7. ENSEL

Ya no sangraba, pero el dolor persistía aún. Pero el mayor dolor era el recuerdo del odio de los soldados. Sólo conocía a unos pocos entre ellos, los que siempre habían sido amables conmigo; algunos habían sido mis amigos desde mi niñez. Ahora gozaban con mi dolor, deseaban hacerme sufrir, querían demostrarme (y me lo decían) que nada de lo que me pasara iba a igualar el castigo que merecía. Y su repugnancia hacia mí era peor porque yo no me la merecía. Pero no tenía ninguna esperanza de probar mi inocencia.

Así que me dejaron tendido en la oscuridad sobre las piedras muertas de la celda donde finalmente me permitieron descansar hasta mi muerte al día siguiente. Mis heridas curaron rápidamente, e intenté encontrar alguna forma de escapar de allí. Pero debo admitir que mis pensamientos no eran muy buenos. Había venido demasiado recientemente de Schwartz, y aún me descubría exasperadamente desdeñoso hacia preocupaciones normales como aquéllas. Nadie me había dado de comer desde que había llegado a Mueller, pero no me sentía hambriento. Nadie me había ofrecido agua, pero no tenía sed. Y puesto que podía ignorar el dolor a medida que recedía, ¿qué había allí que me hiciera recordar que tenía que actuar rápidamente, inmediatamente, si deseaba salvar mi propia vida?

Salvarla…, ¿para qué?

Mi propósito en Schwartz había sido volver para advertir a mi Familia. La advertencia había llegado un poco tarde, y nadie deseaba ya mensajes de mí. Me habían encerrado en una prisión de piedras muertas, de tal modo que ni siquiera podía hablarle a la roca y sumergirme en el suelo y escapar… Podía matarme, por supuesto. Pero mi natural aversión a eso tenía el apoyo de que no podía soportar sentirme culpable de añadir ese gran dolor a la tierra. Ya soportaba la roca suficientes muertes, sin el grito del suicida.

Hubo un ligero ruido de pasos al otro lado de la puerta de mi celda. La barra se deslizó, y la puerta se abrió con dificultad.

—Lanik —dijo una voz en la oscuridad, y luego Saranna estaba abrazándome y llorando—. Lanik, si hasta te han arrancado los ojos…

—Crecen de nuevo —respondí—. Es tan bueno estar de vuelta en casa…

—¡Oh, Lanik, hemos sentido tanto miedo por ti…!

Era como si nunca me hubiera ido. Sus manos encajaban exactamente en mi espalda, de un modo que una larga costumbre me decía que no podían pertenecer a otra persona. Se abrazó a mí con la misma presión que había sentido ayer por última vez (había pasado un año desde entonces), y su respiración, su piel cuando su mejilla rozó la mía, su olor, incluso los ensortijados mechones de su pelo rozando mi nariz…

Me apreté fuertemente contra ella porque por un momento hizo alejarse de mí la pesadilla de los últimos días, y fui de nuevo Lanik, el hijo de Ensel Mueller, heredero del trono y un hombre joven condenadamente feliz. Condenadamente.

—¿Por qué has venido? —pregunté.

—Tienes amigos, Lanik. Algunos de nosotros creemos en ti.

—Entonces debéis de estar locos. No hay nada creíble en mi historia.

—Esto no es un tribunal. Aquí está una mujer a la que has conocido muy bien durante varios años, y que no quiere que seas descuartizado mañana. Ven conmigo.

—No pensarás que puedes sacarme de esta prisión, ¿verdad?

—Puedo, con nuestros amigos —dijo ella.

Y la seguí.

Sujetó mi mano y me condujo por los corredores. Me la apretó una vez cuando llegamos a unas escaleras que subían, dos veces cuando llegamos a unas escaleras que bajaban. Avanzábamos tan silenciosamente como nuestros pies eran capaces de hacerlo, y yo dejé de respirar. Era más fácil así. Mis ojos se estaban curando bien; ya habían adquirido su forma redonda; pero los nervios necesitarían tiempo para recuperarse completamente, para que la visión me fuera totalmente restablecida. Era estremecedor avanzar sintiéndome ciego, mucho peor que cuando había estado encerrado en la oscuridad en el barco de Singer. Allá había tenido paredes cerca. Aquí no podía saber lo que tenía enfrente, debía confiar mi vida a una mujer que, hasta aquella noche, siempre había considerado algo veleidosa.

Leal, por supuesto, y maravillosamente exuberante haciendo el amor, pero no suficientemente brillante como para confiar en ella. Obviamente, estaba equivocado. No encontramos a nadie en nuestro camino.

Luego nos detuvimos.

—¿Qué estamos esperando?

—Quieto —dijo.

Me quedé quieto. Tras unos pocos minutos pude oír el distante rumor de pasos. Un hombre viejo, deduje por el sonido. Y luego se acercó, y sentí unos brazos que me rodearon en un abrazo de hierro y ardientes lágrimas en mi cuello.

