La ciudad tenía un nombre, pero nunca llegué a conocerlo. Era solamente otra de las poblaciones a caballo del gran camino que iba de Nkumai a Mueller. Antiguamente había sido uno de los muchos pequeños caminos que permitían que Jones comerciara con Bird, y Robles con Sloan, pero ahora se había convertido en un camino amplio, lleno de tráfico. Hacía solo un año que mi padre y yo habíamos desaparecido en el bosque de Ku Kuei sin regresar; éramos tan solo una leyenda, y Dinte gobernaba en Mueller, y en toda la llanura del río Rebelde, desde Schmidt al oeste hasta las montañas Inmensas al este reinaba la paz. La paz, porque había sido conquistada, y era un secreto a voces que, aunque Mueller hacía públicamente alarde de su independencia —que de hecho era mayor y más fuerte de lo que nunca hubiera sido antes—, el «rey» nkumaio gobernaba en Mueller con tanta seguridad como lo habría hecho en Nkumai.
¿Rey? Mucho había oído acerca de aquel rey, pero yo bien sabía qué podía creer al respecto, como lo sabían otros que tenian razones para conocer la verdad. Como el posadero de la población, un hombre que había sido antes Duque del Lindero del Bosque, pero había cometido el error de pretender ocultar el enorme impuesto de conquistador cuando los soldados de Nkumai acudieron a cobrarlo. Sin embargo, había conseguido pese a todo ocultar el dinero suficiente como para comprar la posada y hacerse cargo de ella.
—Y ahora trabajo aquí, día sí y día también, y me gano bien la vida, pero muchacho, aunque no llegues a conocerlo nunca, te digo que no hay nada como cazar el cossie con perros junto al lindero del bosque.
—No lo dudo —dije, particularmente porque yo también había cazado muchas veces el cossie. Nosotros, los excedentes de la realeza, habíamos ganado en recuerdos lo que habíamos perdido en posición social.
—Pero el rey ha dicho: «no más caza», y así comemos buey y cordero mezclados con estiércol de caballo, y a eso se le llama guiso.
—Al rey se le debe obediencia —dije. En esos días no podía hacer daño exhibir un suplemento de lealtad (no había allí nadie excepto nosotros, leales defensores de Nkumai).
—El rey puede irse al infierno —dijo el posadero, e instantáneamente me cayó mucho más simpático. Si hubiera habido algún otro cliente, quizá se habría mostrado más circunspecto—. El rey de los nkumaios es tan predominante en estos días como las naves estelares.
Me eché a reír. Así que él también sabía…
—Todo el mundo sabe que el auténtico poder tras el trono se halla en manos de Mwabao Mawa —agregó.
El nombre despertó en mí oleadas de recuerdos, que terminaron en una oscura noche cuando ella intentó seducir a una dulce jovencita en su casa de los árboles. Extrañamente, mis recuerdos me inspiraron y me encontré pensando melancólicamente en lo que habría podido ocurrir si hubiéramos llegado a hacer el amor. Habría sido una buena sorpresa para ella.
—Lo que yo sé, aunque nadie más sabe, es que son los científicos quienes detentan el poder tras Mwabao Mawa —dijo.
Sonreí.
—¿Científicos? No son más que soñadores.
—¿Así lo crees? ¿Piensas que porque estoy pasando por tiempos difíciles no tengo partidarios y amigos situados en altas posiciones? Ocurre lo mismo en Mueller. Son los genéticos quienes manejan las cosas aquí… Dinte simplemente se encarga de impedir que la gente que permanece fiel a la realeza se rebele. Triste día aquel en que los nacidos para gobernar deben contentarse con regir posadas, mientras los usurpadores detentan un poder que nunca debieron haber ocupado.
Fue a la trastienda, y no regresó hasta que yo hube terminado de beber mi cerveza. No la necesitaba, pero de tanto en tanto era agradable beber. Y después era agradable orinar. La gente que hace esas cosas cotidianamente no comprende el placer que proporcionan.
—¡No te vayas aún! —gritó, y entró de nuevo en la sala principal—. Siéntate, y dame tu palabra de que no le repetirás a nadie lo que voy a decirte.
Sonreí, y él tomó tontamente aquello como un asentimiento. Me devolvió la sonrisa.
