2. ALLISON

La llanura cultivada se interrumpió para dejar el paso a pequeños cañones y hermosas altiplanicies, y las ovejas empezaron a ser más comunes que la gente. Libertad estaba ya baja en el oeste, y el sol comenzaba a ascender en el cielo. Hacía calor.

Yo me encontraba en una trampa. Aunque no podía divisar a nadie que viniese siguiendo mis pasos, sabía donde se hallarían los perseguidores, si había alguno (y debía suponer que los había): al sur y al este de mí, vigilando las fronteras con Wong, y al norte de mi, patrullando la larga y hostil frontera con Epson. Sólo al este no habría guardias, porque los guardias no eran necesarios allí.

Las altiplanicies estaban dando paso a riscos y picos, y seguí cuidadosamente las huellas que conducían hacia el este. Las pisadas de cien mil ovejas habían dejado aquel rastro, y era muy fácil seguirlo. Pero a veces el rastro se estrechaba entre un risco que se elevaba a la izquierda y un farallón que se hundía a la derecha. En esas ocasiones desmontaba y llevaba a Hitler de las riendas, con Himmler siguiéndole dócilmente.

Y al mediodía llegué a una casa.

En la puerta había una mujer con una lanza de punta de piedra. Era de mediana edad, de senos colgantes pero aún llenos, caderas anchas, vientre protuberante. Había fuego en sus ojos.

—¡Baja del caballo y vete de mi casa, condenado intruso! —gritó.

Desmonté, considerando poco amenazadora su ridícula arma. Esperaba convencerla de que me dejara descansar allí. Mis piernas y mi espalda me dolían enormemente con la cabalgata.

—Dulce dama —dije con mi voz más melosa y gentil—, no tienes nada que temer de mí.

Mantuvo su arma apuntada hacia mi pecho.

—La mitad de la gente de esas Altas Colinas ha sido robada últimamente, y de pronto todas las tropas se han encaminado al norte o al sur para perseguir al hijo del rey. ¿Cómo puedo saber que no llevas un arma y planeas robarme?

Dejé caer mi capa y abrí los brazos. Por aquel entonces la cicatriz de mi cuello no debía ser más que una línea blanca, que desaparecería pasado el mediodía. Cuando abrí los brazos mi pecho se irguió bajo mi túnica. Sus ojos se abrieron mucho.

—Tengo todo lo que necesito —dije—, excepto una cama para descansar y ropas limpias. ¿Me ayudarás?

Ella levantó la punta de la lanza y se acercó arrastrando los pies. De pronto, su mano se adelantó y apretó uno de mis senos. Lancé un grito de sorpresa y dolor.

Ella se echó a reír.

—¿Por qué vienes a la casa de la gente honesta con esas ropas engañosas? Entra, muchacha. Tengo un jergón para ti, si lo quieres.

Lo quería. Pero aunque engañando a aquella mujer había conseguido una cama, me sentí hoscamente avergonzado por mi transformación. Detestaba ser tomado por una mujer, por mucho provecho que sacara de ello.

La casa era interiormente más amplia de lo que parecía desde fuera. Luego me di cuenta de que había sido edificada en una cueva. Toqué la pared de piedra.

—Sí, muchacha, la cueva mantiene el frescor todo el verano, y en invierno detiene bastante bien el viento.

—Lo imagino —admití, dejando deliberadamente que mi voz se hiciera más alta y suave—. ¿Por qué persiguen al hijo del rey?

—Ah, niña, supongo que el hijo del rey debe de haber hecho algo terriblemente malo. La noticia ha llegado como el viento a primera hora de esta mañana, todas las tropas debían ser transferidas inmediatamente de este lugar.

—¿Y no temen que el forajido venga justamente por aquí?

Ella me dirigió una penetrante mirada. Por un momento pensé que sospechaba quién era yo, pero luego dijo:

—Por un instante pensé que estabas bromeando. ¿No sabes que a tres kilómetros de aquí empieza el bosque de Ku Kuei?

Tan cerca… Simulé ignorancia.

—¿Y eso qué significa?

Sacudió la cabeza.

—Dicen que ningún hombre o mujer que penetra en ese bosque sale vivo de él.

—¿… y cómo podrían salir muertos?

