Estaba inclinado sobre mí, y mis ojos no conseguían enfocarlo. Pero era un hombre, y no una pesadilla de Dinte o de la Boñiga o de mi mismo.
—¿Quieres morir? —preguntó una voz joven, seria.
Consideré las alternativas. Si vivir significaba otro día en el desierto como los que había sufrido hasta entonces, la respuesta era sí. Pero de todos modos, aquella persona (aquella alucinación), fuera quien fuese, estaba viva. Era posible sobrevivir en aquel desierto.
—No —dije.
Él no dijo nada. Solamente me miraba.
—Agua —pedí.
Asintió. Me obligué a mi mismo a levantarme apoyándome en los dos codos mientras él se alejaba un paso de mí. ¿Iba a buscar ayuda? No. Se detuvo y se acuclilló en la roca. Estaba desnudo y no llevaba nada consigo… Menos aún un recipiente para agua. Aquello querría decir que el agua estaba cerca. Pero ¿qué esperaba?
—Agua —repetí.
No dijo nada, esta vez ni siquiera asintió. Simplemente miró la arena. Yo podía sentir los latidos de mi corazón en mi interior. Fuertes, vigorosos… Me era difícil creer que hacía muy poco se había parado. ¿De dónde había venido ese muchacho? ¿Por qué no me traía agua?
Miré la arena en el lugar que él observaba. Se estaba moviendo.
Se elevó y formó pendiente a derecha e izquierda, luego se hundió en el centro y se deslizó hacia algún lugar desapareciendo suavemente, disolviéndose, hasta que un círculo de aproximadamente metro y medio de diámetro se llenó de un agua que remolineaba blandamente, un agua negra que me cegó con el reflejo del sol.
Él me miró. Me levanté trabajosamente (con todos mis músculos doloridos excepto mi fuerte y juvenil corazón), y me arrastré hacia el agua. Ya se había aquietado. Estaba tranquila y fría y profunda y buena, y yo hundí mi cabeza en ella y bebí. Sólo levanté la cabeza para respirar cuando ya no aguanté más.
Hasta que me sentí satisfecho, y me levanté y luego me dejé caer en la arena junto al agua. Estaba demasiado exhausto como para preguntarme cómo la arena había podido transformarse en agua, y cómo supo el muchacho que así sería. Demasiado exhausto como para preguntarme por qué el agua ahora era nuevamente absorbida por la arena hasta dejar tan solo una pequeña manchita negra que muy pronto se evaporó.
Demasiado exhausto como para responder claramente cuando el muchacho miró mi cuerpo y preguntó:
—¿Por qué eres así, tan extraño…?
—Dios sabe cuánto me gustaría dejar de serlo —dije, y me quedé dormido. Pero esta vez no esperando morir, sino esperando vivir, gracias a la coincidencia de haber sido de algún modo descubierto precisamente al lado de un manantial en aquel desierto árido.
Cuando me desperté de nuevo había olvidado completamente al muchacho. Hasta que abrí los ojos y vi a sus amigos.
Permanecían en silencio, sentados en círculo a mi alrededor, una docena de hombres con la piel curtida y los cabellos desteñidos por el sol, tan desnudos como había estado el muchacho. Sus ojos estaban fijos en mí, inmóviles. Estaban vivos, y así eran las cosas, y yo no tenía nada que objetar.
Habría hablado, les habría pedido que me dieran cobijo, si algo no hubiese desviado mi atención. Noté mi cuerpo desde dentro. Noté que no había nada digno de mención. Algo iba terriblemente mal.
No. Algo iba terriblemente bien.
Nada tiraba de mi lado izquierdo, donde tres piernas intentaron equilibrar a las otras dos. No había ningún extraño arquearse de mi espalda para compensar todos los miembros que tenía que doblar bajo mi cuerpo para dormir. No había ninguna cantidad de aire que fuera dolorosamente aspirada a través de mi nariz extra.
Desde dentro, todo lo que sentía era dos brazos, dos piernas, el sexo con el que había nacido, un rostro normal. Ni siquiera los senos. Ni siquiera eso.
Levanté mi mano izquierda (¡solo una!) y me toqué el pecho. Solamente músculos. Duros. Me golpeé el pecho; mi brazo era fuerte y vivaz.
¿Qué era la realidad? ¿Qué era el sueño? ¿No había permanecido confinado en una celda de un barco durante varios meses? ¿También eso era una alucinación? Me preguntaba cómo había llegado hasta ahí, no podía convencerme de que era, de nuevo, normal. Entonces recordé al muchacho y el agua que había surgido del desierto. Así pues, aquello también era un sueño. Habían ocurrido cosas imposibles mientras yo moría. Sueños de agua. Sueños de un cuerpo completamente normal. Sueños de muerte. El tiempo se había dilatado en mis últimos momentos de vida.
Excepto que mi corazón latía demasiado fuertemente como para ignorarlo. Y yo me sentía tan lleno de vida como antes de abandonar Mueller. Si esto era la muerte, dadme más de ella pensé. Y les pregunté:
—¿Me lo habéis cortado todo?
No me respondieron al momento. Luego alguien preguntó:
—¿… cortado?
—Cortado —dije—. Para dejarme así. Normal.
—Helmut dijo que tú deseabas librarte de eso…
—Pero volverán a crecer…
El hombre que había hablado me miro con desconcierto.
—No lo creo —dijo—. Lo hemos fijado.
Fijado. Anular lo que un centenar de generaciones de Mueller había intentado curar sin conseguirlo. Así que eso era lo que habían conseguido los Schwartz. La arrogancia de los salvajes.
Detuve mi desdén. Lo que fuera que hubiesen hecho, aquello nunca había funcionado así. Cuando algo era cortado de un regenerativo radical, volvía a crecer, se hiciera lo que se hiciese. Los regenerativos radicales volvían a reproducir cualquier imposible miembro, y le añadían otro más, hasta que morían bajo la abrumadora masa de sus excrecencias. Sin embargo, cuando ellos extirparon todos mis miembros extra y mis senos y todas las demás cosas, las heridas habían sanado sin dejar ninguna cicatriz, normalmente.
¿Había burbujeado el agua hasta la superficie obedeciendo órdenes? El pensamiento me sacudió, principalmente porque parecía no tener ninguna relación con mis anteriores pensamientos. Mi mente lo había alineado con los demás antes de que me diera cuenta de ello. Si lo que estaba viviendo y experimentando era real, aquella gente, los Schwartz, tenían algo demasiado valioso como para creer en ello.
—¿Cómo lo hicisteis? —pregunté.
—Desde dentro —respondió el hombre, radiante—. Nosotros solo actuamos desde dentro. ¿Deseas seguir tu marcha ahora?
Era una pregunta absurda. Había estado muriéndome de sed en el desierto, un monstruo desamparado, y ellos me habían salvado la vida y curado mi deformidad. ¿Esperaban ahora enviarme de nuevo a través de la arena, como si fuera algún vagabundo que la intervención de ellos había retrasado?
—No —dije.