—Desde el primer momento supe que tú no eras un muchacho vulgar —dijo—. No es tan solo tu cabello rubio claro, que te sitúa originalmente en Mueller o Schmidt. Hay algo en tu apariencia… Aunque estés solo, se adivina que sabes cómo mandar a los hombres.
No dije nada, simplemente me quedé mirándolo. Él sonrió y apaciguo su voz.
—Mi nombre es Bill Underjones. Compréndelo, y sabrás que no soy un simple soñador —Underjones, por debajo de Jones, lo situaba apenas a un paso bajo el nivel de la realeza—. Hay quienes seguimos oponiéndonos a esos negros. No somos muchos, pero somos listos, y, estamos almacenando hierro al sur de aquí, en Huss. Es un lugar atrasado y tranquilo, pero es el mejor sitio para ocultar algo. Te diré a quién buscar allí, y se sentirá feliz de enrolarte. No importa quién seas, una sola mirada y te admitirá. Su nombre es…
—No me digas su nombre —dije—. No quiero saberlo.
—¡No puedes decirme que no odias a esos negros tanto como yo…!
—Más aún, quizá —dije—. Pero me desmorono fácilmente bajo la tortura. Traicionaría todos vuestros secretos.
Me miró oblicuamente.
—No te creo.
—Te lo pido —dije.
—¿Quién eres?
—Lanik Mueller —dije. Pareció desconcertado por un momento, luego se echó a reír a carcajadas. A menudo utilizaba mi propio nombre… Siempre obtenía la misma reacción.
—Igual podrías decir que eres el mismo diablo. No. Lanik Mueller desapareció… Vaya chiste. Mejor di que eres el diablo.
Quizá sí que fuera mejor. Aún seguía riendo cuando salí a la calle.
El albergue daba a la calle principal, y salía por la puerta fronteriza de madera cuando un chicuelo mendigo pasó junto a mí, corriendo, y me hizo trastabillar. Algo irritado, lo seguí con la mirada mientras continuaba su carrera, que finalmente dio en un tropezón, de cabeza, contra un hombre de muy importante aspecto, vestido con ropas de tanta calidad que indicaban muy claramente que no se preocupaba en absoluto de lo que iría a encontrar para cenar por la noche sobre su mesa. El hombre había estado hablando con otros varios hombres más jóvenes, y cuando el chico tropezó con él, le lanzó una malintencionada patada en la pierna. El chico cayó al suelo, y el hombre lo insultó ruidosamente.
Era una tontería de mi parte, pero en aquel momento esa suprema injusticia me pareció la coronación de todo el millón de injusticias que había visto y perpetrado en mi vida. Pero esta vez estaba decidido a hacer algo.
Así que me situé en tiempo rápido, y la gente de la calle fue retardándose a mi alrededor casi hasta detenerse. Me abrí camino cuidadosamente por entre la multitud hasta situarme frente al hombre que había pateado al chico. Su pie derecho descendía al suelo mientras continuaba su andar, siguiendo con su animada discusión con sus jóvenes amigos. Fue una cosa sencilla hacer que el suelo de la calle se hundiera una docena de centímetros por debajo de su pie, y formar un charco de agua exactamente delante de él que se extendiera un par de metros por delante. Con mis propias manos tomé una de las piedras que sembraban la calle y la coloqué delante de él a objeto de trabar su pie izquierdo.
Luego me dirigí a las caballerizas donde mi caballo recibía cuidados y alimento, y me apoyé contra la puerta. Me sentí un estúpido completo por haberme tomado todo aquel trabajo para un efecto tan mínimo. Creo que fue más el deseo de hacer una travesura que cualquier principio moral el que me inspiró a realizar aquello.
De todos modos, mientras estaba en tiempo rápido entre la gente, me tomé un momento de respiro. No necesitaba adoptar ningún disimulo, puesto que nadie podía verme, mientras que yo en cambio podía examinar a la gente a mi antojo. Y puesto que había permitido que el niño que había en mí tomara el control por unos instantes, jugueteé con la idea de vaciar unos cuantos bolsillos, no porque necesitara dinero, sino porque era posible hacerlo y no corría el menor riesgo de ser descubierto.
