Tenía pocas posibilidades de distraerme allí, encerrado a solas en la más profunda oscuridad, completamente desnudo, con solo unos dos metros cuadrados de suelo para disponer. Gran parte de mi tiempo lo ocupaba en dormir, por supuesto, pero me proporcionaba poco reposo… Resultaba imposible estirar completamente el cuerpo. Mientras el barco siguió rumbo al norte, el frío rezumó por todas partes; cuando volvió a enfilar al sur, la celda se convirtió en un sudadero, pero no solo mi cuerpo sino también las paredes chorreaban mi sudor. El olor de la sal estaba siempre conmigo.
Sin embargo, pudo haber sido peor. Aunque no vi el sol durante casi cinco meses, fui alimentado. Me bajaban el cubo cada mañana, lleno de agua; cada tarde, lleno de comida. Cuando había vaciado el cubo, yo volvía a llenarlo, determinado a mantener la celda tan limpia como me fuera posible sin verla.
Y estaban los sonidos. Mis únicos contactos con el resto de la gente eran los gritos de los hombres en los mástiles, ajustando interminablemente las cuerdas, plegando y desplegando las velas. Se maldecían unos a otros, se gastaban bromas soeces llegué a conocerlos a todos por sus nombres, e imaginé los cuerpos que les corresponderían. Incluso oí un intento de motín; y también oí cuando los amotinados fueron ritualmente descuartizados y arrojados por la borda.
Pero hay un límite al interés que puede sentir un hombre por las actividades de sus semejantes. Tras un tiempo la oscuridad me venció, y resistía tanto el tener que despertarme como el tener que irme a dormir, y por encima de todo soñaba con la luz del sol… Soy un jinete, no un marino. Mi idea de viajar es con la impulsión de la carne entre mis piernas, no con el oscilar de lado a lado y de arriba abajo y atrás y delante de los bandazos, cabeceos y guiñadas de un barco en el mar.
Y los efectos de mi visita a Nkumai no habían terminado. El masivo esfuerzo regenerativo de mi cuerpo, que había dado como resultado la creación de mi doble más pequeño no había terminado con la amputación. En vez de eso, mi cuerpo parecía decidido a regenerar cada parte de mi. El brazo que había brotado de mi hombro era ya tan largo y desarrollado que me podía rascar la espalda cuando me picaba; había alcanzado su tamaño natural tras unas pocas semanas en el barco. Otros miembros brotaron, otras excrecencias se insinuaron. Y puesto que disponía de comida abundante para sustentar el crecimiento, y sin posibilidad alguna de hacer ejercicios, la energía acumulada halló tan solo una vía de salida: el crecimiento.
El calor se hizo insoportable durante días, hasta que finalmente me di cuenta de que estaba perdiendo la razón. Me creía tendido sobre la hierba junto al río Cramer, observando los ligeros barcos de pesca deslizándose corriente arriba a impulsos del viento. A mi lado estaba Saranna, con su túnica descuidadamente abierta (aunque sabía de su cuidada atención respecto a cuánta excitación producía cada centímetro de exposición), su dedo cosquilleándome insoportablemente mientras yo trataba de ignorarlo. Vi todo eso, lo estaba haciendo, mientras me acurrucaba como una bola, completamente despierto, en el suelo de mi asfixiante prisión.
Estaba haciendo esto cuando la quinta pierna que crecía de mi cadera empezaba a retorcerse torpemente, iniciando su vida. Ésa era la realidad. El sudor chorreaba por mi pecho. La oscuridad. La destrucción de mi cuerpo. La pérdida de mi libertad.
Así es como soportan su destino los rads en los corrales, me dije. Viven otra vida. No se revuelcan en el polvo o la hierba, ni se alimentan en los comederos… Sus cuerpos están de nuevo sanos e intactos, y yacen en las orillas de los ríos preparándose para hacer el amor con una espléndida amante que no se atreve a recordarles cuál es su vida actual.
Habida cuenta de que aquella clase de locura era mi única escapatoria, tomé la decisión de no caer en ella. En vez de ello, utilizaré mi mente y me mantendré despierto, resolví.
