11. GILL

El sirviente de Lord Barton, Dul, había llegado a Gill antes que yo. Aquello era previsible. Lo que yo había olvidado era que si Dul oyó lo suficiente de nuestra conversación como para intentar envenenamos, también oyó lo suficiente como para saber que yo era Lanik Mueller.

¿Le habían creído? ¿Habían podido sospechar que Lanik Mueller había sobrevivido, había salido de Ku Kuei? Quizá lo dudaban por ahora, pero cuando la noticia llegara a Mwabao Mawa, ya no habría ninguna duda. Ella recordaría haberme visto, y entonces estarían seguros.

Por el momento se trataba de una cuestión académica, sin embargo. Lanik Mueller, o Bebelagos, o el Hombre-del-Viento, había descubierto la existencia de los simuladores y debía ser destruido. No hubo ningún juicio… Los soldados me reconocieron por mi descripción apenas crucé la puerta de la ciudad portuaria de Gill, y fui detenido para ser ejecutado.

Si me mataban de una forma equivocada, podía ser desastroso… Yo podía morir realmente si me cortaban la cabeza o me quemaban vivo. Estaría más allá de mis habilidades salvarme, y en tales circunstancias tendría que escapar antes de que llevaran a cabo la ejecución; y los únicos métodos para escapar de que disponía eran demasiado demostrativos de mis habilidades como para despertar la alarma entre los simuladores.

Tuve suerte. Las ejecuciones en Gill se efectuaban mediante pelotones de arqueros. Las flechas no representaban ningún peligro para un Mueller, a menos que acertaran directamente al corazón… Y como rad que había sido, aunque ahora estuviera sanado, una flecha en el corazón tampoco me preocupaba demasiado.

Los soldados eran realmente delicados. En Mueller toda persona —extranjero, esclavo o ciudadano— tenía derecho a ser oído. En Gill, aparentemente, los extranjeros quedaban exentos de ese rito en particular. Fui arrestado, paseado en carreta por las calles de Gill (la gente disponía al parecer de frutas y vegetales podridos para arrojar como regalo de despedida a los que ocupaban la carreta de las ejecuciones), y colocado frente a un gran montón de paja, dispuesto evidentemente para que las flechas que fallaban no se perdieran o estropearan.

Los arqueros parecían aburridos, y quizás un poco irritados. ¿Sería su día libre? Se alinearon despreocupadamente, seleccionaron sus flechas. Eran una docena, y todos parecían competentes. El capitán de la guardia, que me había escoltado hasta la plaza de la ejecución, alzó su brazo. No hubo preliminares, ninguna última palabra, ninguna comida final (un desperdicio de comida, por supuesto), ningún anuncio sobre de qué infiernos se suponía que era culpable. Cuando bajó su brazo, las flechas partieron con una notable uniformidad y una certera puntería… Todas vinieron a parar a mi pecho, y aunque dos fueron detenidas por las costillas, las demás penetraron; cuatro traspasaron mi corazón y el resto se distribuyó por mis pulmones.

Dolió. Y aunque yo sabía que no necesitaba respirar y que mi corazón sanaría tan pronto como me arrancara las flechas, mi cuerpo consideró que estaba muerto y se derrumbó.

Ponerme en pie y arrancarme las flechas en ese momento no habría sido prudente. Así que me decidí por pasar a tiempo lento…, un tiempo lento moderado, que me dejara rígido para ellos, mientras que su transporte de mi cuerpo fuera doloroso pero no intolerable. Calculé que probablemente dispondrían de mi cuerpo en los siguientes quince minutos —no mostraban tendencia a perder el tiempo—, lo cual representaría para mí unos tres minutos de tiempo subjetivo…, dejándome unos pocos segundos para arrancarme las flechas y sanar antes de que mi cuerpo se debilitara por la pérdida de sangre. Podía vivir cierto tiempo sin respirar, pero la sangre tenía que fluir.

Siguieron la ceremonia acostumbrada, y por un terrible momento, cuando era llevado cerca de un homo, temí que practicaran la cremación. Sin embargo, me arrojaron a un agujero en el suelo, y tan pronto como casi fui cubierto de tierra a paladas, pasé a tiempo real, aparté la suficiente tierra como para poder extraerme las flechas, y permanecí allí durante unos pocos minutos mientras las heridas iban regenerando. Cuando me sentí suficientemente bien, de nuevo regresé a tiempo lento —no era cuestión de intentar resistir horas encerrado en una tumba, si podía evitarlo—, y no salí hasta que hube estimado que ya había anochecido.