Permanecieron sentados, en silencio. ¿Qué esperaban? En Mueller, un hombre, ningún hombre aguardaba más de un minuto para invitar a un extranjero —particularmente a uno desamparado— a ir a su casa en busca de cobijo, a menos que pensara que el hombre era un enemigo, en cuyo caso le clavaba una flecha en la primera oportunidad.
Pero esa gente… Aguardaba.
Diferentes pueblos, diferentes costumbres.
—¿Puedo quedarme con vosotros? —pregunté.
Asintieron. Pero no dijeron nada más.
Empecé a impacientarme.
—Entonces, ¿me llevaréis a vuestra casa?
Se miraron mutuamente. Se encogieron de hombros.
—¿Qué quieres decir? —preguntaron.
Maldije mentalmente. Un lenguaje común a todo lo ancho del planeta.
No comprendían una palabra tan sencilla como casa.
—Casa —dije—. Hogar. Allá donde vivís.
Miraron de nuevo a su alrededor, y el portavoz dijo:
—Estamos viviendo ahora. No es necesario que vayamos a ningún lugar para vivir.
—¿Dónde os protegéis del sol?
—Por la noche, el sol se marcha —dijo el hombre, incrédulo.
Aquello no conducía a ninguna parte. Pero me sentía gratamente sorprendido de ser capaz de mantener físicamente una conversación con ellos. Seguía vivo… Me sentía completo y fuerte y con ánimos renovados para hablar, era evidente.
—Deseo quedarme con vosotros. No puedo vivir aquí en el desierto, solo.
Algunos de ellos —los que parecían mayores, pero ¿quién podía saberlo?— asintieron juiciosamente. Por supuesto, parecía que dijeran. Hay gente así.
—Soy extranjero en el desierto. No entiendo cómo infiernos puede alguien sobrevivir aquí, pero necesito ayuda. Quizá podáis llevarme hasta el borde del desierto. Hasta Sill, quizá. O hasta Wong.
Algunos se echaron a reír.
—Oh, no —dijo el portavoz—, preferimos no hacerlo. Pero puedes vivir con nosotros, y quedarte con nosotros, y aprender de nosotros, y ser uno de nosotros.
¿Y no acudir a las fronteras? Estupendo, por ahora. Estupendo, hasta que supiera cómo sobrevivir en aquel infierno donde ellos parecían sentirse tan cómodos. Y mientras tanto, me sentirían encantado de vivir con ellos y aprender de ellos… Puesto que la alternativa era morir.
—Sí —dije—, seré uno de vosotros.
—Bien —dijo el portavoz—. Te hemos examinado. Tienes buenos sesos.
Me sentí divertido y levemente ofendido. Era el producto de la más cuidada educación que la más civilizada de las Familias del oeste pudiera proporcionar, y aquellos salvajes habían examinado mi cerebro y dictaminado que era bueno.
—Gracias —murmuré—. ¿Y qué hay de la comida?
—Nuevamente se encogieron de hombros, desconcertados. Aquélla estaba siendo una larga noche.
—Hoy estoy contigo —dijo el muchacho que me había encontrado—. Me han dicho que te proporcione todo lo que necesites.
—Desayuno —dije.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Comida. Estoy hambriento.
Sacudió la cabeza.
—No. No lo estás.
Estuve a punto de arrancarle la cabeza por su impertinencia cuando me di cuenta de que, pese a no haber comido nada desde hacía casi dos días, no me sentía en absoluto hambriento. Así que me propuse no profundizar en la cuestión. El sol volvía a arder, aunque apenas había amanecido. Mi piel, que era muy blanca y se quemaba fácilmente al principio de cada verano, tenía ahora un tono tostado y capaz de recibir los rayos directos del sol. Y mi cuerpo volvía a ser el que correspondía que fuera.
Me puse en pie de un salto (¿había sentido alguna vez esa sensación de bienestar al levantarme?) y me dejé caer de la roca donde había dormido a la arena de abajo, gritando. Eché a correr en un amplio círculo, luego di una desgarbada voltereta en la arena, y me quedé tendido en ella de espaldas.
El muchacho se echó a reír.
—¡Tu nombre! —grité—. ¿Cuál es tu nombre?
—Helmut —respondió.
—¡Y el mío, Lanik! —dije.
Él sonrió ampliamente, luego saltó también a la arena y corrió hacia mí. Se detuvo a poco menos de un metro de distancia, y yo adelanté una mano para agarrarlo. No estoy acostumbrado a que los hombres anticipen mis ataques, pero Helmut saltó en el aire la fracción precisa al centímetro como para hacerme fallar la presa. Luego cayó ligeramente sobre mí, golpeándome en la cadera con ambos pies antes de que yo pudiera reaccionar.
—Un chico rápido, ¿eh? —dije.
—Un chico anquilosado, ¿eh? —respondió.
Y salté contra él. Esta vez me dejó luchar, y forcejeamos durante unos quince minutos o así, con mi peso y fuerza impidiéndole inmovilizarme, con su rapidez manteniéndolo lejos de mis presas cuando conseguía hacer alguna finta que nadie antes había sido capaz de resistir.
—¿Dejamos la pelea? —preguntó.
—Me gustaría tenerte en mi ejército —dije.
—¿Qué es un ejército?
En mi mundo, hasta entonces al menos, aquello era como preguntar: «¿Qué es el sol?».
—¿Pero qué es eso? —pregunté—. No sabéis nada acerca de comida, de desayuno, de ejércitos…
—Nosotros no somos civilizados —dijo. Luego exhibió una rápida y amplia sonrisa y se alejó corriendo.
Yo había hecho lo mismo cuando niño, obligando a mis preceptores, adiestradores y maestros a perseguirme por donde yo quería. Ahora era yo el perseguidor, y eché a correr tras él trepando colinas de roca y deslizándome por las laderas de las dunas de arena. El sol ardía y estaba empapado de sudor cuando finalmente corrí contorneando una roca que él había pasado hacía apenas un momento, y él saltó sobre mis hombros desde arriba.
—¡Arre, caballo! ¡Arre! —gritó.
Lo agarré y me lo saqué de encima… Era más ligero de lo que indicaba su tamaño.
—Caballos —dije—. ¿Conoces los caballos?
Se encogió de hombros.
—Sé que la gente civilizada conduce caballos. ¿Qué es un caballo?
—¿Qué es una roca? —respondí, exasperado.
—Vida —respondió.
—¿Qué clase de respuesta es ésa? ¡La roca es algo muerto inanimado!
Su rostro se ensombreció.
—Me dijeron que eras un niño, y que por eso yo, que elegí ser un niño, debía enseñarte. Pero eres demasiado estúpido como para ser un niño.
No estoy acostumbrado a que me llamen estúpido. Pero en los últimos meses había tenido muchas razones para darme cuenta de que no podía esperar ser tratado siempre como el mejor soldado de Mueller, y me guardé la lengua. Además, él había dicho elegí.
—Enséñame, entonces —dije.
—Empecemos con la roca —dijo de inmediato, como si solamente pudiera enseñarme cuando yo se lo pidiera. Pasó delicadamente su dedo por la superficie de la roca—. La roca vive —dijo.
—Ajá —respondí.