—Padre —dije.

—Lanik, hijo mío, hijo mío —dijo, y ya no sentí más miedo.

—Tú me crees…

—Eres mi única esperanza —siempre el viejo bastardo considerándome como su esperanza, como si él fuera el primero en tener derecho a mi lealtad, antes incluso que yo mismo. Bien, lo tenía.

—Cuando sea descuartizado mañana —respondí, y él simplemente me apretó más fuerte.

—Hay ocasiones en las que un hombre honesto debe abdicar, y éste es el momento —dijo suavemente—. No te descuartizarán. Sabía que nunca me traicionarías…, al menos, no permanentemente.

—Ni tampoco temporalmente —dije—. Bueno, vayámonos antes de que alguien se dé cuenta de que estamos sosteniendo una reunión precisamente aquí.

—Aún no podemos irnos —dijo Padre—. Tenemos que esperar.

—¿Por qué?

—El cambio de la guardia del amanecer —dijo—. Confiemos en que estén distraídos.

—¿La guardia? ¿Temes a la guardia? ¿No puedes simplemente esconderme y ordenarles que te dejen pasar?

—No es tan sencillo como eso —respondió Saranna—. Tu padre ya no tiene mando sobre la guardia.

—Entonces, ¿quién infiernos lo tiene? —pregunté.

—No alces la voz —dijo Padre—. Ruva lo tiene.

Alcé la voz.

—¿La Boñiga gobierna en tu palacio?

—Tranquilo, he dicho. Sí, lo hace; ella y Dinte. Ya lo complotaban antes de que tú abandonaras el palacio, y cuando tú partiste actuaron. Habría podido bloquearlos, supongo, pero no podía permitirme matar a mi único heredero, así lo creía, y por eso lo dejé correr, haciendo que no me daba cuenta de cómo eran usurpadas mis prerrogativas, de cómo las funciones de mis amigos se convertían en sinecuras y el auténtico poder pasaba a manos más jóvenes.

—Mi padre intentó alertar a la corte —dijo Saranna.

—Y tuve que firmar su sentencia de muerte.

—¿Por qué la firmaste? —pregunté.

—Por la misma razón que firmé la tuya —dijo mi padre—. Él escapó y ahora está viviendo en el exilio en el norte. En Brian, creo. Sus agentes consiguieron sacar de contrabando la mitad de la fortuna de la Familia. Eso fue hasta que Ruva descubrió la filtración.

—Entiendo —dije.

—Cuando oímos que estabas mandando a los invasores de Nkumai, me sentí inundado por la alegría. Usé mi influencia, la que aún tenía, para poner a nuestros comandantes más estúpidos, Dinte incluido, en las posiciones clave. Abrí las puertas al enemigo. Pensando, por supuesto, que tú venías a liberarme a mí y al pueblo de ese asno con el que tuve la desgracia de casarme y ese niño que tu madre pretendía que era también mío.

—Pero no era yo.

—Lo supe cuando oí cómo los ejércitos lo estaban destruyendo todo. Tú eres demasiado listo como para hacer eso. Supe que era un fraude —suspiró—. Pero había tantas evidencias… Traicioné a mi propia Familia, pensando que le estaba abriendo las puertas a mi hijo. Ahora el enemigo lo devasta todo desde Schmidt a Jones, y es solo asunto de tiempo el que crucen el río. Seguro que lo harán pronto. Las lluvias lo volverán incruzable en unas pocas semanas más —y repentinamente se echó a llorar de nuevo—. Soñaba con tu regreso a casa, Lanik. Soñaba que volvías triunfante y conducías a esa gente a la batalla. Podrías haber vencido a los nkumaios. Y ellos debían de saberlo. Por eso destruyeron el amor del pueblo hacia ti. Y ahora lo único que podemos hacer es echar a correr.

—Bien, si eso es cierto, empecemos a correr.

—El cambio de la guardia —susurró Saranna.

—Tonterías. Ya usaste esa estrategia una vez, y Dinte y Ruva estarán al acecho. Probablemente me dejaron sin vigilancia simplemente para que intentarais esto y así os hicierais matar. Será mejor que volváis arriba, los dos, y simuléis no tener nada que ver con esto.

—No —dijo Saranna.

—Tenemos que irnos contigo —dijo Padre—. Las cosas se han puesto intolerables aquí. Tenemos unos pocos centenares de hombres leales que he asignado a diversas tareas en el norte. Nos están esperando. Se unirán a nosotros.

—A ti, querrás decir. Ningún alma viviente querrá unirse a mí. Pero no vamos a esperar al cambio de guardia…

—Entonces seremos atrapados. Todas las puertas están estrechamente vigiladas.

Ahora podía ver el resplandor de la antorcha de Saranna. Mi visión estaba regresando.