Tengo buena memoria. No una memoria sensacional —no puedo recordar páginas escritas una por una—, pero sí suficiente para empezar una recopilación de todo lo aprendido en mis lecturas de historia en la habitación más alejada de la casa de Mwabao Mawa.
Mueller, genética…
Nkumai, física…
Bird, alta sociedad…
Esos datos aparecieron fácilmente en mi memoria. Pero me obligué una y otra vez a ir hacia atrás, dejando que los trances de locura que no podía evitar me proporcionaran algo útil, y así recordé otros. No todos, pero sí algunos.
Schwartz, perdido para todo contacto humano en el desierto, había sido una geóloga… Frustrada, en aquel mundo sin minerales.
Allison, teología… Su descendencia había seguido el mismo camino.
Underwood, botánica… Y ahora, en las altas montañas, ¿qué flores cultivarían inútilmente sus hijos?
Hanks, psicología… El tratamiento de los locos. Ninguna ayuda para mí.
Anderson, el inútil líder de la rebelión, cuyo único don era la política…
Drew, los sueños y su interpretación…
¿Qué habían hallado todos ellos para exportar? No lo sabía. Pero seguramente en la biblioteca de mi padre estarían los libros que podían decir lo que yo no conseguía recordar; libros que llenarían las lagunas y nos proporcionarían indicios de qué proyectos estaban siendo secretamente llevados a cabo en otras Familias. Algunos, por supuesto, se habrían dejado llevar por la desesperanza, al no tener nada en este mundo que pudiera ofrecer algún interés para el Embajador… Los ingenieros, por ejemplo. Cramer y Wizer. Habían sido fáciles de conquistar, convertidos en granjeros, habiendo olvidado una ciencia que nunca habrían podido utilizar adecuadamente en este mundo. Y Ku Kuei, un filósofo cuyas ideas obviamente no habían gozado de una amplia repercusión en la República. Y en Nkumai y Mueller, hierro. Física y genética. Ellos con ideas, nosotros con productos. Nuestros productos nunca se agotarían; ¿lo harían las ideas? No importaba, mientras siguieran recibiendo la suficiente cantidad de hierro por cada idea, como para poder aplastamos rápidamente.
Nunca regresaría a Mueller a tiempo…
Pese a la resistencia que estaba oponiendo, dudo que consiguiera mantener la locura muy apartada de mí. Porque recuerdo, como si fuera real, a una criatura como yo mismo que vino y se rió de mí en mi propia celda. Podía haber sido Lanik tal como me recordaba de los espejos en mi primera adolescencia, excepto que un lado de su cabeza estaba aplastado y su cerebro se derramaba por él. Pero mantuvimos una agradable conversación, y tan solo al final él intentó matarme. Lo estrangulé con cuatro brazos, y lo despedacé. Lo recuerdo con claridad.
Y también recuerdo a mi hermano Dinte, visitándome. Me cortó a pedacitos, y cada uno de ellos creció hasta convertirse en un pequeño Lanik, tan pequeño en su madurez que Dinte se divirtió grandemente aplastándolo con sus botas. Quizás entonces grité… Dinte huyó cuando alguien golpeó la escotilla encima de mí.
También vino Ruva, con su cachorro de pelo rizado, la boca llena, vanagloriándose mientras masticaba de que finalmente había conseguido arrancarle los testículos a mi padre, se los había extirpado y ahora los estaba masticando… Y yo iba a ser el próximo. El muchacho se echó a reír, pero a la edad de… ¿cuántos años?, ¿diez…?, aún babeaba. Su húmeda barbilla relucía a la luz. Sin embargo no había ninguna clase de luz en mi celda, excepto un momentáneo deslumbramiento cuando la escotilla era abierta.
Y una vieja mujer de las altas colinas de Mueller me traía constantemente flechas, hasta que quedé medio enterrado debajo de ellas.
Recuerdo todo esto, como recuerdo a mi padre enseñándome cómo derribar a un hombre de lomos de su caballo u ofreciéndome su aflicción y enjugándose la sangre de su rostro mientras se condolía de mi destino.
En retrospectiva he aprendido a distinguir lo que pudo haber pasado de lo que no. Pero en aquel momento era completamente incapaz.
