4. LANIK Y LANIK

Desperté tendido en una plataforma tan pequeña que con mi cabeza apoyada en ella mis pies colgaban fuera. Dos guardias nkumaios permanecían de pie cerca. Cuando vieron que había recobrado la conciencia se dirigieron hacia mí a lo largo de estrechas ramas. Estábamos tan alto que las hojas eran abundantes a nuestro alrededor, y apenas se veían retazos de cielo. Las ramas eran tan delgadas que mi plataforma se sacudió locamente cuando los guardias avanzaron hacia mí.

Cuando se detuvieron en la rama que pasaba por debajo de mi plataforma, extendieron garfios y sujetaron dos cuerdas que colgaban de unas ramas aún más delgadas situadas más arriba. En los extremos de las cuerdas había puestas las más ingeniosas de las esposas que yo jamás hubiera visto. En vez de las bastas y putrescibles esposas de madera que utilizábamos en Mueller, éstas eran hechas de vidrio atado con cuerdas. Dos semitubos de vidrio fueron deslizados en tomo a mis muñecas. No encajaban exactamente uno con otro. La cuerda había sido estirada fuertemente alrededor, y mantenida en su lugar gracias a una hendidura en el vidrio. Cuando los guardias hubieron terminado de trastear con las cuerdas, los semitubos quedaron perfectamente encajados.

Y luego, como un gesto de despedida de nuestro juego sin palabras, los guardias dieron un tirón a las esposas en mis brazos; el de la derecha tiró de su esposa hacia abajo, hacia mi codo, y el otro tiró de la suya hacia arriba, hacia mi mano. El dolor fue agudo e inmediato, y lancé un grito de sorpresa. Sonrieron tétricamente y se fueron.

Alrededor de mi brazo derecho y de mi mano izquierda las esposas habían hecho cortes suficientemente profundos como para que manara sangre. Miré atentamente, y no me cupo duda alguna de que el vidrio había sido picado o astillado para que resultara cortante en su interior. La única forma de liberarse de aquellas esposas era cortarse ambas manos, en cuyo caso bajar por los árboles resultaría bastante difícil…

Además, habían dispuesto las esposas alejadas una de la otra para que no pudiera golpearlas entre sí y romperlas; como estaban atadas a ramas bastante flexibles, cuando tiraba de ellas hacia abajo tendían a subir nuevamente, y me cortaban. No podía tenderme…, ni siquiera arrodillarme.

No tenían intención de darme la menor oportunidad.

La tarde no estaba aún muy avanzada, el sol todavía estaba alto sobre el horizonte. Por el noroeste avanzaban algunas nubes. Seguramente hacía horas que estaba allí. De modo que, una vez que hube llegado a la conclusión de que no había ninguna forma sencilla de escapar, miré a mi alrededor.

Mi plataforma reposaba sobre una única rama… Pero esa rama se conectaba con muchas otras. Y no solo se conectaba, descansaba sobre otras, que a su vez se apoyaban en otras… Todo ello en un inextricable entrecruzamiento. Salté ligeramente sobre mi plataforma. Los guardias captaron inmediatamente el movimiento y miraron alrededor.

Había otras plataformas cerca de mí, pero ninguna estaba ocupada. A lo lejos creí ver a alguien de pie, también esposado, pero no podía asegurarlo; las hojas me impedían ver demasiado lejos.

Entonces empezó a llover. Pronto quedé empapado; y allí, donde pocas hojas y ramas podían disipar la tormenta, las gruesas gotas casi hacían doler. Su fuerza era tanta que cada ráfaga de viento hacía que las ramas se agitaran y bambolearan. Me sentí peor que la primera vez que crucé un puente de cuerdas… Peor que el peor de los mareos. Durante la lluvia pude ver que los guardias se cobijaban bajo dos pequeñas techumbres, abandonando su puesto.

El plan se formó rápida y fácilmente, aunque solamente me alejaría de aquella zona de prisión. Cómo alcanzar el suelo vivo y desde allí cruzar el bosque hasta la seguridad (¿dónde estaría ella?), eran cuestiones demasiado esotéricas para tomarlas en cuenta en aquel momento.

—Dama Lark —dijo una voz distante que reconocí inmediatamente. Mwabao Mawa avanzaba hacia mi por el entrecruce de pequeñas ramas. Los guardias se pusieron firmes e inclinaron ligeramente la cabeza cuando ella pasó.

—Mwabao Mawa —dije, y añadí en un débil intento de sonar seguro de mí mismo—: He cambiado de opinión. Prefiero seguir viviendo contigo, después de todo.

Nadie había engañado a nadie. Ella se limitó a mirarme frunciendo los labios, y dijo:

—Hemos recibido un informe completo de nuestros espías. Son un par de mercenarios de Allison, más bien pérfidos, y tienen la equivocada idea de que vamos a seguir pagando más y más por cada fragmento de información que nos proporcionen. Espero que tú no tengas también esa idea equivocada, Lark, o quienquiera que seas. No vamos a negociar nada, excepto tu vida.

Sonreí, pero estaba seguro de que mi apariencia no era particularmente jovial.