—Crearé una diversión. La puerta trasera.

—Está fuertemente guardada.

—Lo sé. Llevadme cerca de allí, pero mantenedme fuera de la vista. Puedo ver débilmente, y pronto recobraré completamente la visión. Pero mientras tanto no puedo defenderme ni siquiera contra un mosquito. Luego prepararos para saltar hacia la puerta del foso. Yo me uniré con vosotros allí.

—¿Ciego?

—Me conozco el camino con los ojos cerrados. Y nadie estará prestándome atención.

—¿Qué tipo de diversión puedes crear? —preguntó dubitativamente Padre.

Como respuesta, abrí mi camisa y les mostré mi pecho.

—¿Recordáis lo que había aquí cuando me fui?

Recordaron.

—Los Schwartz me curaron. Como os dije. Y me enseñaron su técnica.

Las manos de Saranna recorrieron mi pecho, como en el sueño que había vivido hace un millar de noches —parecía—, en el barco de Singer.

—Vamos —dije. Y me condujeron hacia arriba por las escaleras y rampas y corredores que llevaban a la puerta trasera.

Me dejaron en la ventana que dominaba la puerta del palacio, desde donde, si hubiera podido ver, habría podido examinar el patio entre la puerta trasera y los muros del palacio. Y ahora podía ver sombras, vagamente; aunque las antorchas eran apenas brillantes destellos de luz, podía ver el danzar de las llamas.

Había tanta roca muerta a mi alrededor que me sentí entorpecido, pero pronto descubrí la voz de la roca. Gran parte era nueva; el suelo de tierra, en contraposición con la arena, poseía mucha vida. Era una barrera, no un canal. Pero hallé la voz, y expliqué y pedí, y la roca obedeció.

No pude verlo. Sólo pude oír el rechinar de las piedras muertas cuando la tierra se elevó debajo de ellas y las arrojó de sus hileras al suelo. Hubo algunos gritos cuando los hombres de la puerta trasera corrieron hacia la brecha en el muro. La tierra siguió elevándose, y algunos cayeron al suelo, mientras otros corrían estúpidamente demasiado cerca del lugar donde las paredes se tambaleaban y dejaban caer las piedras que las constituían.

Abandoné la ventana y anduve en dirección contraria, hacia la puerta del foso.

Saranna y Padre y cuatro soldados que sujetaban siete caballos aguardaban al amparo de un muro.

—¿Qué es lo que has hecho? —preguntó Padre, entre temeroso y admirado—. Parecía un terremoto.

—Era un terremoto —dije—. Pero pequeño. Los grandes necesitan un comité —y avancé hacia la puerta.

Con las primeras luces del alba podía ver de nuevo, aunque borroso, y observé con alivio que la puerta no estaba guardada. Los soldados habían echado a correr hacia la brecha en el muro.

La puerta no estaba guardada, y la cruzamos sin problema. Padre y Saranna primero, luego los soldados. Yo era pues el último, y seguía desarmado cuando Dinte emergió de las sombras.

Vi el reflejo de la luz de una antorcha sobre el metal.

—Un combate un tanto desigual —dije—. Una señal de valor de tu parte.

—Deseaba no tener ninguna duda sobre el resultado —dijo.

—Entonces debiste haber elegido un blanco diferente —respondí, y con la rapidez que me había enseñado Helmut lo desarmé en cuestión de instantes. Habría sido un momento oportuno para matarlo, pero estaba gritando para pedir ayuda y era el hijo de mi padre, así que simplemente le abrí la garganta de oreja a oreja y lo silencié, desangrándose en el suelo. Se regeneraría y recuperaría, como lo había hecho yo de la misma herida hacía más de un año. Pero al menos sabría que cuando viniera de nuevo por mi, debería traerse consigo algunos amigos.

Crucé la puerta, sujetando aún la espada, y monté el caballo que me habían destinado. Cabalgamos hacia el norte durante todo el día, y por la noche llegamos a un puesto militar de avanzada que en otros tiempos había guardado la frontera norte de Mueller, cuando Epson era poderoso y Mueller una pacifica Familia de granjeros con algunas extrañas prácticas genéticas. El puesto había perdido importancia, pero un rápido cálculo me permitió estimar al menos la presencia de trescientos caballos o más, lo cual significaba como mínimo el mismo número de hombres.

—¿Estás seguro de que son amigos? —pregunté.

—Si no lo son, no nos quedarán muchas esperanzas —respondió Padre.

—De cualquier forma, será mejor que tengas tú esta espada, y no yo —se la extendí y él jadeó.

—Es la de Dinte —dijo.

—Me alegra saber que no se la ha robado a nadie. Intentó matarme. Lo persuadí de lo contrario. Ahora se estará recuperando de una sonrisa extra.

—¿Por qué no has dicho nada?

