3. NKUMAI

—¿Deseas descansar? —preguntó, y por una vez me alegró parecer una mujer, porque la plataforma era una isla de estabilidad en un mundo absurdo de oscilantes escalerillas de cuerda y repentinas ráfagas de viento. Lanik Mueller no podría haber admitido nunca que deseaba descansar. Pero aquella dama embajadora de Bird sí podía.

Me tendí en la plataforma y, durante unos breves momentos, sólo pude ver el aún lejano techo de verdor y me fue imposible pretender que me hallaba al nivel del suelo.

—No pareces muy cansada —comentó mi guía—. Ni siquiera respiras pesadamente.

—Oh, no es que deseara descansar por estar fatigada. Simplemente… que no estoy acostumbrada a tales alturas.

Él se asomó al borde de la plataforma y miró al suelo.

—Bueno, solo estamos a ochenta metros del suelo ahora. Todavía nos falta un buen trecho.

Reprimí un suspiro.

—¿Adónde me llevas?

—¿Adónde deseas ir? —respondió.

—Deseo ver al rey.

Se rió a carcajadas, y me pregunté si era de suponer que una dama de Bird debiera considerar como una afrenta el que alguien se le riera en la cara. Al infierno. Simplemente dije:

—¿Qué tiene de divertido?

—Nadie ve al rey, mi dama —dijo él.

—¿Es invisible?

—Cuando elige serlo —respondió.

—¿Qué se supone entonces que hacen los embajadores?

Sonrió y adoptó una expresión indulgente.

—Raramente recibimos embajadores. Hasta hace poco, creo que nuestras naciones vecinas nos consideraban como moradores de los árboles, eh… «monos» creo que es la palabra. Tan solo ahora, cuando nuestros soldados empiezan a llamar la atención de nuestros vecinos, empiezan a llegar embajadores. Realmente no estamos equipados para ello.

Me pregunté cuánto habría de verdad en lo que había dicho. En la gran llanura del río Rebelde, cada nación había intercambiado embajadores con todas las demás naciones desde que las primeras Familias se dividieron el mundo. Pero seguro que tenían embajadores de varias naciones, aunque incluso los hubieran ignorado…

—Actualmente tenemos tan solo tres embajadores, mi dama —dijo—. Hemos tenido algunos otros, pero por supuesto el embajador de Allison es ahora un súbdito leal, mientras que los embajadores de Mancowicz, Parker, Undervoood y Sloan han sido enviados de vuelta a casa pues parecían mucho más interesados en nuestro Embajador, el de los Observadores, se entiende, que en promover unas buenas relaciones con Nkumai. Solamente Johnston, Cumming y Dyal mantienen embajadas aquí. Y puesto que debemos economizar el espacio vital, tuvimos que alojarlos juntos. Me temo que somos un rincón apartado del mundo. Muy provinciano.

Y tú estás exagerando un poco, me comenté en silencio. Pero por poco sutil que él hubiera sido, yo captaba claramente la advertencia. Estaban alerta con respecto a lo que los embajadores pudieran estar buscando realmente. De modo que debería ir con cautela.

—¿Pero por qué no puedo ver al rey?

—Oh, quizá sí puedas. Pero debes hacer tu petición a la oficina de servicios sociales, y quien sabe adónde te conducirá eso. El papeleo…, ya sabes. Creo que este mundo tan lleno de colores siempre ha estado dominado por la burocracia. Bueno, a nosotros, aquí en Nkumai, no nos preocupa eso. Tenemos nuestro propio sistema, que podríamos llamar, imagino… la negrocracia —se rió con aquel pequeño chiste racial, y empecé a preguntarme cuán sensitivos serían acerca de su color. Los Cramer eran más sensitivos acerca de su altura que de su tinte de piel… Pero los Allison me parecieron un tanto sarcásticos acerca de la negrura de los nkumaios.

—¿Proseguimos? —sugerí.

Avancé cuidadosamente hacia la escalerilla de cuerda que se balanceaba suavemente bajo la brisa, sujeta blandamente a la plataforma por una delgada cuerda atada a un poste bajo.

—Por aquí no —dijo—. Tomaremos otro camino —y abandonó la plataforma echando a correr por una de las ramas. Si se les pudiera llamar ramas…, puesto que ninguna de ellas tenía menos de diez metros de ancho.

Anduve lentamente hacia donde él había trepado a la rama, y por supuesto había algunas sutiles agarraderas que más bien parecían productos del uso que talladas en la madera. Me trasladé torpemente de la plataforma al lugar donde mi guía me aguardaba con impaciencia. Donde él estaba, la rama se elevaba ligeramente y luego hacía más pronunciada su inclinación, oblicuamente en la distancia, entrecruzada por ramas de otros árboles.

—¿Todo bien? —preguntó.

—No —repuse—. Pero sigamos.

—Iré despacio al principio —dijo—, hasta que estés más acostumbrada a andar por los árboles. ¿Cuál es tu nombre, mi dama?

¿Nombre? ¿Me había preparado algún nombre? Seguro que lo había hecho… Pero en el momento no pude recordar cuál era, y ni ahora consigo recordar el nombre que había elegido. Y puesto que mi confusión era obvia, no había forma de tomar simplemente otro sin despertar sus sospechas.

—¿Nombre, señor? O no eres un caballero, o no me consideras a mí una dama…

Pareció momentáneamente desconcertado. Luego se echó a reír.

—Debes perdonarme, mi dama. Las costumbres cambian. Entre nosotros tan solo las damas tienen nombres. Los hombres son llamados únicamente por sus cargos. Yo soy, como te he dicho, Profesor. No pretendía faltarte al respeto.

—No importa —dije, disculpándolo fríamente. El juego empezaba a resultar divertido, intentar establecer una superioridad sobre él en una situación en la cual no podía hacer otra cosa que sentirme inferior. Aquello casi me permitía olvidar el hecho de que aunque el camino que seguíamos no era más dificultoso que trepar por una empinada colina, su ladera se curvaba rápidamente a ambos lados hacia el vacío, de modo que si me desviaba del sendero trazado me encontraría rápidamente cayendo…, ¿cuántos metros hasta el suelo?

—En este momento diría que estamos a unos ciento treinta metros, mi dama. Pero realmente no estoy seguro. No acostumbramos a medirlo. Una vez llegado a suficiente altura como para matarse si uno cae, realmente ya no importa lo lejos que se esté del suelo, ¿verdad? Pero puedo decirte hasta qué altura debemos ir.

—¿Cuál?

—Unos trescientos metros.

Jadeé.

—¿Adónde estamos yendo?

Se rió de nuevo, y esta vez no hizo ningún esfuerzo para disimular su alegría ante mi aversión por las alturas. Era su forma de devolverme la pequeña vejación que le había infligido con los nombres.

—Estamos yendo al lugar donde deberás vivir —dijo—. Creo que apreciarás el visitar la auténtica cima. Pocos extranjeros han tenido esa oportunidad.

—¿Voy a vivir en la cima?

—Bueno, no podemos tenerte junto con los demás embajadores, ¿verdad? Son todos hombres… Así que Mwabao Mawa ha consentido albergarte con ella.

Nuestra conversación se vio interrumpida cuando echó a trotar ágilmente por un puente de cuerdas, utilizando las manos sólo ocasionalmente. Parecía fácil, en particular porque el suelo del puente era de madera. Pero cuando puse el pie en él empezó a oscilar, y a medida que avanzaba, más intenso era el balanceo. En el punto culminante de cada oscilación podía ver los troncos de los árboles, que se hundían hasta un suelo tan distante que me era imposible determinar con exactitud dónde estaba en medio de las profundas sombras. En un punto vomité. Pero luego me sentí mejor e hice el resto del recorrido del puente sin ningún otro incidente. Y desde entonces, puesto que ya me había deshonrado completamente, no hice ningún otro esfuerzo por ocultar mi terror…, y descubrí que eso me ayudaba a soportarlo mejor. Profesor, mi guía, se mostró más atento también, y me sentí más dispuesto a apoyarme en él.

Y cuando finalmente alcanzamos el nivel donde crecían las hojas, gigantescos abanicos de más de dos metros de ancho, me di cuenta de que aunque descubriéramos qué era lo que los nkumaios estaban vendiendo al Embajador a cambio de hierro, nos iba a ser de muy poca utilidad. ¿Cómo podrían los hombres de Mueller, pegados al suelo y habitando en las llanuras, invadir alguna vez, sin hablar de conquistar, a un pueblo como aquél? Los nkumaios simplemente subirían sus escaleras de cuerda y se echarían a reír. O dejarían caer sobre ellos mortales rocas.

Me sentí deprimido.

Me sentí aún más deprimido cuando después anduvimos con cautela a lo largo de una estrecha rama hasta una casa de estructura más bien complicada…, que de hecho nunca habría sido considerada como tal allá abajo, en Mueller. Profesor dijo con una voz suave pero penetrante:

—De la tierra al aire.

—Y al nido, Profesor. Entra —y la ronca pero hermosa voz de Mwabao Mawa nos condujo dentro de la casa.

Estaba formada básicamente por cinco plataformas, no muy distintas de aquella en la que había estado descansando, aunque dos de ellas eran bastante más grandes. De todos modos, tenían techo de hojas y un sistema más bien complicado de recoger toda el agua que se acumulaba en esos techos en barriles situados en las esquinas de las habitaciones.

