Habrían podido ser unas vacaciones en uno de los bosques del río Sweet. Padre caminaba a un paso vivo (no es viejo en absoluto, me dije), y yo lo seguía tan sólo un poco más atrás, observando cómo sus manos se levantaban para tocar las hojas y las ramas, se inclinaban para arrancar puñados de hierba o flores, se abrían en gestos ampulosos como si exudara vida y alegría. Sólo que aquello era incongruente en esos momentos. Parecía forzado. Hubiese querido llorar por él, pero eso lo habría confundido, avergonzado. Había cosas por las que se podía llorar, como cuando los hijos perdidos durante largo tiempo regresan a casa, pero un Mueller no debe llorar por las pérdidas. Ni siquiera mostraba su aflicción por la pérdida de un reino.
Dejamos pronto el lago, pero entonces empezó todo de nuevo, como ya me había ocurrido antes, cuando atravesé Ku Kuei. Anduvimos y anduvimos, y el sol estaba siempre alto en el cielo, apenas parecía moverse, y sentimos hambre y comimos, y el sol no se había movido, y anduvimos hasta sentirnos agotados, y el sol se había movido solamente un poco, y al final caminamos hasta que nos sentimos completamente exhaustos y no pudimos avanzar más. Y quizá fuera mediodía.
—Esto es ridículo —dijo Padre cansadamente, mientras se tendía en la hierba.
—Ridículo no… Perturbador.
—De acuerdo, has dicho la palabra exacta.
—Me ocurrió lo mismo la vez anterior.
—¿Qué? ¿Te agotaste tras solamente una mañana de andar?
—Eso fue lo que creí, pero ahora no estoy seguro —había aprendido algunas cosas sobre el mundo desde la vez que pasé anteriormente por Ku Kuei. Aquellos contemplaestrellas en lo alto de los árboles podían hacer que las estrellas danzaran. Aquellos salvajes desnudos en el desierto podían convertir rocas en arena. ¿Estábamos cansados prematuramente? ¿O simplemente el sol se había retardado un poco en su carrera?
—Descansa —le dije a Padre, y luego me tendí en la hierba bajo los árboles y escuché a la roca. Escuché a través de la barrera del suelo vivo y las voces de un millón de árboles, y oí:
No fue la voz de la roca, sino más bien un lento, suave, casi inaudible susurro, y no pude entenderlo. Parecía hablar de sueño, o tal vez fuera mi propia mente. Intenté oír los gritos de las murientes (a los que habitualmente intentaba cerrarme) y esta vez oí, no el tumulto de voces que gritaban juntas su agonía sino llamadas apenas audibles, pero distintas. Torturadas pero lentas. Atormentadas y odiando y temiendo pero indefinidamente retardadas y separadas y distintas, y en contraposición a su ritmo, mi propio corazón latía acelerado, rápido, como presa del pánico, y sin embargo yo estaba descansando y mi corazón latía normalmente.
Me dejé hundir en el suelo, que me dejó pasar reluctantemente hasta que estuve abajo, descansando contra la roca. Las piedras se deslizaron bajo mi espalda; las raíces más profundas se apartaron para dejarme paso; y luego la áspera roca me arropó suavemente y oí:
Nada inhabitual. La voz de la roca no había cambiado, y lo que oí cerca de la superficie había desaparecido.
Me sentía confundido. Ni siquiera hubiese imaginado lo que antes había oído, y ahora, cerca de la roca, todo era como había sido en Schwartz hacía unas pocas semanas apenas.
Ascendí de nuevo, escuchando durante todo el tiempo, y gradualmente la canción de la tierra cambió, pareció ralentizarse, pareció separarse en voces distintas. La tierra, también parecía más reacia a apartarse y dejarme pasar. Pero finalmente estuve de regreso en la superficie, los brazos abiertos, flotando como siempre en lo que solamente para mi podía parecer un mar ligeramente más denso de lo normal. Padre estaba de pie, observándome, con una expresión indescriptible en el rostro.
—Dios mío —dijo—, ¿qué te ha ocurrido?
—Sólo estaba descansando —respondí; no tenía otra cosa que decir.
—Te hundiste en la tierra…
—Olvidé mantenerme en la superficie —dije—. No te preocupes por eso. Quería descubrir algo. Yo… Padre, en Schwartz aprendí a realizar algunas cosas, cosas que nunca podrían ser exportadas a través de un Embajador. Schwartz no es un competidor para nosotros, ni tampoco para Nkumai, pero aprendí cómo hacer que las rocas y el suelo se comporten de forma distinta de lo normal. Y ellos hacen también que yo me comporte de una forma distinta.
—Pareció que habías desaparecido durante cerca de una hora, pero fue casi como una eternidad, Lanik. ¿Cómo hiciste para respirar?
—Contuve el aliento. Padre, han hecho algo con el suelo aquí. Algo que frena el desarrollo de las cosas, o hace que lo parezca. Es como si…, no sé. Como si el tiempo fuera más despacio para nosotros.
—¿Por qué esto no pasó con las tropas?
—Quizá traíamos con nosotros mucha velocidad adquirida o algo así. No sé. Pero mira el sol —apenas había rebasado un poco el cenit—. Y estamos casi agotados.
—Yo no —dijo Padre, y proseguimos.
Según el sol era apenas un poco pasado el mediodía; por mis propios cálculos, llevaríamos dos días de andar desde la mañana; y alcanzamos otro lago. En mi anterior viaje había contornado su borde sur. Esta vez lo alcanzamos por su orilla occidental, y podíamos ver claramente el otro lado, que hacia el norte o el sur parecía desaparecer… Supusimos que podía tratarse de una isla o una península.
—No sé qué pensarás tú —le dije a Padre—, pero yo me detengo aquí.
Dormíamos casi antes de tendernos.
Me desperté en la oscuridad. Nunca había visto la noche en Ku Kuei durante mi primer viaje, y la noche antes, con los soldados, había tenido otras cosas en la cabeza. Ahora observé el cielo. Tanto Disidencia como Libertad habían salido, y en aquella época del año estaban cerca una de la otra. Permanecí tendido allí, medio adormilado aún, dejando vagar mi mente, cuando se me ocurrió que Disidencia debería de haber pasado ya a Libertad.
Sin embargo, casi no se apreciaba ningún indicio de movimiento.
¿Podía haber desarrollado realmente Ku Kuei una forma de retardar el sol y las lunas? Imposible. Imposible porque aquello ocurría allí y no era observado en ningún otro lugar.
Entonces no era ningún cambio en la tierra, ni tampoco en el cielo. Solo podía tratarse de un cambio en nosotros. Un cambio que no ocurría cuando el ejército estaba con nosotros; un cambio que ocurría cuando estábamos solos.
—Por una vez Disidencia ha aprendido cuál es su lugar —dijo Padre.
—Tú también te has dado cuenta…
—Odio este lugar, Lanik —suspiró—. Un mendigo ama cada una de sus monedas. Pero estoy empezando a pensar que habría sido más feliz con Harkint.