—No quería preocuparte.

—Debiste haber matado a ese pequeño asno —dijo Saranna ásperamente.

—Quizá lo hice —dije, pero estaba seguro de que no. Y cuando llegamos al puesto de avanzada y los soldados nos hicieron entrar y aclamaron a Padre, y él explicó (muy por encima) que había sido un impostor y no yo quien había comandado a los nkumaios. No sé cuántos de ellos le creyeron. Pero eran hombres valerosos y lanzaron los vivas apropiados. Luego Padre les ordenó que fueran a sus unidades y reunieran a todo los hombres leales que les fuera posible encontrar. Juiciosamente, les insistió en que no mencionaran que yo estaba con él. Era mejor que se aliaran al rey, no a alguien que aún pudieran seguir creyendo traidor.

Y mientras los trescientos soldados partieron al galope para reunir un ejército para nosotros, cambiamos de caballos por quinta vez aquel día y seguimos cabalgando hacia el norte en la oscuridad.

—Debes haber estado planeando esto desde hace meses… —dije.

—No lo habíamos planeado contigo —dijo Padre—, pero sabíamos que en cualquier momento, muy pronto, iba a producirse una crisis con mi hijo menor, y que debería hallarme preparado para llamar a las tropas leales. Lo planeamos para prevenir cualquier contingencia.

Disidencia había aparecido en el cielo por segunda vez aquella noche cuando finalmente nos detuvimos en una granja bastante alejada del camino. La casa se hallaba junto a la orilla del río Sweet. El viento era frío, y soplaba de las colinas del este que conducían al bosque de Ku Kuei. El fuego en el hogar llameaba y calentaba, y el anfitrión nos obligó a comer una sopa antes de dejarnos ir a la cama.

Los guardias durmieron en el suelo. Y cuando nuestro anfitrión me mostró mi habitación, Saranna ya estaba en ella, aguardándome.

—Sé que estas cansado —dijo—. Pero ha pasado un año.

Y me desvistió mientras yo miraba hacia las laderas de las colinas cubiertas de trigo al este, donde el sol emergía por encima de Ku Kuei, y sentí la brisa jugar sobre mi cuerpo mientras Saranna lo cosquilleaba agradablemente (nada había sido olvidado, ni siquiera ahora), y yo aspiraba el olor a caballo de mis propias ropas y el fresco aroma de la cal con la que nuestro anfitrión había blanqueado las paredes hacía una semana, y era agradable estar de nuevo en casa.

Después de tres semanas resultó claro que la nuestra iba a ser una rebelión que pasaría inadvertida. Teníamos ocho mil soldados, leales hasta la médula y algunos de los mejores luchadores del reino. Pero nuestro tesoro los alimentaba y los armaba para nada: muy pronto los rumores fueron verificados y supimos que habíamos perdido. Dinte había firmado un tratado con Nkumai, y ahora eran 120 000 hombres contra nuestro pequeño ejército. Yo era mejor general que él, pero existe un límite para lo que un general puede hacer.

Lo que más nos dolió, de todos modos, fue el hecho de que los nkumaios, al parecer desde el día en que yo fui capturado habían retirado a su Lanik duplicado y habían declarado públicamente que por supuesto yo había estado con ellos, pero que había sido capturado por las fuerzas de Mueller y ahora era un desertor con el ejército de mi padre. Y tan pronto como empezaron a hacer correr esa historia, cesaron en su política de devastación, proclamando que la destrucción había sido enteramente idea mía y que estaban agradecidos de poder renunciar a ella.

Aquello no aumentaba en absoluto mi popularidad, y las tropas no afluían precisamente a ponerse bajo mi estandarte. Intentamos minimizar el hecho de que yo estaba con mi Padre, pero hay algunas historias que no pueden mantenerse secretas.

Y ahí estábamos nosotros, con ocho mil hombres, todo un tesoro a nuestra disposición, y ninguna maldita alternativa excepto marcharnos rápidamente. Por supuesto, los nkumaios y mi querido Dinte eligieron aquel momento para reunir sus fuerzas en la orilla norte del río Mueller y cargar directamente sobre nosotros.

—Moriremos heroicamente —dijo Harkint, que aún seguía sin confiar en mí.

—Preferiría vivir —dije.

—Conocemos tus preferencias —respondió fríamente.

—Preferiría que todos nosotros viviéramos. Porque no pasará mucho tiempo con Dinte al mando, antes de que la gente empiece a clamar por el regreso de Padre.

—Pasaría aún menos tiempo si tú no estuvieras con nosotros —dijo otro soldado, y un murmullo de asentimiento surgió de los demás, reunidos en la amplia habitación de la casa. Padre estaba preocupado, pero el soldado tenía razón. Yo era un impedimento para Padre. Si yo no estuviera a su lado, estaría en condiciones de juntar un buen ejército a su alrededor. Quizá diez, quince mil hombres más. Pero aún no sería bastante.