—Nosotros permanecemos sobre su piel —continuó—. Debajo de nosotros bulle con sangre caliente, como un hombre. Aquí, en su piel, es seca. Como un hombre. Pero es bondadosa, y hará bien al hombre, si el hombre simplemente le habla.
De nuevo la religión. Excepto que —y aquello me machacaba constantemente, pese a mis intentos por alejarlo de mi mente— ellos me habían curado.
—¿Cómo… ehm, le habláis a la roca? —pregunté.
—La mantenemos en nuestra mente. Y si ella sabe que no somos asesinos de rocas, nos ayudará.
—Muéstramelo —dije.
—¿… que te muestre qué?
—Cómo hablas con la roca.
Sacudió la cabeza.
—No puedo mostrártelo, Lanik. Debes hacerlo tú mismo.
Me imaginé a mí mismo en una animada conversación con un guijarro, y rápidamente enviado a una casa de orates. La realidad era aún demasiado incierta como para sostenerme, y me pregunté si no sería yo quien estaba oyendo mal, en vez de ser él quien estaba hablando sin sentido.
—No sé cómo.
—Ya lo sé —dijo, asintiendo animosamente.
—¿Qué ocurre cuando tú le hablas a la roca? —pregunté.
—Ella escucha. Ella responde.
—¿Qué es lo que dice?
—No puede ser dicho a través de la boca.
Aquello no me conducía a ninguna parte. Era como un juego. Nada se podía hacer por mí a menos que yo lo pidiera, e incluso entonces, si no lo pedía de la manera correcta, no lo obtenía. Como la comida… Solo inmediatamente después de haber pensado en ella me di cuenta de que ya no estaba hambriento.
—Escucha, Helmut. ¿Qué tipo de cosas hace la roca?
Sonrió.
—¿Qué puede necesitar un hombre de una roca?
—Un camino para subir a un risco alto —dije, tomando lo primero que me vino a la mente. La escarpada pared de roca que había frente a nosotros era formidable… Antes ya me había preguntado cómo había conseguido Helmut escalarla.
Se puso a mirar la roca intensamente, como había estado mirando a la arena cuando me había encontrado con él la primera vez. Mientras lo observaba, oí un débil ruido, como un susurro. Miré a mi alrededor; la arena estaba brotando de un pequeño hueco en la pared rocosa, en un lugar donde no había habido antes ningún hueco.
El flujo de arena paró. Avancé y acabé de quitar la arena del hueco, puse los pies en él y me icé. Extendi la mano hacia arriba, pero no pude encontrar ningún asidero sobre mí.
—No te muevas —dijo el muchacho, y de pronto la arena empezó a caer por entre mis dedos, y se formó un hueco. Era como si un centenar de pequeñas arañas hubieran brotado repentinamente de la roca, y retiré mi mano y sacudí la arena de ella. Helmut chasqueó la lengua.
—No. Debes trepar. No rechaces el regalo.
Lo decía seriamente. Así que trepé, mientras nuevas agarraderas y huecos para los pies iban apareciendo ahí donde los necesitaba, hasta llegar arriba.
Me senté, sin aliento, no por la subida sino porque aquello me parecía pura magia. Helmut estaba de pie abajo, mirándome. Yo no estaba preparado para volver a bajar. Mis manos temblaban.
—¡Sube! —grité.
Él no utilizó mis huecos. En vez de eso se dirigió hacia la cara donde el risco era liso y sin accidentes, y trepó rápidamente. Sus pies apenas tocaban la roca, apenas sí sus rodillas y manos. Me incliné sobre el borde para observarlo, y sentí un terrible vértigo, como si la gravedad se hubiera trastocado y él se hallara al nivel del suelo mientras yo trepaba increíblemente a un risco.
—¿Qué es este lugar? —pregunté, apenas susurrando, cuando él llegó a la cima y se sentó a mi lado—. ¿Qué clase de gente sois vosotros?
—Somos salvajes —dijo—, y esto es el desierto.
—¡No! —grité—. ¡Nada de evasivas! ¡Sabes lo que te estoy preguntando! ¡Hacéis cosas que los seres humanos no pueden hacer!
—Nosotros no matamos —dijo.
—Eso no explica nada.
—Nosotros no matamos animales —dijo—. No matamos plantas. No matamos rocas. No matamos agua. Dejamos vivir a todo lo que vive, y ellos también nos dejan vivos a nosotros. Somos salvajes.
—¿Cómo podrías matar a una roca?
—Cortándola —dijo; pareció estremecerse.
—La roca es más bien firme —respondí, sintiéndome de nuevo superior—. No siente dolor, tengo entendido.
—La roca está viva —dijo—, desde la piel a su profundo corazón. Aquí en la superficie nos sostiene a nosotros. Algo de su piel cambia y se pela como la nuestra, en arena y guijarros y piedras. Pero sigue formando parte de ella. Cuando los hombres cortan la roca, sin embargo, las cosas ya no ocurren como deberían; los hombres toman la roca y hacen falsas montañas con ella, y esa roca muere. Ya no forma parte del resto. Queda perdida hasta que, a lo largo de los siglos, puede desmenuzarla de nuevo y convertirla en arena. Ella podría mataros a todos, simplemente estornudando —dijo Helmut, irritado—, pero no lo hace. Porque respeta incluso a la vida maligna. Incluso a la vida civilizada.
Helmut no sonaba como un niño.
—Pero puede matar —dijo Helmut—, si la necesidad es grande y el momento correcto. Cuando los hombres civilizados de Sill decidieron apoderarse de este desierto vinieron con ejércitos para matarnos. Había muchas mujeres viviendo aquí, las pacíficas durmientes, y los hombres de Sill las mataron. Así que reunimos un consejo, Lanik, y le hablamos a la roca, y ella estuvo de acuerdo con nosotros de que era el momento de la justicia.
Hizo una pausa.
—¿Y? —urgí.
—Y entonces se los tragó.
Imaginé a los jinetes de Sill por el desierto, descubriendo repentinamente que los granos de arena se agitaban y hundían debajo de ellos, sus caballos pateando en el intento de hacer un imposible pie. Y la arena cerrándose sobre sus cabezas mientras ellos gritaban y se ahogaban en la arena y tragaban arena y eran tragados por la arena hasta que sus huesos quedaban mondos.
—Sill no ha vuelto a enviar jamás un ejército al desierto —dijo Helmut—. Fue entonces cuando supimos que éramos salvajes. Los hombres civilizados no valoran a las rocas por encima de los hombres. Pero los salvajes no matan a las mujeres dormidas, ¿verdad?
—¿Es cierto todo esto? —pregunté.
—¿Has trepado a este risco?
Me tendí de espaldas y miré el cielo azul, por donde no pasaba ninguna nube.
—¿Pero cómo? ¿Cómo supisteis vosotros la manera de comunicaros con la roca…? —no pude terminar; sonaba estúpido.
—Estás avergonzado —dijo.
—Malditamente cierto —respondí.
—Eres un niño. Pero es muy fácil hablarle a una roca. Es tan sencillo… La roca es grande. Tan grande que puedes captarla fácilmente. Nuestros niños eran los primeros en aprenderlo.