—Dama Lark, tú no procedes de Bird. No solo eso, sino que las absurdas historias que nos has contado acerca de la cultura de esa Familia están tan lejos de la realidad que implican que nunca has estado allá. Sin embargo, por tus palabras es obvio que procedes de la llanura del río Rebelde. También es obvio, por el anillo de hierro que usaste, que procedes de una Familia que utiliza la moneda. Y es igualmente obvio que, puesto que ese hierro no procede de nosotros, tiene que proceder de alguna otra Familia que le está vendiendo algo al Embajador. ¿Qué es?

Sonreí más abiertamente.

—Oh, bueno —dijo—. Sé perfectamente que procedes de Mueller. Sabremos exactamente tu origen dentro de una semana, a través de unos espías de mayor confianza que ese par de Allison que hemos utilizado. Pero vayamos a lo práctico. ¿Qué es lo que está vendiendo tu gente al Embajador?

—Aire —respondí—. De las ciénagas de la desembocadura del río Rebelde.

Me fulminó con la mirada.

—Realmente te apreciaba —observó.

—Y yo a ti —respondí—. Sin embargo, mi aprecio hacia ti murió la pasada noche, cuando descubrí que nuestros gustos sexuales eran… digamos, un tanto divergentes —una mentira sobre otra mentira, puesto que a ambos nos gustaban las mujeres.

—Yo sigo apreciándote, Lark —dijo, aunque el tono de su voz hablaba de otros deseos y preferencias.

—Es encantador que nos gustemos tanto mutuamente.

—No soy una sádica —dijo ella secamente—, de modo que no voy a quedarme para verlo.

Y no se quedó para verlo.

Los guardias acudieron y me levantaron en el aire. Al principio pensé que simplemente me iban a dejar colgar para permitir que así las esposas hicieran su trabajo. Pero no era ésa la intención, al parecer… Si accidentalmente me cortaban la mayor parte de la mano, las esposas no podrían seguir sosteniéndome. En lugar de eso, cuando estaba en el aire, me hablaron por primera vez y me urgieron a que me sujetara a las cuerdas, que estaban tan flojas como para permitirme hacerlo.

Me sujeté pues a las cuerdas, mientras ellos tiraban de mis pies hacia adelante. En tal posición no podía soltar las cuerdas sin que mis muñecas se vieran cortadas por las esposas. Las cuerdas estaban atadas a unas ramas tan oscilantes (como un columpio) que me era imposible hacer palanca para patear a los guardias.

Procedieron a hacer cortes en las plantas de mis pies, con un encantador dibujo en cruz de más de un centímetro de profundidad, que en algunos lugares llegó a alcanzar el hueso. Era horriblemente doloroso, tuve que admitirlo, y puesto que se esperaba de mí que ignorara mi adiestramiento en Mueller, gemí y grité mi agonía. Estoy seguro de que mi interpretación fue muy convincente. Por último me levantaron de nuevo, me dijeron que soltara las cuerdas, y me depositaron otra vez suavemente.

Sobre mis pies.

Pudo haber sido una tortura muy convincente, excepto por un detalle. Yo era de Mueller, y las plantas de mis pies estarían sanas en media hora. Un corte simple y sin complicaciones como cualquiera de aquéllos habría podido sanar ante sus ojos, pero como eran varios… Tomaría un poco más de tiempo.

El problema de una curación tan rápida en un lugar como ese era que si se daban cuenta, como seguramente se darían, ya no habría ninguna necesidad de seguir ocultando lo que Mueller vendía al Embajador.

Empecé a rezar para que viniera la lluvia. Al menos lo deseé; puesto que mi culto no incluye a nadie a cargo del clima.

Llegó una hora después de la caída de la noche. Las nubes oscurecieron el cielo y cubrieron las estrellas y la luz de Disidencia. El viento hizo acto de presencia, haciendo que mi plataforma se balanceara. Era mi señal para empezar.

Fue terriblemente doloroso, pero había sido entrenado para soportar los más fuertes dolores. Lo peor fue mantener la presión sobre las esposas en la dirección correcta con la fuerza suficiente, de tal modo que fuera el dedo meñique de cada mano el arrancado por el vidrio, y no el pulgar. Necesitaba el pulgar para sujetarme.

Hubo un momento horrible cuando ambas manos quedaron libres simultáneamente, en el preciso momento en que una ráfaga de viento sacudía la plataforma bajo mis pies. Caí de bruces… Pero aquel día la suerte estaba de mi parte, y caí sobre la rama que sustentaba la plataforma en vez de caer al vacío.

Allí permanecí tendido durante un momento, sintiendo que la sangre manaba de mis mutiladas manos. Y la lluvia empezó a caer.

Disponía solamente de unos pocos minutos. Tal vez fuera lo más difícil que había hecho en mi vida hasta entonces, con el mayor peligro personal. Cuando lo pienso, me pregunto qué clase de locura me impulsó a intentarlo. Pero entonces era joven, la vida aún no poseía el alto valor que ahora tiene para mí.