Hay algo en el hecho de saber que uno no puede ser descubierto que llega a tentar incluso al hombre más honesto, y yo nunca he pretendido ser especialmente honesto. Miré por encima de la gente para ver quién podía ser un buen blanco. Un poco más allá, calle abajo, se acercaba un gran carruaje… Una carroza nkumaia, y a juzgar por el gran contingente de soldados de Nkumai montados, contenía a alguien realmente importante. Era un día caluroso; el carruaje era cubierto; su único ocupante era un hombre de mediana edad, más bien regordete y enteramente calvo. Para mi sorpresa, era blanco. Inmediatamente supuse que se trataría de un Mueller de regreso de una visita a Nkumai. Pero los nkumaios nunca ofrecían escolta a los extranjeros que los visitaban. O bien aquel hombre merecía honores especiales (en cuyo caso, ¿cómo era que yo no lo conocía?), o los nkumaios estaban permitiendo que algunos extranjeros ocuparan altos cargos en su propio gobierno.
Pensar en eso arrojó de mi mente la idea de vaciar algunos bolsillos. Me deslicé de vuelta al tiempo real, volviéndome para observar el resultado de mi travesura. Exactamente como había planeado, el hombre importante tropezó y cayó cuan largo era en medio del charco. El chapoteo y la salpicadura fueron formidables, y el hombre se levantó escupiendo y maldiciendo mientras todo el mundo a su alrededor se reía de él. Incluso su cohorte de admiradores no pudo ocultar su regocijo mientras le ayudaban solícitamente a levantarse. Y, por pequeño que hubiera sido aquel gesto, sentí cierta satisfacción, particularmente al ver que el chico al cual el hombre había pateado se revolcaba de risa.
Y aquel momento pasó, y la gente se apartó a ambos lados de la calle para abrir camino a las tropas de Nkumai y al carruaje. Eché una ojeada a este último, y me sentí tremendamente impresionado al ver, no al hombre de mediana edad sino a Mwabao Mawa.
Era tan solo un poco más vieja —habían pasado escasamente dos años y medio—, y se mantenía muy digna en el carruaje. Me pregunté brevemente cómo no la había visto antes en el carruaje, y dónde estaba el hombre blanco calvo; pero dejé de lado el pensamiento porque me pareció carente de importancia y porque no podía admitir otra explicación excepto que no había visto bien. En vez de eso, me sumí en los recuerdos de los días transcurridos en casa de Mwabao Mawa. Me parecía imposible ahora haber tenido senos una vez y haber pasado por ser una mujer. Mejor dicho, haber sido una mujer. Y por un momento me llevé involuntariamente las manos al pecho y esperé encontrar allí blandura y calidez, y me sorprendí al comprobar que habían desaparecido… Miré hacia abajo, me maldije a mi mismo por mi estupidez, y luego volví a levantar la vista para contemplar a Mwabao Mawa, que me estaba mirando a su vez, primero con un ligero interés, y luego, mientras el carruaje proseguía su camino, con reconocimiento y sorpresa y, si, miedo. El miedo resultaba agradable, pero el reconocimiento podía ser un desastre.
Se volvió para dar instrucciones al conductor. Utilicé aquel instante para dar un paso atrás y penetrar en la caballeriza y perderme así de su vista. Me impulsé de nuevo en tiempo rápido… Tenía que pensar rápidamente. No había ninguna forma de tomar mi caballo, puesto que Hombre-Que-Todo-Lo-Sabe no había sido capaz de enseñarme cómo hacer que mi propio flujo temporal afectara a mi entorno. Pero en tiempo rápido podía moverme mucho más rápidamente en relación con el resto del mundo de lo que podría trasladarme un caballo a galope tendido.
Fui hacia mi caballo, una gran y estúpida bestia con todos los instintos de un cerdo pero con un precio que estaba a mi alcance, y descargué los sacos atados a la silla, seleccionando todo lo que podía llevar, y tomando también cualquier cosa que pudiera proporcionar un indicio de mi identidad. Había poco de eso último, nunca me habían gustado los pañuelos bordados… Luego, con los sacos al hombro, regresé a tiempo normal y me dirigí hacia el caballerizo, que estaba hablando con su aprendiz.