—Simplemente no salen, muchacha. Toma un poco de sopa; huele como estiércol de oveja, pero es auténtico cordero, maté uno la semana pasada y ha estado cociéndose hasta ahora.

Era buena y fuerte, y olía efectivamente a estiércol de oveja. Tras unas cuantas cucharadas me sentí tan bien como para ir a dormir; me levanté de la mesa y me fui al jergón que ella me señaló en un rincón.

Me desperté en la oscuridad. Un débil fuego crepitaba en el hogar, y vi la silueta de la mujer moverse de arriba abajo por la habitación. Canturreaba en voz baja una melodía tan monótona y hermosa como el mar.

—¿Tiene palabras? —pregunté. No me oyó, y volví a dormirme. Cuando desperté de nuevo había una vela junto a mi rostro, y la vieja mujer me miraba intensamente. Abrí mucho los ojos y ella se echó hacia atrás, un poco confundida. El frío aire de la noche me hizo dar cuenta de que mi túnica estaba abierta, mi pecho desnudo, y me cubrí.

—Lo siento, muchacha —dijo la mujer—. Pero vino un soldado que buscaba a un hombre joven de dieciséis años, llamado Lanik. Le dije que no había visto a nadie, y que aquí solamente estábamos yo y mi hija. Y puesto que tu pelo está tan corto tuve que probarle que eras una chica, ¿no? Así que abrí tu túnica.

Asentí lentamente.

—Pensé que tal vez no desearas ser reconocida por el soldado, muchacha. Y otra cosa. Tuve que dejar sueltos tus caballos.

Me senté rápidamente.

—¿Mis caballos? ¿Dónde están?

—El soldado los encontró camino adelante, muy lejos, sin nada encima. He ocultado tus cosas bajo mi propia cama…

—¿Por qué, mujer? ¿Cómo podré viajar ahora? —me sentía traicionado, pese a que sospechaba que la mujer me había salvado la vida.

—¿No tienes pies? Y creo que no desearás ir ahora tan lejos como pensabas ir con los caballos.

—¿Y dónde crees que estoy yendo?

Sonrió.

—Oh, tienes un rostro encantador, muchacha. Tan hermoso como para ser chico o chica, y de tez blanca, como el hijo de un rey. Feliz la mujer que te tenga como hija, o el hombre que te tenga como hijo.

No dije nada.

—Creo que ahora no hay ningún lugar al que puedas ir —continuó—, excepto el bosque de Ku Kuei.

Me eché a reír.

—¿Así es que podría entrar y no salir nunca?

—Esto —dijo con una sonrisa— es lo que contamos a los tontos de fuera de aquí. Pero nosotros sabemos bien que un hombre puede atravesar las pocas leguas que lo forman y alimentarse de raíces y bayas y otros frutos y salir sano y salvo. Claro que allí ocurren cosas extrañas, pero un hombre juicioso sabe evitarlas.

Por aquel entonces estaba ya completamente despierto.

—¿Cómo me has conocido?

—Hay realeza en cada uno de tus movimientos, en cada palabra que dices, muchacho. O muchacha. ¿Qué eres? Me importa poco. Solo sé que aprecio poco a esos hombres de la llanura que se creen dioses y que piensan que gobiernan sobre toda la gente de Mueller. Si tú estás huyendo del rey, tienes mi bendición y toda mi ayuda.

Nunca habría sospechado realmente que los ciudadanos de Mueller pudieran pensar de aquel modo con respecto a mi padre. Pero ahora resultaba beneficioso, aunque me pregunté cómo me habría sentido ante su actitud si aún fuese el heredero.

—Te he preparado un fardo no muy pesado de llevar, con comida y bebida —dijo—. Y espero que te guste el cordero.

Me gustaba más que morirme de hambre.

—No comas las bayas blancas en el bosque, te matarían en menos de un minuto. Y los frutos con protuberancias rugosas no los toques siquiera, y ve con cuidado en no detenerte sobre un hongo, o te infectará durante años.

—Sigo sin saber si iré hacia el bosque…

—¿Y adónde, pues, sino allí?

Me puse en pie y me dirigí hacia la puerta. Disidencia estaba alta y poco brillante, con nubes que cruzaban su rostro. Libertad aún no se había asomado.