Era casi el amanecer. Desperté la tierra a mi alrededor, y me elevó reluctantemente hasta la superficie. Abrí los brazos, y la tierra adquirió de nuevo firmeza bajo mi cuerpo. Miré a mi alrededor para saber si había sido observado. No lo había sido.

El cementerio, como la plaza de ejecuciones, estaba cerca del extremo sur de la ciudad, fuera de las murallas. El mar estaba cercano, y las basuras que se pudrían en la playa, mezcladas con el olor de los habituales cangrejos torpes que no podían recordar el camino al agua, hicieron el lugar insoportable para mi nariz y para mis otros sentidos. Esta vez planeé entrar en la ciudad más sutilmente. Me situé en tiempo rápido y me abrí camino entre las chozas arracimadas junto a las murallas hasta que descubrí lo que llamé una «puerta de los desperdicios» y entré.

Sólo había visto el lado menos agradable de Gill. En los años transcurridos desde entonces, he visto muchas ciudades, pero en aguas sucias y barro, Gill reinaba por encima de todas. La posición de Gill en el istmo entre el mar Enmurado y el mar Pantanoso le proporciona su papel como la mayor Familia comerciante del este. Sin embargo, la riqueza no se muestra en apariencia en la propia Gill… Las gentes con propiedades y bienes se trasladaban al este, a las montañas; se construían casas de madera y piedra que despertarían los celos de los príncipes de otras Familias.

En Gill, la pobreza y los negocios creaban una desigual división de la ciudad. Almacenes e industrias y comercios mayoristas se codeaban con las chabolas, los prostíbulos y las salas de juegos. Por la noche, el bullicio debía ser algo digno de presenciar; a primera hora de la mañana, la ciudad parecía cansada. Y todavía un poco borracha.

Había cadáveres en el camino que conducía a la puerta de los desperdicios. Crucé un carromato con cadáveres apilados en medio de la calle, junto al que varios hombres que no parecían mucho más saludables que su carga estaban echando otra pieza de carne humana al carruaje para llevarla al cementerio. Pocos lugares habrá donde la vida no sea barata, pero ése era el primer lugar que descubría donde incluso los pobres (especialmente los pobres, que a menudo son más considerados con sus muertos que los ricos) daban tan poca importancia a los muertos que los echaban a la calle como simples desechos.

El palacio del gobernador de Gill, ahora el cuartel general de la Alianza del Este, se erguía en el distrito de los almacenes como una verruga entre lunares; no intentaba ser elegante, era apenas un gran bloque de piedra gris anidado en medio de estructuras más pequeñas pero de algún modo más atractivas que almacenaban ropas, carne salada y pieles.

Lograr entrar en el palacio era difícil. Todas las puertas estaban cerradas, y los guardias permanecían inmóviles con las espaldas contra ellas. No había ningún medio de entrar sin ser advertido, a través de las puertas…, ni siquiera en tiempo rápido. Golpear a un guardia iba a atraer mucha atención. Y la fuerza de mi paso, en tiempo rápido, seguramente lo mataría.

Tenía que esperar hasta entrada la mañana, cuando la gente entrara y saliera. De modo que, por nostalgia (y quizá planeando alguna hermosa venganza) busqué la puerta donde había sido arrestado el día anterior. A medida que andaba por las calles empece a sentirme más y más deprimido. Me pregunté si Gill estaría en realidad excepcionalmente envilecida, o si todas las ciudades, incluso Mueller-sobre-el-Río, eran tan malas. Las rudas colinas de Humping eran más consideradas hacia sus residentes que aquel desierto artificial de piedra y suciedad.

Vi en la distancia, mientras me acercaba a la puerta, que la carreta de ejecuciones se hallaba ya en pleno trabajo. ¡Le esperaba un ajetreado día! Jugueteé con la idea de romperle un eje, pero entendí que no valía la pena perder tiempo ni crearme problemas. En vez de eso me dirigí a la puerta. Apenas le eché una ojeada a la carreta y al encapuchado prisionero cuando pasé rápidamente por su lado, y descubrí a quien estaba buscando. El capitán que tan silenciosamente me había mandado a la muerte el día anterior estaba en un cuarto de guardia cuya puerta estaba cerrada. La abrí y entré. Situándome directamente ante el capitán, que estaba solo, me deslicé a tiempo real. A menudo había visto el efecto de esta operación en Ku Kuei… Desde su punto de vista, yo simplemente me materialicé en el aire.

—Buenos días —dije.

—Dios mío —respondió.

—Oh, primera respuesta. Puedes hablar. Me irritó bastante que ayer no me dijeras nada antes de hacerme asaetear.