—Hasta cierto punto, sí, probablemente.
—¿Qué punto?
—Cuando te hubieran cortado la cabeza y no te volviera a crecer.
—Es un problema con los Mueller —dijo Padre—. Nunca podemos llegar a creer que la muerte es permanente. Una vez oí de un hombre que no podía imaginar cómo vengarse de su enemigo, excepto matándolo, y él no deseaba esa venganza. Así que desafió al hombre a un combate y lo venció, y mientras su enemigo estaba tendido en el suelo, debilitado aún por la pérdida de sangre, le cortó el brazo y se lo cosió al revés. Le gustó tanto el efecto que hizo lo mismo con el otro brazo del hombre, y con sus piernas también, a la altura de las caderas, de tal modo que las nalgas del hombre miraban en la misma dirección que su rostro. Y por supuesto tenía una cola. Era una venganza perfecta. Cuando todo hubo sanado, su enemigo pasó el resto de su vida contemplándose defecar, mientras que nunca pudo llegar a saber si hacía el amor con una muchacha hermosa o fea.
Me eché a reír. Aquél era el tipo de historias que se contaban junto a los grandes fuegos en Mueller-sobre-el-Río durante el invierno. El tipo de historias que los hombres nunca tendrían el humor de contar en circunstancias así, por mucho que fuera el ingenio.
—Nunca volveré, ¿verdad, Lanik? —dijo Padre; por la forma en que lo dijo, supe que no deseaba oír la verdad.
—Claro que volverás —dije—. Es solo asunto de tiempo que los nkumaios se desmoronen por su propio peso. Existe un límite para el territorio que puede absorber una Familia.
—No existe ningún límite. Yo habría podido conquistar todos los territorios.
—No. Sin mí no habrías podido —dije, de una forma tan beligerante que se echó a reír, como se había reído cuando yo era niño y lo desafié a un combate singular cuando me ordenó que me fuera a mi habitación como castigo por mi impertinencia; se rió hasta que yo tomé una espada y le exigí que el duelo fuera con honor. Tuvo que cortarme mi mano derecha antes de que yo me conformara y me sometiera.
—Nunca debí de intentarlo —dijo; intentar… ¿qué?, me pregunté, hasta que terminó su frase—. Hacer algo sin ti.
No dije nada. Se había visto obligado a enviarme lejos, hacía un año o así; yo había actuado con poco campo para elegir desde entonces. ¿Un año? Había sido ayer. Siempre. En la oscuridad, sentí como si nunca hubiese estado en ningún lugar excepto allí, contemplando las estrellas.
Padre también las miraba.
—¿Las alcanzaremos alguna vez?
—Con unos brazos suficientemente largos…
—¿Y qué encontraremos? —Padre sonaba vagamente triste, como si simplemente acabara de comprender que nunca volvería a hallar algo que hubiera olvidado descuidadamente tiempo atrás—. Si nosotros en Mueller obtenemos el hierro suficiente, y de alguna forma construimos una nave estelar y partimos hacia las estrellas, ¿qué encontraríamos? Después de tres mil años, ¿nos recibirán con los brazos abiertos?
—Los Embajadores siguen funcionando. Nos envían hierro.
—Si alguna vez hubieran tenido la intención de dejarnos salir de este planeta, habrían venido hace años a sacarnos de aquí. Fueran cuales fuesen los pecados que hubiéramos cometido, ya estaban expiados al menos un centenar de veces antes de que yo naciera. ¿Me rebelé yo contra la República? ¿Qué amenaza represento para ellos? Poseen armas que podrían hacer que un solo hombre se enfrentara a todos los ejércitos de Nkumai y los venciera. Mientras que yo soy un viejo espadachín que en una ocasión venció a diecisiete arqueros en un solo día. Me pondría todas mis medallas, y ellos seguramente me harían reverencias —dejó escapar una desmayada risita, que se convirtió en un gruñido.
—Cuando cortas uno de sus brazos —dije—, no vuelve a crecer. Así que en eso tenemos una ventaja sobre ellos.
—Somos monstruos.
Las nubes permanecían como congeladas en sus lugares cerca del horizonte. No soplaba el menor viento.
—Tengo frío —dije—. No hay viento. Lo han retardado todo. Mira, padre. A través de esa ensenada, ¿ves cómo se inclina la hierba? Como si el viento estuviera soplando. Sin embargo se queda así, inclinada.
Padre pareció no darse cuenta.
—Padre —dije—. Quizá debiéramos irnos.
—¿A dónde? —preguntó.
—Al encuentro de los Ku Kuei.
—Como Andrew Apwiter entonces, intentando descubrir la tercera luna, una luna toda de hierro que nos salvara del infierno. Si los Ku Kuei estuvieran ahí, los habríamos encontrado.
—No pueden vivir sin dar alguna señal de vida.
—¿Y podemos disponer de suficientes años de nuestras vidas como para buscar en cada palmo de este bosque, a la espera de que algún Ku Kuei tropiece con nosotros o encontremos alguno de sus pelos enganchado en cualquier rama baja? Podrían hacer cosas extrañas con nosotros, y sin embargo es posible que nunca los veamos. Yo llamo a eso magia. Me rindo y llamo a eso magia, y los magos no nos necesitan y no nos ayudarán, y prefiero regresar junto a mi gente y morir. Al menos así ellos me recordarán como el rey que luchó hasta la muerte, y no como el Mueller que huyó al bosque y fue devorado por los ogros de Ku Kuei.
—Padre…
—Quiero dormir otra vez. Sólo deseo dormir —rodó sobre un lado y me dio la espalda.
Me quedé ahí tendido, mirando las estrellas y preguntando qué tipo de gentes serían los Ku Kuei. En este mundo, pueden ser cualquier cosa, pensé. Así como un niño que había sido educado en Mueller, nunca se me hubiera ocurrido que nada de lo nuestro fuera extraño. Cada niño aprendía sus lecciones con la amenaza de desmembramiento si fracasaba en sus estudios. Todas las heridas de un niño curaban un momento después de producidas. Pero ahora conocía otras cosas. Habitantes de los árboles que respondían a las cuestiones del universo, habitantes del desierto cuyas mentes se comunicaban con la tierra. En Traición, lo extraño era la normalidad, y lo ordinario era condenado al olvido o el sometimiento.
Hemos venido a vosotros, dije mentalmente a los Ku Kuei. Hemos venido porque no había otro sitio donde ir y esperábamos la piedad de aquellos que no necesitan temer a la justicia.
Nadie respondió a mis pensamientos. Nadie había oído.
¿Cuán fuerte debo gritar para que reparéis en mí? ¿Qué debo hacer para llamar vuestra atención, aunque solo fuera un momento, y por largos que sean esos momentos a mi alrededor?
El lago reflejaba la luz de la luna. Cerca de nosotros el agua resplandecía ligeramente, pero el resplandor se difuminaba y más allá el lago estaba inmóvil, con las olas congeladas a medio romper. Entonces supe cómo podía hacer para que ellos repararan en nosotros.