Fue una infinitamente larga tromba de agua de diez minutos de duración. Pero aunque la lluvia me golpeaba despiadadamente y el viento a cada momento amenazaba con arrojarme fuera de las ramas, supe que cuando ambos cesaran, si no me hallaba sobre madera sólida, los guardias notarían el balanceo de las ramas y habría perdido mi oportunidad.

La madera era resbaladiza y yo estaba eligiendo mi camino a ciegas, avanzando más rápido de lo que era prudente y seguro, pero intentaba seguir las ramas hacia donde se bifurcaban, sabiendo que finalmente encontraría un lugar más firme en el que poner el pie. Mantenía mis ojos casi cerrados, pues aun en medio de la oscuridad mi mente trataba de ver a toda costa, y tendía al pánico cuando no lo conseguía.

Hasta que llegué a una plataforma, y por un momento temí que estuviera ocupada. No lo estaba, y de aquella plataforma a la madera sólida era solo cuestión de momentos.

De todos modos, aún no podía enderezarme y correr. No disponía de ningún guía, y la madera era resbaladiza. Pero era un alivio no verse sacudido de un lado para otro, y empecé a descender entre las tinieblas.

La lluvia cesó. El viento cesó. Y justo en el momento en que suspiraba aliviado, el camino que estaba siguiendo se volvió de pronto muy empinado y perdí pie y caí.

—¡Qué infiernos! —dijo una voz irritada cuando aterricé en una plataforma. Había caído sobre alguien.

—¿Qué es lo que cae de los cielos en estos días? —preguntó una voz de mujer, divertida.

Dudo que siguieran divertidos después de que di cuenta de ellos. No tenía tiempo de ser gentil y persuasivo. Pero no creo haberlos matado. Su instinto y mis deseos coincidían en no caer de la plataforma. Me tomó un momento registrarlos en busca de algo que me sirviera. Tenía una vaga pretensión de parecer un ladrón, a fin de desviar la persecución.

El hombre llevaba un cuchillo, y lo tomé, junto con un amuleto de hierro que llevaba la mujer alrededor del cuello. Y luego encontré una escalerilla de cuerdas que empezaba en la plataforma, contuve la respiración, y me colgué del borde y me lancé a la oscuridad.

Descendí silenciosamente, atento a cualquier ruido de voces que llegara a través del aire nocturno y me indicara que mi fuga había sido descubierta, pero la noche seguía silenciosa. Una débil luz empezaba a filtrarse hasta mi nivel a medida que las nubes se despejaban; Disidencia ascendía en el cielo.

Al llegar a la plataforma conectada con un puente de cuerdas, se me ocurrió la idea de abandonar allí la escalerilla. Pero decidí seguir descendiendo al menos otro nivel, a fin de poner la mayor distancia vertical posible entre mis perseguidores y yo.

Fue una mala decisión. Había rebasado apenas la plataforma cuando la escalera de cuerda empezó a oscilar violentamente, como un péndulo. Y luego empezó a ascender. Me habían encontrado.

Mis reflejos entre los árboles aún eran lentos. Necesité un instante para resolver darle un giro a la escalerilla y pasar al otro lado, el de la plataforma. Ya me encontraba a unos buenos tres metros de ella, y en rápido ascenso. No podía esperar a situarme. Salté hacia abajo cuando el instinto me dijo que debía hacerlo.

El instinto estuvo a punto de jugarme una mala pasada. Aterricé de espaldas, y me deslicé en la dirección de las vetas de la madera, llenándome la espalda de astillas. Mi impulso fue tal que resbalé fuera de la plataforma y a lo largo de la pendiente que conducía al puente de cuerdas.

Una cosa es correr alocadamente bajando por un puente de cuerdas y subir por el otro lado… Deslizarse hacia abajo con la cabeza por delante y sobre la espalda es casi incontrolable. Abrí las piernas tratando de detenerme. Buscaba las cuerdas de cada lado para sujetarme. Desgraciadamente, mi pierna derecha se ancló antes y me echó sobre esa dirección. Las cuerdas laterales me impidieron caer, pero el impacto tuvo la fuerza suficiente como para lanzar todo el puente hacia un lado y arrojarme a mí por encima.

Me agarré a las cuerdas, y mi acción me retuvo con una desagradable sacudida. El puente virtualmente se había dado la vuelta allá donde me había colgado, y la situación se hizo peor cuando los travesaños de madera se salieron de posición. Uno de ellos me golpeó en el hombro, y por reflejo solté esa mano. Me sujeté con la otra, y rápidamente recuperé mi asidero. Pero no veía forma de enderezar el puente… No era como un bote que ha volcado; no había ningún agua que me sostuviera mientras le daba la vuelta. De hecho, la única forma de enderezar el puente era soltar mi presa. Y eso no me ayudaría en absoluto.

Pensé en volver atrás, mano sobre mano, hasta la plataforma que acababa de abandonar, puesto que estaba mucho más cerca que el otro lado. Pero sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que mis perseguidores, seguramente guardias, se hicieran de la plataforma… Además, controlaban la única otra escapatoria: la escalera de cuerdas.