—¿… eran?
—Cuando teníamos niños. Ahora que nadie muere, ¿para qué aumentar nuestro número? No lo necesitamos. Y algunos de nosotros han elegido ser niños para siempre, de modo que los más viejos puedan divertirse con ellos, y también porque nos gusta más jugar que hundimos en profundos pensamientos.
Si alguien me hubiera dicho algo así mientras yo estaba a buen recaudo en el castillo de Mueller, me habría echado a reír. Me habría burlado de eso. Habría empleado al hombre que me lo hubiera dicho como payaso. Pero había trepado el risco. Había bebido agua. Mi cuerpo estaba curado.
—Enséñame, Helmut —dije—. Deseo hablarle a la roca.
—El carbono es sutil —dijo—. Se fija a todo y construye extrañas cadenas. Es más blando que la roca, pero puede generar pequeñas vidas donde la roca solo puede vivir como bola que gira en tomo a un sol. Es difícil hablarle al carbono. Se necesitan muchas voces para ser oído por una piedra tan sutil.
—Pero tú me hablaste a mí…
—Hallamos el lugar donde residía la equivocación. Era en nuestras cadenas más largas, y les enseñamos a disponerse de forma distinta, de tal modo que curen solo lo que resulte dañado o se haya perdido, y no lo que aún está completo. Al principio pensamos que tú eras como nosotros, porque tus cadenas eran diferentes. Nosotros. Nosotros no tenemos esta capacidad de curar en nuestros cuerpos; debemos curar cada rasguño, uno a uno. Nos gustó lo que vosotros conseguisteis, así que efectuamos un intercambio; ahora todos nosotros podemos curarnos como tú.
Aquello era demasiado para el secreto de Mueller, pensé.
—¿Por qué no lo hicisteis antes?
—No tocamos mucho las cadenas de carbono. Son sutiles. Pueden causar problemas. Solo hacemos unos pocos cambios. Pero para pagarte por el cambio curador que nos proporcionaste, te proporcionamos el cambio de vida.
Ya estaba casi oscuro, y seguíamos perchados en el pilar de roca, con la escarpadura como única salida a la arena de abajo.
—¿Qué es el cambio de vida? —pregunté.
—Los hombres civilizados matan porque tienen que vivir. Para obtener energía, deben comer plantas o matar animales. Con el matar convertido en algo tan común, no tienen en absoluto ningún respeto por la vida.
—¿Y qué es lo que vosotros hacéis?
—Nosotros somos salvajes. Tomamos nuestra energía de la misma fuente que las plantas —y señaló hacia donde el sol brillaba aún tras las montañas del oeste.
—Del sol…
—Por eso no sientes hambre —dijo él.
Siguió hablando en la oscuridad, y supe lo que Schwartz había conseguido: un geólogo, en un paraíso para geólogos, y sus hijos tras él, con un profundo respeto hacia la roca, y un conocimiento y una comprensión cada vez más profunda de ella, despertaron aquella parte de sus mentes que podía aprehender las estructuras y cambiarlas en toda materia… El lenguaje era místico, pero no un misterio. Comprendían incluso el ADN de una forma en que los expertos de Mueller aún estaban lejos. Y sin embargo el precio de su conocimiento era el salvajismo. No podían utilizar instrumentos ni construir casas, ni escribir un lenguaje. Si todos ellos murieran y los arqueólogos llegaran a aquel desierto, no hallarían más que cadáveres, y se maravillarían de que unos animales con forma humana hubieran podido hallarse tan desprovistos de inteligencia.
—¿Cómo puedo aprender a hablarle a una roca? —pregunté.
La voz de Helmut llegó desde la oscuridad.
—Debes saltar de este risco a la oscuridad.
Hablaba en serio. Pero aquello era imposible.
—Me mataré.
—Ha ocurrido algunas veces —dijo Helmut. ¿Se estaba burlando? No alcanzaba a ver su rostro—. Pero debes hacerlo pronto. Disidencia está ya por elevarse, dentro de unos minutos.
—¿En qué matarme a mi mismo me ayudará a hablar con la roca? —intenté hacer un chiste de la cuestión; Helmut estaba demasiado serio.
—Tú has matado, Lanik —dijo—. Debes someterte a juicio para saber si eres considerado inocente de toda malicia. Si la arena te recibe suavemente, la roca se te dará a conocer.
—Pero…
No pude decir que tenía miedo porque no estaba seguro, incluso entonces, de si creía completamente en todo aquello; porque no estaba seguro de ser inocente de toda malicia. Había gozado con la idea de la guerra, y aunque nunca había matado a un hombre en la batalla, había aprobado las estrategias de mi padre y suspirado por llegar a ser su sucesor y superar sus logros. ¿Estaba aún todo aquello en mi corazón? Y aunque había intentado no matar, dos hombres muertos en un camino en Allison y el cuerpo de un soldado entre los árboles de Nkumai y el cadáver de mi asesino frustrado en un barco de Singer y el cuerpo de mi propio desventurado doble testifican que yo era capaz de asesinar, o al menos de matar. ¿Cuáles eran mis instintos?
Helmut completó su instancia:
—Debo indicarte que no hay otra forma de bajar de esta torre de roca.
—¿Y los asideros?
—No te sostendrán. Han desaparecido. Debes saltar, o quedarte aquí para siempre. Y si esperas y no saltas a la oscuridad antes de que Disidencia aparezca, tu salto se traducirá inevitablemente en tu muerte.
—No me dejas muchas alternativas, ¿cierto, muchacho? —me sentía irritado… Había sido atrapado.
—Soy un muchacho en espíritu, Lanik. Pero era ya viejo cuando el padre de tu abuelo aprendió a no orinar en el agua potable de la familia. Y te diré que creo que, si saltas, la arena te recibirá. Pero tienes que confiar en ti mismo, tanto como para saltar. Si sabes que eres un asesino, entonces será mejor que te quedes aquí. No te morirás de hambre.
Me puse en pie. Sabía que el borde de la torre estaba a unos pocos metros en cualquier dirección. Pero no conseguí dar un paso.
—Lanik —susurró Helmut, y su voz era de nuevo joven e inocente—. Lanik, creo que la arena te recibirá —y una fría y amistosa mano me sujetó por la cara interna de mi muslo mientras me ponía frente al borde, temblando por lo que debía hacer—. Deseo que la arena te reciba.
—Yo también —dije.
—Entonces salta mientras aún está oscuro.