Después de todo, los juegos con el agua eran lo primero que había aprendido.
La tierra captó mi gran necesidad, quizá. O mis poderes eran más fuertes de lo que había pensado. Pero las rocas respondieron, y el lago se vació rápidamente. Cerca de nosotros no había efecto temporal; era como si el poder de las rocas venciera a los juegos subjetivos, fueran los que fuesen, que los Ku Kuei podían realizar. El nivel del lago descendió; la tierra se elevó para ocupar en parte el lugar del agua, y cuando el fenómeno hubo terminado tan solo quedaba el agua suficiente para albergar a los peces, un diseminado grupo de charcas y cenagales, y el lago había desaparecido.
—Señor —dijo una voz tras de mí.
—Cuán rápido habéis venido… —respondí, sin volverme.
—Nos has robado nuestro lago —dijo.
—Lo he tomado prestado.
—Devuélvelo.
—Necesito vuestra ayuda.
—Tú vienes de Schwartz, donde no se mata —dijo la voz detrás de mi—. Pero nosotros no somos Schwartz, y estamos dispuestos a matar.
—Entonces no recuperaréis el lago, ¿verdad?
—No te debemos nada.
—Me lo deberéis, cuando os restituya vuestro lago.
Silencio. Me volví. Nadie.
—Sois unos furtivos pequeños bastardos, ¿eh?
—¿Qué? —preguntó Padre, despertándose—. ¿Qué infiernos le ha ocurrido al lago?
—Sentía sed —respondí. Hemos tenido un visitante. Incluso nos han hablado.
—¿Dónde está?
—Ha ido a buscar refuerzos para echamos de aquí, se me ocurre. Mientras tanto, mira a Disidencia y Libertad.
Padre miró, y vio lo que yo veía: Disidencia moviéndose por delante de la cara de Libertad, y las hojas de los árboles susurrando en el viento.
—Bueno —dijo—, debería dormir más a menudo.
Aguardamos al borde de lo que había sido el lago. Y no hubo que aguardar mucho. Disidencia había pasado apenas un dedo por delante de Libertad cuando cuatro hombres aparecieron estrepitosamente por entre los matojos y nos rodearon irritados.
—¿Qué infiernos…? —exclamó uno de los hombres.
—¿Deseáis nadar? —pregunté.
—¿Qué derecho tienes a atacamos así? ¿Qué mal te hemos hecho?
—¿Además de jugar con nuestro sentido del tiempo?
Se miraron consternados.
Me engañasteis en mi primer viaje. Pero la segunda vez empecé a comprender.
—¿Por qué estáis aquí?
Padre y yo se lo explicamos, y escucharon con rostros inescrutables. Todos eran de piel oscura y altos y gordos (pero había fuerza tras la grasa), y aunque no eran negroides, tampoco parecían blancos. Especulé acerca de qué circunstancias podrían haber derivado en una apariencia tal allá en el Planeta Madre, y lo dejé correr; la genética crea preguntas, no las responde.
Cuando hubimos terminado el relato de nuestra triste situación, nos miraron por unos instantes y finalmente el más alto y gordo, obviamente el jefe (me pregunté si elegirían a sus líderes según los kilos), dijo:
—¿Y?
—Necesitamos vuestra ayuda.
—¿Ah sí? ¿Hay alguna razón por la que debamos dárosla?
Padre estaba perplejo.
—La necesitamos. Estamos perdidos a menos que nos ayudéis.
—Eso es evidente, pero ¿qué diferencia supone para nosotros?
—¡Somos vuestros semejantes! —empezó Padre, pero fue lo suficientemente listo como para saber cuándo desistir. De todos modos, ellos consideraron que aquella idea era divertida.
—Tengo una buena razón por la cual debéis ayudarnos. Si no lo hacéis, no tendréis vuestro lago. Los mosquitos pulularán muy pronto sobre esas charcas que han quedado.
—Así que si yo os prometo todo lo que queréis, tú volverás a llenar el lago —dijo el jefe—. Todo lo que necesito hacer es matarte, y eso resuelve nuestro convenio. Además, nos quedamos con el lago. Así que, ¿por qué no llenas de nuevo el lago y os marcháis por donde habéis venido? Ni a nosotros nos importáis vosotros, ni nosotros a vosotros.
Yo estaba irritado. Así que hice que el suelo se removiera bajo sus pies y cayeran los cuatro. Lo hicieron pesadamente. Intentaron ponerse nuevamente en pie (y eran más rápidos de lo que creí que les permitía su corpulencia), pero hice que el suelo siguiera bailando bajo sus pies, y finalmente se arrastraron por la tierra y me gritaron que detuviera aquello.
—Sólo por un momento —dije.
—Si puedes hacer eso —dijo el jefe, poniéndose trabajosamente en pie y sacudiéndose las ropas—, difícilmente necesitas de nuestra ayuda. En lo que a nosotros respecta, no tenemos ningún tipo de armas. No las necesitamos. No hemos matado a nadie desde hace años, pero eso no quiere decir que tengamos alguna objeción moral a ello, así que no pienses que se han acabado todos tus problemas.
—Podría ser estupendo si pudiéramos hacer que la tierra se tragara a nuestros enemigos —dije—. Pero las rocas están en contra de los exterminios masivos, de modo que sólo puedo realizar algunas cosas. Demostraciones. Secar un lago. Hacer temblar el suelo bajo vuestros pies. Cosas poco prácticas contra un enemigo. Pero no necesitamos que vosotros luchéis en nuestras batallas. Lo que necesitamos es tiempo.
Rieron incontrolablemente. Se revolcaron de risa. Rugieron hasta que las lágrimas rodaron por sus mejillas. Pensé que un payaso podría retirarse tras cinco años de trabajar allí. Por último, el jefe dijo:
—¿Por qué no lo dijiste antes? Si todo lo que deseáis es tiempo, nosotros tenemos montones de él —estallaron de nuevo en espasmos de risa.
Padre parecía incómodo.
—¿Seremos nosotros la única gente cuerda en el mundo?
—Quizá piensen que somos demasiado serios.
—Podemos daros tiempo —dijo el jefe—. Llevamos años trabajando con el tiempo. No podemos ir al futuro ni al pasado, por supuesto, ya que el tiempo es unidimensional («por supuesto», pensé, «todo el mundo sabe eso»). Pero podemos cambiar nuestra propia velocidad de traslación con relación al flujo general del tiempo. Y podemos extender ese cambio a nuestro entorno inmediato. Se necesita uno de nosotros para cada cuatro o cinco personas que deseemos cambiar. ¿Cuántos sois vosotros?
—Menos de mil —dijo Padre.
—Muy específico —respondió el jefe, retorciendo la boca como si fuera a estallar en otra sucesión de carcajadas—. ¿Estás seguro respecto al último decimal? Eso requerirá menos de doscientos de nosotros, ¿no? Menos, por supuesto, si os reunís y compartís todos el mismo tiempo. Así que quizá podamos lograrlo con menos de cincuenta.