Si es que se las pudiera llamar habitaciones… Cada plataforma era una habitación separada. Y no pude detectar ningún indicio de pared por ningún lugar. Tan solo cortinas de tela brillantemente coloreada colgando del techo hasta el suelo. La brisa abría fácilmente aquellas separaciones.

Decidí quedarme en el centro de la habitación.

Mwabao Mawa era, en cierto modo, decepcionante. Debió de haber sido hermosa, a juzgar por la voz, pero no lo era…, al menos según los conceptos de belleza que yo tenía hasta entonces, y quizá ni siquiera según los conceptos de los nkumaios. Pero era alta, y su rostro, aunque no agraciado, era expresivo y vivaz. Cuando digo alta, la palabra no refleja exactamente la realidad; en Nkumai casi todo el mundo es al menos tan alto como yo, y en Mueller yo estoy por encima de la media. Entre los nkumaios, Mwabao Mawa era muy alta. Sin embargo se movía con gracia, y no me sentí intimidado. En realidad, me sentí protegido.

—Profesor, ¿a quién me has traído?

Observé que hablaba en una forma en cierto modo arcaica, y me sorprendí de que no sonara afectada.

—No me ha dado ningún nombre —dijo Profesor—. Al parecer, un caballero no debe preguntárselo a una dama.

—Soy la embajadora de Bird —dije, intentando sonar solemne pero sin pomposidad—, y a otra dama sí puedo decirle mi nombre —por aquel entonces, por supuesto que ya me había decidido por un nuevo nombre, y a partir de ese momento y durante toda mi estancia en Nkumai fui Lark; era lo más aproximado a Lanik que pude imaginar, y parecía adecuado para una mujer de Bird.

—Lark —dijo Mwabao Mawa, haciendo que el nombre sonara musical—. Entra.

Yo creía que ya estaba dentro.

—Por aquí —dijo, intentando mitigar al instante mi confusión—. Y tú, Profesor, puedes irte.

Él se dio la vuelta y salió trotando hábilmente a lo largo de la estrecha rama que tanto me había asustado.

Seguí a Mwabao Mawa haciendo a un lado la cortina por la que acababa de salir. No había ningún paso…, solamente un espacio de unos 150 centímetros que había que cruzar hasta la siguiente habitación. Si uno fallaba el salto, simplemente caía. No se trataba de un salto como para batir un récord… Los saltos de competición en Mueller no ofrecían mayor penalidad a los que fallaban que las burlas de los espectadores.

Las cortinas-pared eran esta vez de color más discreto y oscuro, y el suelo no estaba a nivel, gracias al cielo; descendía en dos escalones a un amplio ruedo central profusamente cubierto de almohadones. Cuando bajé al centro de la habitación descubrí que mis ojos empezaban a creer que eran auténticas paredes las que nos rodeaban, y me relajé.

—Adelante y siéntate —dijo mi anfitriona—. Ésta es la habitación donde nos relajamos. Donde dormimos por la noche. Estoy segura de que Profesor habrá estado alardeando durante todo el camino hasta aquí arriba… Pero no somos inmunes al miedo a las alturas. Todo el mundo duerme en una habitación como ésta. No nos gusta pensar en la posibilidad de caer en pleno sueño.

Se echó a reír con una risa sonora y grave, pero yo no le uní la mía; simplemente me eché y dejé temblar mi cuerpo, permitiendo así que saliera la tensión que había acumulado en la ascensión.

—Mi nombre es Mwabao Mawa —dijo mi anfitriona—. Y debo decirte quién soy. Sin duda oirás historias acerca de mí. Hay rumores de que he sido la amante del rey, y no hago nada por desmentirlos, puesto que me proporcionan cierto insignificante poder. Corren también los rumores de que soy una asesina, y ésos son aún más encantadores… La verdad es que, por supuesto, no soy más que una consumada anfitriona y una gran entonadora de canciones. Quizá la mayor que haya vivido nunca en un país de cantores. Soy también vanidosa —dijo, sonriendo—. Pero creo que la auténtica humildad consiste en reconocer la verdad acerca de uno mismo.

Murmuré mi asentimiento, contento de bañarme en el calor de su conversación y la seguridad del suelo. Ella siguió hablando, y me cantó algunas canciones. No recuerdo casi nada de la conversación. Recuerdo menos aún las canciones, excepto que, aunque no comprendía la letra ni seguía una melodía en particular, las canciones despertaban mi imaginación, y casi podía ver las cosas que ella cantaba…, aunque no sabía de qué se trataba su canto. Pese a que posteriormente ocurrieron cosas terribles y yo mismo hube de silenciar para siempre la música de Mwabao, hoy daría mucho por volver a oír esas canciones.

Esa noche ella encendió una antorcha fuera de su puerta principal, y me dijo que vendrían invitados. Más tarde supe que una antorcha significaba que una persona estaba dispuesta a recibir invitados, una invitación abierta a todo aquél que alcanzara a ver el resplandor en la noche. Era una medida del poder de Mwabao Mawa sobre otras personas (o menos cínicamente, su devoción al placer que le producía) el que siempre que encendía la antorcha fuera, era cuestión de minutos que su casa se llenara y ella tuviera que apagarla.

Los invitados eran en su mayoría hombres…, cosa normal, puesto que en Nkumai las mujeres raramente salían de noche. Y la charla era la mayor parte de las veces insignificante, pese desgracia, la cortesía de Nkumai obligaba a los invitados a pasar más tiempo charlando conmigo del que pasaban charlando entre sí. Habría sido mucho mejor, pensé en esa ocasión, si hubieran compartido la costumbre de Mueller de dejar a un huésped permanecer sentado en silencio hasta que deseara unirse a la conversación. Por supuesto, la costumbre de Nkumai impedía a un huésped aprender mucho… Y yo no conseguí aprender nada significativo aquella noche.

Tan sólo conseguí saber que todos sus invitados eran hombres educados… Científicos de una u otra disciplina. Y por la forma en que hablaban y discutían, tuve la impresión de que aquellos hombres estaban muy poco preocupados por la ciencia, tal como se la consideraba en Mueller, o sea como un medio para llegar a un fin; para ellos, la ciencia era un fin en sí.

—Buenas noches, mi dama —dijo un hombre pequeño de voz suave—. Soy Profesor, y estoy deseoso de ponerme a tu servicio.

Un saludo estandarizado, pero que despertó mi curiosidad, de modo que pregunté:

—¿Cómo puedes llamarte Profesor, y llamarse también así otros tres hombres en esta habitación, del mismo modo que el guía que me trajo hasta aquí? ¿Cómo podéis distinguiros unos de otros?

Se echó a reí con esa risa suficiente que primero me había irritado pero que, como pronto aprendí, era costumbre nacional, y dijo:

—Porque yo soy yo, y ellos no.

—Pero, ¿y en lo que respecta a los demás?

—Bueno —explicó pacientemente—, supongo que cuando los demás hablan de mí me llamarán Profesor que Hizo Danzar las Estrellas, puesto que eso es lo que hice. El hombre que te guió hasta aquí esta mañana… Él es Profesor de la Verdadera Vista. Ello es debido a que efectuó ese descubrimiento en particular.

—¿… la verdadera vista?

—No lo comprenderías —dijo—. Es algo muy técnico. Pero cuando alguien desea hablar de nosotros, se refiere a nuestro mayor logro, y así cualquiera que esté implicado sabe de quien se está hablando.

—¿Y qué ocurre con alguien que todavía no ha efectuado ningún gran descubrimiento?

Se rió de nuevo.

—¿Y quién desearía hablar de una persona como tal?

—Pero las mujeres tienen nombres…

—También los tienen los perros y los niños pequeños —dijo él, y casi pude creer que no había pretendido ser insultante—. Pero nadie espera grandes logros de una mujer, y sería degradante referirse a una mujer por sus mejores talentos. Imagina llamar a una mujer «Prostituta de Amplias Posaderas» o «Mujer que Siempre Deja Quemarse la Sopa» —se rió de su propio chiste, y algunos otros presentes que habían estado escuchando vagamente, sugirieron otros títulos. Los consideré hilarantes, pero como mujer debía pretender hallarlos insultantes, y en realidad estaba un poco irritado cuando uno de ellos sugirió que yo podía ser llamada «Embajadora de Pecosos Senos».

—¿Qué sabes para llamarme así? —pregunté socarronamente; la socarronería me permitía desenvolverme bien, todo lo que tenía que hacer era imitar a la Boñiga (pese a que el pensar en ella, incluso en ella, me hacía sentir como una suave puñalada de nostalgia hacia Mueller y mi antigua y para siempre desvanecida vida allá) y alzar una ceja, lo cual era capaz de hacer desde mi infancia, para regocijo de mis madres y terror de las tropas bajo mi mando.

—No lo sé —respondió el negro llamado Contemplaestrellas (como otros dos en la habitación)—. Pero estaría dispuesto a averiguarlo.

Eso era algo para lo que realmente no estaba preparado. Podía arreglármelas con unos violadores en la carretera simplemente matándolos. ¿Pero cómo una mujer le dice no a un hombre en educada compañía sin ofender? Como hijo de rey, no estaba acostumbrado a oír a las mujeres decir no.

Afortunadamente, no tuve que inventar ningún medio.

—La Dama de Bird no está aquí para exhibir lo que se oculta debajo de sus ropas —dijo Mwabao Mawa—. Especialmente si se considera que la mayoría de nosotros sabe cuán pequeño es aquí —la risa fue fuerte, en particular la del hombre aludido, y yo pude gozar de unos pocos instantes para mí mismo, para observar.