Un día oí un nuevo sonido. No era extraño en su intensidad, pero me di cuenta de que estaba oyendo nuevas voces. La nave no había recalado en ningún puerto. Nadie había subido a bordo. Obviamente, estaban dejando salir de sus celdas a los esclavos, y subir a cubierta. Aquello significaba que nos estábamos acercando a un puerto… Los músculos atrofiados debían ser despertados para que los esclavos tuvieran buen aspecto en los mercados de Rogers y Dunn y Dark.
Pero aquel primer día nadie me sacó. Y me pregunté por qué.
Al segundo día razoné que, puesto que no iba a ser vendido para trabajar, no importaba que tuviera un aspecto fuerte. Era un fenómeno de feria. Pensé sombríamente en lo que iban a pensar mis propietarios de mí ahora. Una nueva nariz estaba creciendo a lo largo y parcialmente unida a la antigua. En el lado izquierdo de mi cabeza, tres orejas decoraban mi perfil. Y mi cuerpo era un amasijo de brazos y piernas que nunca habían aprendido a andar o sujetar. Antes habían pensado que yo era una curiosidad. Ahora era todo un circo completo.
No podía revelarle a nadie nunca que era de Mueller. Podían llegar a la conclusión de que mi condición era un claro indicio de lo que proporcionaba a Mueller su riqueza en hierro. Podían llegar a pensar en que por eso en las batallas los ejércitos de Mueller parecían indiezmables, pese a los miles de cortes que incluso las armas de madera podían infligir. Tenía que pasar por un extraño fenómeno de la naturaleza.
Sobre mí, otros esclavos andaban, podían ver, sentir el sol y el viento. Yo no.
Empecé a gritar. Mi voz no estaba acostumbrada. Causé poco efecto, estoy seguro. Pero gradualmente fui incrementando el volumen, y la escotilla que me alimentaba se abrió de golpe.
—¿Quieres ver pateado tu culo hasta que se te ponga en el lugar del pecho? —preguntó una voz que conocía demasiado bien, aunque no tenía idea de quién sería su dueño.
—¡Yo seré el pateaculos! —aullé como contestación. Mi voz no tuvo seguramente el efecto que solía tener en los campos de adiestramiento cuando maniobraba las tropas de caballería sin la ayuda de un vocero. Pero fue efectiva, al parecer. En lugar de una patada, recibí otro insulto.
—Escucha, basura —dijo—. Hasta ahora has sido un esclavo modelo. ¡No empieces a echarnos mierda excepto en tu cubo, si sabes lo que es bueno para ti!
—Te agradezco tu actitud conciliadora —dije—. Quiero subir a cubierta.
—No hay esclavos en la cubierta.
—¡Hay por lo menos diez en este mismo momento!
—Ésos son granjeros. Tú sólo eres un espectáculo.
—Me mataré.
—¿Desnudo? ¿En la oscuridad?
—¡Me echaré de espaldas y me morderé la lengua hasta que sangre y termine ahogándome! —grité, y por un momento pensé en hacerlo, pero sabía muy bien que mi condenada lengua sanaría demasiado pronto. Pero de todos modos debí de haber sonado bastante loco, pues me llegó una nueva voz. Era el capitán.
Habló suavemente. Había una clara amenaza en su voz.
—Solo hay una razón por la cual subamos a un esclavo a cubierta fuera de turno. Para castigarlo.
—¡Castígame! Pero hazlo a la luz del sol.
—Generalmente el castigo empieza con arrancarle la lengua.
Me eché a reír.
—¿… y cómo termina?
—Terminamos arrancando los testículos —debía de ser cierto. Pero era una amenaza poco significativa para alguien que ya tenía un par de gónadas de recambio. En ese momento tenía tres pares, y la testosterona extra debió de haberme proporcionado una descarga suplementaria de valor, pues grité, desafiante:
—¡Puedes freírlos y dármelos para comer en el desayuno! ¡Simplemente súbeme a cubierta!
Por supuesto, no todo era valor. Sabía que mi exceso de valor era para ellos como fenómeno. Y nadie iba a desear ver a un fenómeno mutilado por los hombres; sólo las mutilaciones de la naturaleza, por favor. No me harían daño. El pensamiento de que alguien permanecía en la cubierta mientras yo estaba metido en un agujero era el ultraje más grande que hubiera sufrido en mi vida.