—Lograr… ¿qué? —preguntó Padre, suspicaz.
—No sé —dijo el jefe, sonriendo ampliamente—. Daros tiempo, por supuesto. ¿Cuánto deberá transcurrir hasta que todos vuestros enemigos estén muertos? ¿Cincuenta años? Si trabajamos duro, eso significa que deberéis permanecer en una zona pequeña durante digamos… cinco días. ¿Es demasiado largo? Es más difícil cuanto más rápido hagamos pasar el tiempo para vosotros, pero si necesitáis un supremo esfuerzo, podemos proporcionaros cien años en una semana.
—Cien años… ¿de qué?
—¡De tiempo! —empezaba a impacientarse con nosotros—. Os sentáis aquí durante lo que parecerá una semana, y mientras, fuera de nuestro bosque, habrán pasado cien años. Salís de aquí, y todos vuestros enemigos habrán desaparecido, nadie os buscará, estaréis a salvo. ¿O estoy equivocado? ¿Viven vuestros enemigos un tiempo excepcionalmente largo?
Padre se volvió hacia mí.
—¿Pueden hacer eso?
—Después de este último año —dije—, creo cualquier cosa. Nos han hecho creer que las lunas se habían detenido.
El jefe se encogió de hombros.
—Eso no fue nada. Era un niño quien lo hacía. Dejadme reunir voluntarios para ayudaros, y mientras tanto llena otra vez el lago.
Negué con la cabeza.
—Cuando vuelvas, llenaré otra vez el lago.
—¡Te he dado mi palabra!
—También me dijiste que no te importaría matarme.
Sonrió de nuevo.
—Y quizá lo haga. Quién sabe… Éste es un mundo muy peligroso.
Luego, bruscamente, él y sus amigos desaparecieron.
—Soy viejo —dijo Padre—. No puedo hacer frente a todo esto.
—¿Puedes hacer frente a la supervivencia? Quizá sobrevivamos, después de todo.
Al final fueron solamente treinta, pero el jefe nos aseguró que serían suficientes, y nos pusimos en camino, con el lago restituido a su prístina belleza a nuestras espaldas.
—Quizás ahora te matemos —dijo el jefe cuando el lago estuvo lleno, pero luego se echó a reír estrepitosamente y me dio un férreo abrazo—. ¡Me gustas! —gritó.
Todos los demás rieron. No capté el chiste.
—Tiempo rápido —dijo el jefe, pero para mi sorpresa nadie se apresuró. Luego me di cuenta de que querían decir que su tiempo iba a pasar rápidamente, mientras que el mundo exterior seguiría a su ritmo normal. Era la primera hora de la mañana cuando alcanzamos el lugar donde había acampado el ejército, pero nos detuvimos y dormimos dos veces durante el camino, y en total nuestra expedición había tomado cinco días de nuestro tiempo, mientras que para nuestros soldados habían sido apenas veinticuatro horas o así.
Y así habría sido, si los soldados hubieran estado allí.
A un kilómetro de distancia, resultaba claro que algo había ido mal. Estábamos siguiendo el borde del largo lago, y podíamos ver hasta lejos por la pradera que lo orillaba. Pero allá donde surgía el humo de los fuegos de campaña no se veían los agrupamientos de caballos. Ningún caballo. Nada.
Excepto cadáveres, por supuesto. No demasiados, pero sí tantos como para aclarar lo sucedido. Homamoch, que había insistido en meter su carromato en el bosque pese a cualquier inconveniente, yacía muerto frente a los restos calcinados de la carreta. Ni siquiera un Mueller puede regenerar las quemaduras que afecten a la totalidad de su cuerpo… Pero para asegurarse, le habían cortado la cabeza ya muerto. Los demás cadáveres habían sufrido el mismo trato.
Todo quedó claro apenas unos instantes después de penetrar en el campamento. Y entonces grité:
—¡Saranna! —perdí la calma, deseaba que ella no estuviera allí; mejor imaginarla viva entre los desertores que muerta allí. Volví a llamarla, y pronto los Ku Kuei se unieron a la búsqueda de los vivos entre los muertos.
Fue el jefe quien me llamó.
—¡Bebelagos! —gritó—. ¡Alguien vivo!
Avancé hacia él.
—¡Es una mujer! —gritó.
Avance más aprisa.
Padre se estaba arrodillando junto a ella. Le habían cortado los brazos y las piernas, y su laringe estaba abierta de lado a lado. Su cuerpo se estaba regenerando, pero aún no podía hablar pues no era una radical.
El jefe de los Ku Kuei no dejaba de preguntamos cómo estaba curando tan aprisa y por qué no se había desangrado hasta morir, hasta que Padre le dijo que cerrara su gorda boca por un momento. Le dimos de comer, y ella me miró con una expresión que me partió el corazón, y los muñones de sus brazos se extendieron hacia mí. La abracé. Los Ku Kuei, desconcertados, observaban.
—Supongo que esto significa que ya no nos necesitáis —dijo el jefe tras un instante.
—Más que nunca —dije, mientras Padre decía:
—No, claro.
—¿A cuál de los dos debo creer? —preguntó el jefe.
—A mí —insistí—. No necesitamos a treinta hombres para nuestro ejército. Pero no hay ningún lugar donde podamos ir ahora. Nosotros tres. Mi padre, Ensel Mueller. Saranna, mi… esposa. Y mi nombre es Lanik Mueller.
—Nosotros hemos cumplido con nuestra parte del trato —dijo el gordo Ku Kuei—. Y así nos hemos librado de vosotros. ¿Debemos conduciros ahora hasta el borde del bosque?
Perdí la paciencia. Aterrizó pesadamente sobre su espalda y maldijo.
—Tienes los instintos de un pendenciero —dijo encolerizado—. ¡Que todos tus hijos se conviertan en puercoespines! ¡Que tu vesícula biliar se llene de piedras! ¡Que tu padre descubra que ha sido estéril toda su vida!
Parecía tan serio, tan vehemente, que no pude hacer otra cosa que echarme a reír. Y cuando empecé, el jefe se abrió en una amplia sonrisa.
—¡Tú eres del tipo de gente que me gusta! —gritó.
Me di cuenta de que no hacía falta mucho para simpatizar con los Ku Kuei.
Llevaron a Saranna de vuelta con ellos, de una forma sorprendentemente cuidadosa para una gente tan corpulenta y desproporcionada; pero se detuvieron a descansar más a menudo de lo que Padre o yo necesitábamos, y mientras Padre comía ansiosamente los inmensos tentempiés que constantemente ofrecían compartir con nosotros, yo no me preocupaba en comer. En vez de eso permanecía junto a Saranna y le daba de comer a ella. Habíamos estado viajando durante horas en nuestro segundo día tras abandonar el campamento, cuando Saranna habló finalmente.
—Creo que mi voz vuelve a funcionar —dijo roncamente.
