falta de uso. Ninguno de los detalles interiores que habían hecho que aquel lugar pareciera acogedor era real… Las paredes estaban construidas con bastante hierba y fango, el suelo estaba sucio, y había inmundicias por todas partes.

La suciedad, de hecho, era indescriptible. Era como si, debido a que el hombre podía elegir vivir en una ilusión, no le preocupara hacer que su entorno real fuera ni siquiera tolerable. ¿Realmente lo engañaban sus ilusiones incluso a él? Quizá. Entonces me di cuenta de que llevaba puestas mis ropas, y no pude encontrar rastro alguno de las suyas. ¿Había estado desnudo antes? Su pobreza era consternadora. Nunca había visto a un ser humano que viviera en salvajismo relativo tal, fuera de Schwartz. Y allá la pobreza tenía dignidad, puesto que realmente los Schwartz poseían toda la tierra.

Afuera, incluso las flores se habían convertido en zarzas y hierba gris y polvorienta. Y la choza estaba completamente ladeada, como a punto de caer. No había huella de ninguna grieta en la tierra, y la lluvia, como el terremoto, habían sido una ilusión.

No quedaba pues ninguna duda de que Anderson era el lugar que estaba buscando. Y no había duda de que mi decisión era correcta. Si había un lugar opuesto a lo que el mundo debía ser, ese era Anderson: todo allí parecía hermoso, cuando en realidad era deplorable y escuálido y mortal.

Regresé a la casa, de vuelta al minúsculo cobertizo que en la ilusión era un dormitorio, y retiré el cuchillo de la mano del viejo. Luego me deslicé a tiempo real. Se convirtió de nuevo en una muchacha, pero repentinamente se envaró y se sujetó una mano con la otra debido al dolor que le había producido al arrancarle tan rápidamente el cuchillo. Miró hacia donde estaba yo, y su rostro registró la sorpresa. Le lancé una firme patada en la ingle, y repentinamente la muchacha fue un hombre viejo que se retorcía en el suelo.

—¿Quién eres? —preguntó—. ¿De qué sueño sales?

—Del tuyo —dije.

Después de recuperarse algo del dolor, dijo aviesamente:

—Prefiero los sueños que tengo mientras duermo. Pensé que eras real, por la forma como te asustó el terremoto.

Me incliné con el cuchillo de madera en la mano y golpeé su garganta con la punta. Y entonces, repentinamente, sus manos rodearon mi cuello por detrás. Me maldije a mí mismo por mi estupidez y me lancé a tiempo rápido. El hombre desapareció del suelo frente a mí y ahora estaba inclinado sobre mi espalda, intentando estrangularme. Rompí su presa, luego me situé a mi vez tras él. Tan pronto como estuve de nuevo en tiempo real, lo sujeté fuertemente y lo empujé fuera del dormitorio en dirección a la cocina. Gritó durante todo el trayecto…, le había roto todos los dedos al soltarme de su presa en tiempo rápido.

Pero las ilusiones se extendían incluso al sentido del tacto, y de pronto estuvo de nuevo tras de mí, esta vez con el cuchillo, esta vez clavándomelo por detrás en los riñones. Pero ya estaba cansado de dolor, de modo que en vez de intentar luchar con él eché a correr fuera de la casa. Instantáneamente se produjo un temblor de tierra. Necesité de una tremenda fuerza de voluntad para avanzar directamente hacia la grieta que se abría frente a mí, pero la crucé. Era tierra sólida. Y entonces, apenas a una docena de metros de la casa, me dejé caer al suelo, y tan rápidamente como pude forcé un temblor de tierra que se tragó la casa en un enorme derrumbe.

Permanecí tendido en la superficie de la tierra, que se sacudió debajo. Pero no era el temblor que pasaba a través de mí como un rastrillo a través de un fino suelo. Era el grito de la muerte; no el grito de un hombre muerto por un arma en la batalla, no el grito de los incontables hombres y mujeres y niños arrebatados por la enfermedad o el hambre o el fuego o la inundación. Era el grito de alguien muerto por la tierra, contra la voluntad de ella… Y el grito fue amplificado un millar de veces hasta llenarme por completo, y entonces yo también grité.

Grité hasta que mi voz ya no pudo llenar mis oídos. El dolor no era físico. Cuando terminó, no había ningún sufrimiento residual en mis músculos ni ninguna tensión que no pudiera relajar. El dolor era en aquella parte de mí que había estado en comunión con la tierra, y mientras me desgarraba me pregunté, brevemente, si podría llegar a morir a causa de él.

No morí a causa de él. Pero cuando mi propio grito se hundió en el silencio y miré y vi que la tierra se había cerrado de nuevo, sin dejar ningún rastro de la casa y sus tristes e inexistentes flores, no deseé hacerla resurgir, hacer resurgir a aquel horrible hombre viejo; deseé que su vida continuara aunque su yo no pudiera seguir viviendo. Merecía morir aunque nada merece la muerte, y podría haberme vuelto loco en aquel momento, necesitando que la casa y el hombre y la vida regresaran y sabiendo que habían tenido que ser destruidos, excepto que por alguna razón pensé en mi padre hinchado por el agua del lago; pensé en los miles de soldados y civiles de la llanura del río Rebelde asesinados o dejados sin hogar cuando los de Nkumai, conducidos por un simulador de Anderson habían devastado y saqueado su camino a través de la tierra. Pensé en el millón de muertos que habían causado y que podían aún causar, y aquel equilibrio, aquel sentimiento de la suprema razón de la destrucción de Anderson, preservó mi cordura y me permitió levantarme del suelo y echar a andar, débil y vacilante, hacia las rocas que descendían hasta el mar.

Pero las preguntas no habían sido tan fácilmente contestadas. Había oído el grito de la tierra al verse obligada a ser cómplice de una muerte, aunque fuese una muerte justa. Aquello iba a desgarrar para siempre la estructura de mi alma. Jamás hasta entonces había creído que tuviera un alma, y ahora que la había visto desnuda me dolía más profundamente que cualquier otra parte de mí.

Y conocí la aflicción durante todo el camino cruzando el agua; durante todo el camino en tiempo rápido de regreso a Gill; durante todo el camino hasta que llegué al prostíbulo y subí las escaleras, y descubrí el cuerpo de Lord Barton cortado en docenas de trozos pequeños, casi pudriéndose ya en el calor que penetraba por la ventana orientada al sur.