Su mirada de terror era deliciosa. No soy un hombre vengativo, pero de tanto en tanto ese tipo de cosas hacen alegrar el ánimo.

—No te molestaré mucho tiempo. Solamente estoy realizando algunas comprobaciones sobre ese desagradable trabajo que haces aquí. Por ejemplo, ¿quién decide los que deben morir?

—P… Percy. El rey. No es culpa mía. Yo no tengo decisión sobre nada…

—No importa en absoluto, no estoy aquí para juzgar a nadie. ¿Cuántas personas al día llevas directamente de las puertas de la ciudad al cementerio?

—No muchas. Se lo juro. Usted ayer, Lord Barton hoy, y no puedo recordar a nadie más desde hace meses. Y normalmente los arrestados cuando se van, cuando no llegan.

Intenté que la impresión que me habían producido sus palabras no se notara. ¡Barton! ¡Había pasado por alto todos mis consejos y había acudido a Gill, pese a todo!

—Llevas las cosas con mucha eficiencia —dije.

—Gracias —respondió.

—¿Qué te ocurre si alguna vez algo va mal?

—Nunca pasa eso.

—Pero, ¿y si alguna vez pasara?

—Me vería en problemas —dijo. Estaba empezando a actuar un poco más seguro de sí mismo conmigo, y sospeché que en cualquier momento estiraría una mano para comprobar si yo era sólido o espíritu.

—Entonces te vas a ver en problemas —dije—. Porque Barton no va a morir. Y si pese a todo consigues matarlo, estaré aquí de vuelta antes de una hora. No importa los problemas en que te veas metido por tu fracaso en matarlo, simplemente recuerda que serán menos malos que los que te caerán encima si realmente lo matas. Ahora disfruta de la mañana —y me deslicé a tiempo rápido, previa pausa para derramarle un tintero sobre la cabeza antes de marcharme.

Corrí rápidamente por las calles, y pronto descubrí de nuevo la carreta de ejecuciones. Si me hubiera fijado un poco más antes habría podido reconocer las ropas de Barton… Iba vestido del mismo modo que el otro día en la casa del acantilado. Trepé a la carreta, luego frené a tiempo normal el rato suficiente como para decirle:

—No os preocupéis, Barton. Estoy con vos.

Y volví inmediatamente a tiempo rápido y salté de la carreta. El conductor no se dio cuenta de mi presencia, y si algún transeúnte me vio, simplemente habrá parpadeado y se habrá preguntado si el alcohol ingerido la noche anterior seguiría aún en su sangre.

Llegué a la plaza de ejecuciones y aguardé oculto entre los montones de paja. La carreta necesitó media hora para llegar, y luego se reprodujo la rutina del día anterior… Los arqueros se alinearon, muy a su aire, y su jefe, no el capitán de la puerta, levantó su brazo. Me deslicé a tiempo rápido y salí al espacio entre Barton y los arqueros. Empecé a moverme arriba y abajo (me volvía visible si permanecía demasiado tiempo en el mismo lugar) hasta que el jefe bajó su brazo y los arqueros soltaron sus flechas. Entonces atrapé las flechas a mitad de su vuelo, tomé suavemente la capucha de la cabeza de Barton, y clavé las flechas en la paja a través de la capucha directamente detrás del pecho de Barton. Luego regresé a mi oculto punto de observación y observé.

Pasó un segundo de tiempo real antes de que los arqueros se dieran cuenta de que la capucha de Barton no estaba sobre su cabeza y ninguna flecha se había clavado en su pecho. Entonces, furiosamente, el jefe de los arqueros les dijo que fueran a recoger sus flechas… Su irritación porque todos habían fallado era evidente. Sin embargo, cuando descubrieron las flechas clavadas en la paja a través de la capucha, incluso el jefe se mostró un poco menos jactancioso. No era natural que aquellas flechas hubieran ido a parar de esa forma a aquel lugar.

Barton sonreía.

—No sé qué clase de trucos estás haciendo —dijo el jefe con furia (aunque también con un poco de miedo)—, pero será mejor que no lo intentes de nuevo.

Barton se encogió de hombros, y el jefe formó de nuevo a sus arqueros para un segundo intento. Pasé en tiempo rápido y, a fin de terminar rápidamente con aquello, tomé las flechas a mitad de su vuelo y esta vez las clavé en el puño que tiraba de la cuerda de cada uno de los arqueros. Para rematar el asunto, tomé unas cuantas flechas más del carcaj de uno de los arqueros y empalé la mano del jefe, clavándola finalmente a su muslo, tras lo cual hice lo mismo a tres hombres que haraganeaban en las cercanías, curioseando. Luego regresé a mi puesto de observación y pasé a tiempo real.