—Tengo un plan —dije—. Y puede funcionar.

Y a la mañana siguiente nos pusimos en camino a lo largo del río Sweet. No mantuvimos en secreto nuestro rumbo, y viajamos a un paso tranquilo. El río se dirigía hacia el sudoeste, y cualquiera con un poco de sesos habría supuesto que nos dirigíamos hacia Mueller-sobre-el-Mar, el gran puerto en el delta del río Rebelde donde su fresca agua se derrama en el agua salada de la Manga. Estratégicamente era un punto vital, y la flota, si conseguíamos llegar antes, podría llevarnos hasta Huntington, donde era posible que las tropas fueran aún leales a Padre y no me odiaran particularmente. Aquello nos permitiría esperar y preparar una invasión.

Por supuesto que eso significaría que Dinte y los nkumaios se apresurarían para llegar antes que nosotros a la flota. Yo no tenía ninguna objeción que hacer. Después de todo, aunque pudiéramos llegar a Huntington sanos y salvos, aquello sería un exilio permanente; con los nkumaios detentando a la vez nuestro hierro y el suyo propio, no habría forma de resistirlos. De modo que cuando alcanzamos el lugar donde debíamos abandonar el río, dondequiera fuese que nos dirigiéramos (pues el río se desviaba hacia el oeste), ordené a nuestro ejército iniciar una marcha acelerada, no hacia el sudoeste en dirección a Mueller-sobre-el-Mar, sino hacia el sudeste en dirección al Gran Recodo del río Mueller, desde donde estaríamos en libertad de ir hacia el este para acrecentar nuestras fuerzas entre las poblaciones recientemente conquistadas y en absoluto dóciles de Bird, Jones, Robles y Hunter. No era el mejor ni el más seguro plan del mundo, pero era el menos malo en que pude haber pensado en ese momento.

No nos preocupamos de avanzar al galope… Avanzamos al mejor paso que pudimos conseguir de los carromatos, que fue bastante más rápido, pues no iban muy cargados, del que podía conseguir el ejército de infantes de Nkumai. Mi única esperanza era que el enemigo hubiera avanzado tanto hacia el este, en la dirección equivocada, como para que pudiéramos alcanzar el recodo del río antes que ellos. Si lo conseguíamos no podrían atajarnos en dirección al este y dispondríamos de otro día antes de enzarzarnos en ninguna lucha.

Tenía también otro plan, pero era para el momento en que no tuviéramos ninguna otra cosa que perder.

Mientras avanzábamos hacia el sudeste, era poco lo que yo podía hacer. Padre conocía a sus hombres, y ninguno de ellos se sentía deseoso de recibir órdenes de mí. Lo cual me permitía reflexionar. Un tema que acudía a menudo a mi mente era el impostor, el Lanik que era demasiado real y que ahora se hallaba fuera de circulación.

Era una interesante especulación imaginar lo que había sido su vida. Su gestación había constituido una pesadilla para mí… Pero para él, los primeros destellos de conciencia habían surgido con alguien que se parecía exactamente a él y que intentaba machacarle los sesos con una roca. Y luego, ¿qué había hecho la gente de Nkumai con él, creyendo que era yo, antes de que finalmente se dieran cuenta de lo que había sucedido? Si hasta hacia poco me había perseguido en mis sueños, ahora me perseguía también despierto, mientras imaginaba el odio que debieron de haberle inculcado. Tú no eres nadie para ellos, le habrían dicho. Te matarán si alguna vez saben quién eres. Pero si colaboras con nosotros, te instalaremos en el trono y podrás mostrarles que eres alguien a quien deberán tener en cuenta. Con miedo, sino con respeto.

¿Había conducido realmente a sus ejércitos? Quizá. ¿Le habían sido transferidos mis recuerdos, junto con mi cuerpo? Si era así podía ser un temible enemigo para mí en cualquier campo de batalla, puesto que conocería mis menores movimientos antes de que los realizara. Seguramente lo habían mantenido con ellos por este motivo, si no existía otro.

Pero si no poseía tales recuerdos, lo cual parecía más probable, entonces lo habrían echado nuevamente a un lado de todo papel importante, sin ninguna ceremonia. Quizá ya lo habían matado, pensé. O quizá se sentía tan desesperado como yo, sabiendo que no había nadie tan odiado como él en todo el oeste, sin merecerlo en absoluto.

Y pensé en Mwabao Mawa, y deseé estrangularla.

No matarás, me decía a mí mismo. No más muertes. Y en momentos así me apartaba del ejército, varios kilómetros a la cabeza, y me tendía en el suelo y le hablaba a la roca viviente, y permanecía en contacto conmigo mismo.

