Era un país salvaje a orillas de un calmado mar. Los escarpados riscos y revueltas rocas de la costa recibían suaves rizos que lamían las rocas tan suavemente como un perro viejo da la bienvenida a su amo, en vez del batiente oleaje. Y al parecer las piedras emergían también de la tierra, sobre las escarpadas colinas y estrechos valles de Humping. Un río buscaba su camino hacia el mar, y lo encontraba tras una cascada de quince metros de altura; las ovejas parecían nerviosas mientras buscaban un camino seguro hacia pastos no hollados; y en aquel lugar, unos pocos miles de nativos cuidaban de sus ovejas y arrancaban vegetales del rocoso suelo, y vivían una vida tan independiente como la que pueden llevar los seres humanos cuando necesitan aún de la compañía humana, y también necesitan comer.
Yo no necesitaba comer, pero la compañía humana era buena, porque la gente de Humper no hacía preguntas ni daba respuestas. Incluso era difícil encontrar una ciudad en aquella terriblemente aislada sección de Britton, porque la gente tendía a congregarse en grupos familiares de dos o tres sencillas casas de tierra y hierba con techo de paja. Nunca descubrí un núcleo de más de veinte familias a menos de un kilómetro uno del otro.
El aislamiento venía obligado por la naturaleza, y sólo la uniformidad de la demanda hacía que la gente pensara que no eran pobres. Pese a las distancias, sin embargo, se mantenían en un estrecho contacto, acudiendo sin una palabra a ayudar a la familia cuya casa hubiera sido destruida por una tormenta, dejando anónimamente un macho cabrío joven entre el rebaño cuyo semental hubiera muerto el día anterior, y reuniéndose ocasionalmente en alguna casa por la noche para contar historias terribles o cantar canciones que hablaran de soledad y de silenciosos deseos.
Tuve otra impresión, sutil pero fuerte: cuando llegué a Humping, como cuando había llegado a muchos otros lugares aquel último año, supe que inmediatamente iba a sentirme bien allí. O si no bien, al menos dispuesto a aceptar las incomodidades debido a que se correspondían con los lugares conflictivos en mi corazón. La gente me observaba con suspicacia, por supuesto, debido a que yo venía del oeste a través de las colinas, donde los moradores más civilizados de las granjas más ricas no expresaban más que desprecio hacia los Humpers, utilizando tal nombre como burla para los niños poco brillantes.
Pero yo viví en aquellas colinas, sin hablar con nadie, durante una semana, hasta que mi soledad tocó una cuerda sensible. Estaba inmóvil en la cresta de una agreste colina, contemplando cómo un pastor, allá abajo, intentaba hacer que sus ovejas subieran la ladera hasta un collado que conducía a un valle más verde. El hombre no poseía perros, lo cual era normal, y las ovejas se dispersaban constantemente a izquierda o derecha en vez de trepar. Cuando finalmente el hombre se detuvo y se sentó en una roca para observar a sus victoriosas ovejas seguir buscando follaje en un valle ya esquilmado, bajé la colina y me detuve a unos pocos metros de él, observando también las ovejas. No hablé, puesto que no tenía nada que decir; mi ofrecimiento estaba implícito en mi presencia.
El pastor aceptó. Se puso en pie y empezó a empujar de nuevo a sus ovejas, lanzando los bajos y guturales gritos que los animales podían oír claramente, pero que eran inaudibles a cierta distancia. Las ovejas empezaron a moverse; pero esta vez cuando se desviaban hacia la izquierda allí estaba yo, gritándoles para que volvieran a su sitio; cuando se desviaban hacia la derecha, allí estaba el pastor, gruñendo. Por último las ovejas emprendieron el ascenso y treparon por la ladera y pasaron el collado, desperdigándose por el otro lado para pastar en la densa hierba.
Permanecí en el valle con el pastor durante todo el resto de la tarde, situándome al otro lado del valle lejos de él, vigilando sus ovejas y enviando de vuelta a las pocas que se desviaban en mi dirección. Él pareció no darse cuenta de mi presencia y no dijo nada (me pregunté si mi mala fortuna me habría hecho topar con un Humper que no podía hablar), pero cuando el sol estuvo cerca del horizonte se puso en pie y empezó a conducir el rebaño por un camino mucho más fácil a casa. No lo seguí, pero cuando el pastor llegó a la cresta de una elevación, desde donde resultaba claro que ya no necesitaba de mi ayuda para el resto de aquel trayecto, se volvió y me observó por un instante y luego me hizo una seña. Quería que fuera con él a su casa.
Lo seguí a lo largo de varios kilómetros antes de que llegáramos a un conjunto de tres casas bajas con techos de paja. Parecían como pequeñas colinas, con los techos del color de la hierba amarillenta del verano, pero el interior era cálido frente al frío de la noche. El viento del mar llegaba fuerte del norte, incluso durante las noches de verano, y la profunda corriente que atravesaba el mar de Humping era fría… Aunque Britton estuviera tan al sur como Wong, que se abrasaba en el verano, ninguna noche de Humping era cálida, nunca, y los inviernos, aunque sin nieve, mataban a cualquier estúpido que fuera sorprendido sin abrigo tras la puesta de sol.
Aquélla podía ser una de las razones por la que el pastor me invitara a su casa. Era bien sabido por los habitantes de Humping (porque las noticias de todo tipo viajan rápidamente en los lugares solitarios como aquél) que nadie me había albergado; había pasado noche tras noche en las colinas, y sin embargo aún seguía vivo. Lo cual me convertía en alguien bendito y poderoso por quien sentían temor, pero cuando probé que mis intenciones eran benéficas al ayudar al pastor con sus ovejas, fui aceptado, no como uno de ellos pero sí como alguien con quien se puede compartir de buena gana las pequeñas casas y las magras comidas.
La comida consistía en un guiso, y puesto que la esposa no sabía que yo iba a venir, el cazo era bastante escaso, por lo que solamente me serví un poco…, lo suficiente como para aceptar la hospitalidad, pero no más. Y cuando el cazo hubo dado la vuelta y la esposa del pastor rascó lo que quedaba en su propio plato, el pastor se quedó mirándome.
¿Para qué? ¿Acaso aquella gente rezaba antes de comer? ¿O habría alguna otra costumbre que un hombre debía seguir cuando le era ofrecida comida? No lo sabía, así que sonreí y dije:
—Mi nombre es Bebelagos, y todo lo bueno que pueda hacer por vosotros, lo haré.
El pastor asintió gravemente, y se volvió hacia su mujer. Ella apoyó las manos sobre la mesa, cerró los ojos, y entonó:
El sol sobre el trigo,
el pan horneándose,
la carne cociéndose,
de las bestias muertas.