Así que empecé a moverme mano sobre mano hacia el otro lado del puente. Di las gracias por haber conservado mis pulgares. Aunque la hemorragia de mis dedos amputados se había detenido, las manos aún me dolían. Pero mantuve la presa. Al principio, al menos. Tras un instante tuve que pasar un brazo entre las cuerdas para ayudarme a soportar mi peso. Eso me retrasó aún más, pero pude seguir avanzando.

Hacia el extremo del puente, la posición de los tensores lo obligaban a una posición más normal, a pesar de mi peso, y pude izarme agradecido a las planchas de madera que formaban su suelo.

Entonces noté un balanceo que no era causado por mi propio movimiento… Alguien más avanzaba por el puente. Ahora que volvía a su posición normal, quienquiera que fuese podía avanzar rápidamente, excepto en el tramo donde las planchas del suelo habían caído. Y efectivamente, oí un grito de sorpresa y un repentino bandazo del puente. ¿Caería el hombre, o había alcanzado a sujetarse? No tenía manera de saberlo, y en aquella difusa luz no era capaz de ver a más de dos metros de distancia.

Dos metros fueron suficientes, sin embargo, para alcanzar a ver que la plataforma a la que me acercaba ocupada. De todos modos, no formaban, obviamente, parte de la caza… Ambos hombres miraban en otra dirección. No tenía tiempo que perder, y ya no había ningún motivo —¿alguna vez lo había habido?— para intentar disimular el hecho de que estaba huyendo. El cuchillo que había robado al nkumaio se enterró en el corazón de uno de los hombres cuando él se volvía hacia mí, mientras el otro caía para siempre hacia la noche a consecuencia de la violenta patada que le lancé a la parte más baja de su espalda. No hizo ningún ruido en su caída.

Miré a mi alrededor en busca de otra vía de escape mientras extraía el cuchillo del pecho del nkumaio, y descubrí que me hallaba en la bifurcación de un tronco central y una de las ramas principales; ya no eran dos ramas… No había ninguna pendiente hacia abajo, solo la caída vertical del tronco. La rama conducía hacia arriba, dirección en la que no deseaba ir. Y el puente seguía sacudiéndose bajo los pies de mis perseguidores. Si no se hubieran visto retenidos por las planchas que faltaban, seguramente ya me habrían alcanzado, acostumbrados como estaban a viajar en la oscuridad.

Pensé en cortar las cuerdas del puente, pero los tensores eran demasiado gruesos. Ni lo intenté siquiera.

En vez de eso decidí trepar por la rama y esperar que condujera a un camino que pudiera utilizar. Iniciaba la subida cuando me di cuenta de lo que habían estado haciendo los dos nkumaios: instalando una red para pájaros.

Estaban fijando un extremo… La enrollada red se sumergía tensa en la oscuridad. Y había otro punto también fijado; eso podía ser suficiente.

Probé los nudos: eran seguros. Entonces me deslicé, con los pies por delante, por el grueso rollo de la red. Era áspero, y proporcionaba el suficiente asidero como para evitarme caer, o incluso dar la vuelta y quedarme colgado. Mientras reptaba hacia atrás a lo largo de la red, fui cortando las cuerdas que la mantenían enrollada.

Cuando alcancé el siguiente punto de anclaje, lo comprobé: la red estaba atada también al siguiente punto, para gran alivio mío. Y pude oír, no muy lejos, el sonido de pisadas que alcanzaban la plataforma que acababa de abandonar.

Seguí retrocediendo, al tiempo que cortaba todas las cuerdas que mantenían la red enrollada a medida que las pasaba. Podía ver cómo la red se iba desenrollando y caía libre a lo largo del camino que acababa de recorrer. ¿Intentarían mis perseguidores seguir mi rastro a lo largo de la red? Abierta, les sería considerablemente más difícil. O cortarían la red. Eso no me afectaría, había un punto de anclaje entre ellos y yo. Y eso haría imposible la persecución.

Casi podía oírlos en su búsqueda en la oscuridad y el silencio de la noche de Nkumai.

¿Hasta dónde llegaría la red? Y eventualmente, ¿cuánto había descendido? ¿Para qué me serviría desenrollar la red si, una vez recorrida hasta el fondo, descubría que aún estaba a cien metros sobre el nivel del suelo? La red era larga, y cuando alcancé el séptimo punto de anclaje se me ocurrió que lo nkumaios tal vez estuvieran aguardando en la plataforma donde terminaba la red al otro lado, preparados para recibirme y devolverme al cautiverio.

Así que, laboriosamente, me di la vuelta en la red. Era más difícil avanzar de cara, pero me hacía sentir más seguro ante cualquier eventualidad. Y fue una buena idea. Estaba en el noveno punto de anclaje cuando noté una sacudida en la red. No podía venir de mis espaldas… Lo habría notado mucho antes si alguien me estuviera persiguiendo a lo largo del camino que había seguido. No necesité de todo mi entrenamiento lógico para llegar a la conclusión de que alguien estaba avanzando frente a mi.