—¿Cuándo debería partir?

—Tan pronto como salga Libertad —dijo—. Entonces te conduciré hasta el borde del bosque, y te quedarás allí hasta justo antes de la salida del sol. Luego, adentro. Irás directamente hacia el este, pero un tercio hacia el sur cuando alcances un lago. Luego, dicen que el auténtico camino a la seguridad es recto hacia el sur, hacia Jones. No sigas los senderos. No sigas ninguna figura de hombre ni de mujer que puedas ver. Y no prestes atención al día ni a la noche.

Luego, sacó ropas de mujer de un baúl y me las tendió. Estaban bastante usadas y eran viejas, pero recatadas y virginales.

—Son mías —dijo—, pero dudo que ya nunca vuelva a colocarlas sobre mi viejo cuerpo, que se ha hinchado con tanta grasa en este último año —suspiró mientras las ponía en mi fardo.

Salió Libertad y la mujer me condujo fuera de la casa por un largo camino que se dirigía al este y no era muy transitado No dejaba de charlar mientras andábamos.

—Me pregunto para qué necesitaremos las tropas… Blanden un trozo de metal duro, lo clavan en la sangre de otro, ¿y luego qué? ¿Cambia el mundo por ello? ¿Pueden los hombres volar fuera de este mundo? ¿Nos hemos visto liberados los de Traición gracias a toda esta sangre derramada? Pienso que somos como perros que luchan y se matan por un hueso, ¿y qué es lo que gana el vencedor? Tan sólo un hueso. Y ninguna esperanza de algo más tras eso. Apenas el único hueso.

Y entonces una flecha surgió de la oscuridad silbando y se clavó en su garganta. Se derrumbó muerta frente a mí.

Dos soldados aparecieron en el claro de luna, los arcos preparados. Me lancé al suelo en el preciso momento en que era lanzada la segunda flecha. Erró. La tercera me alcanzó en el hombro.

Por aquel entonces mi fardo estaba en el suelo. Había cosas que nunca habían sido enseñadas a las tropas y que mi padre había enseñado a sus hijos. Entre ellas, luchar desarmado. Así fueron ambos derribados y luego liquidados con la punta de mi daga.

Cuando ambos estuvieron inmóviles corté sus cabezas para que no pudieran regenerarse y contar lo que sabían. Tomé el mejor de sus dos arcos y todas las flechas con punta de vidrio, luego regresé adonde yacía la mujer. Arranqué la flecha de su garganta, pero vi que no se estaba regenerando. Era pues una de las más viejas ramas de la familia, demasiado pobre como para integrarse en la cadena de adelantos genéticos que habían dado como resultado obras maestras de autopreservación como la familia real, como las tropas reales.

Y monstruos genéticos como la gente de los corrales. Como yo… Hice don de mi aflicción sobre sus despojos, dejando que la sangre de mi mano manara sobre su rostro. Luego puse en su mano la flecha que había golpeado contra mi hombro, para darle poder en el otro mundo, aunque personalmente no estaba muy seguro de que tal otro mundo existiera.

Las correas de mi fardo rozaban la herida de mi hombro, y el dolor era intenso. Pero había sido entrenado para soportar el dolor, y sabía que pronto iba a curar, como la herida de mi mano. Eché andar hacia el este, siguiendo el camino, y pronto llegué bajo las sombras de los negros árboles de Ku Kuei.

El bosque apareció tan repentinamente como una tormenta, de la brillante luz de Libertad hasta las más absolutas tinieblas. Los árboles parecían eternos desde su mismo linde, como si quinientos años antes (o cinco mil, eran lo suficientemente anchos) algún gran jardinero hubiera plantado un huerto precisamente así, con los bordes claros y definidos a lo largo de una línea bien delimitada.

Y quizás haya sido así hace tres mil años más o menos, cuando las naves de la República (la maldita y asquerosa dictadura de las clases trabajadoras, como decía en los libros de texto) tomaron a los conspiradores y a sus familias y los abandonaron en el inútil planeta llamado Traición, donde quedarían exiliados hasta que dispusieran de las suficientes naves como para regresar. Naves, vaya ironía…, en un planeta cuyo metal menos maleable era la plata.