Gracias os damos,
de que aún vivamos.
Luego, reverentemente, los tres niños, ninguno mayor de cinco años, observaron cómo su madre tomaba una cucharada del guiso de su propio plato y se lo tendía a su marido, que solemnemente masticó el trozo de carne y lo engulló. Luego el marido tomó un poco del guiso de su propio plato y me lo pasó a mí, y lo comí. No estaba seguro de qué era lo que debía hacer a continuación, pero el rito tenía algún sentido, así que tomé de mi plato y les di a cada uno de los niños, los cuales me miraron sorprendidos con ojos muy abiertos, pero comieron.
El pastor me miró con lágrimas en los ojos, y dijo:
—Eres bienvenido aquí eternamente.
Luego comimos, y el guiso desapareció en unos pocos minutos.
Hicieron lugar para mí en la mayor de las camas, una estructura de madera rellena de paja y cubierta con sábanas. Yo sabía que aquélla era la cama de los padres, y evidentemente ellos se estaban preparando para dormir en el suelo de tierra batida. Yo había dormido sobre el suelo en Schwartz y en Ku Kuei y muchas veces en el campo de maniobras en Mueller; no necesitaba de comodidades para dormir. Así que ignoré el lecho ofrecido y me acurruqué sobre el suelo cerca de la puerta. Una corriente de aire frío soplaba por debajo de la puerta, pero mi cuerpo moldeado por los Schwartz se las arreglaba bien, y los padres, sorprendidos, se fueron a la cama de paja.
Por la mañana yo era uno más de la familia, y los niños parloteaban libremente en mi presencia.
—Glain —dijo el pastor, y luego, señalando a su esposa, agregó—: Vran.
A partir de entonces, y pese a que la conversación nunca llegó a ser abundante, todo lo que era necesario decir podía ser dicho.
Sus perros habían muerto en una misma semana hacía un mes, y desde entonces había perdido casi una docena de ovejas que se habían extraviado y no había podido perseguir. Al principio fui con él y el rebaño; luego me quedé en casa y cuidé de su huerto, mientras su esposa permanecía en la cama pues su cuarto hijo estaba a punto de llegar. Al principio me perturbó arrancar las piedras del suelo y saber que las plantas que allí crecían vivían solamente para morir. Por la noche pregunté a la tierra, y recibí tan solo indiferencia. Los miles de millones de muertes de plantas formaban todas juntas un sonido potente, pero esas muertes eran necesarias para la vida, y lo que torturaba a la roca era el grito de los asesinados. Oí todos los sonidos, y todos eran dolorosos, pero llegué a la conclusión de que en el mundo fuera de Schwartz la muerte estaba dentro del orden de las cosas. Había estado comiendo durante toda mi vida antes de que la arena me aceptara, así que no era ningún asesinato cultivar un huerto. Trabajé duro y lo mejor que pude para Glain y Vran.
Gradualmente los demás pastores acudieron a visitarnos, y pronto vencieron su timidez ante mi presencia. Supe que la historia de mis noches en las colinas y el hecho de que dormía en la parte más fría del suelo era algo conocido por todo el mundo, y aunque me llamaban Bebelagos cuando estaban ante mí, Oí por casualidad referencias acerca del Hombre-del-Viento, una criatura que viene para matar o para curar, traída por el viento frío, y que finalmente será llevada por el mar.
Quizá debido a que no estaban acostumbrados a tener entre ellos gente de prestigio o poder, no hacían conmigo ninguna diferencia en el trato. En un lugar donde todos los hombres sufren las mismas carencias, la única recompensa es la confianza, y eso es lo que recibí. Aprendí a ocuparme de las ovejas, a esquilarlas con tijeras de vidrio sin cortar la piel, a ayudar en los partos, a saber cuándo las ovejas estaban nerviosas, y cuándo enfermas. Aprendí a conocer el suelo, pero no de la forma personal que había aprendido en Schwartz y Ku Kuei sino como un reluctante aliado en la guerra contra el hambre. Yo nunca había conocido el hambre; pero conocía los rostros de los niños cuando estaban hambrientos, y trabajé duro.
Vran sintió los primeros dolores con una semana de anticipación, y me encontraba solo con ella y los niños cuando resultó claro que el niño no iba a nacer fácilmente. Ella estaba en la casa, gritando, mientras los niños se mantenían fuera conmigo. Las madres de Humping daban a luz sus niños sin ayuda, solas… Y les estaba prohibido a los hombres entrar en las casas mientras ellas estaban de parto. Pero mientras los niños permanecían sentados en el jardín, asustados, me tendí en la tierra y escuché los gritos de Vran tal como la tierra los oía, y supe que la muerte estaba cerca.
Hay tiempo para los tabúes y tiempo para ignorarlos, y al final de un grito particularmente terrible que señalaba un nuevo nivel de dolor, me puse en pie y entre en la casa.
Vran estaba en cuclillas, desnuda, sobre la paja de su cama de la que había retirado las sábanas. Sus manos estaban enterradas en la dura pared de tierra y hierba, donde se agarraba a la arcilla y raíces en su agonía. Me miró con ojos aterrados, y vi la sangre brotar en un chorro continuo, empapando la paja.
Fui hacia ella e hice que se tendiera y, como había hecho con las ovejas cuando daban a luz a sus corderos, me incliné para ver cómo se presentaba el bebé. Una mano y un pie estaban ya en el canal.
Con una oveja, sería un simple asunto de apretar y tirar. En una mujer, ese tipo de tratamiento puede ser mortal. Pero no efectuar ningún tratamiento podía ser mortal también, así que forcé al niño a una postura diferente, rompiéndole la columna vertebral en el proceso, y lo extraje. En algún momento de la operación, Vran se desvaneció.
Trabajar a nivel genético estaba más allá de mis posibilidades, pero curar heridas y fracturas era un trabajo normal en Schwartz. No fue ninguna gran proeza restaurar tanto a Vran como al niño, y cuando el sol se estaba poniendo Glain regresó a casa para descubrir a su esposa e hijo en buenas condiciones.
De hecho, en mejores condiciones de las que normalmente estaría Vran tras un parto.
Ignoro lo que ella le dijo…, había permanecido inconsciente durante lo peor del proceso. Pero la noticia se extendió, y empezaron a traerme animales enfermos y niños heridos, y las mujeres empezaron a pedirme consejos. Yo no tenía ningún consejo que dar. Si había un problema, tenía que verlo. Y la leyenda del Hombre-del-Viento se afianzó. Era inevitable, supongo, que pese a lo reservados que eran los Humpers con los extranjeros, la noticia trascendiera finalmente las fronteras. Un día que sembraba el huerto, en mi segunda primavera en Humping, apareció un hombre a caballo. La simple posesión de un animal tal lo indicaba como persona importante; cuando se identificó a sí mismo como sirviente de Lord Barton, Vran salió corriendo inmediatamente de la casa, me llamó y me dijo que acudiera rápidamente.