De modo que no me sorprendí cuando me arrojaron unas cuerdas. Las tomé y me sujeté con cuatro de mis brazos mientras tiraban de mí hacia arriba.
La intensidad del asombro con que reaccionaron me sorprendió, aunque debí preverla: habían echado a la celda a un hombre con unos abundantes senos de mujer. Extrajeron a un monstruo.
No pude ver nada. La luz era demasiado deslumbrante, y ya era bastante difícil conseguir mantenerme en equilibrio sobre unas piernas que realmente no habían ejercido su función durante meses. De hecho, algunas de mis piernas no tenían la menor idea de lo que era eso. No podía andar… Apenas, sí, tambalearme de un lado para otro, luchando por mantener el equilibrio.
Ellos no me sirvieron de ninguna ayuda. Sus gritos eran ensordecedores, y recuerdo que oí la palabra demonio y otras cuyo significado no podía adivinar, excepto que los marineros estaban terriblemente asustados. De mí. Las posibilidades que aquello originaba eran tentadoras. Rugí.
Respondieron con un chillido uniforme, y di algunos tambaleantes pasos hacia el apiñado grupo que gritaba. Respondieron con una flecha en mi brazo.
Soy un Mueller. El dolor no me detuvo, y en cuanto al brazo, tenía otros varios tan buenos como ése… Dos, en particular, que eran mucho mejores, pues el herido no era un brazo que hubiera utilizado mucho. Seguí avanzando. Y entonces el terror se convirtió en reverencia; una flecha no había logrado detener al monstruo.
El capitán estaba gritando. Ordenes, supuse, y desvié la vista de la luz en un intento de ver… El océano era cegadoramente azul. El barco y todos los que iban sobre él eran invisibles; sombras que se agitaban. Hasta que tuve que cerrar mis ojos de nuevo.
Oí que alguien se acercaba, sentí la vibración de sus pisadas sobre la cubierta. Me volví torpemente, recibí la acometida. Fue entonces cuando descubrí que me había crecido un corazón extra… El cuchillo de madera se hundió en el que había sido el mío, y aquello no me detuvo. Yo sólo sabía defenderme sin armas con mis dos brazos originales, pero a fin de que los marineros no se dieran cuenta de esta anomalía, utilicé todos mis brazos extra a la vez… Estuve manoteando torpemente unos instantes, y me retrasé un poco, lo cual fue más bien beneficioso; agarré a mi atacante y lo hice pedazos, y arrojé los pedazos a los marineros que contemplaban la escena. Los oí vomitar. Rogar. Oí libertad.
De nuevo la voz del capitán, esta vez conciliadora. Divertida, incluso. Me obligué a no reír.
—Señor, quienquiera que seas —dijo—, recuerda que salvamos tu vida del mar cuando te trajimos a bordo.
Yo simplemente avancé hacia él agitando todos mis brazos. Vagamente pude ver que retrocedía. Tenían miedo de mí. Tenían una buena razón para tenerlo. La herida en mi corazón había cerrado ya casi por completo. Oh, nosotros los regenerativos radicales teníamos buenos recursos en casos de emergencia.
—Señor —dijo—, seas el dios que seas, o sea quien sea el dios al que sirvas, te imploramos… Dinos lo que deseas, y te lo proporcionaremos, si simplemente accedes a volver al mar.
Volver al mar estaba fuera de toda cuestión. Era un buen nadador, con dos brazos y dos piernas… Ahora tenía mucho más lastre, y bastante menos coordinación.
—Dejadme en tierra —dije—, y quedaremos en paz.
Si hubiera pensado un poco más, o si hubiera visto más claramente, habría intentado dominarlos más y habría conseguido que me llevaran a orillas más hospitalarias. Pero no pude ver con claridad hasta que me encontré en la proa de un bote, con seis petrificados marineros que a cada orden de remar revivían, para regresar a su cualidad pétrea tras cada remada, con la mirada clavada en mí. Entonces mi vista se aclaró. Pero estaba de espaldas a la orilla.