Lo único que podíamos hacer con el metal era comprarlo, para lo cual teníamos que vender algo que ellos desearan. Siglo tras siglo cada Familia iba poniendo cosas en las rejillas del Embajador; siglo tras siglo el Embajador las tomaba…, y las devolvía. Hasta que nosotros encontramos una forma de utilizar la agonía de los regenerativos radicales.

Pero algunas de las Familias no habían tomado parte en la carrera comercial con nuestros captores. Los Schwartz permanecían secretamente en su desierto, donde nadie se aventuraba; los Ku Kuei vivían en algún lugar de las entrañas de su oscuro bosque, sin abandonarlo nunca y sin ser molestados jamás por los que venían de fuera, que temían los misterios del más impenetrable bosque del mundo. La frontera oriental de Mueller siempre había sido lindante con el bosque; y sólo en aquella dirección ni mi Padre ni su Padre habían intentado nunca extender sus conquistas.

Era frío y silencioso. Ni un pájaro. Ni un insecto. Y luego el sol se levantó, y yo hice lo mismo y penetré en las profundidades de la arboleda, en dirección hacia el este pero un tercio hacia el sur.

Al principio había una ligera brisa, que luego murió; las hojas colgaban absolutamente inmóviles. Los pájaros eran raros, sólo vi uno que dormía en las ramas más altas, sin moverse. Los pequeños animales no se movían entre mis pies, y me pregunté si aquel seria el secreto de Ku Kuei…, que nada, excepto las plantas, vivía ahí.

No podía ver el sol, y así señalé mi rumbo (este y un tercio al sur, me decía una y otra vez, intentando no oírlo en la voz de la mujer… ¿Por qué debería apenarme por ella, si no la conocía?) observando el alineamiento de los árboles, y corrigiendo aquí y allá.

Anduve durante horas y horas, y siempre parecía que fuera la primera hora de la mañana según la vaga dirección de la luz más brillante, allá donde suponía que debía hallarse el sol. Los senderos corrían a izquierda y derecha, pero de nuevo seguí la voz de la vieja mujer en mi memoria, cuando dijo «no sigas los senderos». Empecé a sentir hambre. Mordisqueé un poco de cordero. Encontré bayas y las comí (pero no las blancas).

Por entonces mis piernas estaban tan cansadas que ya no podía poner una delante de la otra, y sin embargo seguía siendo de día. No podía comprender mi cansancio. En mi entrenamiento a menudo me había visto obligado a andar enérgicamente desde la salida hasta la puesta del sol, lo cual podía hacer sin excesivo cansancio. ¿Habría allí algún elemento, alguna droga en el aire del bosque, que me debilitara?

Dejé mi fardo junto a un árbol y me quedé dormido como un tronco, larga y profundamente. Tanto que cuando desperté era nuevamente de día, y me levanté y proseguí mi camino.

Un nuevo día de marcha, luego del agotamiento cuando el sol aún brillaba alto. Esta vez me obligué a continuar, más y más, hasta que mis piernas ya no pudieron seguir avanzando. Y apenas había pasado el mediodía, si mi suposición con respecto a la posición del sol era correcta.

Y entonces llegué al lago.

No era tan ancho como para que no pudiera divisar la otra orilla, pero era lo suficientemente largo como para que no viera su final, ni al norte ni al sur. El sol se reflejaba en la brillante agua. Y en efecto, no serían más de las dos de la tarde.

Me tendí junto al agua y me dormí, y desperté al día siguiente a una hora que parecía ser la misma a la que me había dormido. ¿Ese iba a ser el ritmo de todo mi viaje? ¿Unas pocas horas de marcha, el agotamiento, y luego veintisiete horas de sueño?

Las piernas me dolían cuando eché a andar de nuevo, como si me hubiera esforzado mucho más allá de lo que me permitía mi entrenamiento, lo cual sabía bien que no era cierto.

En el extremo sur del lago recordé que era allí donde la mujer me dijo que debía girar hacia el sur. ¿Pero qué podía esperar conseguir en Jones, donde nadie querría seguir a un monstruo como yo a la batalla? Mi mejor esperanza era ir a Nkumai, completar la misión que me había encomendado Padre, y quizá, probando mi lealtad, ganarme el derecho de volver a casa.