Lo hice.
—Mi amo desea verte.
—Cuando haya acabado de plantar —respondí.
—Lord Barton no está acostumbrado a esperar.
—Pues es una buena costumbre que debería adquirir en la primera ocasión que se presente —dije, y regresé al huerto. El sirviente se fue poco después.
Me fue difícil concentrarme en mi trabajo aquella tarde. Llevaba ya cerca de dos años en Humping, y aunque la alegría era allí limitada, el dolor también lo era. Había encontrado un lugar donde mis talentos eran útiles y donde era aceptado. Nadie me contemplaba como un enemigo; había centenares de buenas gentes a las que podía contar como amigos.
Pero, ¿podía permitirme ir al encuentro de aquel Barton? Sentía que mi buena vida en Humping se estaba alejando de mí: no podía permitirme el no ir a su encuentro. Si me resistía, era posible que no hiciera más que causarles problemas a los Humpers, especialmente a Glain y Vran. Si acudía, los problemas podían ser para mí. Casi seguramente me traería problemas. Y la única otra alternativa era deslizarme a tiempo rápido y buscar otro lugar donde vivir.
No deseaba hallar otro lugar donde vivir.
En realidad, mientras hundía el plantador de madera en la tierra y echaba en ella las semillas, me di cuenta de que estaba tan excitado como preocupado por la posibilidad de un cambio. Dos años… ¿Y qué había hecho? Salvado vidas, hecho felices a algunas gentes, aprendido a amar a muchas de ellas, gastar mucho de mi vida sobre una tierra dura. Todo ello, formas meritorias de pasar mi tiempo. Pero había sido educado para ser el heredero del Mueller, y esto o un instinto propio de mi como hijo de mi padre insistía en que debía hacer algo que sacudiera al mundo, o admitir que mi existencia no importaba nada.
Sentía vergüenza de pensar que acudir a ver a Barton podía conducirme a cosas mejores que una vida entre los Humpers. Había visto muchas de las cosas «mejores», y los Humpers no tenían nada que envidiar a los demás hombres. Pero había aquel instinto en mí, y sabía que cuando el sirviente de Lord Barton viniera de nuevo, lo seguiría.
Dos días más tarde la siembra estaría terminada y, como si hubiera estado observando desde la distancia, aquella tarde el sirviente regresó, esta vez trayendo un segundo caballo.
—¿Sabes montar? —preguntó el hombre, más humildemente esta vez. Yo no dije nada, simplemente monté.
Los niños se reunieron en silencio frente a la casa. Vran me miró inexpresivamente. Levanté una mano en señal de adiós. Y Vran, violando todas las costumbres que había visto entre los Humpers, estalló en sollozos frente a mí y corrió a refugiarse en la casa. Me estremeció ver en qué medida gente tan independiente como aquélla podía llegar a depender tanto de alguien que les ofreciera incluso la más ligera esperanza de poder ligada a la bondad.
El sirviente no siguió ningún camino… No había caminos en las colinas de Humping excepto uno, que era precisamente el que conducía de la casa del lord junto a mar hasta la ciudad de Hesswatch, a un centenar de kilómetros o más hacia el sur. En vez de eso, pareció buscar su camino cabalgando directamente al este, hacia el mar, y luego siguiendo la costa a una respetable distancia hasta que la casa en el acantilado fue visible sobre una altura que dominaba considerablemente todas las colinas de Humping.
El cielo se oscureció con abundantes nubes, y la lluvia empezó a caer a medida que nos acercábamos, con el viento soplando fuertemente y el mar, tan plácido por lo general, formando repentinamente enormes olas que llegaban del norte para estrellarse contra la rocosa costa. El viento nos azotaba, y los caballos empezaron a mostrarse ingobernables, así que desmontamos y echamos a andar. El sirviente parecía poco seguro de sí mismo. No era un Humper, y se dirigió hacia el interior, alejándose del mar, que parecía intimidar a cualquiera que solamente pudiera ver rompientes cuando el viento soplaba fuerte. Desgraciadamente, no nos condujo hasta el camino, sino que en vez de ello consiguió ir a parar a un barranco, y en la oscuridad era imposible saber dónde estaba el norte y dónde el sur.
Me miró, con ojos aún confiados, pero la pregunta era clara: ¿qué podemos hacer ahora que estamos perdidos? Así que conduje mi caballo apartándome del barranco y encontré un abrigo bajo una roca saliente donde el viento del norte podría apenas, en el peor de los casos, arrojarnos algunas salpicaduras de la lluvia. Luego até lo caballos uno a otro, y el sirviente me ayudó a trabarles las patas.
—Yo haré la primera guardia —le dije, y él asintió agradecido y se acurrucó para dormir, sin perder su apostura esbelta y delgada en la capa de color rojo oscuro con la que se envolvió.
Yo estaba más cansado de lo que pensaba por los acontecimientos del día, sin embargo. Decidí tomarme un poco de sueño en tiempo rápido, a fin de poder permanecer luego despierto durante todo el resto de la noche en tiempo real.
Me dormí fácilmente, y me desperté tras largo tiempo, con la sensación de renovadas energías. Permanecí un momento tendido en tiempo rápido, observando cómo las gotas de agua caían como arrastrándose del cielo para chorrear lentamente por las grupas de los caballos, rompiéndose y salpicando finalmente en los charcos. Y me deslicé a tiempo real, miré al sirviente, y me sentí momentáneamente desconcertado al ver que su aspecto era mucho más bajo, y llevando una capa azul que apenas le cubría hasta las rodillas.
La ilusión desapareció inmediatamente. Estaba en tiempo real, y su aspecto era el que siempre había tenido. Me reí de mí mismo por haber dejado que mi vista fuera engañada por la oscuridad y el sueño, y permanecí atento durante todo el resto de la noche, permitiéndome un corto sueño cuando las nubes empezaron a clarear, justo antes del amanecer. Los caballos se removían ocasionalmente, pero se mostraban generalmente dóciles, y reemprendimos nuestro camino casi inmediatamente después de la salida del sol.