En medio de toda aquella cháchara de ciencia y simple chismorreo —más de lo último que de lo primero, por supuesto—, había allí un esquema detectable que me divirtió. Observé cómo en un determinado momento un hombre llevaba a Mwabao aparte y mantenía con ella una breve conversación privada. Pude oír que él dijo un «Al mediodía», y que ella asintió. Demasiado poco para deducir algo, pero me incliné a creer que habían concertado una cita. ¿Para qué? Podía pensar en varios propósitos obvios: que fuera una prostituta, aunque lo dudaba, tanto por su falta de belleza como por el obvio respeto que esos hombres sentían por su inteligencia, pues en ningún momento la dejaban fuera de la conversación ni le quitaban la atención cuando era ella la que hacía observaciones. Otra alternativa era que realmente se tratara de una amante del rey, en cuyo caso podía estar vendiendo su influencia, aunque también lo dudaba… Resultaba poco probable que un embajador fuera alojado con una mujer que detentaba tal clase de poder.

Una tercera posibilidad era que estuviera involucrada de algún modo en una rebelión, o como mínimo un partido secreto. Aquello no contradecía ni los hechos ni la lógica, y empecé a preguntarme si no habría allí algo que pudiera ser explotado.

Pero no al menos aquella noche. Estaba cansado, y aunque mi cuerpo hacía tiempo que se había recobrado del cansancio de trepar hasta la casa de Mwabao Mawa —y evidentemente también de los tratos recibidos por los soldados nkuamaios un poco antes— aún me sentía emocionalmente agotado. Necesitaba dormir. Cabeceé unos instantes, y desperté en el momento en que se iba el último de los hombres.

—Oh —dije, sorprendido—. ¿Tanto he dormido?

—Sólo unos breves instantes —me dijo Mwabao—, pero ellos se dieron cuenta de lo tarde que era y se marcharon. Así que puedes irte a dormir —y se dirigió hacia un rincón, metió su mano en un barril, y bebió.

Fui a hacer lo mismo, pero al pensar en el agua me vino un horrible pensamiento. En prisión había gozado de intimidad para realizar mis necesidades, y mientras viajaba con Profesor él tuvo la delicadeza de permitirme realizar esas necesidades en el otro lado del carruaje, prohibiendo a todo el mundo mirar.

Pero a solas aquí en la casa, con otra —¿…?— mujer, no había esos inconvenientes.

—¿Hay aquí alguna habitación especial para…? —para qué, me pregunté. ¿Había alguna forma delicada de expresarlo?—. Quiero decir, ¿para que se utilizan las otras tres habitaciones de tu casa?

Ella se volvió hacia mí y sonrió ligeramente, pero había algo más que una sonrisa tras sus ojos.

—Eso es algo que indico solamente a aquéllos que tienen alguna razón práctica para poseer tal conocimiento.

No funcionó. Y peor aún, tuve que contemplar cómo Mwabao Mawa se desvestía con toda naturalidad y avanzaba hacia mí cruzando la habitación.

—¿No te vas a dormir? —me preguntó.

—Sí —dije, sin preocuparme en ocultar mi turbación. Su cuerpo no era particularmente atractivo, pero era la primera vez en mi vida que veía a una mujer negra desnuda, y tenía que encontrar alguna forma de impedir tener que desnudarme yo también, puesto que mi pudor era esencial para mi supervivencia en una nación que me tomaba por mujer.

—Entonces, ¿por qué no te desvistes? —preguntó, desconcertada.

—Porque en mi nación no nos desvestimos para dormir.

Rió fuertemente.

—¿Quieres decir que conserváis vuestras ropas incluso frente a otra mujer?

—El cuerpo es una de nuestras posesiones más privadas, y la más importante —dije—. ¿Exhibirías todas tus joyas siempre?

Ella sacudió la cabeza, aún divertida.

—Bueno, al menos espero que te las quites para dejar caer.

—¿… dejar caer?

Se rió de nuevo (aquella maldita risa de suficiencia) y dijo:

—Supongo que un habitante del suelo utilizará otra palabra para ello, ¿no? Bueno, será mejor que observes la técnica… Es más fácil mostrártelo que intentar explicarlo.

Y así la seguí hasta una de las esquinas de la habitación. Se sujetó al poste del ángulo y pasó al otro lado de la cortina. Jadeé ante la brusquedad con que se colocó en el borde haciendo equilibrio, de espaldas a la enorme distancia que la separaba del suelo. Pero su voz sonó calmada cuando dijo:

—Bueno, abre la cortina, Lark. ¡No puedes aprender si no miras!

Así que abrí la cortina y observé cómo defecaba en el vacío. Luego volvió dentro y se dirigió hacia otro recipiente de agua —no aquel del que había bebido— para limpiarse.

—Deberás aprender rápidamente cuál es cada uno de los dos depósitos —dijo con una sonrisa—. Y también…, no dejar caer nunca con viento, especialmente con viento y lluvia. No hay nadie directamente debajo de nosotros, pero hay montones de casas en ángulo debajo de la mía, y sus opiniones respecto a heces y orina en su agua de beber son bastante fuertes —se tendió sobre un montón de almohadones en el suelo.

Me subí mis ropas hasta que mi falda quedó muy corta, y luego me agarré fuertemente y crucé delicadamente de puntillas la cortina. Empecé a temblar cuando miré abajo y vi cuán lejos parecían estar las pocas antorchas que aún ardían. Pero me incliné —o mejor, me acuclillé— ante lo inevitable, con la pretendida ilusión de estar donde no estaba.

Cuando terminé, volví a la habitación y me dirigí hacia el incómodo barril de agua. Entonces, por un dificultoso momento, me pregunté si sería el correcto.

—Es ése —señaló la voz de Mwabao Mawa, llegando desde los almohadones.

Me limpie y me tendí sobre otro montón. Eran demasiado blandos, y pronto los eché a un lado para dormir sobre el suelo de madera, que era más confortable; algo intermedio habría sido mejor.

Antes de dormirme, sin embargo, escuché a Mwabao Mawa, que me preguntó con voz soñolienta:

—Si no te desvistes para dormir ni para dejar caer, ¿te desvistes para el sexo?

A lo que simplemente respondí, también con voz soñolienta:

—Eso es algo que indico solamente a aquéllos que tienen alguna razón práctica para poseer tal conocimiento —y esta vez su risa me indicó que me había ganado una amiga, y dormí apaciblemente toda la noche.

Me despertó un sonido. En un edificio donde además de norte, sur, este y oeste hay también arriba y abajo, no pude distinguir de dónde procedía. Pero me di cuenta que era música. Alguien estaba cantando, y a la voz, que era distante, se le unió muy pronto otra, mucho más cercana. Las palabras no eran claras, y también era posible que no fueran palabras. Pero escuché, complacido por el sonido.

No había armonía, al menos de las que yo pudiera reconocer. Por el contrario, parecía que cada voz buscaba su propio placer, sin ninguna relación con la otra. Y sin embargo había, pese a todo, algún tipo de interacción, a algún nivel sutil —o quizá meramente rítmico—, y cuando se les unieron más voces la música se convirtió en algo completo y hermoso.

Noté un movimiento, y me volví para ver que Mwabao Mawa estaba mirándome.

—La canción de la mañana —susurró—. ¿Te gusta?

Asentí, y ella asintió también en respuesta, me hizo una seña, y se dirigió hacia una cortina. La apartó a un lado y se quedó inmóvil en el borde de la plataforma, desnuda, mientras la canción proseguía. Yo me sujeté al poste del ángulo de la casa, y observé lo que ella miraba.

Miraba hacia el este, y la canción parecía dirigida al sol. Y mientras yo miraba, Mwabao Mawa abrió la boca y empezó a cantar, no suavemente, como había hecho el día anterior, sino a plena voz; una voz que resonaba entre los árboles, que parecía alcanzar el mismo suave acorde que había sido entonado originalmente entre los árboles… Y al cabo de un momento me di cuenta de que se había producido silencio, excepto por su voz; mientras ella cantaba una serie de rápidas notas que parecían carecer de algún esquema melódico pero que no obstante quedaron impresas indeleblemente en mi memoria y en mis sueños desde entonces, el sol surgió en algún lugar por encima del horizonte, y aunque no pude verlo debido a las hojas que había encima de mí, por el repentino resplandor del verde techo supe que había amanecido.

Entonces todas las voces brotaron de nuevo, cantando juntas por unos pocos instantes. Y luego, como a una señal, callaron.

Permanecí de pie, inmóvil, sujeto al poste, hasta que Mwabao Mawa cerró las cortinas.

—La canción de la mañana —dijo, sonriendo—. Fue una velada demasiado buena como para no celebrarla hoy.

Y luego preparó el desayuno…, la carne de un pequeño pajarillo, y un fruto que desconocía cortado a finas rodajas.

Pregunté; me dijo que el fruto era de los árboles donde vivían los nkumaios.

—Lo comemos así como los habitantes del suelo comen pan o patatas —tenía un extraño sabor; no me gustó, pero era comestible.

—¿Cómo atrapáis a los pájaros? —pregunté—. ¿Utilizáis halcones? Si les disparáis, caerán siempre al suelo…

Sacudió la cabeza, y aguardó que su boca quedara vacía para responder:

—Le diré a Profesor que te muestre dónde están las redes para pájaros.