Un aullido de dolor surgido al unísono de una docena de gargantas me dijo que mi trabajo había sido efectivo. Los arqueros soltaron sus arcos y tiraron de las flechas clavadas en sus muñecas. El dolor no era tan intenso como la sorpresa. Uno no se encuentra cada día con que lanza una flecha que da media vuelta y viene a clavarse en la propia muñeca.

La presencia de ánimo de Barton era sorprendente. Dijo con altanería:

—Éste es el segundo aviso. No habrá un tercero.

—¿Qué ocurre aquí? —gritó el jefe.

—¿No me conoces? Soy el padre del emperador. Soy Lord Barton de Britton. Y es un crimen para la gente común verter sangre real.

—¡Lo siento! —grito el jefe; varios de los arqueros le hicieron coro…, la mayoría intentaba restañar sus hemorragias.

—Si lo sientes realmente, vuelve con tus hombres a tu cuartel y no me causes más problemas hoy.

Realmente lo sentían. Regresaron a sus cuarteles y no causaron más problemas aquel día. Tan pronto como se fueron, miró a su alrededor y me encontró recostado contra un montón de paja, riéndome. Acudió a mí con aspecto ligeramente irritado.

—¿Tuviste que esperar a último momento para intervenir? —Os dije que no os preocuparais.

—¿Crees que uno puede no preocuparse con una docena de flechas que le apuntan al corazón?

Pedí profusamente disculpas. Me perdonó, y nos encaminamos hacia la ciudad, alejándonos de la plaza de ejecuciones.

—Lo único que no esperan que hagamos es volver a la ciudad después de haber intentado matarnos a ambos —dijo, y luego se echó a reír—. Ha sido divertido. No me gustaría ser el soldado que tenga que informar de esto a mi querido hijo Percy. ¿Qué eres tú, después de todo? —preguntó.

—El Hombre-del-Viento —respondí.

—Ya no sé lo que está ocurriendo en el mundo —dijo—. Todo parecía tan razonable y científico hasta que descubrí que mi hijo era un fraude con la habilidad de hacer que me ocultara mis propios recuerdos. Y ahora apareces tú. El capitán de la puerta me dijo que habías sido ejecutado y enterrado ayer…

—¿Os habló? No me dijo nada de eso —murmuré.

—Estoy acusándote de violar las leyes de la naturaleza —dijo irritado por mi evasiva para no responderle.

—La virtud de la naturaleza está intacta —lo tranquilicé—. Simplemente conozco algunas leyes distintas —y entonces llegamos a la puerta de los desperdicios.

Los guardias no eran excesivamente brillantes y aún no se había dado ninguna alarma, lo cual no era de sorprenderse. De todos modos, resultábamos llamativos. Barton luciendo ropas caras y yo vestido como un Humper, lo cual significaba que mi aspecto era más bien rústico, incluso en los barrios más pobres de Gill. Tenía que mantenerlo alejado de las calles mientras llevaba a cabo mi intención original de hacerle una visita a Percy. Así que lo conduje a un prostíbulo que había visto en mi anterior paso por la calle.

El encargado era un rudo viejo que parecía más bien un poco irritado por ser molestado a aquella hora de la mañana.

—No abrimos hasta el mediodía —dijo—. Después del mediodía.

Barton tenía dinero…, bastante. Me sorprendió que los ejecutores no se lo hubieran quitado. Quizá pensaban hacerlo cuando fuera cadáver, para que así él no supiera que estaba siendo robado. Era un toque de delicadeza que no hubiera sospechado en ellos… El dinero, desparramado sobre la mesa, sirvió para abrir los negocios de la casa un poco antes de lo habitual.

—¿Servicio completo? —preguntó el encargado.

—Tan solo una cama y silencio —dije, pero Barton me miró furiosamente.

—Me siento como un jovencito de treinta años, ¿y esperas que duerma todo el día en un lugar como éste? Quiero la más joven de tus chicas que no tenga ninguna sucia enfermedad —dijo, y después de reflexionar añadió—: Pero, por supuesto, que tenga la edad…

El encargado pareció haber quedado pensando cuál sería la edad indicada.

—Más de catorce años —dije, para ayudar.

—Dieciséis —dijo Barton, horrorizado—. ¿Las ofreces realmente tan jóvenes?

El encargado alzó sus ojos al cielo y se llevó a Barton. Tan pronto como estuvieron fuera de la recepción, pasé a tiempo rápido y me encaminé al palacio.