Y retiró su mano, y yo caminé envaradamente hacia el borde, y repentinamente uno de mis pies estuvo en el aire, y yo ya no estaba en Schwartz, estaba en Nkumai y había dado un paso en falso en la oscuridad y ahora estaba cayendo, interminablemente, entre los silenciosos árboles y todo lo demás era un sueño, todos aquellos meses habían sido un sueño y había caído en Nkumai e iba a la muerte y me negué a gritar pero dejé que el viento me embistiera y me hiciera girar en el aire mientras el estómago se me subía a la garganta y la vejiga se me relajaba y la muerte era un millar de cuchillos debajo de mí, en el suelo, que me triturarían y despedazarían cuando los tocara. Y entonces aterricé en el suave abrazo de la arena, que mansamente se abrió y se apartó y giró a mi alrededor, chapoteó cálidamente a mi alrededor, y se cerró sobre mi cabeza. Y allí, en el abrazo de la arena, sentí el palpitante corazón de la tierra, sentí el ritmo de las corrientes de roca hirviendo debajo, y oí en el más oculto rincón de mis oídos una extraña canción de eones de inquietante tormento, intentando descubrir una forma cómoda de asentarme ahí abajo y dormir, mientras los continentes danzaban arriba y abajo en mi piel y los océanos se congelaban y caían. Y mientras oía la canción de la danza principal, podía oír también las pequeñas melodías de la arena removida y las piedras cayendo y el suelo horadado. Oí la agonía de la roca siendo cortada y despedazada en miles de lugares en la superficie de mi piel, y lloré por los miles de muertes de la piedra y el suelo y las plantas que se aferraban tenuemente a la vida entre la piedra y el suelo.
Los ejércitos retumbaban en mi piel. La muerte en cada corazón, con los árboles muertos tallados para construir instrumentos con los cuales causar más muertes. Solo las voces de los hombres eran más fuertes que las voces de los árboles, y mientras que el trigo suspiraba al morir, el grito de la muerte de la mente de un hombre es el grito más fuerte que la tierra pueda oír. Sentí que la sangre me empapaba la piel, y dejé de llorar; deseé morir, verme libre de aquel grito incesante.
Grité.
Y la arena se filtró en mis oídos y se deslizó entre mis piernas, y mientras se apretaba contra mi rostro me separé de mi propio yo cuyos oídos habían oído por mí, y le pedí (sin palabras, puesto que no hay boca que pueda articular ese lenguaje) a la arena que me subiera a la superficie.
Emergí en medio de la cálida arena que se abría sobre mí. Extendí los brazos y las piernas sobre la superficie de la arena que me sostuvo. Había caído, al parecer, desde el pináculo de roca hasta el corazón de la tierra, y ahora costeaba su superficie, flotaba en las inmóviles olas de arena.
Sonreí, y Helmut se inclinó sobre mí, también sonriendo.
—¿Ha cantado para ti?
Asentí.
—Y te ha considerado limpio…
—O me ha limpiado —dije, y me estremecí al recordar los gritos de los agonizantes. Miré hacia la torre de roca de donde había caído. No tenía más de dos metros de altura.
Abrí bien los ojos, y Helmut se echó a reír.
—La hemos elevado —dijo—. Y si no hubieras saltado, la habríamos partido y habríamos dejado que cayeras.
—Una gente divertida —dije, pero me sentía demasiado saturado como para amargarme, y no me sorprendí cuando Helmut se arrodilló y tocó mi pecho y luego me abrazó. Lloró sobre mi piel, y el llanto formó gotas que se evaporaron rápidamente.
—Te quiero —susurró—, y estoy contento de que hayas sido recibido.
—Yo también —dije, y nos dormimos, con su fría piel apretada contra la mía como la arena la había apretado, sin excitación ni satisfacción sino como expresión de algo; y mientras dormíamos soñamos juntos, y aprendí la auténtica voz de Helmut, y lo amé.
Habría podido quedarme en Schwartz para siempre. Lo deseaba. Ellos deseaban que lo hiciera. Aprendí rápidamente, y aunque habían reparado los signos más obvios de mi regeneración radical, mi cuerpo seguía determinado a ser algo fuera de lo común. Hay una parte del cerebro que contiene las funciones que permiten a los Schwartz hablarle a la piedra; mientras aprendía a utilizarla, mi cuerpo la desarrolló, la dejó crecer. Mi cráneo se hinchó un poco hacia arriba y por detrás de las orejas para hacer sitio, y el portavoz me dijo finalmente:
—Ahora está más allá de nosotros.
Me sentí sorprendido.
—Vosotros hacéis cosas que yo no puedo ni soñar en hacer.
—Juntos —dijo—. Aislados no somos tan fuertes como tú.
—Entonces, haceros vosotros mismos como soy yo.
—Hay secretos que las cadenas de carbono pueden mantener ocultos incluso para nosotros.
De modo que así estaban las cosas… Pero no se me ocurrió pensar, a lo largo de varias semanas, que aquello me daba una ventaja que podía permitirme ser libre. Por la simple razón de que no deseaba ser libre.
Pero cuando le hablé a la roca, aprendí muchas cosas que me devolvieron a mi mismo. Las guerras proseguían, y al mismo tiempo que aprendía a soportar la agonía de muchas muertes, aprendí también a estudiar las guerras y ver dónde se estaban librando las batallas. Cuando le hablé a la roca, la piel de la tierra se convirtió en mi piel, y aprendí a sentir de dónde procedían los gritos. Y las batallas se producían al principio en la llanura entre Allison y las fuentes del río Rebelde, llamadas Río de Janeiro. Luego las batallas se trasladaron al país montañoso de Robles, y hacia el noroeste, en dirección a la confluencia del Myron y el Rebelde, donde el río Rebelde deja de ser llamado Swoop y empieza a ser llamado Mueller. Y luego la guerra estuvo en Wizer, un territorio que mi padre había conquistado, y aquello significaba que los nkumaios lo habían barrido todo y se hallaban a las puertas de Mueller.
Ya no importaba que ahora supiera el secreto del hierro de Nkumai. No importaba que mi padre me hubiera enviado lejos y mi hermano Dinte deseara matarme. Ya no era un regenerativo radical, y era dos veces más soldado que mi padre y mucho mejor general que Dinte. Me necesitaban, si mi Familia debía resistir.
En el primer momento la idea de ir a la guerra me resultó repugnante, pero la necesidad que tenía mi Familia de mí me desgarraba, y empecé a preguntarle a la roca. Le pregunté si una vida podía ser más importante que otra, y la roca dijo no. Le pregunté si era correcto dar fin a una vida si, haciéndolo, muchas otras podían ser salvadas. La roca dijo sí. Y pregunté si lealtad significaba algo para las fuerzas del universo, y la roca lloró.
¿Lealtad? ¿Qué otra cosa sino lealtad hacía que la roca respondiera a la llamada de los Schwartz? La tierra comprendía la verdad, y pregunté si obraría bien al regresar y ponerme a la cabeza de mi Familia. Y la roca dijo sí.
Aquella conversación no fue producto de una noche de sueño bajo la arena, sin embargo. Tomó varias noches y varios sueños, y pasaron los meses antes de que yo supiera que podía, que debía volver a casa.
—No puedes volver a casa —dijo el portavoz.
—La roca me ha hablado y me ha dicho que debo ir.
—La roca te ha dicho que era bueno para ti. Bueno para tu familia. Pero no bueno para nosotros.
—Bueno para la tierra.
—La sangre empapa la tierra del mismo modo, sea quien fuese el que maneje los utensilios civilizados —dijo el portavoz—. Si puedes ir, estará bien. Pero yo no puedo dejarte ir, nosotros no podemos dejarte ir. Has tomado todo lo que podemos enseñar y ahora puedes utilizarlo para destruir y matar en nombre de la lealtad.