—¿Profesor? —pregunté. Y como si mi pregunta hubiera sido una señal, allí estaba, de pie frente a la entrada, llamando suavemente:

—De la tierra al aire.

—Y al nido, Profesor —respondió Mwabao Mawa, salió del dormitorio y entró en la habitación donde esperaba el Profesor. La seguí reluctante, dando el corto salto a la otra habitación, y luego, sin siquiera decir adiós, seguí a Profesor fuera de la casa. No dije adiós pues no tenía la menor idea de lo que debían decirse dos mujeres que apenas se conocían, y porque ella ya había desaparecido tras las cortinas antes de que yo pensara en volverme y decirle algo.

Subir era algo terrible, pero bajar era infinitamente peor. Trepar por una escalerilla de cuerda significa que primero se alcanzan las plataformas con las manos, de modo que luego uno mismo puede izarse hasta la seguridad. Pero para bajar antes hay que tenderse sobre el estómago y dejar que los pies cuelguen en el vacío, extenderlos y buscar con los dedos un travesaño, sabiendo que si se fracasa en eso y se busca demasiado abajo, no habrá posibilidad de izarse de nuevo…

Pero yo sabía que dependía de mi habilidad para trasladarme de un lugar a otro para conseguir mi propósito en Nkumai, así que me empeñé en no dejarme dominar por el miedo. De modo que cegué mi visión periférica y troté detrás de Profesor. Él, por su parte, hoy no intentaba impresionarme tanto como ayer, y así el camino fue más fácil. Y descubrí que las maniobras que resultaban dificultosas y aterradoras cuando se las realizaba lentamente eran mucho más fáciles —y mucho menos aterradoras— cuando se las realizaba rápidamente. Un puente de cuerdas es fácil de cruzar a la carrera…, pero andando tímidamente se balancea a cada paso. Y cuando Profesor tomó una cuerda colgante con un nudo en el extremo y se lanzó con toda facilidad de una plataforma a otra, a través de un abismo que nadie en su sano juicio cruzaría, yo simplemente me eché a reír, agarré la cuerda cuando me la lanzó de vuelta, y crucé tan rápidamente como él. No era difícil después de todo, y así se lo dije.

—Por supuesto que no —respondió—. Me alegra que aprendas tan rápido.

Pero mientras trotábamos por una rama descendente pregunté.

—¿Qué habría ocurrido si no hubiera alcanzado la otra plataforma, si me hubiera equivocado de orientación, o si no me hubiera impulsado lo suficiente?

Después de un momento de reflexión, dijo:

—Habríamos tenido que enviar a un muchacho cuerda abajo balanceándose todo el camino, para que la cuerda alcanzara una u otra plataforma.

—¿Puede la cuerda soportar a dos personas haciendo eso? —pregunté.

—No —respondió—, pero no lo habríamos hecho de inmediato.

Traté de no pensar en mí colgando impotente sobre la nada, mientras docenas de nkumaios aguardaran impacientes a que las fuerzas me fallaran y me dejara caer (esas palabras ya no tenían para mí el mismo significado que ayer), para que la cuerda pudiera ser recuperada y siguiera cumpliendo con su misión.

—No te preocupes —dijo finalmente Profesor—. Muchas de esas cuerdas colgantes disponen de una cuerda guía que permite tirar de ellas en un sentido u otro.

Le creí, pero nunca vi una cuerda colgante con una cuerda guía. Probablemente estaban en otra parte de Nkumai.

Nuestra primera parada fue en la Oficina de Servicios Sociales.

—Deseo ver al rey —dije, tras explicar quién era.

—Maravilloso —dijo el viejo nkumaio que permanecía sentado sobre un almohadón cerca del poste de la esquina de la casa—. Me alegro por ti.

Aquello fue todo. Aparentemente no iba a decir nada más.

—¿Por qué te alegras? —pregunté.

—Porque es bueno para todo ser humano poseer un deseo insatisfecho. Hace que la vida sea mucho más significativa.

Me quedé perplejo. En un caso similar en Mueller, si yo hubiera traído a un embajador a una oficina del gobierno, habría ordenado inmediatamente el estrangulamiento de un oficial tan recalcitrante. Pero Profesor simplemente se quedó allí, de pie, sonriendo. Gracias por la ayuda, amigo, dije en silencio, y procedí a preguntar si ése era el lugar correcto.

—¿Para qué?

—Para obtener la autorización para ver al rey.

—Eres persistente…, ¿eh? —dijo.

—Sí —respondí, decidido a seguir el juego bajo sus reglas, si era necesario, pero a vencer pese a esas mismas reglas.

Y así transcurrió toda la mañana, hasta que finalmente el hombre hizo una mueca y dijo:

—Estoy hambriento, y un hombre tan pobre y mal pagado como yo debe aprovechar todas las oportunidades de comer que se le presenten.

La insinuación era clara. Tomé un anillo de oro de mi bolsillo.

—Por casualidad, señor —dije—, recibí esto como regalo. Y no puedo conservarlo si un hombre como tú puede obtener de él mucho más provecho que yo.

—No podría aceptarlo —dijo—, pobre y mal pagado como soy. Pero mi trabajo es alimentar a aquellos aún menos afortunados que yo, en nombre del rey. Aceptaré tu regalo a fin de entregárselo a los pobres —y diciendo esto se excuso y se marchó a otra habitación, a comer.

—¿Qué hacemos? —pregunté a Profesor—. ¿Nos vamos? ¿Esperamos? ¿Simplemente he malgastado una perfecta tentativa de soborno?

—¿Soborno? —dijo Profesor, suspicaz—. ¿Qué soborno? El soborno está penado con la muerte.

Suspiré. ¿Quién podía comprender a esa gente?

El oficial regresó, sonriente.

—Oh, querida amiga —dijo—, mi dama. Acabo de pensar en algo. Aunque yo no puedo ayudarte, conozco a un hombre que sí puede. Vive ahí encima, y vende cucharas de madera talladas. Pregunta simplemente por el Tallador de Cucharas que Hace la Cuchara a Través de la que es Posible Ver la Luz.

Nos fuimos, y Profesor palmeó mi hombro.

—Muy bien hecho. Solo nos ha tomado un día…

Yo estaba un tanto irritado.

—Si sabías que ese Tallador de Cucharas era el hombre al que debía ver, ¿por qué me trajiste aquí?

—Porque Tallador de Cucharas —dijo, sonriendo pacientemente— no se molestaría en hablar con nadie que no le fuera enviado por el Oficial Que Gana con el Cambio Exterior.

Y bien sabía yo cómo ganaba.

El Tallador de Cucharas que Hace la Cuchara a Través de la que es Posible Ver la Luz no dispuso de tiempo para verme aquel día, pero me dijo que volviera al día siguiente. Y así seguí a Profesor a través del laberinto de árboles, y me mostró una red para pájaros que estaba siendo tendida entre los árboles.

—En una semana o así estará lista para dejarla caer. Parece muy densa cuando está enrollada, pero cuando se la desenrolla entre los árboles es tan fina que apenas se ve —me hizo ver que la malla de la red era suficientemente grande como para que la cabeza de un pájaro pasara por ella, pero suficientemente pequeña como para decapitarlo o estrangularlo, a menos que el pájaro pudiera sacar la cabeza retrocediendo en línea recta, lo cual era imposible para la mayoría de las aves—. Y al terminar el día, recogemos la red, la subimos y distribuimos la comida.

—¿Distribuís? —pregunté.

Y entonces recibí una disertación acerca de cómo en Nkumai todo pertenecía a todos, y nunca se había utilizado ningún tipo de moneda porque nunca nadie había sido pagado.

Sin embargo, rápidamente aprendí que de hecho todo el mundo era pagado. Yo podía ir a Tallador de Cucharas, por ejemplo, y pedirle que me hiciera una cuchara, y él aceptaría de buen grado y me la prometería para dentro de una semana. Pero al final de la semana se habría olvidado, o habría tenido demasiado trabajo, de modo que simplemente me la habría postergado. Seguiría manteniendo su promesa y postergándola una y otra vez… Hasta que yo le hiciera algún favor, por pura bondad de mi corazón.

El favor que hacía Mwabao Mawa era que de tanto en tanto se asomaba por el borde de su casa y cantaba la canción de la mañana, o la canción de la tarde, o la canción de los pájaros, o cualquier otra canción. Era suficiente… Nunca pasaba hambre, y a menudo tenía tanta comida y tantas posesiones que debía regalarlas.

Los pobres eran aquellos que no poseían nada de valor que ofrecer. Los estúpidos. Los desprovistos de talento. Los perezosos. Eran tolerados; eran alimentados… parcamente. Sin embargo, no eran considerados como carentes de toda importancia en la vida. También poseían nombres.

Llevaba casi dos semanas en Nkumai, y la vida se iba haciendo normal, cuando finalmente conseguí ver a alguien que poseía auténtico poder. Era el Oficial Que Alimenta a Todos los Pobres, y Profesor se inclinó ligeramente ante él cuando entramos en su casa.

Pero la entrevista resultó inútil. Poca conversación, algunas preguntas acerca de mi país natal (hacía tiempo que me había inventado mi propia concepción de los que podía ser Bird, puesto que no tenía otra forma de responder a las preguntas que muchos nkumaios me hacían por todas partes), y una discusión sobre la conciencia social en Nkumai. Y una invitación a cenar dentro de unos pocos días.

—Cuando encienda dos antorchas —dijo.

Y me fui, insatisfecho.