La casa en el acantilado se erguía como un amasijo de piedras en el promontorio, y vista desde cerca era aún mucho más impresionante de lo que parecía desde la distancia. Debía de haber sido construida a trozos y etapas a lo largo de siglos; no había ningún estilo arquitectónico definido, y parte de las primitivas construcciones más antiguas parecían haber sido diseñadas como defensa. Ahora, sin embargo, el lugar parecía melancólico y abandonado, y las olas más altas salpicaban hasta el nivel de las plantas interiores, como si quisieran decir que era solo cuestión de tiempo que el mar reclamara definitivamente la casa para sí.
El sirviente me condujo a las caballerizas, donde un solo mozo de cuadras metió los caballos en sus establos y nos ignoró mientras nos íbamos. Dentro de la casa, las habitaciones eran frías y no encontramos a nadie. Era evidente que el lugar había sido diseñado para albergar a mucha gente; el vacío hacía que el frío fuera aún más penetrante.
Pero la frialdad no formaba parte de las costumbres de Lord Barton, y cuando aparecimos sin anunciarnos a la puerta de un amplio estudio, el contraste me impresionó. En aquella habitación ardía un enorme fuego; en aquella habitación, las paredes no eran de piedra sino que estaban tapizadas con libros que se elevaban vertiginosamente hacia un techo situado a diez metros sobre el suelo. Algunas escaleras estaban estratégicamente situadas, y sus gastados peldaños indicaban que los libros eran leídos a menudo, aunque las mismas escaleras daban a la habitación un aspecto parecido al de un edificio aún en construcción.
Y Barton, un hombre de edad avanzada con una sonrisa que invadía frecuentemente su rostro, me dio la bienvenida con un apretón de manos y me hizo entrar en la habitación.
—Gracias, Dul —le dijo al sirviente.
Y nos quedamos solos.
—He oído hablar de vos —dijo Barton—. He oído hablar de vos, y deseaba que nos encontráramos alguna vez… Alguna vez. Sentaos, por favor; he traído los muebles más cómodos a esta habitación, que es donde vivo. Son viejos y están gastados, pero así soy yo también, y todo encaja perfectamente si se considera que soy el pobre remanente de una decadente estirpe. Solo tengo un hijo —eso pareció divertirlo, y se echó a reír.
Yo no me reí. Miraba los títulos de los lomos de los libros. Los hábitos de los Humpers no desaparecen en una noche, y cuando no tenía nada importante que decir resultaba difícil decir algo.
Barton me miró en forma penetrante.
—No sois lo que parecéis —dijo.
Aquello despertó mi antigua forma de pensar.
—Tanta gente me ha dicho esto que estoy empezando a barruntar que soy precisamente lo que parezco. ¿Qué es lo que os hace pensar que no lo soy?
—Una lengua aguda, incluso cuando se le habla a un lord, y un hombre que se niega a acudir cuando se le reclama hasta que termine su siembra. Parecéis un rebelde, hosco y silencioso. Pero la gente dice que sois el Hombre-del-Viento, y habéis salvado a madres en trance de parto y curado ovejas lisiadas y ayudado a niños simples de espíritu a recobrar sus mentes. ¿Milagros?
No respondí. Lamentaba el estallido de mi respuesta propia de un Mueller. Bien. Ya estaba hecho.
—Pero la razón por la que he solicitado veros tiene poco que ver con eso. Las leyendas vienen y van entre esa gente supersticiosa, y no llamo a todos los curanderos de paso para hablar con ellos. Lo que me intrigó fue ese pelo tan claro como la lana, como dicen los Humpers, y un hombre que busca el camino más difícil. Un hombre que parece joven en años pero tan viejo como yo en experiencia. ¿Qué ha sido de Lanik Mueller?
La última pregunta era tan ridícula que no pude ocultar mi sorpresa.
Barton se echó a reír.
—Sorpresas y trampas. Las llevo a cabo incluso con los más astutos. El parecer un viejo tonto tiene sus recompensas. Lanik Mueller me fascinó siempre, ¿sabéis? Hace…, ¿cuánto? Cuatro años, ahora, desde que él y el querido viejo Ensel Mueller se desvanecieron en el bosque de Ku Kuei, y nunca más han vuelto a ser vistos. Bien, yo no suelo dar mucho crédito a las leyendas. Siempre parecen tener un perfecto fundamento natural. Y no creo que la gente que penetra en Ku Kuei tenga necesariamente que morir. ¿Vos sí?
Me encogí de hombros.
—Creo más bien que vuelven a salir vivos. Y creo que Lanik Mueller, el azote de la llanura del río Rebelde, sí, creo que está vivo.
Me miró intensamente. Cambió el tono de su voz.
—Nos vimos, muchacho, cuando tú tenías once años.
Aquello me obligó a mirarlo de nuevo más detenidamente. ¿Había visto alguna vez antes a aquel delgado viejo?
—Yo era un viajero por aquellos días, y un poco un historiador. Coleccionaba historias y genealogías allá por donde pasaba, intentando descubrir lo que le había pasado al mundo desde los días en que la República depositó a nuestros antepasados y a sus familias en este paraíso de mundo como castigo por sus pecados. Y cuando te vi, pensé: «He aquí a un muchacho ligado a algo importante». Dicen que quemaste y saqueaste y violaste y mataste a todo el mundo a tu paso.
Sacudí la cabeza.
—Pero lo que más me intrigó —continuó—, fue algo que afecta muy de cerca a tu familia, Lanik Mueller. He sabido que tu hermano menor, Dinte, gobierna ahora allá donde debías haber gobernado tú.
—Un figurante, gracias a Dios, puesto que el bastardo es incapaz de gobernar con eficiencia ni un hormiguero —dije, admitiendo lo que obviamente él sabía.
—¿El hijo de tu madre?
—Por increíble que parezca, sí. No recuerdo haberos visto nunca, Barton.
—Por aquel entonces yo era más joven —se levantó de su silla y se dirigió a una escalera, trepó lentamente por ella, y alcanzó un libro de debía pesar unos cinco kilos. Cuando estuvo de nuevo en el suelo, me lo extendió—. Le he comprado esto —dijo—, a tu padre, que dudó en dejarme marchar con él. Pero él tenía otro ejemplar, y cuando le expliqué lo importante que era para mí la genealogía se convenció de que yo era un viejo idiota medio chocho, y me dejó comprarle el libro, aunque me hizo pagar cinco veces lo que creía que valía.
Así era mi padre.
Abrí el libro. Una genealogía de Mueller y su historia, mantenida como una especie de crónica escrita a mano por muchos redactores No reconocí la mano que había escrito el final del libro, pero la relación y la genealogía terminaban efectivamente cuando yo tenía once años. Era divertido ver lo que el cronista había pensado que valía la pena registrar. Aquello haría las delicias de más de uno… Todas mis hazañas de infante estaban allí.