—Juro que jamás utilizaré lo que me habéis enseñado para matar.
—Si matas, usarás lo que te enseñamos.
—Nunca.
—Porque cada hombre que muera a tus manos gritará en tu alma para siempre, Lanik.
Aquello fue algo que me hizo pensar.
Pero cuando la batalla se trasladó a las tierras bajas de Cramer, a menos de trescientos kilómetros de Mueller-sobre-el-Río, la capital, no pude esperar más tiempo. Helmut y yo estábamos jugando en las cimas de una cadena de montañas parecidas a un cuchillo, haciendo acrobacias a mil metros sobre la arena, cuando aparté la roca de debajo de él y cayó.
La roca lo recogió en una cornisa a cien metros por debajo de mi y muy arriba sobre el nivel del desierto.
—¡Bastardo! —me gritó.
—¡Tenía que hacerlo! —le respondí—. ¡Si avisas al consejo, ellos pueden detenerme!
—¡Dijiste que me querías!
Era cierto. Lo es aún. Pero no dije nada. Él intentó trepar por la roca. Pero prohibí a la roca darle apoyo, y yo era más fuerte. Intento hacer asideros en la roca. Pero yo era más fuerte. Intentó arrojarse de la cornisa a la arena de abajo, pero la roca no le permitió saltar porque yo le había dicho que así lo hiciera. Yo era más fuerte.
La cadena montañosa apuntaba al noroeste, y yo puse rumbo al noroeste. Cuando terminó, descendí hasta la arena, y corrí todo el día y toda la noche, prohibiéndole a mi cuerpo dormir. Yo iba más rápido de los que pudiera ir cualquier Schwartz, puesto que ninguno de ellos era más rápido que yo, ningún perseguidor podía alcanzarme.
Me tomo ocho días (y dormí mientras corría, pues aunque mi cuerpo no necesitaba el descanso, mi mente sí), y alcancé un lugar donde las nubes se amontonaban en el cielo y donde ocasionales matojos de hierba brotaban de las hendiduras en la roca, y estaba fuera de Schwartz. Habría tenido que sentirme aliviado, y estaba contento de ver algo verde en lugar de los interminables amarillos y grises y sienas del desierto, pero lamenté irme de allí, tanto que me detuve y me di la vuelta y casi estuve a punto de regresar.
Recordé el rostro de mi padre. Lo recordé cuando dijo: «Lanik, le pediría a Dios que haya algo que yo pudiese hacer». Oí su voz implorar: «El cuerpo está arruinado. ¿Podrá la mente seguir sirviéndome? ¿Podrá el hombre seguir amando a su padre?».
Sí, maldito bastardo hambriento de tierras, pensé. Debes enfrentarte a algo que no puedes vencer. Iré. Estoy yendo.
Y de nuevo me di la vuelta en dirección al norte, hacia las tierras altas de Sill.
El país había sido devastado por la guerra.
Los campos incendiados se veían acentuados por los esqueletos de las casas y montones de cenizas que habían sido antes humildes chozas. Anduve a través de kilómetros de ruinas, en lo que nunca había sido más que una tierra agrícola marginal, allí, tan cerca del desierto. ¿Para qué podía servir aquella destrucción? No había grandes objetivos militares por las cercanías. Todo lo que podía lograr aquello era que la gente se muriese de hambre.
Pero yo conocía al pueblo de Nkumai (tanto como podía conocerlo alguien a través de su interminable entretejido de mentiras), y una destrucción tal no estaba en su naturaleza, la naturaleza de una gente que se detenía al borde de sus casas en los árboles y le cantaba a la mañana. Aun su interminable y compleja burocracia y la hipócrita negativa de que compraban Y vendían en busca de un beneficio… Eran más bien síntomas de buenas intenciones que de una corrupción profundamente enraizada. E incluso la codicia habría mantenido aquellos campos intactos. Tan solo el odio ciego y vicioso podía hacer que alguien deseara destruir a la gente de un país en vez de conquistarla. ¿Y quién podía odiar a la simple gente de Sill? Mi padre los había dejado de lado, aunque había conquistado a sus dos vecinos más próximos, debido a que, pese a toda su estrepitosa vida ciudadana y su jactanciosa política exterior, eran inofensivos.
Cuanto más avanzaba, más colérico me sentía.
Finalmente alcancé una región regada por ríos y regadíos; allí había gente trabajando en reconstruir los canales. También se edificaban nuevas casas, albergues provisionales para protegerse de la lluvia. Había perdido la orientación de las estaciones, pero… Las lluvias debían de estar próximas.
De pronto reparé en que iba desnudo, y que la desnudez estaba mal considerada en aquella parte del mundo. La idea de vestirme me pareció extraña… Había ido sin ropas durante un año, como mínimo, desde que cayera en la red para pájaros en Nkumai. ¿Pero dónde puede conseguir ropas un hombre que no posee ni amigos ni dinero, y que ve que la gente se lo queda mirando y lo evita cuando se da cuenta de que se dirige hacia ella?
El problema fue resuelto por mí Me dormí, esta vez tanto en cuerpo como en mente, sobre la hierba que crecía a la orilla del río Wong, y cuando me desperté había tres mujeres mirándome. Me moví lentamente, a fin de no alarmarlas.
—Saludos —dije, y ellas inclinaron la cabeza. Demasiado como conversación, pensé—. No quiero haceros daño…
Inclinaron de nuevo la cabeza.
—Lo sabemos.
Supuse que en mi desvestida condición no era un secreto que no me hallaba en las mejores condiciones para intentar violar a nadie. No se me ocurría qué decir a continuación, excepto el obvio:
—Necesito ropas.
Se miraron mutuamente, asombradas.
—No tengo dinero —agregué—, pero puedo prometeros que os pagaré dentro de un mes.
—Entonces no eres el Hombre Desnudo —murmuró una.
—¿Solo hay uno? —pregunté.
—Anda cruzando los campos procedente del desierto. Algunos dicen que se vengará de nuestros enemigos.
Así que había sido observado, y la noticia se había extendido. No era en absoluto extraño que aquella gente se aferrara a lo misterioso y buscara en ello una solución a sus problemas.
—Lo soy —dije—. Vengo de Schwartz. Voy tras del ejército que ha hecho todo esto.
—¿Los matarás? —susurró la más joven, que estaba a punto de dar a luz.
—Les impediré que sigan matando —prometí, pensando en si realmente podría—. Pero mientras tanto, necesito ropas. Es tiempo de que me vista.
Asintieron y se fueron. No se apresuraron, pero pronto estuvieron fuera de mi vista. Me metí en el agua para esperarlas, y me divertí yaciendo en el fondo del río, observando los peces. Todo había sido arrasado por encima de la superficie del agua, pero en la lenta corriente del río Wong los peces no se daban cuenta de nada.
Me di cuenta de que llevaba mucho tiempo debajo del agua, emergí, y empecé a respirar de nuevo. Apenas había sacado la cabeza al aire cuando una mujer cerca de allí empezó a gritar, y sus gritos atrajeron a otros a la carrera. De nuevo me di cuenta de que había caído en la trampa de pensar y actuar como un Schwartz. Debía dejar de hacer cosas que la demás gente no pudiera realizar.