Me sentí aún más insatisfecho cuando Profesor se rió de mí y me dijo que mi ascensión a través del gobierno parecía haber llegado a su fin.

—¿Qué le darás a él? —preguntó.

Me abstuve de hacerle notar que él admitía tácitamente que yo, después de todo, estaba sobornando a los oficiales nkumaios. Simplemente sonreí y le mostré uno de mis preciosos anillos de hierro.

Él también se limitó a sonreír, al tiempo que abría sus ropas para descubrir un pesado amuleto de hierro que colgaba de su cuello.

—¿Hierro? Tenemos mucho de eso. El hierro le serviría a Tallador de Cucharas, o a Maestro de los Pájaros, pero ¿a Oficial que Alimenta a Todos los Pobres…?

—¿Qué tipo de regalo apreciaría?

—Quién sabe —respondió Profesor—. Nadie le ha dado nunca algo que sirviera. Pero deberías sentirte orgullosa de ti, mi Dama. Has conseguido hablar con él…, que es más de lo que muchos embajadores han sido capaces de lograr.

—Oh, qué maravilla —dije—. Haber hablado con él…

Insistí a Profesor acerca de que conocía el camino de vuelta a casa de Mwabao Mawa sin su ayuda, y finalmente se encogió de hombros y me dejó ir solo. Recorrí el espacio rápidamente, y me sentí orgulloso de ver lo bien que me desenvolvía viajando entre las copas de los árboles. Incluso me tomé unos breves momentos para trepar por algunas ramas sin señales, sólo por el simple placer de hacerlo, y aunque seguía evitando mirar hacia abajo, consideré que era un agradable desafío el de conquistar una meta difícil. Era casi de noche cuando llegué a casa de Mwabao y la llamé.

—Entra en el nido —dijo, sonriendo—. He oído que has visto a Oficial que Alimenta a Todos los Pobres —comentó mientras me servía la cena.

—Algún día tendrás que dejarme cocinar una comida como las que preparamos en Bird —dije, pero ella se echó a reír. Y luego pregunté—: ¿Por qué me habéis recibido, Mwabao Mawa, si no tenéis realmente intención de dejarme ver al rey?

—¿Al rey? —preguntó, sonriendo—. Nadie ha tenido ninguna intención en absoluto. Preguntaron quién aceptaría vivir contigo, y como yo tengo suficiente comida, me ofrecí. Ellos lo aceptaron.

—¿Cómo vosotros, los nkumaios, esperáis entablar relación con el mundo —dije irritadamente—, si os negáis a permitir que los embajadores vean a vuestro rey?

Ella tendió su mano y acarició suavemente mi mejilla, aún imberbe.

—Nosotros no negamos nada, pequeña Lark —dijo, y sonrió—. No seas impaciente. Nosotros en Nkumai hacemos las cosas a nuestra manera.

Me aparté de su mano, resuelto a dejar que alguien me viera irritado; ya era tiempo…

—Todos vosotros me decís que el soborno está prohibido, y sin embargo he debido abrirme camino a punta de sobornos a través de una docena de entrevistas. Todos vosotros me decís que lo compartís todo, que nadie compra ni vende, y sin embargo he visto compras y ventas como cambalacheos de buhoneros. Y luego me dices que no se me niega nada, pero no encuentro más que impedimentos.

Me puse de pie y me alejé de ella irritadamente.

Mwabao no dijo nada durante un rato, y yo no pude volverme y decir algo más, o perdería algo…, perdería el momento del impacto. Era un callejón sin salida, hasta que ella empezó a cantar con una voz de niñita, nada que fuera parecido a sus canciones habituales:

—El pájaro ladrón busca bayas, pero sólo atrapa abejas; dice: «sé como comer y dormir, ¿pero qué voy a hacer con ésas?».

—Seguirlas —dije, aún vuelto de espaldas— hasta descubrir su miel —y luego me di la vuelta para hacerle frente y dije—: ¿Pero dónde están las abejas, Mwabao Mawa? ¿A quién debo seguir, y dónde está la miel?

Ella no respondió, simplemente se puso en pie y salió de la habitación…, pero no hacia el dormitorio, que ya conocía bien. En vez de eso entró en una de las habitaciones prohibidas de atrás, y puesto que ella no dijo nada en contra, la seguí. Tras un corto trayecto por una rama de no más de un metro de grosor me encontré en una habitación de brillantes cortinas donde había alineadas unas cajas de madera. Ella había abierto una de ellas, y rebuscaba en su interior.

—Aquí está —dijo cuando encontró lo que había estado buscando—. Lee esto —y me extendió un libro.

Lo leí aquella noche. Era una historia de Nkumai, y era la más extraña historia que jamás hubiera leído. No era larga, y no contenía relatos de guerra ni de invasiones o conquistas. En lugar de eso había una lista de Cantantes con sus correspondientes biografías, de Escultores en Madera y Danzarines Entre los Arboles, de Profesores y Constructores de Casas. Era, de hecho, una relación de nombres y sus explicaciones; por qué había recibido su nombre Escultor en Madera que Enseñó al Árbol a Colorear su Madera, cómo había ganado su título Buscador que Vio el Frío Mar y lo Trajo a Casa en un Cubo. Y mientras leía las breves historias empecé a comprender a los nkumaios. Un pueblo pacífico, que era sincero en su creencia de igualdad, pese a su tendencia a despreciar a aquellos que tenían poco que ofrecer… Un pueblo que estaba perfectamente aunado con su mundo de altos árboles y fugaces pájaros.

Pero mientras leía a la luz de una gruesa vela, empecé a notar las contradicciones. ¿Qué recurso podía haber desarrollado un pueblo tal que interesara al Embajador? ¿Y qué había hecho que bajaran de los árboles y fueran a la guerra, utilizando el hierro para conquistar Drew y Allison, y quizás otras naciones ya?

Mientras pensaba esto empecé a darme cuenta de otras contradicciones. Aquélla era la capital de Nkumai, y sin embargo nadie parecía consciente o ni siquiera interesado en el hecho de que acababan de ganar una guerra. No había esclavos de Allison o Drew que caminaran torpemente y con mil precauciones entre los árboles. No había ninguna riqueza repentina procedente de los tributos e impuestos. Ni siquiera había la menor señal de orgullo por lo conseguido, aunque nadie las había negado cuando yo hice mención de sus victorias.

—¿Aún estás leyendo? —susurró Mwabao Mawa en la oscuridad.

—No —dije—. Estoy pensando.

—Ah —respondió—. ¿En qué?

—En vuestra extraña, extraña nación, Mwabao.

—¿Extraña? Yo la considero confortable —parecía como divertida; su voz insinuaba una sonrisa.

—Habéis conquistado un imperio más grande que muchas de las demás naciones, y sin embargo tu pueblo no es militar, ni siquiera violento.

Dejó escapar una risita ahogada.

—No violento. Eso es bastante cierto. Tú en cambio sí eres violenta. Profesor me ha contado que mataste a dos hombres que intentaron violarte en uno de los caminos de Allison.

Aquello me sorprendió. Así que habían estado investigando mis pasos… Me sentí intranquilo. ¿Hasta dónde habían llegado? Tendría que haber dicho que procedía de Stanley, al otro lado del mundo respecto a Nkumai… Pero tan solo en Bird gobernaban las mujeres. Luego me dije que un alto y negro nkumaio no podría cruzar Robles o Jones para ir a investigar en Bird, del mismo modo que yo no podía saltar de la casa de Mwabao y alcanzar el suelo para echar a correr.

—Si —admití—. En Bird las mujeres somos entrenadas a matar en formas secretas, de otro modo los hombres conseguirían muy pronto poder sobre nosotras. Pero Mwabao, ¿por qué habéis ido los nkumaios a la guerra?

Fue su turno de permanecer silenciosa durante un momento, y luego dijo simplemente:

—No lo sé. Nadie me ha pedido a mí que fuera. Tampoco habría ido.

—¿Dónde habéis conseguido los soldados, entonces?

—Entre los pobres, por supuesto. No tienen nada que ofrecer que alguien desee. Pero supongo que la guerra les ha permitido dar lo único de que disponían. Sus vidas. Y su fuerza. La guerra es fácil, después de todo. Incluso un estúpido puede llegar a ser un soldado.

Y recordé a los pavoneantes y bravucones hombres de Nkumai, armados con hierro y dispuestos a abusar de la atemorizada población de Allison. Por supuesto. Lo peor de Nkumai, la gente más despreciada, por fin en una posición de poder sobre otros. No era extraño que lo usaran, y que abusaran incluso de él.

—Pero no es eso lo que tú deseas saber —dijo Mwabao.

—Oh.

—Tú has venido aquí para otras cosas distintas.

—¿Qué? —pregunté. Sentía ese desagradable miedo que sienten los niños cuando están a punto de ser descubiertos en el juego del escondite.

—Has venido aquí para averiguar cómo obtenemos nuestro hierro.

La frase quedó colgando en el aire. Si decía que sí, podía imaginarla gritando fuertemente en la oscuridad de la noche, y un millar de voces oyéndola, y mi cuerpo arrojado de la plataforma a la oscuridad del abismo. Pero si lo negaba, tal vez me perdería una oportunidad, posiblemente la única oportunidad de enterarme de lo que deseaba saber. Si Mwabao era efectivamente una rebelde, como había sospechado, podía estar deseando decirme la verdad. Pero si trabajaba para el rey (¿su amante?), podía estar conduciéndome a una trampa.