—¡Oh no! —gritó uno de los Ku Kuei—. ¡Una mujer habla, y el silencio ha quedado desterrado del bosque! —la observación desencadenó inmensas risotadas, y varios de los Ku Kuei se revolcaron por el suelo, incapaces de levantarse pues tanto la risa como la comida engullida les impedía permanecer en pie.
—Saranna —dije, y ella sonrió.
—Estuviste fuera mucho tiempo, Lanik.
—Demasiado, parece.
—Me dejaron con vida para que te dijera lo que ellos piensan.
—La única cosa buena que han hecho en un mes.
—Estaban seguros de que te habías marchado para matar al Mueller. Sabían que planeabas atraer los terrores de Ku Kuei sobre ellos. Te odiaban. Así que se fueron.
—Matando a su paso.
—Homarnoch se lo prohibió y amenazó con matar al primer hombre que intentara irse. Pero eran muchos los que pretendían huir, y así fue Homamoch el primero en caer. Algunos intentaron defenderlo, y murieron también.
—¿Y tú?
—Fueron rápidos. Deseaban asegurarse de que no pudiera viajar fácilmente. Pensaron que eso impediría que tú y los monstruos los persiguierais.
Miré a los treinta extraños Ku Kuei, sentados como pequeñas montañas o roncando sobre la hierba.
—Montruos —dije, y Saranna rió. Pero su risa se convirtió muy pronto en llanto, y su voz fue un confuso sollozo.
—Es tan bueno tener una voz para llorar… —murmuró, cuando las lágrimas cesaron.
—¿Cómo están tus pies?
—Mejor. Pero los huesos no están duros aún. Mañana podré andar un poco —descubrí el vendaje que los Ku Kuei habían improvisado en tomo a sus piernas.
—Mentirosa —le dije—. Ni siquiera tienes formada la mitad de la tibia.
—Oh —respondió—. Me parecía que ya estaba sintiendo los dedos.
—Es el nervio regenerándose. ¿Nunca antes habías perdido una pierna?
—Siempre me he portado bien —sonrió.
—¡Bueno! ¡Vámonos, arriba, arriba, aprisa! No tenemos mucho tiempo —gritó el jefe, y los demás rieron estruendosamente mientras reanudábamos la marcha. Interiormente deseaba matar al próximo hombre que se riera.
La ciudad de los Ku Kuei se hallaba en medio del lago, en la isla que habíamos visto desde la orilla. Si es que se le pudiera llamar ciudad a aquello… No había edificios, ni estructuras de ninguna clase. Solo bosque, hierba concienzudamente pisoteada en algunos lugares.
Lo más notable era la gente. Los niños, afortunadamente, eran delgados. Pero los adultos me hacían sospechar que, kilo por kilo, los Ku Kuei superaban al resto de la población del planeta. La impresión que tuve —y nunca hallé ninguna razón para cambiarla— fue una increíble pereza. Parecía que nadie hacía nada que pudiera evitar hacer.
—Ven a cazar con nosotros —me dijeron varios, y en una ocasión fui. Se pusieron en tiempo rápido y se dirigieron hacia su presa, y la mataron mientras permanecía inmóvil, quieta en tiempo normal. Cuando sugerí que aquello no era deportivo, me miraron con extrañeza.
—Cuando corres una carrera, ¿acaso te cortas los pies? —me preguntó uno. Y otro dijo:
—Si me corto los pies, ¿significa esto que nunca volveré a correr en otra carrera?
Paroxismos de risa. Regresamos a la ciudad.
Pero pese a toda su indolencia, su determinación de divertirse ante todo, y su absoluta negativa a tomarse en serio ninguna responsabilidad, hicieron que empezara a amar a los Ku Kuei, no del mismo modo que a los Schwartz, a los que también había admirado; amaba a los Ku Kuei como inmensos juguetes autopropulsados.
Y ellos, por alguna extraña razón, también me querían a mí. Quizá porque yo había descubierto una nueva forma de tirar a la gente al suelo.
—¿Cuál es tu nombre? —le pregunté al hombre que había mandado nuestra expedición de rescate.
—¿Cuál crees que es, Bebelagos?
—¿Cómo podría saberlo? El mío es Lanik Mueller.
Dejó escapar una risita.
—Eso no es un nombre. Tú bebiste el lago, así que tú eres Bebelagos.
—Eres el único que me llama así.
—Soy el único que te llama de algún modo —dijo—. ¿Y cómo se encuentra Muñones?
Cuando descubrí que se refería a Saranna me fui. Él no pudo comprender el motivo de mi irritación. Pensaba que el nombre era apropiado.
Supongo que los meses que pasé en Ku Kuei fueron una especie de idilio, como mi temporada en Schwartz. Pero en el desierto aún estaba esperanzado con el futuro. En Ku Kuei, mi futuro había quedado atrás. Y Padre deseaba morir.
Me di cuenta de ello durante el segundo día de nuestras lecciones con Hombre-Que-Todo-Lo-Sabe. Saranna y yo estábamos tendidos en la hierba, con los ojos cerrados, prestando atención cuidadosamente mientras el maestro hablaba suavemente y cantaba a veces e intentaba ayudamos a sentir su propio flujo temporal a medida que nos rodeaba. No sé qué habrá sido lo que me hizo salir del trance (y lo hice reacio, estoy seguro, puesto que Hombre-Que-Todo-Lo-Sabe poseía el más gentil flujo temporal que jamás hubiera compartido), pero miré a Padre y sus ojos estaban abiertos, mirando directamente al cielo. La huella de una lágrima se deslizaba desde un ojo hasta su barba.
En aquel momento aparté la preocupación de mi mente. Seguramente Padre tenía muchas razones por las que sentirse triste; no había ningún motivo para obligarlo a disimular una alegría que no sentía.
Pero debido a Padre, descubrí que me resultaba cada vez más difícil participar en aquel ambiente feliz y despreocupado en que vivían los Ku Kuei. ¿Despreocupado? Aquélla era aparentemente mi actitud. Pero aunque a veces me sentía relajado, me sentía amado, me sentía bien, nunca estaba completamente en paz. Mayormente debido a mi preocupación hacia Padre. Pero parcialmente debido a que en toda mi formación nunca había recibido lecciones de indiferencia y despreocupación. Había pasado un año difícil, y sus efectos eran lentos en desvanecerse. Y es imposible sentirse despreocupado después de haber oído la música de la tierra.
—Eres demasiado vehemente —dijo Hombre-Que-Cayó-Sobre-Su-Trasero (el nombre que finalmente le di al jefe al que había derribado varias veces…, a él le gustaba el nombre, y algunos de sus amigos lo adoptaron)—. Hombre-Que-Todo-Lo-Sabe dice que no estás haciendo muchos progresos. Tienes que aprender a reír.
—Sé hacerlo.