El silencio de Barton era tan expectante que me empujó a hojear las últimas páginas.
—¿Auténtico? —preguntó.
—Por supuesto —dije—. ¿Lo dudabais, después de la forma en que lo obtuvisteis?
—En absoluto. Sólo deseaba tu opinión antes de señalarte una omisión, un hecho simple pero importante que quedó al margen del libro. Tan obvio que no podría pasarte por alto.
Aguardé.
—Tu hermano —dijo—. Dinte.
Por supuesto que Dinte estaba mencionado ahí. Muchos de mis recuerdos de infancia estaban ligados a él. Pero retrocedí a la época del nacimiento de Dinte, y no hallé ninguna mención. No había la menor anotación sobre él a lo largo de toda la relación.
—Bueno, quizás al cronista le gustara Dinte menos de lo que me gustaba a mí —dije.
—El cronista nunca conoció a Dinte.
—Entonces es que llevó una vida de reclusión en el palacio.
—Lanik Mueller: desearía que repasaras tus recuerdos. Preferiblemente alguno desagradable. Quiero que formes su imagen en tu mente.
Sonreí.
—Ya nadie se toma la psicología en serio.
—No se trata de psicología, Mueller. Se trata de supervivencia.
Así que retrocedí hasta el día en que mentí acerca de quién había hecho que se dañara en una pata Rurik, el caballo que había recibido como regalo tras aprender a montar como un adulto. Le había hecho saltar estúpidamente, y él se había hecho daño, y luego volví a casa y le dije a mi padre que el chico de la caballeriza había sido el responsable y que yo me había dado cuenta tan pronto como había salido de los establos. El chico había perdido su trabajo y había recibido una buena ración de palos, principalmente por haber «mentido» sobre lo ocurrido realmente y haber proclamado que el caballo estaba perfectamente sano cuando yo lo tomé. Recordé la expresión del rostro del muchacho cuando mi padre me hizo acusarle a la cara. Recordé claramente cómo me sentí entonces.
—Veo por tu rostro que has pensado en algo realmente importante para ti. ¿Cuán claro lo recuerdas?
—Absolutamente claro —respondí.
—Ahora piensa en tu recuerdo más claro relativo a Dinte, a partir de la época en que tenías… digamos, siete u ocho años, y ambos aprendíais de vuestros preceptores. ¿Teníais el mismo preceptor?
—Yenwi.
—¿Pero teníais el mismo preceptor?
Me encogí de hombros.
—Piensa en algún recuerdo de infancia de Dinte.
Nada más fácil. Hasta que lo intenté. Pero todos mis recuerdos de Dinte eran de la época en que ya era mayor. De cuando tenía doce y trece y catorce y quince años. Simplemente no podía recordar a Dinte antes que eso, pese a mantener la inquebrantable convicción de que él estaba allá.
—Simplemente no puedo recordar los detalles —empecé, y luego vi que Barton estaba riendo.
—Mis propias palabras —dijo—. Simplemente no puedo recordar los detalles. Pero tú estás tan seguro… No tienes ni la más ligera duda.
—Por supuesto que no. Si hubiera podido hacer desaparecer al pequeño bastardo, lo habría hecho hace años, creedme.
—Entonces, déjame contarte una historia —dijo—. Siéntate en el sillón, Lanik Mueller, porque es larga, y como me estoy volviendo viejo, seguramente me enzarzaré en detalles que debería dejar a un lado. Trata de permanecer despierto. Los ronquidos me molestan.
Y me contó la historia de Percy, su hijo. Cuando mencionó el nombre del muchacho lo reconocí inmediatamente.
—¿Percy Barton? ¿Lord Percy Barton de Gill?
—El mismo. Me estás interrumpiendo…
—Pero es quien gobierna, o hace que gobierna al menos, la autoproclamada Alianza del Este. ¿Y es vuestro hijo?
—Nacido y educado en este castillo. Pero nunca conseguiré terminar si no puedo empezar, Mueller.
Así que lo dejé empezar.
—Se trata de mi inclinación a los viajes, ya sabes… Hice un viaje, no hace muchos años, uno de los últimos antes de que los viajes quedaran fuera de mis posibilidades debido a mi salud. A Lardner. Quizá conozcas Lardner…, un país de fríos que hace que Humping parezca un paraíso, pero posee los mejores médicos del mundo. Si alguna vez estuviera enfermo, acudiría a un doctor de Lardner. Y mientras estaba allá, encontré por casualidad a un doctor al que había conocido cuando yo era joven, recién casado y apenas establecido como señor de un territorio mucho mayor del que poseo ahora… No tan solo Humping sino toda la península este. El doctor, Twis Stanly, era un especialista en las molestias y enfermedades de la mujer, pero era también un condenadamente maravilloso arquero, e intimamos y pasamos juntos unas maravillosas vacaciones en las montañas Snipe. Nos hicimos buenos amigos, pero recordaba sobre todo que había tratado a mi esposa, tan solo un mes después de nuestro matrimonio, de una infección más bien extraña. Eso había sido, por supuesto, antes de que naciera Percy.
Hizo una breve pausa, como si no estuviera seguro de qué iba a decir a continuación.
—Me preguntó, por supuesto, por mi esposa, y tuve que informarle, tristemente, que había muerto hacía apenas dos o tres años, a una edad madura pero no vieja. Había cumplido los cincuenta años cuando murió, y me sentí sorprendido al darme cuenta de que habían pasado casi treinta y cinco años desde que Twis y yo matáramos dos ciervos de la misma manada como con una sola flecha, prácticamente al unísono. Mencioné el hecho, y luego comenté cómo mi hijo Percy ni siquiera sabía la habilidad que había tenido antiguamente su padre con el arco.
»Nos echamos ambos a reír de aquello y de nuestras manías de juventud, y luego él dijo:
—Entonces, Barton, ¿te has vuelto a casar?
La pregunta me pareció extraña.
—Por supuesto que no —le dije—. ¿Qué te hace pensar en eso, Twis?
—Entonces, ¿adoptasteis al muchacho? ¿A vuestro hijo? —preguntó, y yo negué.
—Es un hijo auténtico; nació a los dos años de nuestro matrimonio.
»Entonces él se puso un poco pálido, como suele sucedernos a nosotros los viejos, y buscó una ficha de su interminable archivo profesional, leyó una anotación en particular, y me la mostró. Daba cuenta de la histerectomía que le había practicado a mi esposa un mes después de nuestro matrimonio.
»Puedes imaginar la impresión que eso me produjo. Estaba seguro de que él se había equivocado, pero era un hombre metódico, ya sabes, y no pude hacerle dudar de su seguridad. Lo había extirpado todo; útero, ovarios, todo, y ella estuvo malditamente a punto de morir en la operación. Pero era eso o un cáncer que destruiría su vida en menos de un año, así que había renunciado a la maternidad a cambio de su vida.