Sé ambiguo, me había enseñado siempre mi padre.

—Todo el mundo sabe de dónde obtenéis el hierro —dije tranquilamente—. De vuestro Embajador, de los Observadores, como todos los demás.

Se echó a reír.

—Muy hábil, muchacha. Pero tú tienes un anillo de hierro, y piensas que tiene un gran valor —¿sabía todo lo que había dicho y hecho aquellas dos semanas?—, y si tu pueblo está obteniendo hierro, aunque solamente en pequeña cantidad, se sentirá ávido por descubrir lo que nosotros estamos vendiéndole al Embajador.

—No he preguntado a nadie nada referente a esos asuntos.

Rió quedamente.

—Por supuesto que no. Por eso aún estás aquí.

—Evidentemente, siento curiosidad. Pero estoy aquí para ver al rey.

—El rey, el rey, el rey; eres como todos los demás, siempre yendo tras mentiras y sueños vacíos. Hierro. Deseas saber qué hacemos para conseguir hierro. ¿Para qué? ¿Para lograr que dejemos de hacerlo? ¿O para intentar hacer vosotras lo mismo, y conseguir así tanto hierro como nosotros?

—Nada de eso, Mwabao Mawa, y quizá no debiéramos hablar de tales cosas —dije.

Pero estaba seguro de que ella seguiría, que estaba deseosa de seguir.

—Pero si eso es precisamente lo absurdo —dijo, y me pareció oír una maliciosa insinuación propia de una niñita en su voz—. Se toman todas esas precauciones, te mantienen custodiada por mí o por Profesor durante todo el día, cada día, y sin embargo te es totalmente imposible detener ni duplicar lo que hacemos.

—Si es imposible, ¿por qué os preocupáis?

Se rió; una risita falsa esta vez, como la de un niño. Y dijo:

—Solo por si acaso. Solo por si acaso, Dama Lark —y luego se puso en pie bruscamente, aunque ya se había desvestido para dormir, y salió de la habitación directamente hacia la otra de las cajas de libros y demás.

Iba tras las otras cosas.

La seguí, y llegué justo a tiempo para agarrar una túnica negra que me lanzaba.

—Abandonaré la habitación para que puedas vestirte —dijo.

Cuando regresé al dormitorio, ella aguardaba impaciente… Iba arriba y abajo, canturreando suavemente para sí misma. Cuando entré vino hacia mi, y puso sus manos en mis mejillas. Había algo caliente y pegajoso en ellas, y dejó escapar una risita cuando me miró.

—¡Ahora eres negra! —susurró, y procedió a decorar mis manos y muñecas, y luego mis pantorrillas y pies.

Mientras embadurnaba mis pies, deslizó una mano hacia arriba por mi pierna, pasada la rodilla, y retrocedí bruscamente, asustado de que, jugando a divertirse, descubriera lo que no era tan divertido.

—¡Cuidado! —gritó.

Miré a mis espaldas y me di cuenta de que estaba justo al borde de la plataforma. Di un paso adelante.

—Lo siento —dijo—. ¡No volveré a ofender tu pudor! Estaba jugando, solo jugando…

—¿Qué es lo que ocurre? —pregunté—. ¿Por qué haces esto?

—Yo puedo viajar de noche así —dijo, haciendo girar su cuerpo desnudo ante mí—, y nadie podrá verme de lejos. Pero tú, blanca como un lirio y con un cabello tan largo, Dama Lark…, puedes ser vista a un kilómetro de distancia.

Echó una ajustada capucha sobre mi cabeza y me tomó de la mano hacia el borde de su casa.

—Te llevaré conmigo —dijo—, y si te gusta lo que vas a ver, entonces deberás concederme un favor a cambio.

—De acuerdo —dije—. ¿Cuál es el favor?

—Nada difícil —dijo—, nada difícil —y penetró en la noche.

La seguí. Era la primera vez que intentaba viajar en la oscuridad, y repentinamente mi pánico regresó. Sentí temor de correr incluso por las ramas más gruesas… ¿Qué ocurriría si me desviaba apenas un poco del sendero? ¿Cómo podría ver adónde llegaría con mi salto con las cuerdas oscilantes? ¿Cómo esperaba mantener el pie en ningún lugar?

Pero Mwabao Mawa me condujo bien, y en los lugares difíciles tomó mi mano.

—No intentes ver —observó en un susurro—. Simplemente sígueme.

Tenía razón. La luz, que solamente procedía de las estrellas y del suave resplandor de Disidencia, era más perjudicial que beneficiosa, difundida entre las hojas. Y cuanto más descendíamos, más oscuro estaba.

No había abismos que cruzar con cuerdas colgantes. Lo agradecí.

Y finalmente llegamos a un lugar donde me dijo que me detuviera. Lo hice, y entonces me dijo:

—Y bien…

—¿Y bien… qué? —repliqué.

—¿Puedes olerlo?

No había pensado en oler. Inspiré lentamente, abrí mi boca y probé el aire a través de mi nariz y mi lengua, y era delicioso.

Era exquisito.

Era un sueño de hacer el amor con una mujer a la que siempre se hubiera deseado pero que nunca se hubiera esperado conseguir.

Era un recuerdo de guerra, con la avidez de la sangre y la alegría de sobrevivir a través de un mar de inquietas lanzas y hachas de obsidiana.

Era la esencia del descanso tras un largo viaje por mar, cuando la tierra huele a bienvenida y las mieses ondulantes en las llanuras parecen ser otro mar, pero uno por el que es posible andar sin necesidad de bote, uno en el que es posible sumergirse y vivir. Y me volví hacia Mwabao Mawa, y supe que mis ojos estaban muy abiertos por la sorpresa, pues se echó a reír.

—El aire de Nkumai —dijo.

—¿Qué es? —le pregunté.

—Muchas cosas combinadas —dijo—. El aire que brota de una ciénaga malsana debajo de nosotros. La fragancia que cae de las hojas. El olor de la madera vieja. Los últimos vestigios de la lluvia. Los restos de la luz del sol. ¿Qué importa?

—Y esto es lo que vendéis…

—Por supuesto. ¿Para qué otra cosa te habría traído hasta aquí? Aunque el olor es mucho más fuerte de día, cuando lo capturamos en botellas.

—Olores —dije, y sonaba divertido—. Olores de una ciénaga gasógena. ¿Los Observadores no pueden sintetizarlo?

—Todavía no —dijo—. Al menos, siguen comprándolo. Resulta divertido, Dama Lark, que la humanidad sea capaz de viajar entre las estrellas más rápido que la propia luz, y sin embargo aún no sepamos qué es lo que produce olores.

—Claro que lo sabemos —dije.

—Sabemos a qué huelen las distintas cosas —respondió—, pero nadie sabe qué es lo que viaja de la sustancia hacia los nervios olfativos.

No pude discutirle, puesto que realmente no sabía distinguir un nervio olfativo de un hueso occipital. Era mejor que lo dejara… Pero otra cosa que había dicho me intrigó:

—¿Más rápido que la luz? Cualquier escolar sabe que eso es imposible. Nuestros antepasados fueron trasladados a Traición en naves estelares que necesitaron de centenares de años de sueño para llegar hasta aquí.

—¿Crees que los hombres dejaron de aprender, simplemente porque nuestros antepasados ya no estaban con ellos? En tres mil años de aislamiento, nos hemos perdido los más grandes logros de la humanidad.

—Pero más rápido que la luz… ¿Cómo pudieron conseguirlo? —pregunté.

Sacudió la cabeza, una débil mancha grisácea en la grisura de la noche, moviéndose tenuemente.

—Decía solamente. Charlar por charlar… Regresemos —propuso.

Y de ese modo volvimos sobre nuestros pasos. Pero cuando estábamos a medio camino, subiendo por una escalerilla de cuerda, una voz susurró débilmente en la noche, encima de nosotros.

—Alguien en la escalera.

Mwabao Mawa se quedó inmóvil delante de mí, y yo hice lo propio. Luego sentí que la escalerilla se sacudía débilmente, y su pie descendió cerca de mi rostro. Así que debíamos volver a bajar, me dije, y ya me disponía a descender cuando su pie giró y se ancló debajo de mi brazo, deteniendo mi movimiento. Así que esperé, mientras ella bajaba por el lado opuesto de la escalerilla hasta situarse a la misma altura que yo…, sus pies en el travesaño inferior al mío, de modo que sus labios no quedaban lejos de mi oído.

El sonido no era audible a un metro de distancia.

—Primera plataforma. Lávate la cara. Vas a visitar al Oficial que Alimenta a Todos los Pobres. Dos antorchas.

Así que proseguimos nuestra ascensión, y alcanzamos la primera plataforma, donde afortunadamente —una extraña casualidad, pues no era común— había un barril de agua. Me lavé la cara tan silenciosamente como me fue posible, mientras Mwabao Mawa subía y bajaba una y otra vez los últimos tres metros de la escalerilla, a fin de que cualquiera que estuviera observando en la noche no sospechara que nos habíamos detenido.

Cuando terminé mi lavado, que incluyó además manos y pies, trepé por la escalerilla tras ella.

—No —susurró Mwabao Mawa, y al poco estábamos en la plataforma; ella me pedía, en voz baja, por supuesto, que le entregara mis ropas.

—No puedo —susurré.

—Llevas ropa interior debajo, ¿no? —preguntó ella, y yo asentí—. Bueno, no pueden descubrirme desnuda entre los árboles. No pueden.