—Sabes cómo hacer sonidos tontos conservando la barriga plana. Nadie puede reír con una barriga plana. Y tú estás demasiado delgado. Eso es una señal de despreocupación, Bebelagos. Te digo esto porque creo que deseas aprender a jugar con el tiempo. Lo estás intentando demasiado seriamente —por una vez, Hombre-Que-Cayó-Sobre-Su-Trasero pareció realmente serio, muy preocupado. La expresión era tan extrana en su rostro que no pude hacer otra cosa que echarme a reír, y él rió también, pensando que había conseguido algo. Pero no había conseguido nada.
Porque Padre no prestaba atención a nada. Incluso en el despreocupado Ku Kuei, uno tenía que prestar atención para sobrevivir, y Padre no lo hacía. Se cayó un montón de veces, una de ellas desde una colina relativamente alta. En esa ocasión terminó con los dos brazos rotos. Sanaron en unos pocos días, pero mientras permanecía tendido bajo un árbol durante una lluvia torrencial, mientras yo practicaba un elemental control de tiempo retardándonos los dos un poco (muy poco) para que las gotas cayeran más suavemente, sujetó de pronto muy fuertemente mi mano, lo cual seguramente hizo que su brazo le doliera más, y dijo:
—Lanik, tú posees el poder de los Schwartz. ¿Puedes cambiarme?
—¿En qué? —pregunté, tratando de mantener el tono alegre que se iba convirtiendo en algo inherente en mí.
—En quitarme mi cualidad de Mueller. Quitarme la regeneración.
Me sentí desconcertado.
—Si lo hubiera hecho, Padre, esa caída habría podido matarte. Y habrías necesitado meses para que esos brazos sanaran.
Apartó la vista de mí, con los ojos llenos de lágrimas, y me di cuenta de que la caída de la colina no había sido realmente un accidente.
Aquello me preocupó. Padre había sufrido reveses antes, pero éste, evidentemente el peor de todos, lo estaba constriñendo demasiado.
Saranna me causaba otro tipo de preocupaciones. Empezaron cuando la descubrí haciendo el amor con Matabichos, llamado así porque se sacudía enormemente durante el acto sexual. Ella se reía mientras él sacudía sus piernas, y siguió riéndose cuando me miró.
Hacer el amor bajo los árboles era algo muy común en Ku Kuei, y no me hacía ninguna ilusión con respecto a su fidelidad. Si yo me había limitado a hacer el amor sólo con ella era simplemente porque consideraba a las mujeres de Ku Kuei demasiado gordas como para desearlas. Me sentí un poco celoso, es cierto, pero lo que más me preocupó fue darme cuenta de que Saranna no parecía diferente de cualquier otra mujer en Ku Kuei… Divertida, despreocupada, tranquila.
Había sido Saranna quien me había suplicado que la llevara conmigo cuando abandoné por primera vez Mueller; Saranna quien se había cortado profundamente cuando me negué a que ella siguiera siendo mi amante después de saber que era un rad. Y había seguido intensamente enamorada de mí después de mi regreso. Y ahora…
—Saranna es una buena estudiante —dijo Hombre-Que-Todo-Lo-Sabe.
—Sí —respondí—. Puedo sentir su flujo temporal casi tan bien como siento el vuestro.
—No eres feliz —dijo mi maestro.
—Imagino que no.
—Estás celoso porque eres el peor estudiante que yo haya tenido nunca, mientras que Saranna es tan buena como cualquiera de nuestros chicos mejor dotados.
Me encogí de hombros. Seguramente había parte de verdad en aquello.
—Quizás esté preocupado porque ella parece no preocuparse tanto por las cosas como yo.
Hombre-Que-Lo-Sabe-Todo se echó a reír.
—¡Tú te preocupas por todo! ¿Cómo es que uno puede preocuparse por tantas cosas?
—Mi padre se preocupa aún más —dije.
—Al contrario. Vientreplano, tu padre, se preocupa tan poco como cualquiera de nosotros. Sucede que tiene tendencia a la desesperación, mientras que nosotros estamos llenos de esperanzas.
—Estoy perdiendo a Saranna.
—Eso es bueno. Nadie debería pertenecer a nadie —y empezó a explicarme por qué mi sentido temporal no era bueno, y que necesitaba relajarme antes de que me volviera tan rígido y duro como un árbol.
Yo no estaba preocupado constantemente, por supuesto. Eso habría sido imposible en Ku Kuei. Aunque no hubiesen existido los juegos en el lago o las locas expediciones a través del bosque, pasear por la ciudad tan sólo, haciendo pausas para probar los flujos temporales de la gente que vivía a su propio ritmo, habría sido suficiente como para mantener entretenido a un hombre durante un siglo.
Por ejemplo, Hombre-Que-Cayó-Sobre-Su-Trasero estaba casi siempre en un flujo temporal realmente rápido. Yo era tan inepto en el moldeo temporal que casi automáticamente me unía al flujo temporal de quien estaba más cerca; incluso los Ku Kuei de menos talento podían mantener su propio flujo temporal cerca de cualquier otro. Cuando yo estaba con Hombre-Que-Cayó-Sobre-Su-Trasero, el resto del mundo parecía totalmente parado. Andábamos y charlábamos, y el sol nunca se movía en el cielo, y la gente con la que nos encontrábamos parecía como congelada o, si se hallaba en un flujo temporal rápido, o que se movía aletargadamente. Nadie se movía tan rápidamente como Hombre-Que-Cayó-Sobre-Su-Trasero.
—Amigo mío —le dije finalmente un día, cuando descubrí que era mi amigo—, vas por la vida tan rápidamente que… ¿Por qué tu prisa?
—Yo nunca voy aprisa. Nunca he andado rápido.
—Llevo aquí quizás un mes o así, y…
Me interrumpió con su risa.
—¡No sé por qué sigues contando los días, si no significan nada…!
—Y durante todo este tiempo has envejecido.
Se tocó el cabello.
—Grisea, ¿eh?
—¡Y se te forman arrugas! —dije triunfante, como si eso lo respondiera todo.
También con Saranna era aplicable el fatalismo… Pero en ella era distinto. Se retardaba. No es que fuera una decisión súbita («hoy iré más lento»), sino gradual. Pero una vez conseguido el dominio del moldeo del tiempo empecé a observar que cuando estaba con ella, atrapado por su flujo, todo a nuestro alrededor se movía con más rapidez. Intolerablemente rápidos, los Ku Kuei que pasaban a nuestro lado parecía que danzaban locamente, y desaparecían casi inmediatamente de nuestra vista; solo se dejaban ver por un momento y enseguida se iban. Cuando Saranna y yo hablábamos, ella permanecía mirando por encima de mi hombro, de lado a lado, observando cómo la gente se apresuraba. De tanto en tanto sonreía, una expresión que nada tenía que ver con nuestra conversación, y cuando yo me volvía para ver la escena que la había divertido, ya era tarde; había desaparecido.
Cuando en una ocasión fui a su encuentro a primera hora de la mañana, y tras una breve conversación descubrí que estaba anocheciendo, le pregunté por qué se retardaba tanto.
—Porque es tan divertido… Verlos correr así —dijo.