Seguí cortando las cuerdas que sujetaban la red a medida que avanzaba. Y en el siguiente punto de anclaje decidí terminar mi viaje a lo ancho de la red. Justo después del punto de anclaje empecé a cortar la propia red. Cada hilo era fácilmente cortable, incluso cinco o seis a la vez. Pero había centenares. Estaba tan inmerso en la tarea que no vi a mi enemigo hasta que no lo tuve prácticamente al lado.

Él no había estado cortando las cuerdas que retenían la enrollada red, por supuesto; seguía siendo gruesa tras él mientras que a mis espaldas la red colgaba libremente, ofreciéndome un asidero mucho más delgado e infinitamente menos estable. Estaba a la mitad o más de mi operación de cortar la red, pero él también tenía un cuchillo. Y me decidí prudentemente por luchar contra él antes que seguir cortando hilos; no había mejor alternativa.

Aquella lucha fue más bien desigual. En buenas condiciones y sobre un suelo plano —incluso sobre una plataforma— estoy seguro de que habría podido matarlo fácilmente. Pero en una red, a mucha altura del suelo, en una oscuridad apenas disipada por una débil claridad lunar, y agotado por la pérdida de sangre y la todavía dolorosa amputación de mis manos, no era mucho mejor que él. De hecho, estaba en clara desventaja, y la aprovechó para vencerme.

No fue necesario conjeturar mucho para llegar a la conclusión de que yo era aparentemente tan valioso muerto como vivo… No era capturarme lo que intentaba, y la breve lucha habría terminado rápidamente al hundir su cuchillo en mi vientre, si la parte superior de la red no hubiera estado a mi alcance.

Clavó su cuchillo una y otra vez, y la agonía fue espantosa. Yo apuñalé su brazo, pero poco más tarde su mano volvía a la carga en un nuevo intento de destriparme. Resultaba claro que aquel intercambio —su brazo por mis entrañas— terminaría pronto con mi derrota, de modo que volví a tajear salvajemente la red que tenía encima, y que ya tenía casi cortada; el dolor y la desesperación me dieron mayores fuerzas, o tal vez el tiempo de que disponía fue más del que había pensado, pero pronto la red chasqueó, y mi enemigo lanzó un gruñido de sorpresa cuando la porción que lo mantenía sujeto cayó y lo arrastró consigo. Desapareció rápidamente en la oscuridad y me dejó solo en la red.

Me había quedado solo en el resto de la red, completamente desplegada, colgando de los delgados hilos, sujeto por los dedos de manos y pies. El aire era frío en mi abdomen abierto. Algo caliente y húmedo rozaba mi rodilla, y me di cuenta de que parte de mis intestinos habían salido…

Ocultar mi auténtico sexo era ahora irrelevante; corté mi túnica negra por los hombros y a fin de obtener mayor libertad para gatear red abajo. Desnudo, y sintiendo que el dolor empezaba a entumecerme, empecé mi descenso por la red.

Me sentía como una araña tullida en una telaraña rota. Más de un hilo se rompía, y tenía que apresurarme a buscar otro asidero. La fina malla cortaba constantemente los dedos de mis manos y pies.

Tras descender durante lo que me pareció un eón, de pronto mi pie se encontró apoyado en… nada. Había alcanzado el final de la red, nada más que aire debajo.

¿Cuánto aire? ¿Cincuenta centímetros? ¿O doscientos metros?

Después de todo aquello, no entraba en mi ánimo arriesgarme a un salto a ciegas teniendo alguna otra posibilidad.

Avancé hacia la izquierda. No estaba lejos del correspondiente borde de la red, rasgado con mis cortes.

Tomé mi cuchillo de entre los dientes, con mi mano izquierda, y empecé a cortar uno a uno los hilos que tenía encima de mi a partir del borde izquierdo. Los que tenía directamente sobre mi estaban tensos y, cuando cortaba uno, el siguiente corte resultaba más fácil, como si mi propio peso en la red ayudara a que la malla se fuera partiendo. Y antes de que hubiese terminado de cortar todos los que tenía a mi alcance, los hilos empezaron a ceder por si mismos, uno a uno, cada cual llevándome más abajo, acercando mi porción de red al suelo.

Los hilos se cortaban cada vez más rápido, el sonido del rasguido se hacia más fuerte, hasta que finalmente estuve cayendo y moviéndome hacia la derecha tan aprisa como para sentir el viento producido por mi propio movimiento, tan aprisa como para que la red sonara al rasgarse como una gruesa tela que se desgarra violentamente.

Pero mi veloz desplazamiento me llevaba tanto hacia la derecha como hacia abajo, y esperé que cuando la red me depositara en el suelo pudiera sobrevivir al impacto rodando sobre mi mismo.

Me desmoralizaba pensar que, incluso tras haber utilizado la red completa, tanto a lo largo como a lo ancho, pudiera quedar aún, después de todo, a un centenar de metros de altura.

Y aquel terrible pensamiento se hizo realidad cuando el sonido de la red al rasgarse cesó, y mi movimiento cambió bruscamente al de una caída libre. La red había terminado de ceder y, justo antes de golpear sobre el suelo, alcancé a oír, breve, mi propio gemido.