—Han dejado libres a los Cramer y estos están esclavizando a los Mueller —nos dijo horrorizado un soldado que se unió a nuestro ejército. La reacción fue electrizante… Muchos de nuestros soldados tenían sus familias en el oeste de Mueller, donde los Cramer estarían causando estragos sin nadie para defender a nuestra gente. No me sorprendió que nuestro número empezara a disminuir a medida que los soldados desertaban en dirección hacia el sudoeste. Y me sorprendí menos aún cuando la mayoría de nuestros exploradores no regresaron. Pero insistí en que Padre dejara de solicitar voluntarios para misiones de exploración; los hombres que deseaban marcharse sin ser recriminados por ello eran los primeros de esas listas, y necesitábamos obtener información.

Estábamos a tan solo treinta kilómetros del Gran Recodo, sin embargo, cuando la más importante de todas las informaciones nos llegó de alguien que pensábamos que ya no volveríamos a ver.

—¡Homarnoch, aquí! —susurró Padre cuando vio al hombre que conducía locamente un carromato por el camino que acabábamos de recorrer—. ¡Homarnoch, aquí! —gritó, y el viejo doctor estuvo pronto a nuestro lado.

Ordenamos un alto; los soldados se detuvieron en el camino.

—Es inútil —dijo Homarnoch—. He reventado un par de caballos para venir a avisaros. Los nkumaios no han picado el anzuelo. Sólo enviaron a Dinte y a sus fuerzas a Mueller-sobre-el-Mar, y cuando os desviasteis hacia el sudeste el resto de ellos se os adelantó. Os aguardan a no más de cinco kilómetros de aquí. Deben llevar varios días en el Gran Recodo.

Padre llamó a sus comandantes y les dio órdenes de prepararse para una marcha mucho más rápida.

—Lucharemos contra ellos y venceremos —insistió Harkint.

—Escaparemos y sobreviviremos —respondió Padre, y Harkint se fue irritado.

Mientras se hacían los preparativos, Homarnoch nos dijo cómo y por qué había venido.

—Se están apoderando de todo…, de todo nuestro trabajo de miles de años. No podía soportarlo, no, de esos monos habitantes de los árboles.

No me molesté en decirle que esos monos arborícolas le habían dado al resto del universo el viaje ultralumíneo.

—Así que envenené a los rads —dijo Homarnoch.

Padre se escandalizó.

—¡Los mataste!

—Vivos representaban cinco toneladas de hierro, por decirlo así, y no iba a dejar que el enemigo las consiguiera… Así que los envenené. Ni siquiera sus uñas valdrán un gramo de hierro al cambio.

No dije nada, pero recordé el tiempo en que yo tenía cinco piernas y una nariz extra, y sin embargo seguía considerándome un hombre.

—Y luego requisé la biblioteca. Los archivos esenciales. La teoría. Está toda en este carromato —dijo—, y quemé el resto. Y con los hombres de Dinte a cargo de la ciudad, a nadie se le ocurrió siquiera retenerme.

—Un golpe maestro —dijo Padre. Homarnoch radió orgullosamente.

—¿Y ahora qué infierno haremos? —pregunté.

—Harkint desea atacar —dijo Padre con una retorcida sonrisa.

—Harkint es un asno —respondí—. Pero no hay ningún otro lugar donde ir. Con los hombres de Dinte entre nosotros y el mar, y nada hacia el norte excepto Epson. No se sentirán inclinados a acogernos, y así provocar a los nkumaios.

—Dinte no es enemigo para nosotros.

—Nos supera en número a razón de cinco por uno. Con esa ventaja incluso un necio puede vencer.

Nos sentamos en silencio. Homarnoch murmuró algo acerca de revisar los caballos. Y luego Harkint regresó: las tropas estaban preparadas.

—Y lo que deseo saber es: ¿vamos a ir a la batalla o huiremos de ella?

—Huiremos de ella —dijo Padre—. La cuestión es por dónde.

Harkint gruñó despectivamente.

—Nunca creí que pudiera llegar el día en que el Mueller se volvería un cobarde. Te he seguido a través de todas las desgracias, incluso el tener que cargar con este bastardo clase A —me señaló—, pero maldito sea si vuelvo el culo y rehuyo la lucha. Y hay muchos otros que piensan como yo.

Si yo hubiera tenido algún sentido de lo teatral, me habría marchado violentamente ante aquello. Pero no lo hice. De modo que Padre respondió:

—Entonces reúnete con las tropas, Harkint, y pregunta cuántos desean ir contigo. Pero diles que el Mueller se bate en retirada y pide a todos los hombres que vengan con él. Diles eso, y llévate a todos aquéllos que deseen marchar contigo.

Harkint asintió y se fue. Y yo empecé a garabatear un burdo mapa de Mueller y los territorios colindantes.

—El sur y el oeste están fuera de cuestión —dijo Padre—. Todo el mundo en Mueller te mataría, y todo el mundo en Helper, Cramer y Wizer me mataría a mí.