Giré hacia el este, hacia Nkumai. El viaje no cambió en absoluto. Hasta que finalmente alcancé los esbeltos árboles ragwit de corteza gris, que me dijeron que quedaban cerca de «los árboles blancos de Allison, con alba y luz entre las hojas». Por la tarde el sol brotó entre las hojas de los árboles y por unos breves instantes me encegueció. Después fui capaz de andar hasta que se hizo oscuro.

Por la mañana, un camino. Regresé entre los árboles y me cambié; me puse las ropas de chica que me había dado la mujer de las Altas Colinas. Conté mi fortuna: veintidós anillos de oro, ocho anillos de platino y, para casos de emergencia, dos anillos de hierro. Y la daga en el fardo.

Estaba inseguro acerca de qué hacer a continuación. Las últimas noticias que había oído en Mueller eran de que Nkumai estaba atacando Allison. ¿Habrían ganado? ¿O aún proseguiría la guerra?

Alcancé el camino y eché a andar hacia el este.

—Hey, pequeña dama —dijo una voz suave pero penetrante detrás de mí. Me volví y vi a dos hombres, un poco más fornidos que yo, que aún no llegaba a mi peso de adulto…, aunque había alcanzado la altura correspondiente desde los quince años. Parecían incultos, pero sus ropas tenían aspecto de ser vestigios de un uniforme.

—Soldados de Allison, por lo que veo —respondí, intentando sonar contento de verles.

El que llevaba la cabeza cubierta con un vendaje respondió con una sonrisa triste:

—Ay, si es que existe aún un Allison, con esos negros sueltos para dictar la ley.

Así que Nkumai había vencido, o estaba venciendo…

El más bajo, que no podía apartar los ojos de mi pecho, terció con una voz que sonaba oxidada, como por falta de uso:

—¿Quieres viajar con dos viejos soldados?

Sonreí. Un error. Me habían medio desvestido antes de darse cuenta de que sabía utilizar mi daga y no estaba jugando. El bajito salió huyendo, pero por la forma como sangraba su pierna no iría muy lejos. El alto estaba tendido de espaldas en el camino con los ojos en blanco, como diciendo: «Y después de todo lo que he pasado en la vida, he tenido que morir así». Cerré sus ojos. Pero me habían proporcionado el medio de entrar en la primera ciudad.

—Por las ligas de la madre de Andy Apwit, muchacha, pareces medio muerta.

—Oh, no —dije al hombre de la posada—. Medio violada, quizá.

Mientras me echaba una manta por encima de los hombros y me conducía escaleras arriba, me dijo con una risita:

—Uno puede estar medio muerto, pero en asuntos de violación es todo o nada, muchacha.

—Díselo a mis magulladuras —respondí.

La habitación que me mostró era pequeña y pobre, pero dudaba de poder encontrar algo mucho mejor en la ciudad. Lavó mis pies antes de irse; una costumbre poco habitual. Lo hizo tan suavemente que me produjo unas insoportables cosquillas, pero me sentí mucho mejor cuando hubo terminado. Una costumbre que deberíamos animar a practicar a las clases más bajas de Mueller, pensé en aquel momento. Luego imaginé a Ruva lavándole los pies a alguien, y me eché a reír.

—¿Qué es lo divertido? —preguntó él, mirándome irritado.

—Nada. Vengo de lejos, y allá no tenemos esta encantadora costumbre de lavar los pies a los viajeros.

—Que me condene si hago esto con todo el mundo. ¿De dónde eres, muchacha?

Sonreí.

—No creo que sea éste un procedimiento diplomático adecuado. Digamos que soy una mujer de un lugar donde no se acostumbra atacar a las mujeres por los caminos… Pero donde tampoco es costumbre este tipo de atenciones con un extraño.

Bajó humildemente los ojos.

—Como dice el Libro: «A los pobres dales confort y limpieza, y cuídalos mejor que a los ricos». No hago más que cumplir con mi deber, muchacha.

—Pero no soy pobre —dije. Se puso bruscamente en pie, y me apresuré a tranquilizarle—. Vivo en una casa con dos habitaciones.

Sonrió, condescendiente.