Apenas caí libremente durante un segundo, pero antes de eso mi movimiento no había sido precisamente lento… Rodé sobre mi mismo, y a causa del impacto perdí el aliento. Y como no había soltado la red, me encontré enredado en ella, envuelto con toda su extensión.

Durante un momento permanecí ahí tendido, medio atontado, cediendo a la tentación de abandonarme a la inconsciencia. Pero me negué; haber podido conservar la vida tras haber alcanzado el fondo del bosque nkumaio me animó a intentar terminar con éxito mi huida. ¿Cuánto tardaría ellos en alcanzar el fondo, utilizando las escaleras? Y cuando llegaran, ¿en cuánto tiempo me alcanzarían? No demasiado, deduje, y forcejeé para librarme de la red. Parte de mis intestinos quedaron allí enredados; las entrañas aún conectadas a mi cuerpo tendían a escapar por la profunda herida a cada paso que daba, y sólo una mano constantemente apretada contra el vientre las mantenía en su sitio.

Iba con paso vacilante en dirección hacia donde suponía, esperaba, estaba el mar. Si es que había logrado conservar mi sentido de la orientación durante mi viaje nocturno. Pese a que mi mente no estaba funcionando con mucha brillantez, recuerdo haber sido al menos moderadamente astuto como para haber tratado de no dejar rastros. Encontré un arroyo y me detuve lo suficiente como para lavar mi herida (el agua fría me golpeó los intestinos como una maza), y luego seguí corriente abajo durante un largo trecho. Bebí ocasionalmente y eso me despejó, hasta el atroz momento en que el agua bebida alcanzó mis entrañas rotas. Pronto dejé de beber.

Luego, repentinamente, el arroyo se hundió en la oscuridad y con un intenso chapoteo caí a un río. Casi perdí el conocimiento, estuve a punto de ahogarme, pero la corriente era rápida, y pude mantenerme consciente y flotar hasta la otra orilla. En la travesía perdí el cuchillo, pero en ese momento no me preocupó mucho, y me quedé dormido al otro lado del río, a plena vista de la orilla.

Me despertó el sol que brillaba débilmente a través de las hojas en lo alto del bosque, y permanecí consciente tanto como para haber alcanzado a arrastrarme hasta unos densos arbustos entre los que no podía ser visto desde arriba.

Jadeante por la sed me desperté de nuevo en plena oscuridad, y aunque recordaba la tortura de la última vez que bebí, me deslicé apenas hacia el río, arrastrando fláccidamente mis doloridos intestinos tras de mí. Bebí la oscura agua. El tormento en mis entrañas no regresó; al parecer, mi cuerpo de muelleriano estaba batallando contra esa enorme herida, y había cerrado alguna conexión que ahora permitía pasar el agua. Sin embargo, la conexión había dejado a un lado buena parte de mis intestinos, que seguía arrastrándose y colgando sobre la hierba y el polvo. Pero me sentía demasiado agotado como para limpiarlos.

De nuevo me despertó el sol. Esta vez pude oír que hablaban y llamaban. Los nkumaios, tan silenciosos y seguros en lo alto de los árboles, eran torpes en la lectura de señales en el suelo. Permanecí en silencio e inmóvil en la espesura que me ocultaba.

Oía pies que corrían al otro lado del río. Nadie vio que debía haber obvias señales de mi trepar por la orilla, y pronto se alejaron. Me dormí de nuevo. Aquella noche me deslicé otra vez hasta el agua y bebí, y volví a dormirme.

El agua no era potable. Empecé a vomitar a primera hora de aquella mañana, y desde el principio eché sangre. No abrí los ojos, simplemente me retorcí en mi agonía y en mi pánico ante el temor de que mi fiebre me condujera hasta el delirio y el delirio atrajera a los que me buscaban para matarme.

No sé cuántos días a partir de entonces estuve dominado por la fiebre y el sopor. Tuve conciencia de haber andado, siempre torpemente; solo la ignorancia de los nkumaios me salvó…, yo no me preocupaba por nada. Quizás anduve de noche, no lo recuerdo bien. Procuraba apartarme del río en busca de arroyos más limpios, para beber. Los árboles eran una masa difusa e interminable; de tanto en tanto el sol era apenas un punto brillante entre el verdor; no sé nada de lo que pudo haber sucedido.

Y soñé que en mi viaje no estaba solo. Soñé que alguien viajaba conmigo, alguien a quien hablaba blandamente y explicaba toda la sabiduría de mi afiebrado cerebro. Soñé que llevaba a un niño entre mis brazos. Soñé que era un padre, aunque a mi pesar, pero que no podía repudiar a mi hijo por algo que estaba más allá de mi control. Soñé, y un día intenté dejar al niño en el suelo para beber. Pero el niño se negaba a abandonar mis brazos. Y poco a poco, a medida que forcejeaba para apartar de mí al niño, me di cuenta de que los pájaros cantaban, el sol brillaba, el sudor resbalaba por mi barbilla…

Y no estaba soñando. El niño lloriqueaba.

El niño era real.