Tuve suerte. Cuando llegué, alguien estaba precisamente cruzando la puerta. Había poco espacio para mí, pero me metí como pude y estuve dentro del palacio. Seguí el camino que iba señalando la presencia de los guardias y pronto me hallé en el impresionante salón del trono. Entonces me encaminé hacia un rincón tranquilo y observé. Intenté examinar cuidadosamente todos los rostros que había en el salón, de modo que si alguno cambiaba me diera cuenta de ello. Y luego me deslicé a tiempo real.

La vieja mujer que estaba sentada en el trono se convirtió en un hombre joven con un notable parecido a Barton. La mayoría de los oficiales que la/lo rodeaban no cambió, pero reconocí a Dul entre la multitud. Había sido un hombre joven con una sencilla túnica marrón. Unos cuantos rostros más cambiaron también. Pasé varias veces de tiempo real a tiempo rápido para asegurarme de que los había localizado a todos. Eran ocho en total.

Había acudido allí con la intención de matarlos después de averiguar de dónde procedían. Ahora me preguntaba cómo lo conseguiría. No podía hablarles en tiempo rápido, pues significaría exponerme a los peligros de una confrontación en tiempo real. ¿Y cómo podía matarlos sin atraer la atención de todos los demás simuladores? Una vez prevenidos contra mí, serían capaces de defenderse.

Finalmente me di cuenta de que podía conseguirlo pasando cada vez de tiempo real a tiempo rápido y retrocediendo de nuevo. Pero matarlos en tiempo rápido…, no sería fácil. Oh, por supuesto, la acción en sí iba a ser bastante fácil de realizar. Pero clavar un cuchillo a un hombre desprevenido iba a ser para mí algo muy distinto a los pequeños trucos que hasta ahora había estado realizando en tiempo rápido. Yo estaba entrenado para la batalla: había luchado y matado antes. Pero siempre mi enemigo había tenido su oportunidad de alcanzarme a mí antes de que yo lo alcanzara a él. No tenía estómago para golpear cuando una persona estaba totalmente indefensa.

Había visto a los Ku Kuei matar animales golpeándolos en la cabeza en tiempo rápido. Y yo había condenado su modo de actuar. Pero ellos tenían razón… Nunca te cortarás un pie en el momento de iniciar una carrera. Tenía que eliminar a los simuladores si no quería que se apoderaran del mundo. No había posibilidad alguna de acuerdo con ellos… Habían demostrado ya su determinación de obtener y conservar el poder a cualquier precio, incluso el precio de la sangre. La justicia no se sentiría ofendida por sus muertes. Y si la única forma de acabar con ellos era reptar como un cobarde…

Aquélla era una línea de pensamiento que no conducía a nada, y además Dul estaba apartándose de la multitud reunida en el salón del trono. Aquella era una buena ocasión. Aguardé hasta comprobar a qué puerta se dirigía, luego me introduje en tiempo rápido y crucé aquella misma puerta antes que él. No pensaba en asesinato…, tan solo en información. Mientras cruzaba la puerta, me situé de nuevo en tiempo real, me detuve y lo sujeté por el brazo.

—Dul —dije—, qué alegría verte.

Se detuvo y me miró, y su rostro apenas registró una ligera sorpresa.

—Creía que aún estabas en Barton —dijo, y luego, aunque podía ver claramente que mantenía ambas manos a sus costa— dos, sentí un cuchillo hundirse profusamente en mi pecho. Mi pobre corazón tendrá que regenerarse de nuevo, me dije. Y me dije también que iba a ser problemático enfrentarse a los simuladores cara a cara. Un hombre que puede matar sin que su víctima se dé cuenta de que el asesino mueve sus manos es un peligroso oponente.

Un salto a tiempo rápido, por supuesto, y lo vi en el momento en que retiraba su mano del mango del cuchillo clavado en mi pecho. Extraje el cuchillo, di un paso atrás, y aguardé mientras mi corazón sanaba de nuevo. No podía exigirle demasiado…, había límites a lo que podía hacer mi corazón sin rebelarse e insistir en pasar varios días metido en cama. Finalmente, pensé que ya estaba suficientemente restablecido, y me adelanté de nuevo hacia Dul, que había echado su mano hacia atrás y ahora mostraba su sorpresa ante mi desaparición. Tomé el cuchillo y, a fin de convencerle de que hablaba en serio respecto a la necesidad de su colaboración, clavé su hoja (¡hierro de manufactura Mueller!) profundamente en su brazo. Luego regresé a tiempo real, observando cómo se transformaba en el último momento, del joven al que había apuñalado al taciturno sirviente. Su taciturnidad, sin embargo, no duró mucho. Pareció asombrado, se agarró el brazo, y en aquel momento la ilusión fluctuó, se desvaneció, se fue y vino ante mis ojos, hasta reducirse finalmente a su verdadera apariencia, la del joven.