—Ay, puede que una mujer de un país como el tuyo llame a eso confort.

Cuando se fue me sentí aliviado de que hubiera una barra en la puerta.

Por la mañana me correspondió una ración del desayuno para indigentes, o sea una porción más abundante que las de la familia… El posadero, su mujer y sus dos hijos, ambos mucho más jóvenes que yo, me recomendaron que no viajara «sola».

—Llévate a uno de mis chicos contigo. No quisiera que te perdieras por el camino.

—¿Es difícil, desde aquí, hallar la capital?

El posadero me miró ceñudamente.

—¿Te estás burlando de nosotros?

Me alcé de hombros, intentando aparentar inocencia.

—¿Cómo puede ser una burla una pregunta así?

La mujer apaciguó a su marido.

—Es una extranjera, y evidentemente no le han enseñado el Camino.

—Aquí nosotros no vamos a la capital —me informó uno de los muchachos, intentando ayudar—. Eso es abandonar a Dios, lo es, y permanecemos apartados de tales cosas ostentosas.

—Entonces yo también lo haré —dije.

—Además —agregó el padre irasciblemente—, seguro que la capital está llena de morenos.

Yo no conocía la palabra. Le pregunté.

—Los hijos negros de Andy Apwit —respondió—. De Nigumai.

Debió querer decir Nkumai. Entonces los negros habían vencido. Oh, bien.

Me fui después del desayuno, con mis ropas muy cuidadosamente repasadas por la mujer del posadero. El mayor de los dos chicos me acompañó. Su nombre era Sin-Miedo. Durante el primer kilómetro o así le pregunté acerca de su religión. Había leído algo acerca de aquel asunto, pero nunca me había encontrado con alguien que realmente creyera en ello, aparte de los ritos funerarios para la próxima vida. Me sorprendí ante las cosas que sus padres le habían enseñado como verdaderas… Pero él parecía dispuesto a ser obediente, y pensé que quizás existiera un lugar para tales cosas entre las clases inferiores. Finalmente llegamos a una bifurcación en el camino. Había una señal.

—Bueno —dije—, aquí te devuelvo a tu padre.

—No irás a la capital, ¿verdad? —preguntó temerosamente.

—Por supuesto que no —mentí. Luego tomé un anillo de oro de mi fardo—. ¿Creías que la bondad de tu padre iba a quedar sin recompensa? —puse el anillo en su dedo. Sus ojos se abrieron mucho. Al parecer, era suficiente como pago.

—Pero…, ¿no eras pobre? —preguntó.

—Lo era cuando llegué —dije, intentando sonar muy místico—. Pero tras los dones que me ha prodigado tu familia, ahora soy muy rica. No le digas esto a nadie, y recomienda a tu padre que haga lo mismo.

Los ojos del muchacho se abrieron aún más. Luego dio media vuelta y echo a correr de regreso. Yo había sido capaz de sacar un buen provecho de sus historias; incluso había añadido a su tradición popular el tema de los ángeles, que parecían ser hombres y mujeres pobres a primera vista, pero que ostentaban el poder de premiar o castigar según como fueran tratados.

De hombre a mujer a ángel. ¿Cuál sería la próxima transformación…? Por favor.

—Primero el dinero —dijo el hombre tras el mostrador.

Hice destellar un anillo de platino y frunció bruscamente los ojos.

—¡Robado, juraría!

—Entonces cometerías perjurio —dije taimadamente—. Fui asaltada por violadores en uno de vuestros hermosos caminos, yo que he venido aquí como embajadora. Mis guardias los pusieron en fuga, pero resultaron muertos. Debo proseguir con mi misión, y debo vestirme como corresponde a una mujer de mi rango.

Retrocedió un poco.

—Perdón, mi dama —se inclinó—. Si puedo ayudaros de algún modo…

No me eché a reír. Y cuando abandoné la tienda vestía un recargado y escotado estilo de ropas que me había sorprendido cuando los vi en las mujeres con las que me crucé en mi camino a la ciudad.

—¿Embajadora… de dónde? —preguntó cuando me iba—. ¿Y ante quién?

—De Bird —respondí—. Y ante quien posea autoridad aquí.