Recordé entonces que el niño había estado llorando de hambre. Recordé cómo en mi delirio le había canturreado mientras andaba, cómo habíamos dormido apretados uno con otro.

Todo estaba muy claro ahora…, excepto de dónde había venido el niño.

No tuve que investigar demasiado para descubrirlo. Estaba unido a mí en la cintura a través de un puente de carne, vientre contra vientre, y su alimento debía ser la energía que extraería de mi cuerpo. Sus piernas colgaban a unos treinta centímetros del suelo cuando yo permanecía de pie; su cabeza era un poco más pequeña que la mía, y cuando miré directamente a sus ojos, me di cuenta de que eran los míos…

Un regenerativo radical. Podía curar de cualquier cosa. Y cuando la mitad de mis entrañas me abandonaron, mi cuerpo no pudo discernir entonces quién era quién para sanarlo. Así que sanó a las dos mitades, y yo estaba allí, mirando a los ojos de mi perfecto duplicado, que me sonreía tímidamente como un estúpido pero bien dispuesto niño.

No era ningún niño. Había crecido rápidamente, y un ligero vello en torno a sus mejillas y labios hablaba de una inminente adolescencia. Era delgado, famélico; se le marcaban todas las costillas. Como a mí. Mi cuerpo, incapaz de decidir a quién salvar, había allanado mi cuerpo para proporcionarle algo de fuerza a él, y ahora luchaba por mantener un equilibrio.

Yo no quería ningún equilibrio.

Recordé al monstruo que se bamboleaba hacia los comederos en el laboratorio… Y me imaginé a mí mismo allí, listo para ser recolectado, pero no simplemente la cabeza: el cuerpo entero. Y cuando estuviera a punto para el desprendimiento, y separara los dos cuerpos, ¿cuál sería yo, y cuál el que enviaran?

Por el momento no había ninguna duda. Yo tenía senos; yo tenía un pequeño brazo que aún pugnaba por crecer a partir de mi hombro, ya con dedos minúsculos que articulaban y trataban de asir… Felicité con amargura a mi cuerpo por su capacidad para mantener aún las prioridades y sanar mis entrañas heridas antes de preocuparse de un brazo adicional. Un buen trabajo.

Pero no podía seguir siendo dos.

¿Estaba vivo el nuevo yo? ¿Era humano? ¿Inteligente? No quería pensar en responderme.

Estaba desnudo y no tenía cuchillo. Y la conexión entre ambos eran solamente los delgados repliegues de piel que lo habían sustentado durante la gestación. Eso era. Que habían sustentado aquella cosa. Si dejaba que la criatura se convirtiera en él en mi mente, entonces habría solamente un paso para empezar a pensar en él como en mí. Y apenas podía soportar el pensar en mí como en mí.

Su pelo era como el mío; los mismos rizos, el mismo rubio claro, enmarañado e indómito. Lo agarré por el pelo, intenté separarlo de mí. No lo conseguí, por supuesto. Pero tampoco podía continuar así. Era yo mismo, exactamente yo mismo tal como había sido hacía unos pocos meses, antes de que mi cuerpo hubiera cambiado para dejar paso a una mujer que no me pertenecía, una mujer que había insistido en afirmar que era yo.

Sin un arma, la operación de separación fue repugnante y dolorosa. Se despertó mientras yo acuchillaba nuestra conexión con una piedra aguzada. Lloriqueó, intentó débilmente detenerme. No habló. Simplemente sangró cuando la piel se desgarró en la separación, cuando arranqué mi libertad del peso que venía cargando.

Y finalmente estuvimos separados. Me sentía débil a causa de haberlo creado, pero con las fuerzas que me quedaban golpeé una y otra vez su cabeza con la piedra. Dejó de gritar, y su cráneo roto dejó escapar su masa encefálica. Me di cuenta de que yo estaba sollozando por el esfuerzo, y por el miedo de verme a mi mismo muriendo. Lancé la piedra lejos y huí al bosque.

Comí lo que pude encontrar en el intento de recuperar mis fuerzas. No vi más señales de mis perseguidores… Debieron de haber renunciado a la caza hacía tiempo. Pero eso no me ayudaba en mi huida. Si me encontraban de nuevo, el final habría llegado para mí. Desde donde estaba, todas las direcciones conducían profundamente a territorio nkumaio… Todas, menos una. De modo que calculé un aproximado noroeste por la posición del sol, y me encaminé en esa dirección.

El recorrido fue duro, pues aún no me sentía fuerte. Pero al menos ahora estaba consciente. Hice el viaje en cortas etapas; un poco más cerca cada día, siguiendo un arroyo que pronto fue río, y por el río finalmente al mar. Por supuesto, había una ciudad nkumaia en la desembocadura del río, pero estaba en los árboles, excepto unos pocos edificios de un destartalado muelle. No había marineros, observé, recordando la impresionante flota que había partido de Mueller a través de la Manga, transportando a miles de soldados que conquistaron Hurtington en menos de un mes. Ninguna nave partía de Nkumai.