Saltó hacia mí y me derribó. Se había arrancado el cuchillo del brazo, lo estaba apuntando hacia mi garganta. Lo detuve, y forcejeamos para conseguir el control. Era fuerte y joven… Pero yo era más joven y mucho más fuerte. Además, él no tenía casi práctica en el manejo del cuchillo. Probablemente nunca había tenido que usarlo contra un enemigo que viera la amenaza.

Lo tenía aplastado contra el suelo y le exigía que me dijera de dónde procedía antes de matarlo, cuando oí un ruido en la puerta. Miré y no vi a nadie…, pero la puerta seguía abriéndose. Si los simuladores eran capaces de lograr las ilusiones que yo había experimentado ya, era probable que pudiera conseguir que yo no viera a nadie: estaba seguro de que había alguien más en la habitación. El interrogatorio iba a ser imposible con una mayor concurrencia de simuladores, y ahora estaban advertidos. Había tenido una posibilidad, no muy buena, de averiguar de dónde procedían. Pero la estaba perdiendo.

Me lancé a tiempo rápido y me levanté, dejando a mi anterior oponente tendido en el suelo. No uno, sino tres simuladores avanzaban hacia mí con los cuchillos dispuestos. Era algo inútil, pero les arranqué los cuchillos de las manos y los llevé conmigo al salón del trono, donde la vieja dama que simulaba ser Percy Barton estaba sentada en el trono con expresión de aburrimiento. Coloqué los cuchillos en su falda, con las hojas apuntando hacia ella, y luego salí del palacio. El mensaje era claro: habría podido matarla. Pero era solamente un mensaje, apenas un «podría haber sido», y no sabía qué hacer a continuación.

¿Matarlos a todos? Absolutamente inútil si no conseguía averiguar de dónde procedían. Simplemente serían reemplazados por otros simuladores, y el complot no se vería frustrado, tan solo ligeramente retrasado… Disponía de algo de tiempo para planear mi próximo movimiento, en tiempo rápido, por supuesto. Se necesitaría una semana antes de que cualquier jinete pudiera llegar a cualquier otra capital, de la importancia que fuera, partiendo desde Gill. Y en una semana en tiempo rápido yo podía realizar una gran cantidad de cosas.

Abandoné el palacio. Era inútil pensar que en algún lugar hubiera algún documento que dijera: «Los impostores que ocupan este palacio proceden de la siguiente Familia:». Solamente la razón podía permitirme determinar su origen. Y cuando se hablaba de razonar, había que tener en cuenta a Lord Barton.

—No has estado afuera mucho tiempo —dijo, una vez que despedí a la chica de la habitación—. Abusas de nuestra amistad.

—Necesito vuestro consejo.

—Y yo necesito soledad. O dualidad… ¿Te das cuenta de que estaba al borde de lograr algo que no había conseguido en treinta años? Y dos veces consecutivas. Dos veces en diez minutos.

—Tendréis otras oportunidades. Escuchad, Barton. He estado en el palacio. He visto a vuestro hijo. Es una mujer, algunos años más vieja que vos, y está rodeada por otros simuladores, incluido vuestro antiguo sirviente. Pero no he podido sacar nada en claro de ellos. De hecho, están un poco alarmados. Saben que yo los he descubierto; han tenido una muestra de lo que yo puedo hacer. En una semana estarán en situación de comunicarlo a todos los demás, y ya nunca seré capaz de ir por delante de ellos. ¿Comprende la situación?

—Lo has estropeado todo.

—Corrí un riesgo y perdí. Así que ahora, puesto que vos fuisteis tan estúpido como para venir aquí después de prometerme que os quedaríais en Humping…

—Humping —murmuró nostálgicamente.

—Haríais bien en ser útil en algo. Necesito saber de dónde provienen. Necesito saber su país de origen. Ya que, a menos que los golpeemos allí, antes y duro, nunca podremos detenerlos…

Se calmó un poco.

—Bueno, Lanik. Resulta evidente que no podemos echarlo simplemente a suertes. Hay ochenta familias… Pueden ser de cualquiera de ellas.

—Hay formas de reducir ese número. Tengo una teoría, creo que buena, acerca de lo que están haciendo las Familias. En Nkumai descubrí una historia de los orígenes; relacionaba en qué se especializaban los fundadores de las Familias. Nkumai, por ejemplo, fue fundada por un físico. Su producto de exportación son las teorías físicas y astronómicas. En Mueller exportábamos el producto de la investigación genética… El primer Mueller era un genético. ¿Entiende?