—Estaba ahí debajo durante todo ese tiempo —decía la mujer a la gente que se había reunido a su alrededor, y me miraba a cada momento mientras yo permanecía en el agua—. Yo llevo aquí una hora, toda una hora, y…
—Tonterías —dije—. No puedo haber estado ahí más de quince minutos.
Me miraron con respeto y admiración (y también con cierto temor), y la mujer encinta me tendió un puñado de ropas. Salí del agua y se quedaron mirándome como si esperaran algo insólito. Casi me eché a reír al recordar la forma en que los marineros del barco de Singer habían reaccionado ante mi aspecto antes dé que los Schwartz me curasen. Si me vieran ahora, en plena posesión del tipo de poder que los marineros tan solo habían imaginado que poseía antes… Y la forma en que aquella gente me miraba me recordó mi propio pudor acerca de la desnudez cuando era joven y me hallaba en Mueller.
Me vestí rápidamente, sin esperar a que mi piel y mi pelo se secaran.
—Gracias —dije cuando estuve vestido.
—Nos sentimos honrados —dijo un hombre que parecía ser una autoridad…, un hombre viejo. Y me di cuenta de que no había hombres en edad de portar armas.
—¿Todos vuestros hijos están en la guerra?
—Ya no hay guerra —dijo el hombre.
La mujer encinta asintió gravemente.
—Para Sill, ya no hay guerra.
—Ahora somos de Nkumai —dijo el hombre.
Los miré, y todos asintieron con la cabeza.
—De modo que así están las cosas, ¿eh? Entonces, ¿qué enemigo es el que deseáis que mate?
Permanecieron en silencio. Hasta que una mujer vieja gritó amargamente, con lágrimas en los ojos:
—¡A los de Nkumai! ¡Mata a los de Nkumai! ¡En nombre de Dios, si realmente posees algún poder…!
Y los demás apoyaron el grito:
—¡Mata a los de Nkumai! ¡Por nuestros hijos, por nuestros hogares, por nuestras tierras, mata a los diablos negros…!
Pude oír la canción de odio y muerte en sus corazones, y asentí suavemente y eché a andar.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó la mujer encinta a mis espaldas.
Me volví y le dije en voz alta:
—Lanik Mueller.
Los gritos y llantos se detuvieron. Parecieron aterrorizados. Silenciosamente, se alejaron de mí y regresaron a sus hogares. Excepto la mujer vieja, que escupió.
Ya solo, me pregunté qué podía haber en mi nombre que despertara una reacción de miedo tal que les hiciera marcharse. Había permanecido fuera de circulación durante un año, el transcurso de toda la guerra. De todos modos, aquel no era el momento de ponderar la cuestión. Eché a andar nuevamente hacia el norte, desviándome ligeramente al oeste, el camino de Mueller-sobre-el-Río.
Había zonas que los nkumaios habían respetado, lugares donde el verde era intenso y las cosechas serían ricas. Pero no vi a nadie al proseguir mi camino. ¿Se había esparcido la noticia ante mí? (¿Y cómo las historias del Hombre Desnudo se me habían adelantado, si yo viajaba durante todo el día y la mayor parte de la noche? Las historias acerca del Rumor como un pájaro malvado que vuela más rápido que el sonido debían de ser ciertas). Fuera lo que fuese lo que temían y odiaban de Lanik Mueller, los mantenía lejos de mi vista. Era bueno que el hambre no me royera (aunque cuando pasaba por los campos de trigo y los huertos, mi boca recordaba los viejos sabores y deseaba algo que comer, aunque no necesitara); nadie me ofrecía un bocado.
El río Sill estaba dos días tras de mí cuando vi a otra persona. O personas. Sentí el ruido de los cascos antes de verlos. Venían del norte. De Mueller. Y cuando estuvieron a la vista, reconocí el estandarte del Ejército del Este. El comandante debería ser Mancik, mi padrino. Pero Mancik no estaba con ellos, aunque sí estaba allí su estandarte; supe entonces que había muerto. Si hubiera tenido un cuchillo, le habría ofrecido mi aflicción, pero no tenía ningún arma, y tras unos instantes, otras cosas ocuparon mi mente.
No conocía al comandante, como tampoco conocía a los soldados que saltaron de sus caballos y me ataron. Lo permití en parte porque estaba confundido y en parte porque me superaban en número. Hay un límite al número de partes corporales que incluso un regenerativo radical reformado puede renovar. Y parecían deseosos de hacerme pedazos.
—Tengo órdenes de conducirte vivo a la capital —dijo el comandante.
—Entonces no voy a impedírtelo —respondí—. Es allá hacia donde me dirijo.
Pareció que eso los enfureció. Dos soldados me golpearon a la vez, y durante un instante quedé aturdido.
—Soy Lanik Mueller —dije, escupiendo mis palabras—, ¡y no estoy dispuesto a ser tratado así!
El comandante me miró fríamente.
—Tras la forma en que has tratado a este país, cualquier forma en que te tratemos será demasiado buena para lo que te mereces —y por un momento miró tristemente a los devastados campos de su alrededor.
—Yo no he hecho esto —dije, perplejo de que él pudiera creer que yo fuera el responsable.
—De todos los traidores que han vivido nunca, Lanik Mueller, debe haber un lugar especial en el infierno reservado para ti.
—He estado en el infierno —dije—. Era un lugar mucho más agradable que éste.
Y entonces dejaron de conversar conmigo, me colocaron sobre una silla, ataron mis piernas a los estribos, y me dejaron que mantuviera el equilibrio como mejor pudiera con los brazos atados sobre un caballo al galope. Condujeron locamente a través de los campos, como si esperaran (y estoy seguro de que lo hacían) que mi caballo me tirara, me pateara, me aplastara sobre las cenizas que antes habían sido cultivos.
Duras botas de cuero resonaron en las paredes de piedra del palacio de mi padre, y fui arrastrado brutalmente y arrojado al suelo. Había visto aquella escena antes, pero desde otro punto de vista, cuando los hombres acusados de traición eran preparados para el juicio. Sabía que el juicio era una mera formalidad. La acusación era tan seria que nunca era formulada a menos que la culpabilidad estuviera bien demostrada.
Pero mis pensamientos seguían su propio camino. Mientras me arrastraban por los corredores y me conducían a la pequeña celda donde estaba reunido el tribunal, no había dejado de mirar la piedra muerta de las paredes. Y pude darme cuenta de cuánta muerte había costado aquel lugar a la tierra. Si le decía a cualquiera cuánto, me tomarían por loco. ¿Piedra viviente? Pero hablé mentalmente y canté la canción de la roca, y sentí las resonancias. Muy lejos debajo del castillo, las piedras escuchaban. Las piedras vivientes oirían, sabrían, si mi sangre era derramada.
El castigo por traición es el descuartizamiento del culpable, vivo. Si se trata de una mujer, antes es decapitada. Es espantoso, pero siempre había pensado en ello como una excelente forma de persuasión.
Me levanté del suelo y me puse en pie.