Recalamos, y me deslicé torpemente por la proa y chapoteé en el agua. Una vez en seco levanté la vista y vi donde estaba.
Me volví tan rápidamente como pude, para alcanzar a ver al bote acercándose presurosamente al barco de esclavos. No serviría de nada llamarlos. Simplemente les había obligado a que me ayudaran a suicidarme.
Permanecí inmóvil de pie, desnudo, en una playa de unos pocos cientos de metros de anchura. Tras ella se elevaban las escabrosas, ásperas laderas de piedra y arena que los marineros de Mueller llamaban «Flujos de arena». Detrás estaba el más árido desierto del mundo. Mejor rendirse a un enemigo que embarrancar allí, donde no había ningún camino, donde los buques nunca se detenían, y donde andar tierra adentro sólo introducía en el ignoto desierto de Schwartz. Nada vivía ahí. Ni siquiera los matorrales de las desaladas tierras de la orilla occidental de la Manga. Ni siquiera un insecto. Nada.
Era el mediodía, y el sol quemaba. Mi piel, blanca como las nubes tras mi largo confinamiento, empezaba a enrojecer. Y sin agua, ¿cuánto tiempo iba a durar?
Si me hubiera limitado a mantener mi lengua quieta en su confortable y maravillosa cavidad húmeda… Si tan solo hubiese dicho cosas para disipar el miedo de la tripulación… Si hubiera nacido un animal en vez de un hombre…
Eché a andar, ya que no tenía otra cosa que hacer. Ya que las viejas historias hablaban de enormes ríos en el centro de Schwartz, que circulaban por debajo del desierto antes de escapar a otras tierras. Ya que no deseaba que mi esqueleto fuera descubierto en la playa, como si no hubiera tenido el valor de intentar algo al menos.
No había viento.
A la caída de la noche estaba mortalmente sediento, extremadamente cansado. Ni siquiera había alcanzado la cima de las laderas; el mar parecía ridículamente cercano. Con tantos miembros, no era un buen escalador. Pero no me podía dormir, y obligué a mis embotados músculos a seguir adelante. La oscuridad fue una bendición, y el frío del desierto fue un alivio al calor del día. Era verano, supuse, pero la noche era más fría de lo que yo creí probable en aquel lugar, y me esforcé en seguir moviéndome incluso después de desear con todas mis fuerzas dormirme, sólo porque el movimiento me mantendría caliente.
Cuando amaneció estaba exhausto. Pero había alcanzado la cima, y podía mirar hacia adelante y ver las interminables dunas de arena, con montañas a la distancia aquí y allá; también podía mirar hacia atrás y ver, en la lejanía, el brillante azul del océano. Ninguna nave a la vista. Y en tierra, ninguna sombra, nada bajo lo cual pudiera resguardarme del calor del día…
Así que seguí andando, tomando arbitrariamente una montaña como meta, si podía esperar tener alguna… Parecía tan cercana como cualquiera de las otras, y tan inalcanzable como las demás. Moriría ese mismo día, supuse; estaba gordo debido a la falta de ejercicio, y débil debido a la falta de esperanzas.
Llegó el mediodía, sin más que continuar concentrado en seguir adelante. Ya no me quedaba ningún pensamiento de vida ni de muerte; simplemente dar un paso. Y otro. Y otro más. Aquella noche dormí en la arena, sin ningún insecto que zumbara alrededor de mi cabeza porque ningún insecto sería suficientemente estúpido como para intentar llegar hasta allí.
Me sorprendí a mí mismo despertándome y echando a andar. El limite de mi resistencia estaba más allá de lo que había imaginado. Pero no mucho más. Mi sombra era aún matutina cuando alcancé un lugar donde la arena dejaba paso a la piedra y a un áspero afloramiento rocoso. Ni siquiera me preocupó la idea de que pudiera ser el primer resalte de la montaña. Había sombra. Y cuando me tendí en esa sombra mi corazón dejó de latir, y jadeé tratando de recobrar la respiración, y descubrí que después de todo la muerte no sería tan mala, si es que llegaba pronto, si no se demoraba en venir, si no tenía que permanecer allí tendido una eternidad antes de que acudiera a liberarme.