—¿Es eso una constante?

—No he visitado los suficientes países para informarme qué era lo que exportaban. Pero sigue siendo cierto para Ku Kuei y Schwartz.

—Un filósofo y un geólogo.

Debí de mostrarme sorprendido.

—No sé por qué debía sorprenderte esta información. Britton fue fundado por un historiador. No es un campo muy propicio a convertirse en un producto viable de exportación, pero somos unos fanáticos en conservar archivos. La lista de los ochenta traidores originales es memorizada por todos los escolares, de Anderson a Wynn, así como sus ocupaciones y sus biografías resumidas. Puedo recitar también mi genealogía desde el propio Britton hasta el presente. No lo he hecho porque tú no me lo has pedido.

—Nunca lo haré. Sois un hombre de hierro, Barton.

—La cuestión es: ¿qué ocupaciones puede haber dado como resultado simuladores? Los psicólogos tendrían que ser los más obvios, ¿no? ¿Quién era un psicólogo? Drew, por supuesto, pero viven en sus chozas del norte y sueñan en matar a sus padres y acostarse con sus madres.

—Podría ser una ilusión —dije.

—El año pasado atacaron Anen cruzando las montañas, y fueron humillantemente derrotados. ¿Suena eso como propio de nuestros enemigos?

Me encogí de hombros. ¿Qué sería lo que se podría decir acerca de los simuladores?

—Además nunca han mantenido secreto lo que estaban haciendo, a lo largo de los siglos. La gente que buscamos ha debido, en algún momento de su historia, aprender a guardar el secreto, ¿no crees? Otro psicólogo, el único otro, era Hanks. No sé nada acerca de ellos excepto que se rebelaron contra la Alianza del Este hace dos años, y mi amado hijo los invadió con su ejército y quemó y arrasó todo el territorio. Las historias dicen que solamente una de cada tres personas sobrevivió, y que se mantienen en las fronteras y viven de la caridad de Leishman y Parker y Underwood. No hay caridad en Gill. Tampoco parece ser un buen lugar de origen de los simuladores.

De nuevo tenía razón.

—¿No hay más psicólogos?

—No.

¿Qué otras profesiones, entonces?

—Quizá sean una excepción a tu teoría, Lanik. Quizás hayan elaborado algo enteramente nuevo.

—Repasemos la lista. Tenemos que intentar encontrar las probabilidades más probables.

Así que repasamos la lista. Era tedioso, pero fue relacionándola con una hermosa letra que me hizo respetar aún más su educación, aunque me costaba leer lo que escribía. Nuestras conjeturas se inclinaban hacia las estirpes amplias. Tellerman era un actor, pero aquella familia era bien conocida por tener amplias pretensiones literarias. El Embajador había rechazado todos los libros y obras de teatro y poemas que le habían ofrecido a lo largo de mil años. Su persistencia era notable. No había magos entre el grupo, por supuesto… La rebelión en sí había sido una revolución de la élite contra la explotación por parte de la tiranía democrática de las masas. Con unas pocas excepciones, los exiliados en Traición eran la crema de la crema, los principales intelectos de la República. Lo cual significaba que excepto los psicólogos y algunos pocos otros periféricos, la mayoría de los rebeldes eran expertos en el campo científico.

Y cuando llevábamos más de una hora agotando todas las posibilidades, la respuesta apareció repentinamente de una forma tan obvia que no pude creer que hasta entonces la hubiéramos pasado por alto.

—Anderson —dije.

—Ni siquiera sabemos lo que hacía —dijo Barton.

—Como profesión no lo sabemos. Pero sin embargo era el cabecilla de la rebelión, ¿no?

—De todos los traidores, el peor —entonó Barton.

—Líder de los intelectuales, y sin embargo no era un intelectual.

—Sí. Uno de los hechos inescrutables de la historia.

—Como político —dije—, un demagogo que se hizo elegir para el Consejo de la República, y sin embargo el mismo hombre que fue capaz de vencer al conjunto de las mentes más prominentes de la República. ¿No es eso una contradicción?

Barton sonrió.

—Aquí tenemos algo concreto. Por supuesto, no poseía ninguna de las habilidades de nuestros actuales enemigos. Pero era capaz de hacer que la gente creyera que era quien deseaba que pensaran que era. Y, excepto que son mucho mejores en ello, ¿no es eso lo que están haciendo ahora los simuladores?

Me incliné en mi asiento.

—¿Entonces admitís finalmente que sería plausible?

—Plausible, no probable. Pero ninguno de los demás son ni siquiera posibles por lo que se puede ver. Lo cual hace de Anderson la mejor apuesta, al menos para intentarla en primer lugar.