Pero podían venir barcos procedentes de otros países. Y un barco tal era mi única esperanza de abandonar Nkumai y finalmente regresar a casa (si aún seguía teniendo una casa…).

Vi la ciudad nkumaia, y aguardé hasta la noche. Luego anduve por debajo de ella hacia el mar, manteniéndome en el linde del bosque mientras me apartaba uno o dos kilómetros del muelle. Desde allí podía observar los barcos, y si todavía me era posible nadar con la solvencia que me era propia, abordaría uno sin problemas.

Y seguro en mi refugio, me dormí.

Desperté al mediodía, jadeante, sudando. Había soñado que yo —pero no era yo, era mi sosías-niño al que había matado en el bosque—, venía a matarme, y había despertado en el momento en que los cuchillos relumbraban, y tanto yo como mi imagen en el espejo nos apuñalábamos mutuamente en el corazón del otro.

Recordé vagamente haber despertado de aquel sueño por un grito, y me pregunté si habría sido yo mismo quien había gritado en mi sueño. Pero cuando salí de mi escondite y miré hacia el mar, vi que una nave pasaba cerca de la orilla; los gritos procedían de los hombres que maniobraban con las velas.

El barco entró en el puerto, y durante los días que permaneció allí intenté calcular cómo llamar la atención de los marineros sin hacer que los nkumaios de la ciudad me descubrieran.

Encontré una rama semipodrida y la probé en el agua. Flotaba. Aunque estuviera demasiado débil para recorrer aquella distancia, la rama me soportaría. El agua era fría sobre mi piel desnuda, pero cuando vi salir del muelle al barco y girar en mi dirección, me lancé al agua y luego, sujetándome al madero como si realmente ya lo necesitara, pateé torpemente a través de las rompientes hasta las suaves ondulaciones de un mar en calma.

Alguien gritó en el barco:

—¡Hombre al agua! ¡Hombre al agua!

Levanté mi mano y la agité.

Al cabo de poco tiempo era izado del agua. Me senté temblando, envuelto en una manta, en un pequeño bote enviado por el barco.

—Gracias —dije.

Uno de los remeros sonrió. No fue una sonrisa particularmente cordial. Y el hombre que manejaba el timón dijo:

—De nada. Te llevaremos al capitán.

—¿De qué nación sois?

Parecieron reacios a contestar. Me pregunté si habrían comprendido.

—¿De qué Familia…? ¿De qué Familia procede vuestro barco?

De mala gana, el hombre al timón respondió:

—De Singer.

El pueblo insular de la gran bahía Norte, que estaba conquistando Wing cuando abandoné Mueller. El embajador de Wankier había solicitado tropas a mi padre, sabiendo que su nación iba a ser la próxima, pero se había marchado con toda nuestra simpatía y poco más. Al menos esos marineros no eran nkumaios, y habían tenido la suficiente humanidad como para recogerme del agua. Podría seguir viviendo.

El capitán parecía un poco más amable que su tripulación, y una vez subido a bordo dedicó un poco de tiempo a entrevistarme.

—¿Nación? —preguntó, y puesto que no consideré prudente decirle la verdad, respondí:

—Allison. Apenas acabo de escapar de un campo de prisioneros de Nkumai.

Asintió reflexivamente, luego hizo un gesto. Unos pocos marineros acudieron y me despojaron de la manta.

—Dios mío —dijo el capitán—, ¿qué les están haciendo estos bastardos a los prisioneros en estos días?

No respondí. Dejé que él pensara lo que más le gustase.

—¿Qué eres? ¿Hombre o mujer? ¿Qué es lo auténtico?

—Las dos cosas ahora —afirmé, y dije la verdad.

Él sacudió la cabeza.

—Imposible —dijo—. Esto hace las cosas muy difíciles. No tengo cómo saber qué precio tienes…

¿Mi precio? Y entonces recordé algo que había dicho el embajador Wankier. Que Singer estaba desarrollando un floreciente comercio. De carne humana.

—Puede ser una atracción —dijo otro oficial—. Metámoslo en una caja y hagamos que paguen por verlo.

—Estupendo —dijo el capitán—. Y creo que el mejor mercado para eso es Rogers. Tienen circos. Echadlo abajo.

Apenas acabada de darse la orden ya se me sujetaba y arrastraba hacia una escotilla. La abrieron y me arrojaron por ella; aterricé brutalmente, y la escotilla se cerró sobre mí. No había ninguna luz. Había muy poco aire. Pero estaba vivo. No se me había ocurrido resistirme. Lo importante era que para ellos tenía valor; solo los muertos no tienen esperanzas.

Pero Rogers estaba en el rincón sudoeste del continente. El viaje llevaría meses. ¿Sería entonces demasiado tarde para llevarle a mi padre la información sobre Nkumai? No lo sabía. Y era muy poco lo que podía hacer para saberlo.

¿Se habían dado cuenta del brazo extra que estaba creciendo en mi hombro? A la brillante luz del sol, probablemente no; se habían distraído en la contemplación de mis senos y genitales. Pero ahora el brazo hacía una involuntaria flexión para rascarme la espalda.

Iba a ser un largo viaje.