—Y el norte es imposible —respondí yo—, porque Epson es demasiado débil.

—Todo el mundo es demasiado débil. Y no podemos alcanzar el este porque el ejército de Nkumai nos corta el camino.

—La situación es desesperada —dijo Homarnoch mesuradamente, mirando por encima de un fajo de papeles tras detenerse y volverse a pocos metros de nosotros—. No nos queda ninguna esperanza. Más valdría que nos arrojemos al río y nos ahoguemos.

—Hay una dirección que no hemos considerado.

Padre no era lento en reaccionar.

—Ku Kuei. Pero hay demasiadas leyendas sobre ese bosque, Lanik. Los hombres no pueden entrar en él.

—Yo lo atravesé, no bordeándolo. A través del bosque.

—Y ellos te seguirán por todas partes.

Me eché a reír.

—Y una vez dentro, ¿qué haremos? Nkumai gobierna el este y los ejércitos de Singer están devastando el lejano norte. ¿Qué haremos nosotros en Ku Kuei?

—Sobrevivir. Dinte no durará siempre.

—¿Lo dices en serio? ¿Propones que vayamos allá?

—¿Qué es lo que se cuenta de Schwartz? ¿Qué es lo que cree la gente?

Padre sabía a dónde quería llegar.

—Entiendo. De modo que esperas que exista realmente una Familia Ku Kuei, y que puedan tener algo valioso que ofrecer.

—No lo sé. Pero incluso una débil esperanza es mejor que ninguna esperanza en absoluto.

Padre sonrió.

—El eterno optimista.

—¿Nos seguirá Dinte a Ku Kuei?

—¿Dinte? Cree en todas las leyendas. Cierra sus ventanas por la noche. No cruzaría el agua bajo un cielo nuboso. Canta cuando lo toca la sombra de un caballo. Es un estúpido.

—Los nkumaios no son estúpidos —dije yo—, y tampoco se internan en Ku Kuei. Y los bosques son su hábitat natural. Si lo que haya en Ku Kuei que asusta a todo el mundo no nos alcanza a nosotros, podremos decir que tenemos suerte.

Formamos las tropas, excepto el grupo de Harkint, que era mayor de lo esperado, y empezamos a avanzar hacia el nordeste. No fue una despedida agradable. Algunos de los soldados que se quedaron con nosotros insultaron a los hombres de Harkint por abandonar al Mueller. Y los hombres de Harkint los llamaron cobardes, y la marcha fue lúgubre mientras emprendíamos nuestro camino, apenas cinco mil hombres o así, y con desertores que abandonaban nuestras filas a lo largo de la marcha. No podía culparlos, pero obligué a aquéllos que alcancé a descubrir, a que permanecieran en las filas. No les importó. Sabían que podrían irse otra vez en menos de una hora.

Y luego llegamos a la bifurcación del camino donde la huida hacia el norte significaba seguir el camino principal a la izquierda, mientras que el camino más pequeño al este solo nos conduciría hasta Ku Kuei. El discurso de Padre fue impresionante. Pero perdimos otros dos mil hombres ahí, cuando nos llegó la noticia de que las fuerzas de Harkint habían sido aniquiladas apenas unas horas después de habernos abandonado. Los nkumaios estaban cerca, detrás, y habían descansado durante varios días mientras nos aguardaban en el Gran Recodo… Ellos estaban frescos y nosotros no.

Avanzamos en fila sin esperanzas por el estrecho camino que serpenteaba entre las agrestes colinas del este. A partir de entonces hubo pocas deserciones; en aquellas colinas, la mejor fuente de provisiones eran nuestras carretas, y los desertores tendrían pocas esperanzas de sobrevivir a menos que se entregaran al enemigo. Además, los hombres que seguían con nosotros ahora eran el núcleo más fiel a Padre. La clase de hombres que morirían antes de abandonarlo, pensé.

—Estoy dándole vueltas a la idea —me dijo Padre mientras encabezábamos la columna a lo largo del tortuoso camino— de dar media vuelta y terminar honrosamente mi vida luchando.

—Y yo estoy dándole vueltas a la idea de saltar por el próximo precipicio.

Padre sonrió. Pero era una sonrisa ceñuda.

—Me estoy dando cuenta, a medida que nos acercamos a Ku Kuei, de que yo también soy un poco supersticioso. ¿Estás seguro de que lo atravesaste sin dificultades?

—Estoy aquí, ¿no?

—Estás aquí, pero eres el único regenerativo radical que ha remitido en la historia. ¿Cómo podemos saber que no has pasado en este bosque todo ese tiempo que estuviste fuera, y que ahora no nos estás conduciendo a una trampa?

—Sí, Padre. Lo has adivinado.

Me miró inquisitivamente. No era propio de él pasar por alto la ironía.