Me puse en pie y me dirigí hacia la puerta.

—¿No te precipitas un poco? ¿Acaso no piensas invitarme a que te acompañe?

—Sólo estaré fuera un par de días —dije.

—Anderson está a dos semanas a caballo a través del accidentado terreno de Israel, y luego deberás tomar un bote para cruzar la peor extensión de agua del mundo: el mar Tembloroso… A menos que seas tan estúpido como para intentar el Embudo. Y eso representa al menos un mes de ausencia.

—Creedme. ¿Acaso os he decepcionado alguna vez?

—Solo cuando enviaste a esa jovencita fuera de la habitación. No te preocupes, de todos modos. No intentaré seguirte. Si dices dos días, aguardaré dos días, o quizás incluso más. Un hombre que puede hacer que las flechas den media vuelta a mitad de su curso puede volar hasta las lunas, si lo desea.

Se me ocurrió otro pensamiento.

—Quizá sería mejor que esperarais en algún otro lugar —dije.

—Tonterías. Es más arriesgado salir a la calle. Además, tengo un asunto pendiente aquí. Deseo establecer una marca personal. Tres veces en una hora. Mándamela de vuelta.

Se la envié de vuelta después de salir.

Me sentía furioso de llegar antes cuando recorría la distancia a pie en tiempo rápido que cuando cabalgaba en tiempo real… Y todo por no haber aprendido más en Ku Kuei. Me tomó nueve largos días de caminata llegar a Anderson en el tiempo más rápido que jamás hubiera intentado desde que abandonara Ku Kuei; era enervante pensar que había terminado el viaje antes de que el día en que salí hubiera llegado a su ocaso.

Estaba cansado hasta los huesos cuando alcancé el promontorio de Israel que dominaba el Embudo, el angosto estrecho que separaba Anderson del continente. Las olas del mar estaban congeladas, por supuesto, en mitad de su furiosa embestida hacia el norte para verterse en el mar Tembloroso, cuyo nivel era ligeramente más bajo. Las crestas de las olas alcanzaban casi la altura del promontorio donde yo me hallaba, como colinas que se elevaban por la acción de algún cataclismo en la tierra.

Había pocas cosas que yo no hubiera hecho en tiempo rápido, pero nadar en un mar en tiempo real era una de ellas. En Ku Kuei, cuando nadaba en tiempo rápido, lo hacía siempre en compañía de alguien cuyo flujo temporal fuera tan intenso como para arrastrar consigo una porción del lago, sin incluirme a mí.

Penetré cautelosamente en el agua. Mientras que el aire no me ofrecía ninguna resistencia, el agua era más lenta y sostenía mi peso mucho mejor que en tiempo real. De hecho, mi paso a través del Embudo no fue realmente a nado, en absoluto. Tras un cierto entrenamiento, me arrastraba por la ladera de una ola como si fuera una lodosa colina tras una lluvia intensa, y luego me dejaba deslizar fácilmente por el otro lado. Tras cierto tiempo se convirtió en algo divertido, aunque fatigoso. Y era aún plena tarde cuando alcancé el otro lado y salí del mar para alcanzar la orilla rocosa de la isla de Anderson.

Una vez fuera del alcance del oleaje, miré a mi alrededor. El paisaje era herboso, aunque salpicado de rocas, y las ovejas pastaban aquí y allá… La región estaba habitada. Pero era calurosa y seca y desolada. La hierba no era abundante, y cada oveja que se movía levantaba una nubecilla de polvo a su alrededor.

Seguí la cresta del promontorio para alejarme de la rocosa costa, y me preguntaba cómo haría para descubrir si ése era realmente el hogar de los simuladores. No podía parar a alguien simplemente y decirle: «Buenas tardes, ¿es de aquí de donde proceden los bastardos que están intentando apoderarse del mundo?». Tenía que encontrar alguna razón más aceptable de mi presencia allí. Recordando el mar que acababa de cruzar, un naufragio parecía una posibilidad aceptable. Todo lo que tenía que hacer era asegurarme de aparecer en la orilla suficientemente cerca de la casa de algún pastor. Desde ese punto, esperaba, podría ir improvisando…

Cuando llegué a una casa situada a unos pocos metros apenas de donde empezaba el rocoso litoral, regresé por entre las rocas hasta el mar. Calculando lo altas que eran realmente las rocas y su violencia en tiempo real, trepé prudentemente hasta la cresta de la ola más cercana a la orilla. Y luego me deslicé a tiempo real.

Habría sido mejor quedarse sobre las rocas y dejar que las olas me empaparan.