»Fue un terrible golpe. Insistí en que podía recordar el nacimiento, pero cuando intenté evocar las circunstancias, no pude fijar ningún detalle. Ni el día, ni el lugar…, ni siquiera si yo había estado presente o no, ni cómo había celebrado el nacimiento de un heredero…, nada. Nada. Exactamente como tú y tu hermano, ahora.
Yo podía dudar de muchos hombres, pero en este caso no podía encontrar una razón por la cual Barton tuviera que mentirme. Y ahora el libro de genealogías en mis rodillas parecía más pesado. Mientras escuchaba hacía esfuerzos por recordar algo, cualquier cosa acerca de Dinte y nuestra infancia juntos. En blanco.
—Ésta no es toda mi historia, Lanik Mueller. Volví a casa. Y en el camino de regreso, de alguna forma olvidé toda aquella conversación. ¡La olvidé! Algo como eso, y simplemente se borró de mi mente. No fue hasta que volví a salir de Britton en mi último viaje, esta vez para visitar Goldstein debido al calor que reina ahí en invierno. Mientras estaba allí, recibí una carta de Twis. Se extrañaba de que no hubiera contestado a sus cartas anteriores. Yo no recordaba haber recibido ninguna, pero en su carta me decía lo suficiente como para refrescar mi memoria. Me sentí impresionado por el lapsus que había sufrido, consternado de que hubiera podido olvidar todo aquello. Y entonces me di cuenta de algo. No era la vejez, Lanik Mueller, lo que me había hecho olvidar. Alguien estaba haciendo algo en mi mente.
»Volví a casa, sólo que esta vez lo hice pensando repetidamente, constantemente, en que mi hijo era un fraude, un total impostor. Guardé la carta de Twis es mi pecho, y la releí cada pocos minutos durante todo el camino de regreso. Nunca tuve que luchar tanto en mi vida. Nunca sufrí tanta angustia mental. Terminaba de leer la carta, y ya no tenía ni idea de lo que decía. Cuanto más cerca de Britton me hallaba, más difíciles se me hacían las cosas. Pero seguí diciéndome: «No tengo ningún hijo. Percy es un fraude», y me negaba a preguntarme cómo alguien podía venir junto a un hombre sin hijos y convertirse en su hijo. Baste decir que lo conseguí. Llegué aquí con mi mente y mi memoria intactas. Y aquí, en este mismo escritorio, encontré cuatro cartas de Twis, todas abiertas y obviamente leídas, aunque no tenía el menor recuerdo de haberlas recibido. Ahora podía leerlas, y cada una de ellas se refería a la imposibilidad de la existencia de Percy.
»En las otras cartas Twis me citaba comentarios de amigos que habían acudido de Lardner a estar con él durante sus días en Britton, amigos que me habían conocido. Los recordaba bien. Todos ellos coincidían claramente en el hecho de que yo no tenía hijos y de que mi esposa y yo sabíamos perfectamente bien que no podíamos albergar esperanzas de tener descendencia. Anotaba mi propia ironía cuando afirmaba que al menos mi esposa no tenía ningún período del mes en el que pudiera eludir sus deberes en la cama. Cuando leí esta mención de Twis la recordé claramente. Me recordé a mí mismo diciendo eso. Y ante ese pensamiento, algo chasqueó dentro de mí. Lo recordé todo, y yo no tenía ningún hijo. Hasta que llegué a los cuarenta años o así, y entonces, repentinamente, apareció un muchacho de diecinueve años deseoso de gobernar, apasionado por tener su oportunidad. Lo hice gobernador de mis dominios del norte, y aquello fue todo lo que necesitó. En cinco años dominaba, increíblemente, todo Britton. Y hace ahora solamente seis años se puso a la cabeza de la Alianza y la transformó en una dictadura.
Sacudí la cabeza.
—No es una dictadura, Barton. Es hombre de paja al servicio de un comité de científicos. Aquellos que se autoproclaman hombres sabios son quienes gobiernan en Nkumai y en Mueller también.
—Siempre resulta prudente, cuando se descubren hombres de paja, asegurarse de quién los está manipulando —dijo Barton, con una mordacidad que dejaba bien claro que me consideraba poco inteligente por mantener aquella opinión—. ¿No comprendes lo que te estoy diciendo? Dinte y Percy son lo mismo. Chicos que aparecieron de la nada, pero a quienes nadie hace preguntas, de quienes nadie duda, ni siquiera sus propias familias, ni su propio país, y que ahora se han elevado a la más alta posición de autoridad en países muy poderosos, y todo el mundo está convencido de que son meros hombres de paja.
Todo aquello me sonó más bien extraño.
—Intentaré convencerte —dijo—. Cuando hablé contigo cuando aún eras un niño, acerca de lo que se sentía siendo heredero del trono, tú dijiste, con mucha franqueza, y recuerdo que tu padre se mostró orgulloso de esa franqueza… Dijiste: «Lord Barton, es divertido ser el heredero simplemente porque no hay ningún otro pretendiente, a menos que contéis a ese enano retardado que ha echado al mundo Ruva. Si tuviera un hermano, tendría que ser muy cuidadoso acerca de mi comportamiento, porque la gente podría pensar que si se pierde un heredero, siempre hay otro de recambio». Recuerdo esas palabras porque tu padre me las hizo repetir a cinco o seis personas durante mi visita, como prueba de tu precocidad. ¿Las recuerdas tú también?
Sí. Recordaba las palabras. Y recordé el momento. Recordé al viejo Barton, joven entonces, por supuesto, muy divertido y palmeándose el muslo, riendo a carcajadas, repitiendo fragmentos de la observación. Me sentí muy impresionado por haber conseguido despertar la hilaridad de un hombre como aquél.
Recordé, y en ese momento supe que Barton tenía razón. Yo no tenía ningún hermano. Era hijo único.
Y recordé algo más. Recordé a Mwabao Mawa.
El sirviente que me había traído hasta la casa del acantilado entró en la habitación con un ponche.
Había visto a un hombre de mediana edad en la calle de aquella ciudad en Jones, montado en un carruaje. Un hombre blanco. Y luego, un momento más tarde, había visto a Mwabao Mawa en el carruaje, precisamente en el mismo sitio. Ella me vio; yo huí. Y sin embargo, en todo aquel tiempo transcurrido desde entonces nunca me había preguntado por qué el hombre habría abandonado el vehículo a medio viaje para dejar su lugar a Mwabao Mawa. ¿Estaba Mwabao Mawa antes de entonces? ¿A dónde había ido el hombre blanco?