—Lanik, hijo mío. Soy un viejo que dice chocheces, pero a menos que me equivoque, tú hiciste que se derrumbara una pared de mi palacio sin siquiera una roca o una catapulta.

—Me han sido otorgados muchos dones…

—¿Qué haremos en Ku Kuei?

Me encogí de hombros.

—Sobrevivir.

Y entonces el camino dio un giro hacia el norte y en la distancia, hacia el este, pudimos ver que la arboleda comenzaba. Ni siquiera había un sendero que condujera al bosque… No era la dirección usual que tomaran los viajeros. Así que calculé lo que podía ser un rumbo razonablemente bueno, y me adentré por terreno desnudo.

Las tropas no me siguieron.

No dijeron nada, ni se rebelaron. Las primeras líneas se quedaron sentadas en sus monturas, simplemente observándome, sin hablar, sin moverse.

Luego Padre abandonó el camino y fue tras de mí, manteniendo su caballo a un paso corto, y unos pocos hombres hicieron lo mismo. Pero mientras Padre venía a colocarse a mi lado, los demás tiraron de sus riendas y se detuvieron a unos pocos metros del camino.

—No ordenaré a nadie que venga —dijo Padre—. Pero allá es adonde va el Mueller, y todos los auténticos hombres del Mueller irán con él.

No sé si el pequeño discurso de Padre hubiese sido suficiente por si sólo para convencerlos. Creo que mucho más convincente fue la lluvia de flechas que silbó hacia nuestra columna. La puntería no era buena… La distancia era demasiado grande para una precisión mayor. Pero el mensaje era claro: Nkumai nos había flanqueado, y toda la longitud de nuestra columna estaba expuesta a las flechas enemigas.

—¡A mí, Mueller! —gritó Padre, y me susurró, tenso—: ¡Condúcelos, maldito sea!

Yo me lancé a un frenético galope sobre el accidentado terreno; mi caballo y yo tuvimos suerte, pero otros no. Varios caballos derribaron a sus jinetes antes de que éstos alcanzaran la protección del bosque.

Los árboles eran altos, pero sus ramas a menudo eran bajas y se hacía difícil hallar un camino despejado. Tuve que desmontar, lo cual significó que nuestras fuerzas tuvieron que hacer también una pausa al borde del bosque, expuestas a los arqueros de Nkumai, mientras aguardaban a que los de adelante penetraran entre los árboles. Perdimos a doscientos o trescientos hombres allí, pero cuando los hube conducido durante un par de horas bosque adentro, los hombres de retaguardia hicieron correr la voz de que los Nkumai habían abandonado la persecución; la urgencia por la huida desaparecía así, pero no podíamos quedarnos allí…, lo denso de la arboleda hacia imposible hallar algún forraje para los caballos. Decidi conducir a los hombres hacia una pradera a orillas del estrecho lago, tan amplia como para que pudiéramos mantenemos allí al menos durante unos cuatro días.

Nuestro paso a través del bosque fue silencioso. No volví la vista hacia mis hombres… Aún los habría puesto más nerviosos darse cuenta de lo nervioso que me sentía yo con respecto a ellos. La vez que había penetrado solo, aquello era un bosque. Arboles y suelo, y aunque me había sentido cansado mucho antes de lo normal, no había descubierto nada especialmente extraño en el lugar. Esta vez, en cambio, no le ocurría nada a nuestra resistencia, pero el profundo silencio del bosque y el regular repiqueteo de los cascos de los caballos y las botas de los soldados eran inquietantes. Era como si el silencio se tragara los sonidos, como si una parte de nosotros se escabullera entre los árboles y no regresara.

Pasamos una terrible noche en el bosque. El suelo era bastante blando, y había comida abundante en las mochilas, pero por la mañana centenares de hombres habían desaparecido; escabullidos en la noche o desandando el camino a primera hora de la mañana, pero ya no estaban. Sabíamos que simplemente habían desertado (y más de uno de los pocos que se quedaron habrían deseado irse también, sin la menor duda), pero el sentimiento de que los hombres, sencillamente, podían haberse desvanecido en la noche, hizo muy poco por mantener la calma.

Alcanzamos el lago hacia el mediodía, y la luz del sol llegó hasta nosotros, y los pájaros jugueteaban al borde del agua, y los caballos pastaban tranquilamente en la pradera. Y pensé que habíamos alcanzado la seguridad.

Conté los hombres. Menos de mil. Y con esto esperábamos recuperar el poder en Mueller.

Los hombres se bañaron en el lago, salpicándose unos a otros como niños. Reían fuertemente. Y Saranna se colgó de mí y me dijo: «no quiero irme de aquí». Pero Padre y yo debíamos encontrar a los Ku Kuei…

Y así dejamos a Homarnoch a cargo de nuestra pacífica y feliz tropa y nos fuimos.

En aquel momento me pareció una decisión juiciosa.