Pero seguí negándome, hasta que finalmente dijo:

—Entonces dame tu ropa interior.

Acepté eso, y rebusqué bajo mi túnica para soltar mis pantalones y mi corpiño. Los pantalones resultaban demasiado estrechos para sus caderas, pero de todos modos consiguió ponérselos. El corpiño, en cambio, le iba estupendamente… Una repugnante prueba de la medida en que se había desarrollado mi pecho.

Y al mismo tiempo constaté algo mucho peor. Mientras deslizaba el corpiño fuera de mis hombros noté que se había enganchado en algo… No había nada ahí en lo que pudiera trabarse, lo cual significaba que algo nuevo estaba creciendo…

¿Un brazo? Entonces disponía de menos de una semana para extirparlo, y su posición no era la más adecuada como para que pudiera hacerlo solo. ¿Podría recurrir a un cirujano nkumaio (si es que los había) y pedirle que me extirpara un brazo extra?

Pero la momentánea alarma que me había invadido se transformó en alivio cuando llegué a la conclusión de que, simplemente, podía marcharme. Simplemente, simplemente. Tenía ya lo que buscaba. Podía hacer la gran demostración de abandonar Nkumai disgustado por el trato recibido; podía regresar junto a mi padre, y decirle lo que los nkumaios vendían al Embajador.

Aire perfumado.

Sentía ganas de echarme a reír, pero estábamos trepando de nuevo por la escalerilla. Y mientras pensaba en lo cerca que había estado de soltar mi risa, se me ocurrió que las vaharadas del aire de los bosques nkumaios sobre las perniciosas ciénagas podían ser peligrosas. Reservas con las que normalmente podía contar, reflejos de lo que estaba seguro, podían dejar de funcionar aquella noche.

Finalmente alcanzamos las plataformas donde vigilaban los guardias.

—Alto —dijo un seco susurro, y luego unas manos sujetaron mis muñecas y me izaron hasta la plataforma.

Desgraciadamente no estaba preparado para ese movimiento, y fue tan solo cuestión de suerte que consiguiera mantener un pie apoyado en el travesaño de la escalerilla. No obstante, quedé suspendido sobre el abismo, con un pie en la escalerilla y un brazo sujeto del apretón firme de uno de los guardias.

—Cuidado —dijo Mwabao—. Cuidado, es una habitante del suelo, puede caer.

—¿Quiénes sois?

—Mwabao Mawa y Dama Lark, la embajadora de Bird.

Un gruñido de reconocimiento, y alguien tiró de mí hacia la plataforma, hasta que mis espinillas tocaron el borde. Trepé torpemente hacia la madera firme hasta caer sobre una rodilla.

—¿Qué es lo que estáis haciendo, así, errantes por la oscuridad? —insistió la voz.

Decidí dejar que Mwabao respondiera. Ella explicó que me estaba conduciendo a mi cita con el Oficial que Alimenta a Todos los Pobres.

—Nadie ha sacado antorchas —dijo la voz.

—Él sí.

—¿Él habrá sacado antorchas?

—Dos antorchas —insistió ella—. Está esperando un invitado.

Susurros, y luego aguardamos mientras unos silenciosos pies se retiraban. Un guardia —o dos, pensé, tratando de oír las respiraciones— se quedaba con nosotros, mientras otro iba a comprobar. No pasó mucho tiempo antes de que regresara y dijera:

—Dos antorchas.

—De acuerdo entonces —dijo la voz—. Id. Pero en lo futuro, Mwabao Mawa, lleva una antorcha. Tenemos confianza en ti, pero no eres infalible.

Mwabao murmuró su agradecimiento, y yo hice lo mismo. Nos pusimos de nuevo en camino.

Cuando aparecieron dos antorchas brillando en la distancia, Mwabao Mawa me dijo adiós.

—¿Qué? —dije, en voz demasiado alta.

—Tranquila —insistió—. Oficial no debe saber que yo te he traído hasta aquí.

—¿Pero cómo voy a llegar hasta ahí?

—¿No puedes ver el camino?

No podía, así que ella me guió hasta más cerca, hasta que la débil luz de las antorchas iluminó el resto del camino. Me alegré de que Oficial no tuviera la misma inclinación de Mwabao hacia los accesos estrechos. Me sentí bastante seguro siguiendo el camino en la oscuridad, mientras Mwabao Mawa desaparecía en las tinieblas de entre los árboles.

Llegué a la puerta y dije, muy suavemente:

—De la tierra al aire.

—Y al nido, adelante —dijo una voz suave.

Crucé las cortinas. Allí estaba Oficial, sentado con una apariencia muy… bueno, oficial, en su túnica roja a la vacilante luz de dos velas.

—Finalmente has venido —dijo Oficial.

—Sí —dije, y añadí con toda sinceridad—: No soy muy buena viajando en la oscuridad.

—Habla bajo —pidió—, porque las cortinas ocultan poco, y el aire nocturno lleva los sonidos hasta muy lejos.

Hablé bajo. Él me preguntó acerca de por qué deseaba ver al rey y qué esperaba conseguir. ¿Qué podía decir yo? ¿Que ya no necesito verlo, pues he conseguido lo que buscaba, señor Oficial? Respondí lo mejor que pude a todas sus preguntas, y al final suspiró profundamente y dijo:

—Bien, Dama Lark. Se me ha dicho que si pasabas por mi criba, no habría forma de impedir acercarte al rey.

No podía creerlo. Ayer me habría sentido entusiasmado. Pero ahora… Esta noche lo único que deseaba era alejar mi cuerpo de Nkumai lo más rápidamente que pudiera, con aquel nuevo brazo que me estaba creciendo.

—Estoy muy agradecida, Oficial.

—Por supuesto, no vas a ir directamente de mí a él. Un guía te conducirá a la persona situada muy arriba que me ha dado sus instrucciones, y esa persona situada muy arriba te conducirá aún más arriba.

—¿Al rey?

—No sé exactamente cuán arriba está situada esa persona —dijo Oficial, sin sonreír.

Cómo es posible gobernar de esta forma, me pregunté.

Pero Oficial hizo chasquear sus dedos y apareció un muchacho, que me indicó que lo siguiera. Lo hice torpemente, y esta vez sí que había una cuerda oscilante… Pero el muchacho encendió una antorcha al otro lado, y lo hice, aunque aterrice demasiado bruscamente y me torcí un tobillo. La luxación no era importante; curó y dejó de dolerme en unos pocos minutos.

El muchacho me dejó ante una casa que no tenía ninguna luz, y me indicó que no dijera nada. Así que aguardé frente a la casa, hasta que, finalmente, un leve susurro dijo: «Entra». Y entré.

La casa estaba absolutamente a oscuras, pero una vez más me hicieron preguntas, y una vez más respondí, sin tener la menor idea de con quién estaba hablando y donde me encontraba exactamente. Pero tras media hora de esto la voz, por último, dijo:

—Ahora me iré.

—¿Y yo? —dije, estúpidamente.

—Quédate aquí. Alguien vendrá.

—¿El rey?

—La persona más cercana al rey —dijo, en voz aún más baja, y se marchó por la abertura entre las cortinas por donde había entrado yo.

Luego oí que se acercaban unos suaves pasos. Alguien entró y se sentó a mi lado. Muy cerca de mí. Y entonces se rió suavemente.

—Mwabao Mawa —dije, incrédulo.

—Dama Lark —me respondió, en un susurro.

—Pero me dijeron…

—Que te entrevistarías con la persona más cercana al rey.

—¿Y eres tú?

Se rió de nuevo.

—Así que eres la amante del rey.

—En cierto modo —dijo—. Si al menos hubiera un rey.

Necesité cierto tiempo para asimilar eso.

—¿No hay ningún rey?

—No hay un rey —respondió—, pero yo puedo hablar por aquéllos que gobiernan, tan bien como cualquier otro. Mejor que la mayoría. Mejor que la mayor parte de ellos.

—¿Pero por qué he tenido que pasar por todo esto? ¿Por qué he tenido que… sobornar mi camino hacia ti? ¡Estaba contigo todo el tiempo!

—Tranquila —dijo—. Tranquila. La noche escucha. Sí, Lark, has estado conmigo todo el tiempo. Pero tenía que saber si podía confiar en ti. Si eras o no una espía.

—Pero tú misma me mostraste el lugar. Me dejaste oler los aromas.

—Y también te mostré lo imposible que era detenernos, o duplicarnos. En las proximidades del suelo, Lark, el aire huele viciado. Y tu gente nunca podrá trepar a nuestros árboles, tú lo sabes.

Asentí.

—Entonces, ¿por qué me lo mostraste? Es tan inútil…

—No es inútil —dijo ella—. El aroma tiene otros efectos. Deseaba que tú respiraras ese aire.

Y entonces sentí que su mano retiraba la capucha de mi pelo. Tiró suavemente de un mechón.

—Me debes un favor —dijo, y me sentí bruscamente helado.

Su respiración ardía en mi mejilla y su mano acariciaba mi garganta cuando finalmente hallé la forma de salir de aquello. Al menos, una forma de retrasarlo. Mis inhibiciones se hallaban… por expresarlo de algún modo, inhibidas. Pero la inhibición a morir es muy fuerte, y no se había debilitado tanto como mi inhibición a hacer el amor con una mujer, lo cual ha sido mi costumbre por años. El problema estribaba en que existía un estímulo ante el que mi cuerpo aún reaccionaba, y sabía que si todo se descubría, el desenlace era inevitable.