Las cosas empezaron a encajar. Unos hombres de paja aparentemente desprovistos de poder, manipulados por un comité de científicos… Pero que quizás eran, cuando se examinaban las cosas desde otro punto de vista, las personas que realmente gobernaban.
El sirviente me había dado un ponche, ante la insistencia de Barton, y ahora le estaba llevando otro a él.
Había estado en tiempo rápido cuando vi al hombre calvo. Luego, en tiempo real, había visto a Mwabao. ¿Era ésa, entonces, la diferencia? ¿En tiempo rápido veía la realidad? ¿En tiempo real resultaba engañado, como todos los demás?
El sirviente se inclinaba sobre Barton, y recordé haber captado un atisbo, a primera hora de aquella misma mañana, cuando salía de tiempo rápido, de una capa azul sobre un hombre bajo transformándose en una capa roja sobre el alto sirviente que ahora estaba inclinado sobre Barton, observando cómo se llevaba el ponche a sus labios.
—¡No lo hagáis! —le dije a Barton—. ¡No bebáis eso!
Barton pareció sorprendido por un momento, mientras el sirviente se enderezaba, mirándome sin comprender. Luego, repentinamente, el sirviente se derrumbó y Barton saltó sobre sus pies, corriendo ágilmente hacia la puerta. Yo estaba desconcertado. Tardé en reaccionar. Luego miré al sirviente, tendido en el suelo, y me di cuenta de que no era en absoluto el sirviente. Era Barton.
¿Cómo había podido ver al sirviente caer y a Barton levantarse? ¿Cómo había podido cometer tal error? Ellos no habían cambiado en ningún momento sus lugares, que yo lo hubiera visto… Y sin embargo, ahí yacía Barton, y su cabeza estaba casi separada de su cuerpo, excepto por su columna vertebral, de un solo golpe dado con una hoja muy afilada.
De hecho, no podía haber sido más que una hoja de hierro.
Por supuesto, no era momento para las especulaciones. Me arrodillé junto a Barton y apreté su cabeza contra su cuello, e hice lo que había hecho para muchos Humpers: conecté los vasos sanguíneos. Restituí los músculos cortados, uní la piel sin necesidad de suturas, y dejé su cuerpo mejor y más saludable de lo que había estado nunca, porque era un trabajo que debía hacer y porque me preocupaba el hombre y porque era más fácil hacer algo que yo sabía cómo hacer que pensar en lo que debía hacer a continuación, de modo que descubrí al mismo tiempo su reumatismo y sus debilidades y su enfermedad pulmonar y su desfalleciente corazón y los reparé, los renové, lo dejé más sano de lo que había estado en muchos años.
Estaba consciente, mirándome.
—El Hombre-del-Viento —dijo, sonriendo—. La historia es cierta.
—El sirviente era uno de ellos —dije, y ninguno de los dos tuvo la menor duda acerca de nuestra referencia de ellos.
—Eso me temo. El querido Dul. Cómo proliferan esos gusanos. Dime, ¿cómo lo sospechaste?
No tenía ni tiempo ni deseos de contarle acerca de los Ku Kuei y las manipulaciones temporales.
—Simplemente lo sospeché —dije—. Vos me disteis la voz de alerta.
Me miró dubitativamente, luego concluyó en que si yo hubiera deseado decirle la verdad, se la habría dicho. Y se puso en pie. Pero lo hizo tan bruscamente que se sorprendió, y estuvo a punto de perder el equilibrio.
—Cuando curas a alguien, lo haces a conciencia, ¿verdad? —preguntó Barton—. Me siento como si tuviera treinta años…
—Maldita sea, tendríais que sentiros como si tuvierais veinte.
—No quería exagerar. Lanik, ¿quién eres? No importa. No importa. Dul debió de haber estado escuchando. Saben que tú sabes algo, o no habrían intentado envenenamos a los dos. Supongo que el ponche estaba envenenado, ¿no? Y luego me mató para hacerme callar y desembarazarse de mí. Dudo que lo encontremos. Probablemente tenga la apariencia de una vieja mujer ahora, y esté aguardando para clavarnos un cuchillo en la espalda cuando pasemos.
—¿… pasemos?
—Solamente necesitaba tu confirmación —dijo Barton—. En el fondo, aún tenía la preocupación de que me estuviera volviendo loco y lo hubiera inventado todo. Pero ahora, por supuesto, sé que estoy en lo cierto y tú también lo sabes, y es el momento de enfrentamos a Percy y matar a ese pequeño bastardo.
—¿Matar? ¿Barton? No parecéis de ese tipo —dije.
—Quizá no —respondió Barton—. Pero hay una especie de rabia que siente un hombre cuando ha sido engañado de este modo, y que no puede ser comparada a ninguna otra. Se ha burlado de mí, de mi propia esposa, de mi propia esperanza de tener una familia. Se ha convertido en mi heredero, me ha utilizado como trampolín hacia el poder, y todo ello pretendiendo, haciéndome creer, que él era mi hijo. Estoy muy lleno de rabia, Lanik Mueller.
—Él también creerá que estáis muerto. ¿Es juicioso quitarle tan pronto esa idea?
Barton meditó la cuestión.
—Y además, Barton, ¿de qué serviría matar solamente a uno de ellos? Tenemos ya pruebas de la existencia de cuatro. Seguramente hay muchos más. Creo que podremos centrar mucho mejor el problema si descubrimos de dónde proceden.
—¿Importa eso? —preguntó.
—¿Creéis que no?
Sonrió.
—Si, importa. Se me ocurre que han recorrido un largo camino para asegurarse el control de todo el planeta. Y tanto Nkumai como Mueller tienen hierro, ¿no?
—Y ahora esa gente, sean los que fueren y pretendan lo que pretendan, controlan la fuente de ese hierro.
—Durante miles de años hemos competido encarnizadamente por conseguir algo que vender al mundo exterior a través del Embajador, a fin de ser los primeros en construir una nave estelar y salir de aquí. Y ahora ellos serán los primeros, no importa quien venza. Ahora ellos lo controlan todo —se rascó la cabeza—. Parece que todos hemos sido atrapados por unos operadores demasiado rápidos.
—Ésta no es vuestra forma normal de reaccionar —observé.
—Tú te has tomado las cosas con tanta calma…
—Estoy acostumbrado a ver cosas extrañas en este mundo. Voy a ir a Gill, Barton. Y os pido que vos os quedéis aquí. Aquí, al menos, estaréis seguro. Y creo que tengo un medio de reconocerlos. Fácilmente y con seguridad. Y eliminando sus ilusiones.