Eso habría sido una razón suficiente para la chica frívola de la que me había enamorado al principio, pero ahora no me bastaba. Insistí. Se resistió.
—Eres demasiado vehemente, Lanik. Pero te quiero.
Hicimos el amor, y fue mejor que nunca, y su pasión por mí seguía siendo cálida, en nada comparable a las alegres y divertidas aventuras con el Ku Kuei. Sabía que ella aún sentía afecto por mí, pero no suficiente como para arrancarla de su insistencia en dejar que el mundo siguiera corriendo sin que ella tomara parte en la carrera.
Empezó a hacerse notable. Los Ku Kuei empezaron a llamarla no Muñones sino Muñón, pues para la mayoría de ellos resultaba tan inamovible y muerta como el muñón que forma el tocón de un árbol cortado. Nada ni nadie le hacía cambiar su flujo temporal, el camaleón que cambiaba de tiempo con cada amigo, era el que más fácilmente podía hablar con ella. Pasaba casi todo el tiempo inmóvil, incre1blemente congelada a mitad de un paso. Desde la distancia la observaba a veces durante horas y horas hasta que completaba el paso y empezaba a levantar el otro pie.
En una ocasión observé que las veces que la vi, durante tres días, hacía el amor con Hombre-Que-Todo-Lo-Sabe. Las caricias y embates eran lentos, el movimiento tan ínfimo, como si fueran estrellas distantes, que sentí como si nunca la hubiera conocido, o peor aún, como si ella fuera simplemente una estatua pornográfica bajo un árbol en la isla Ku Kuei.
Saranna y Padre estaban, ambos, buscando su propia forma de retirarse de la vida. Mientras que yo era incapaz de escapar.
Padre vino a verme el día en que murió, y se tendió junto a mí bajo un árbol mientras caía una suave llovizna.
—No juegues con el tiempo hoy —dijo Padre—. Siempre estás tan concentrado que no sé si me estás escuchando…
Permanecimos tendidos allí, y Padre pasó su brazo a mi alrededor y me atrajo hacia sí como lo hacía cuando estábamos de maniobras, cuando yo era niño. Me estaba diciendo que me quería. Me estaba diciendo adiós.
—He sido un constructor —dijo, como si estuviera escribiendo su epitafio en mi mente—, pero mis construcciones se han derrumbado, Lanik. He sobrevivido a todas mis obras.
—Excepto a mí.
—Tú has sido modelado por fuerzas más grandes que las que yo puedo reunir. Es vergonzoso cuando un arquitecto vive para ver que el templo se derrumba.
Hacía siglos que nadie en Mueller había edificado templos.
—¿Fui un buen rey? —preguntó Padre.
—Sí —respondí.
—No —dijo él—. Guerras y muertes, conquista y poder, todo tan importante durante tantos años, y luego todo destruido… no destruido por las inexorables fuerzas de la naturaleza, destruido porque los hombres que viven en los árboles ganaron la partida y obtuvieron el premio antes que nosotros, y eso nos desequilibró, nos hizo caer al suelo. Suerte. Fue cuestión de suerte que pudiéramos obtener hierro del Embajador. Y yo no he sido un constructor de imperios después de todo, ¿no? Simplemente, utilicé el hierro para matar gente.
—Para tu pueblo has sido un buen gobernante —dije; él necesitaba escuchar eso, por lo demás, a la escala relativa por la que los monarcas son medidos, era cierto.
—Juegan con nosotros. Una dosis de hierro aquí, otra allá, y observan lo que ocurre en el terreno de juego. Yo era un peón, Lanik. Y pensaba que era el rey.
Y entonces me sujetó con furia, se asió a mi, y susurró salvajemente en mi oído:
—¡No me echaré a reír!
Y para demostrarlo, lloró. Y yo también lloré.
Se dejó ahogar, y su cuerpo fue descubierto flotando entre los altos juncos en el lado poco profundo de la isla, hasta donde lo había arrastrado la corriente. Saltó desde un acantilado a la parte más profunda del lago, y se rompió el cuello. Su cuerpo no pudo regenerarse tan aprisa como para evitar que se ahogara mientras yacía indefenso en el fondo. Había vencido a la regeneración, y me sentí orgulloso de su ingenio. El suicidio había estado fuera del alcance de los Mueller durante años, a menos que se volvieran locos y se echaran a las llamas. Padre no estaba loco, estoy seguro de ello.
Con Padre desaparecido, algunas cosas empezaron a ir mejor. Ya no tenía que preocuparme más por él, y cuando finalmente fui capaz de vencer la sensación de vacío, cuando dejé de volverme en busca de alguien antes de recordar tras un momento que ya no estaba allí, mejoré como estudiante.
—Sigues siendo terriblemente malo —me dijo Hombre-Que-Todo-Lo-Sabe—, pero al menos puedes controlar tu propio flujo temporal.
Y era cierto. Podía andar a menos de un metro de alguien en un flujo diferente, sin verme obligado a cambiar el mío. Lo cual me proporcionó un índice de libertad que hasta entonces no había alcanzado. Y empecé a cambiar mi flujo a muy rápido cuando era hora de dormir, de modo que mis nueve horas tomaran solamente unos pocos minutos y a los demás les pareciera que estaba despierto todo el tiempo. Vi pasar cada hora de cada día, y como un Ku Kuei, descubrí que eso me divertía.
Pero no era feliz.
Nadie era feliz. Un día me di cuenta de eso. Divertidos, si. Pero la diversión es el producto de la reacción de la gente muy aburrida cuando ya nada la entretiene. Los Ku Kuei disponían de todo el tiempo del mundo. Pero no sabía qué hacer con él.
Había vivido con los Ku Kuei durante medio año de tiempo real (las estaciones, de un modo general, no resultaban afectadas por sus juegos), cuando oí decir que Hombre-Que-Cayó-Sobre-Su-Trasero se estaba muriendo.
—Es muy viejo —dijo la mujer que me lo comunicó.
Y fui a verlo. Lo descubrí corriendo alocadamente hacia la muerte mientras permanecía tendido en la hierba bajo el sol. Aceleré hasta alcanzar su tiempo, cosa que pocos Ku Kuei estaban dispuestos a hacer, principalmente porque no había nada divertido en la muerte, y sujeté su mano mientras él jadeaba pesadamente.
Su cuerpo había adelgazado, pero aún seguía siendo gordo. Su piel colgaba en pliegues y dobleces.
—Puedo curarte —dije.
—No importa.
—Estoy seguro —dije—. Puedo renovarte. Lo aprendí en Schwartz. Allá viven eternamente.
—¿Para qué? —preguntó—. No me he pesado todo este tiempo apresurándome simplemente para ser engañado ahora —y se echó a reír.
—¿De qué te ríes? —pregunté.
—De la vida —dijo—. Y de ti. Oh, barrigaplana. Mi Bebelagos. Bébeme a mí.