—¡De rodillas! —gritó Harkint, el capitán de la Guardia (acostumbrábamos a hacer carreras con los caballos por las calles de la ciudad). Me volví hacia él y dije fríamente, porque los juicios, como la mayor parte de la vida real, son teatrales, y no podía hacer otra cosa que no fuera representar mi papel:
—Soy de la realeza, Harkint, y permanezco de pie ante el trono.
Aquello lo apaciguó, y entonces el tribunal inició el imperturbable rito de odio y miedo. ¿Qué había hecho yo…, o qué pensaban ellos que había hecho?
Mi padre parecía muy viejo. Por él era que había regresado. Parecía cansado y con el corazón enfermo, y dijo:
—Lanik Mueller, hay poco que discutir en un juicio. Tú sabes y nosotros sabemos por qué estás aquí. Eres culpable, así que terminemos de una vez con este despreciable asunto.
No me gustaba en absoluto morir sin saber por qué (y cada retraso era una promesa de vida), así que dije:
—Es mi derecho escuchar los cargos que hay contra mí.
—Si los relacionamos todos —dijo mi padre—, no podría contener a la gente que hay aquí para que no te matara.
—Intenta un breve resumen, entonces.
—Breve —dijo mi padre, y el viejo Swee leyó con una voz resonante:
—Los crímenes de Lanik Mueller: conducir los ejércitos de Nkumai a la batalla contra los ejércitos de Mueller. Destruir los campos y casas de los ciudadanos de Mueller y Familias dependientes. Traicionar el secreto de la regeneración de tal modo que nuestros enemigos despedazaran esta vez los cuerpos de nuestros soldados en el campo de batalla, para que murieran. Complotar para anular la sucesión y apartar al heredero legítimo del trono —Swee parecía amargado, y el tribunal reunido murmuraba ultrajado a medida que cada cargo era leído.
—No he hecho nada de eso —dije, mirando a mi padre directamente a los ojos.
—Has sido visto por un millar de testigos —dijo mi padre.
Un soldado avanzó un colérico paso.
—¡Yo mismo te vi, cuando me cortaste ambos brazos y me hiciste venir hasta aquí para decirle al Mueller que planeabas beber su sangre!
¿… que yo hice qué?
—Otros que te conocen te vieron conduciendo los ejércitos de Nkumai.
—Ya hemos oído suficiente. Eres culpable, y te sentencio a…
—¡No! —grité—. ¡Tengo derecho a hablar!
—¡Un traidor no tiene derechos! —gritó un soldado.
—¡Soy inocente!
—¡Si tú eres inocente —gritó mi padre—, todas las putas de Mueller son vírgenes!
—¡Tengo derecho a ser oído, y voy a hablar!
Entonces callaron, y yo intente expresar mis ideas y explicaciones tal como acudían a mi mente, puesto que iba recordando las cosas y poniéndolas en orden a medida que hablaba, sonaba como si estuviera construyendo una historia. Pero, en la forma en que mejor supe, les dije la verdad.
Les dije que había llegado a Nkumai, pero que mi subterfugio había sido descubierto unos momentos más tarde de que yo descubriera el secreto de lo que vendían para obtener su hierro. Les conté mi escapada, el destripamiento, y el eco de mí mismo que había sido regenerado de mis propias entrañas. Describí mi confinamiento en un barco de Singer y cómo los Schwartz me habían curado (no dije nada de cómo, ni lo que había aprendido), y cómo había regresado tan pronto como me fue posible para advertir a mi padre del peligro.
En cuanto a la persona que proclamaba ser yo y engañaba a todos respecto a su identidad, sólo podía suponer que se trataba de mi doble; no había muerto, sino que había sido encontrado por los nkumaios.
—Fui descuidado. Debí haber destruido el cuerpo. Pero en aquellos momentos no pensaba claramente, y la mayoría de los Mueller habría muerto de aquellas heridas —lo habrán adiestrado, supuse; sin duda había heredado todas mis habilidades innatas. No era extraño que la gente creyera que era Lanik Mueller… De acuerdo con los genes, lo era.
Cuando hube explicado todo lo que creía que podía explicar, dejé de hablar.
¿Qué efecto produjo mi explicación? Muy poco. La mayoría de la gente seguía mostrándose hostil, abiertamente incrédula, ansiosa de mi muerte. Pero aquí y allá, especialmente entre los hombres más viejos, había algunos rostros que parecían pensativos. Y cuando miré a mi padre, supe (o sería la materialización de un deseo) que él me creía. Pero repentinamente me di cuenta de que aquello no dependía de mi padre.
Apenas me había percatado de la presencia de Ruva y Dinte, pero ambos avanzaron en ese momento para conferenciar con mi padre. Y Ruva seguía hablando con él cuando Dinte dio un paso adelante y me habló directamente.
—Parece que crees que somos estúpidos, Lanik —dijo—. Pero nunca nadie en toda la historia de la regeneración radical ha formado un duplicado completo de sí mismo.
—Nadie tampoco ha tenido las entrañas expuestas y esparcidas a su alrededor.
—¿Y cómo, Lanik, te curaron los Schwartz? Son un pueblo del desierto, ¿no? ¿Y pueden hacer lo que ninguno de nuestros genéticos es capaz de conseguir?
—Sé que es difícil de creer…
—Lo difícil de creer es que puedas decirnos todo esto directamente a la cara, querido hermano. Nunca nadie ha salido vivo del desierto de los Schwartz. Nadie ha realizado nunca ninguna de esas heroicas hazañas que proclamas. Lo que en cambio ha hecho la gente, ha sido verte a la cabeza del ejército enemigo. Yo mismo te vi, cuando mandaba el Ejército del Sur en Cramer, y tú me hiciste un gesto con la mano y me gritaste alguna obscenidad. No pretendas que no lo recuerde.
—Difícilmente sería el primero en gritarte una obscenidad, Dinte —dije, y ante mi sorpresa hubo algunas pocas risitas en el tribunal; no eran suficientes como para deducir que aún me quedaban algunos amigos, pero me alcanzaron para comprobar que Dinte tenía aún algunos enemigos.
Y entonces mi padre nos interrumpió.
—Dinte —dijo—, te estás portando poco dignamente —oí desprecio en la voz de mi padre. El desprecio se convirtió en otro tipo de emoción cuando se dirigió a mí—: Lanik Mueller, tu defensa es débil y el testimonio de un millar de hombres no puede ser contradicho. Te sentencio a ser descuartizado vivo en el campo de juegos junto al río mañana al mediodía, y quiera tu alma, si es que tienes una, asarse en el infierno.
Se puso en pie para irse. Yo grité tras él:
—¡Padre! Si todo esto es cierto, ¿por qué en el nombre de Dios habría vuelto por mi propia voluntad a ti?
Se volvió lentamente y me miró directamente a los ojos.
—Porque incluso el diablo concede algo de justicia a sus víctimas, cuando ellas se hallan más allá de todo auxilio.
Y abandonó el tribunal. Los soldados me llevaron entonces y puesto que había sido sentenciado a morir, se pasaron toda la tarde y la noche torturándome.
Pero de eso prefiero no hablar.