No me hizo ninguna pregunta, porque supongo que mi actitud dejaba bien claro que no iba a responder a ninguna. No había necesidad de que nadie, ni siquiera Barton, supiera lo que podía hacer. Todavía no…, hasta que yo supiera qué hacer al respecto. Prometió quedarse en la casa del acantilado y yo fui a las caballerizas, ensillé un caballo —el mejor de los de Barton— y partí hacia Gill.
Una medida de mi estupidez es que no fui en tiempo rápido.
Sentado a horcajadas sobre el caballo, que avanzaba velozmente pero no al galope siguiendo el camino que conducía a la civilización, y finalmente a Gill, vi a un Humper conduciendo su rebaño hacia el norte, hacia la parte menos civilizada y por ello más tentadora de Humping. Y me pareció increíble que apenas un día antes hubiera terminado la siembra del huerto de Glain y Vran; que hubiera pensado seriamente en pasar el resto de mi vida allí, entre los Humpers. El recuerdo, viejo tan solo de un día, me golpeó como un terrible dolor, la realización de que, después de todo, no estaba preparado para el bienestar y la paz y la felicidad, sino que en cambio seguía aferrado a la sensación de que tenía una misión que realizar. Si había una meta que alcanzar, yo la alcanzaría, pensé con amargura (y también con cierto orgullo, puesto que hasta ahí todas mis metas no se habían convertido en nada), y esta vez… Esta vez, debido a que en tiempo rápido la ilusión se desvanecía ante mis ojos, yo no era tan sólo la persona que podía detenerlos, sino que era la única persona que podía detenerlos. Era la única persona que podía descubrirlos entre los seres humanos normales a los que imitaban y destruirlos.
Destruirlos. ¿Estaba proyectando ya, con tanta frialdad, más muertes? ¡Pero si era una guerra!, insistí para mí mismo, y luego me pregunté quién la había declarado y por qué pensaba yo que estaba en el bando de los «buenos». No necesitaba preguntarle a la tierra sobre eso, me di cuenta. Esta vez no se trataba de un asunto de comer vegetales. Significaba matar hombres, matarlos a sangre fría, matarlos por una causa noble, pero matarlos, de todos modos.
¿Y era realmente una causa noble? ¿Me estaba batiendo por la independencia de Mueller? ¿De quién? Quizás aquellos simuladores estuvieran haciendo algo valioso para nuestro miserable planeta. Estaban terminando con el derramamiento de sangre, terminando con las rivalidades, unificando el planeta para conseguir una meta común.
No. No era cierto. No estaban terminando con las rivalidades. Estaban venciendo sobre todos los demás. Y eso era distinto.
Terminar con las rivalidades era algo que nunca antes me había formulado realmente. No me había parecido que fuera tan importante… Mucho más importante era el hecho de que tanta gente estuviera siendo engañada, pensando que se gobernaban con autodeterminación o al menos creyendo que comprendían quién los gobernaba. Mientras que de hecho alguien, no uno sino varios, estaba robando secretamente el poder en sus mismas fuentes, y era eso lo que me parecía injusto.
Lo cual era, al fin y al cabo, la única forma en que un hombre puede discernir entre lo que está bien y lo que está mal… Como le parece a él. Y aquello estaba mal. Las mentes de otros hombres estaban resolviendo los problemas del universo. La sangre y los genes de otros hombres se había convertido en el hierro que Mueller había obtenido del Embajador. Y aquellas mentes y aquella sangre estaban siendo robadas sin que nadie se diera cuenta del crimen que así se cometía.
Recordé haber sido un regenerativo radical. Recordé haber permanecido de pie junto a la ventana, observando los corrales, identificándome, con terror, con los monstruos de múltiples piernas y brazos que eran alimentados en los comederos mientras se les negaba el más mínimo asomo de humanidad. Era cruel, aunque sólo Dios sabía cómo se habría tratado a los rads de otro modo. Sin embargo, aquella crueldad podía ser incluso soportable, o al menos parcialmente soportable, debido a que los rads sabían que estaban haciendo aquello por Mueller. Hacían aquello para asegurar que sus familias y las familias de sus familias fueran quienes pudieran venderle al mundo exterior, pudieran ser quienes construyeran las naves estelares y salieran al espacio y fueran libres.
Si esta esperanza había ayudado a mantenerlos cuerdos, resultaba terrible convertirla en una mentira y hacer que sus sufrimientos y soledad y pérdida de humanidad fueran para una raza de extraños que se estaban insinuando dentro de las familias…
Odiaba a Dinte. Antes lo había despreciado, pero ahora lo odiaba. Me imaginé a mí mismo penetrando en el palacio en Mueller-sobre-el-Río y avanzando hacia él y entrando en tiempo rápido y viendo al hombre que realmente era Dinte, al hombre que pretendía ser mi hermano, al hombre que había destruido a mi padre y me había robado mi herencia; y cuando lo hubiera visto, me imaginaba a mí mismo matándolo, y aquella imagen me proporcionaba placer.
(Podía oír a la tierra gritando los aullidos de los hombres agonizantes, pero me cerré a ese recuerdo. No quería ese recuerdo. No, al menos, ese día. Había sangre que derramar antes de que estuviera dispuesto a aceptar de nuevo aquel recuerdo).
Pero antes, Percy Barton. Tenía que saber de él de dónde procedía y cuál era su pueblo, a fin de que, de algún modo, pudieran ser destruidos. ¿Pero podrían serlo? ¿Existiría alguna forma de terminar con una gente que podía aparecer como alguien que no era, que podía cambiar de lugar con un hombre ante sus mismos ojos sin que uno se diera cuenta nunca de ello, que podía simular ser el hermano de uno durante años y nunca dejar filtrar ninguna sospecha?
¿Cómo lo conseguían? ¿Cómo podía luchar contra ellos?
Y mientras descendía de las colinas de Humping, sentí una terrible tristeza, porque sabía que estaba abandonando mi auténtico hogar para destruir mi paz mental y causarle agonía a la tierra. Recordé al portavoz de los Schwartz cuando me dijo: «Cada hombre que muera bajo tu mano gritará en tu alma por siempre».
Casi volví atrás. Estuve a punto de dar media vuelta y regresar junto a Glain y Vran Casi…
Sin embargo cabalgué durante doce días hasta llegar a Gill, la capital de la Familia de Gill, y también la capital del imperio llamado La Alianza del Este. En mis días de viaje no saqué nada en claro, y no sabía ahora más de lo que sabía antes. Ni siquiera había tomado las más elementales precauciones, y fue por eso que me cogieron apenas hube entrado en Gill, y me mataron.