—No puedo —dije.

—Puedes —dijo ella, y su fría mano se deslizó debajo de mi túnica—. Yo puedo ayudarte —dijo—. Puedo simular que soy un hombre para ti, si quieres —y empezó a tararear y a cantar una suave y extraña canción.

Casi inmediatamente aquella mano debajo de mi túnica se volvió más ruda, más fuerte, y el rostro que besaba mi mejilla se hizo rudo y barbudo. Todo, gracias a su canción. Me pregunté cómo lo conseguiría, mientras otra parte de mi mente se reía histéricamente y le gritaba silenciosamente que no ayudaría en absoluto su pretensión de ser hombre; yo aún no tendía a desear el miembro de ese sexo en particular.

Excepto que mi pecho reaccionaba como el de cualquier mujer, y empecé a sentir un auténtico miedo mientras la canción se volvía demasiado rítmica y me empujaba más profundamente al trance.

—No debo —dije, y me aparté.

Ella me siguió. ¿O él? La ilusión era poderosa. Yo sólo deseaba poder hacer lo mismo, y seguir engañándola en su creencia de que yo era una mujer. Pero no podía.

—Si sigues —dije—, me mataré.

—Tonterías —respondió.

—No he sido purificada —intenté sonar desesperado. No era difícil.

—Tonterías —repitió.

—Si no me mato yo misma, mi gente lo hará —dije—. Si no soy antes purificada.

Y finalmente se detuvo, o más bien hizo una pausa, y preguntó:

—¿En qué consiste esa purificación?

Hice un revoltijo de oficio ritual, tomado a medias de las prácticas de la gente de Ryan y a medias producto de mi propia necesidad de soledad.

Y así hice otro trayecto en la oscuridad, hasta encontrarme a solas en la habitación de Mwabao Mawa, la de las cajas y demás cosas, para «meditar».

Me había concedido a mí mismo una mañana y una tarde y una noche.

Pero no tenía la menor idea de lo que a continuación podía hacer. Mwabao estaba en la otra habitación, la que había compartido conmigo durante dos semanas. Y murmuraba suavemente una canción erótica…, que me mantenía casi en una constante excitación.

Di vueltas a la idea de extirparme los genitales, pero no podía asegurar cuánto tiempo tomaría la regeneración, o cuál sería el sexo que regeneraría… Además, hay límites para lo que un hombre puede hacer consigo mismo.

También pensé en escapar, por supuesto, pero sabía perfectamente bien que la única vía de escape pasaba por la habitación donde aguardaba alegremente Mwabao Mawa. Paseé arriba y abajo, una y otra vez, muy sigilosamente. Me preguntaba por qué había tenido la miserable suerte de terminar aprisionado en un cuerpo de mujer, con una lesbiana por carcelero, y centenares de metros de gravedad como barrotes a mi celda.

Por último llegué a que mi única esperanza, por pequeña que fuera, era la de escapar, no como una mujer sino como un hombre. A la noche siguiente, en la oscuridad, si me pintaba de negro, quizá pudiera eludir a los guardias. Si no lo conseguía y era capturado, todo lo que necesitaba era dejarme caer.

Dejarme caer, pensé con ironía. Y mi identidad como un Mueller quedaría a salvo.

¿Y cómo eludir a Mwabao? Simplemente, matándola.

¿Podría hacerlo? No era tan sencillo. Pervertida o no (y en Mueller había montones de pervertidos…, lo he leído en la historia de la familia), la apreciaba.

Pero romperle algunos huesos sería suficiente. Para silenciarla el tiempo necesario.

Lo más importante era ocultar lo que yo era. El oscurecer mi piel podría hacerlo más tarde, una vez que terminara con Mwabao. Pero los demás preparativos tenían mayor prioridad.

Empecé a buscar silenciosamente entre las cajas, con la esperanza de hallar un cuchillo. Con él podría cortar mis senos. Crecerían de nuevo, por supuesto, pero por aquella noche el tejido cicatrizante se regeneraría solamente a una carne normal, y el pecho aún no habría crecido lo suficiente como para ser apreciable. Era lo que más cabía esperar como cambio de sexo, me dije amargamente.

No encontré ningún cuchillo. En cambio descubrí varios otros libros, y una repentina curiosidad se convirtió en media hora en una concentración.

Había una historia de Traición. Yo había leído nuestra historia del planeta, por supuesto. Pero ésta era más completa en algunos aspectos. En algunos aspectos muy importantes, y empecé a darme cuenta de que había sido engañado casi por completo. Y sin embargo era tan obvio…

Lo que la historia de Mueller había omitido, y en lo que se extendía la historia de Nkumai, era en la totalidad del grupo… Todos los miembros de la conspiración que habían sido exiliados a aquel planeta carente de metales como un horrible ejemplo para el resto de la República de lo que le había ocurrido a la gente que había intentado establecer un gobierno de elite intelectual. Los hombres muertos hacía mucho tiempo que habían dado origen a las Familias me habían parecido siempre ridículos, y aún me lo parecían. ¿Quién debería gobernar a quién? La respuesta era siempre, eternamente: «Yo debería». Quienquiera fuese este «yo», significaba una ambición de poder.

Pero la historia de Nkumai pasaba revista a toda la lista de nombres. Busqué Mueller, y lo encontré. Han Mueller, un genético especializado en el hiperdesarrollo de la regeneración humana. Encontré otros. Pero el más interesante era Nkumai. Ngago Nkumai, que había adoptado un nombre pseudoafricano como un gesto de desafío, y que había conseguido una reputación en el desarrollo de las teorías físicas de la construcción del universo…, abriendo nuevas formas de ver el universo que hicieran al hombre capaz de realizar nuevas cosas.

Todo encajaba, cada parte era tan frágil que sola no probaba nada, pero todos los acontecimientos ocurridos en las semanas que había pasado en Nkumai se correspondían de tal modo que no podía dudar de mi conclusión.

El perfumado aire encima de la ciénaga no era nada sino apenas un señuelo, la estratagema que había utilizado Mwabao Mawa para llevar a aquella esbelta y atractiva chica rubia a su cama. Pero otras cosas eran ciertas. Por ejemplo, no había ningún rey. Mwabao había dicho la verdad: era un grupo el que gobernaba. Pero no un grupo de políticos. Un grupo de personas como el fundador, Ngago Nkumai. Un grupo de científicos que habían establecido nuevas formas de ver el universo… Científicos que habían inventado cosas como la Verdadera vista y el Hacer Danzar las Estrellas. Y utilizaban a Mwabao Mawa como enlace con ese gobierno que poseía Nkumai. ¿A quién utilizaban como enlace con el ejército? ¿Con los guardias? No importaba demasiado. ¿Y por qué todos en Nkumai creían que había un rey? Indudablemente había habido uno… Y quizás aún lo había, como figura decorativa. Tampoco importaba demasiado.

Lo que importaba era que Nkumai no estaba vendiendo en absoluto aromas al Embajador. Estaba vendiendo física. Estaba vendiendo nuevas formas de ver el universo. Estaba vendiendo, por supuesto, viajar más rápido que la luz, como había dejado escapar inconscientemente Mwabao Mawa y luego había intentado disimular. Y otras cosas. Cosas mucho más valiosas para los Observadores que brazos, piernas, corazones y cabezas arrancados de los cuerpos de los regenerativos radicales.

Cada Familia debía intentar, si tenía alguna esperanza de crear algo que pudiera vender al Embajador, desarrollar lo que su fundador había conocido mejor. Mueller, la manipulación genética humana. Nkumai, la física. Pensé en Bird, y sonreí. La Bird original había sido una rica componente de la alta sociedad, una mujer sin ningún talento ni habilidad. No había tenido ninguna oportunidad. Pero pese a todo había una irónica simetría en aquello: había sido muy hábil en manipular a los hombres durante toda su vida, y sus descendientes femeninos lo habían seguido haciendo. Les había transmitido todos sus conocimientos de lo que sabía hacer mejor.

Cerré el libro. Ahora resultaba mucho más urgente escapar, porque aquel descubrimiento en particular podía ser la clave de la victoria de Mueller sobre Nkumai. Y yo podía —estaba seguro de poder— adiestrar un ejército de Mueller capaz de combatir en los árboles. Y podíamos —tenía la esperanza— conseguir una victoria y capturar al menos a algunas de aquellas mentes, y destruir a su Embajador. Después de todo, la población básica de Nkumai estaba escasamente equipada para la lucha, mientras que la población básica de Mueller estaba educada en el cuchillo y la espada y el arco. Podíamos conseguirlo.

Debíamos conseguirlo. Porque Nkumai estaba consiguiendo metal muy rápidamente, y cuando tuvieran suficiente, disponían de la tecnología suficiente para construir una nave y abandonar el planeta. Marcharse de Traición…, cosa de la que Mueller no tenía ninguna esperanza. Y una vez que Nkumai pudiera alcanzar la República, y regresar con todo el metal que sus naves pudieran transportar, ninguna Familia podía esperar resistirlos. Ellos serían los que gobernarían.

Había que detener eso.

Dejé a un lado el libro y reanudé la búsqueda de un cuchillo. Aún seguía buscando cuando las cortinas se abrieron y cinco guardias nkumaios penetraron en la habitación.

—Nuestros espías acaban de regresar de Bird —dijo uno de ellos.

—Hablad —respondí. Y maté a dos antes de que los otros consiguieran dejarme inconsciente.