—Señor —dije con tono urgente, y él se volvió—. Señor, durante los próximos dos días el caballo es tuyo. Lo has comprado a un tratante de caballos ambulante y has hecho el peor negocio de tu vida, porque el maldito animal no obedece a menos que le patees los flancos. Si cuentas alguna historia distinta a ésa, o si el caballo no está aquí cuando yo regrese, te abriré en canal de la ingle a la nuez, ¿has entendido? Pero si todo está en orden dentro de dos días, te pagaré el precio de un caballo mucho mejor que éste.
Imagino que mi actitud fue convincente, aunque mis palabras no lo fueran. Asintió estúpidamente.
—Nunca has visto a nadie que responda a mi descripción, ¿correcto? —añadí.
—Infiernos, no —dijo; le entregué un anillo de plata, y eché a andar hacia la parte trasera del corral.
Me trasladé nuevamente a tiempo rápido apenas estuve fuera de su vista. Creyera o no Mwabao Mawa en lo que había visto, podía entrar en sospechas y ordenar a los soldados que patrullaran un poco. Supuse que no presionaría demasiado al caballerizo…, yo tan sólo había permanecido apoyado en la puerta, lo cual no significaba en absoluto que estuviera en tratos con el establo.
Cuando no pudiera descubrirme, abandonaría la búsqueda y pensaría que simplemente había visto a alguien que le había recordado a mí.
Eso esperaba.
Tiré los sacos por encima de la valla, la crucé tras ellos, y eché a andar por una calle lateral. Debería permanecer varios días en tiempo rápido. Lo cual me irritaba, puesto que en tiempo rápido, por supuesto, yo envejecía muy rápidamente en relación con el mundo real. No iba a terminar como Hombre-Que-Cayó-Sobre-Su-Trasero, pero no me gustaba perder días o semanas de mi vida. De todos modos, ¿cuán viejo era ahora? Había ganado días y semanas mientras estuve con Saranna en tiempo lento; también había perdido días y semanas en tiempo rápido entre la gente de Ku Kuei. ¿Estaba más o menos cerca de mi edad de dieciocho años según el calendario? Era difícil determinarlo, aunque mi cuerpo parecía joven y fuerte. Había hecho las cosas suficientes como para sentirme un hombre de mediana edad, y mientras salía de la población por calles secundarias y emprendía el camino hacia el sur en dirección a Robles, llegué a la conclusión de que el tiempo rápido no tenía la menor importancia. No sentía ningún deseo particular de vivir hasta la vejez. Y tampoco tenía intención de dejar que los nkumaios me atraparan y averiguaran quién era.
Lo peor del tiempo rápido era la soledad. Nadie está más seguro que un hombre que se mueve tan rápido como para no poder ser visto por los demás. Pero es más bien difícil iniciar una conversación con alguien que ni siquiera sabe que uno está allí a menos que se quede inmóvil en un mismo lugar durante media hora.
Crucé el Río de Janeiro y penetré en Cummings antes de permitirme regresar a tiempo real. Por muy alarmada que pudiera estar Mwabao Mawa, no iba a enviar tropas a más de mil kilómetros para buscar a alguien que había visto a escasos metros de ella aquel mismo día.
¿Por qué no había ido al sur? No tenía ningún objetivo en particular. Excepto que había vivido en una docena de ciudades bajo control de los nkumaios en Jones y Bird durante los últimos seis meses, y deseaba llegar a algún lugar donde el iluminado imperio de los científicos no rigiera. No deseaba unirme a los rebeldes congregados en Huss, así que elegí el sudeste a través del paso da Silva, y descubrí que no había forma de escapar de los comités imperiales. Una docena escasa de científicos en Grill gobernaba de Tellerman a Britton, y nadie era libre.
Pude haber ido directamente a Schwartz desde allí. O regresar a Mueller. Pero aún no me sentía tan débil como para retirarme del mundo, ni sentía pasión alguna hacia una muerte dramática. De modo que reservé Schwartz y Mueller para el futuro. En cambio, vagabundeé de da Silva hasta Wood, de Wood hasta Hanks, de Hanks hasta Holt a través del mar, y finalmente hasta Britton, donde descubrí que me correspondía a mí salvar al mundo después de todo, me gustara o no.
No me gustó.