Se me ocurrió que yo era la única persona en Ku Kuei que podía sentir aflicción por él. La muerte era ignorada allí, como lo había sido cuando mi padre murió. Hombre-Que-Cayó-Sobre-Su-Trasero había tenido muchos amigos. ¿Dónde estaban? Buscando nuevos amigos que no corrieran a través de la vida y terminaran mucho antes que los demás.
—Eso no tiene significado para mi —dijo—. Pero sí significa algo para ti. Decimos que somos felices porque tenemos esperanzas, pero es una mentira. No tenemos esperanzas. Tú eres la única persona que he conocido en mi vida que ha tenido esperanzas, Bebelagos. Así que vete de aquí. Esto es un cementerio, vete de aquí y salva al mundo. Tú puedes, tú sabes. Si no, nadie puede.
Observé sorprendido que no estaba riendo.
—¿Crees realmente en lo que dices? —pregunté.
—Te quiero, Bebelagos —respondió, y luego murió. Quedaba lo suficiente de su flujo temporal como para que se descompusiera en unos pocos minutos de tiempo real, así que nadie tuvo que trasladar su cuerpo. Simplemente se fundió con la tierra.
Y yo también me fundí con la tierra; dejé que se cerrara sobre mi y de nuevo escuché su música. La guerra había terminado; los gritos de los que agonizaban eran aislados aunque constantes en el espacio; las muertes normales de un tiempo de paz. Y sin embargo no podía creer que el mundo estuviera en paz. El mundo nunca había estado en paz.
¿Salvar al mundo? ¿De qué? No me hacía ilusiones. Ni siquiera podía salvarme a mi mismo.
Podía, sin embargo, saborear el mundo, y aquí, en Ku Kuei, el sabor era escaso. Con Hombre-Que-Cayó-Sobre-Su-Trasero muerto, y Padre muerto, y Saranna congelada en el tiempo, y Hombre-Que-Todo-Lo-Sabe convencido de que yo nunca aprendería más de lo que ya sabía sobre el control del tiempo, se me ocurrió que ya era hora de irme.
—No lo hagas —me dijo Saranna cuando se lo comuniqué.
—Debo hacerlo y lo haré —dije.
—Te necesito —sus ojos tenían un aspecto asustado.
Así que me quedé un poco más. Me quedé con ella en su flujo temporal durante otro día, otra noche, y otro día de tiempo real, e hicimos el amor, y dijimos muchas cosas agradables que luego serían buenos recuerdos y suavizarían el dolor de la partida. Luego me fui; ella no lloró, ni yo tampoco, pero creo que ambos lo deseábamos.
—Vuelve —dijo.
—De acuerdo.
—Vuelve pronto. Vuelve cuando aún seas lo suficientemente joven como para desearme. Porque yo voy a ser joven para siempre.
Para siempre no, Saranna, pensé pero no lo dije. Joven hasta que el planeta se haga viejo y sea engullido por una estrella, solamente. Entonces tú serás vieja y las llamas destruirán aquello que el tiempo no ha podido destruir. Y puesto que tú has elegido ocultarte del tiempo, las llamas te quemarán infinitamente hasta que mueras.
Mientras me iba, pensé que nunca volvería a verla de nuevo, y así, una vez salido de su flujo temporal, miré hacia atrás y memoricé su imagen, con una sola lágrima que acababa de brotar y una encantadora sonrisa en su rostro, y sus brazos tendidos para decirme el adiós o quizás adelantándose con la intención de retenerme y hacerme volver. Era insoportablemente hermosa; la encantadora muchacha se había convertido en una mujer. Y me pregunté en un parpadeo si yo no sería ya demasiado viejo como para amarla realmente.
Luego me fui sin decirle adiós a nadie, pues mi partida no hubiera divertido particularmente a ninguno, y penetré en el bosque con mi flujo temporal deslizándose naturalmente dentro del tiempo real, de tal modo que por la noche me sentí cansado y me dormí, y me desperté por la mañana con el sol. La normalidad era alentadora, aunque tan solo fuera en su cualidad de variada.
Estaba a un día de distancia de la ciudad cuando capté, cerca, un flujo temporal rápido y me ajusté a él. Descubrí a tres Ku Kuei, chicas jóvenes aún, con la delgadez de la adolescencia. Estaban atormentando a un extranjero que se había aventurado por el bosque. Fuera cual fuese la dirección que traía, ahora se encaminaba hacia el sur siguiendo el río Bosque, que más adelante se adentraba en Jones. Una de las chicas dejó a las otras y me explicó que llevaban varios días acosando al pobre desgraciado. Se estaba volviendo loco preguntándose por qué no podía viajar más de una hora según el sol, antes de sentirse vencido por el sueño.
—He aquí un hombre que nunca volverá a Ku Kuei —dijo con una risita.
—Nunca se sabe —dije yo—. Alguien me hizo lo mismo la primera vez que lo crucé, y he vuelto.
—Oh —dijo ella—. Tú eres Barrigaplana. Tú eres diferente —y luego empezó a desnudarse, señal inequívoca de que un Ku Kuei espera hacer el amor, y la hice reírse a carcajadas cuando le dije que no sentía ningún deseo—. ¡Eso es lo que me habían dicho, pero no conseguía creerlo! Sólo esa chica blanca de Mueller, ¿verdad? Muñón, ¿verdad?
—Saranna —dije. Aquello la hizo reír aún más, la dejé y regresé a tiempo real a fin de alejarme rápidamente de ella. Era cierto, pensé. Incluso antes de abandonar Mueller había pasado incontables horas planeando engañar a Saranna y acostarme con todas las chicas que encontrara y que estuvieran bien dispuestas. Y pocas habrían rehusado acostarse con el heredero de Mueller. Sin embargo, desde mi regreso a Mueller, no me había acostado con ninguna otra. ¿Por qué no?
Aquella fidelidad me tomó por sorpresa. Me pregunté cuánto se prolongaría esa fase.
Cuando uno lo atraviesa sin miedo, el bosque de Ku Kuei es realmente hermoso. Pero yo había sido educado en un país de granjeros y jinetes: cuando el río Bosque salió de entre los árboles y penetró en las altas colinas de Jones, en una serie de meandros que descendían hasta la gran llanura del río Rebelde, me senté durante una hora en lo alto de una colina a contemplar los campos y los árboles y el paisaje abierto. Desde allí podía ver el humo que brotaba de las chimeneas de las cocinas no muy lejos; en el río Rebelde, hacia el sur en lontananza, se veían velas; pero en la gran extensión que tenía delante, los hombres no eran muy diferentes a mí, después de todo. Me sentí un tanto filosófico durante unos breves minutos, y entonces me di cuenta de que uno de los bosquecillos cercanos estaba lleno de manzanas No me sentía hambriento. Pero llevaba tanto tiempo sin comer que mis dientes parecían moverse por impulso propio ante el solo pensamiento de masticar. Así que descendí por la ladera de la colina, olvidé la filosofía y me reuní de nuevo con la raza humana.
Nadie pareció alegrarse particularmente de verme.