—Entonces buscad al moreno más próximo. Porque ninguna persona blanca tiene ningún rango aquí en estos días, mi dama. Y todos los morenos de Nigumai creen que gobiernan.

Mi pelo rubio y muy claro atrajo algunas miradas por la calle, pero me dirigí a las caballerizas intentando ignorar a los hombres que me observaban, exhibiendo los altivos modales de las prostitutas de lujo de Mueller cuando desdeñaban a los hombres demasiado pobres como para ofrecerles sus servicios.

Aquélla fue la siguiente transformación. Hombre, mujer, ángel, y ahora prostituta. Sonreí. Ya nada podría sorprenderme a continuación.

Me desprendí de un anillo de platino y no recibí ninguna moneda a cambio, pero el carruaje que el encargado de las caballerizas se hallaba preparando me pertenecía. La capital de Allison se hallaba aún a muchos kilómetros de esta ciudad, y debía llegar a ella con estilo.

Hubo un retumbar de cascos de madera en la empedrada calle. Abrí la puerta de la caballeriza y miré afuera. Una docena de caballos se acercaba al paso por la calle, con un ruido ensordecedor. Pero mis ojos no se fijaban en los caballos. Miraba a los jinetes.

Eran tan altos como yo mismo… Más altos, en realidad; dos metros como mínimo. Y mucho más negros que todos los Cramer que yo hubiera visto. Su cara era estrecha, no ancha y aplastada como las de los negros que había conocido hasta entonces. Y cada uno llevaba una espada de hierro y un escudo claveteado con hierro.

Ni siquiera en Mueller equipamos a nuestros soldados con hierro hasta que llega la hora de la batalla. ¿Cuánto metal tenían los nkumaios?

El encargado de la caballeriza escupió.

—Morenos —dijo tras de mí.

Pero yo lo ignoré y salí a la calle, levantando un brazo en un saludo. Los soldados nkumaios me vieron. Quince minutos más tarde estaba desnudo hasta la cintura y atado a un poste en el centro de la ciudad. Llegué a la conclusión de que ser una mujer no era en absoluto recomendable. Cerca de ahí ardía un fuego, y en él enrojecía un hierro de marcar.

—Quédate quieta —dijo el capitán de la tropa con un tono melifluo y educado—. Sabías que era de suponer que debías quedar registrada hace tres semanas. No te va a doler.

Lo miré furiosamente.

—Suéltame de este poste o lo pagarás con tu vida —dije; me costaba mantener alto y femenino el tono de voz, y sonar como si mi amenaza fuera tan solo una bravata cuando de hecho estaba seguro de que podía matarlo en apenas tres minutos solamente teniendo mis manos libres… Cinco, si seguían atadas.

—Soy una embajadora —dije por duodécima vez desde que me habían atrapado—. De Bird…

—Eso es lo que dices —respondió suavemente, e hizo una seña al soldado que estaba calentando el hierro de marcar.

Yo no estaba seguro de si debía someterme o no… Así que dejé que mi instinto tomara el control. En Mueller marcamos tan solo a las ovejas y a las vacas. Incluso nuestros esclavos quedan sin marcar. De modo que cuando el sonriente nkumaio vino hacia mi estómago con el hierro al rojo por delante, lo pateé en las ingles con la fuerza suficiente como para castrar a un toro. Gritó. Observé brevemente que la patada había desgarrado mi falda. Luego el capitán me golpeó la cabeza con el plano de su espada y perdí el conocimiento.

Recobré la conciencia en una habitación oscura sin ninguna ventana…, apenas un pequeño agujero en el techo para dejar pasar la luz, y una pesada puerta de madera. La cabeza me dolía vagamente, pero podía afirmar que mi cuerpo se había cuidado de reparar cualquier daño que se le hubiera podido infligir. Aún seguía vestido como antes, o sea desnudo hasta la cintura pero todo lo demás cubierto…, lo cual constituía un alivio, puesto que un examen más atento de mi cuerpo habría destruido completamente mi historia de ser una embajadora del gobierno matriarcal de Bird.

La puerta se abrió chirriando sobre sus pesados goznes de madera, y un hombre negro con ropas blancas penetró en la habitación.

—Por favor, sígueme —dijo.

No tuvo que repetirlo.

Me proporcionó una larga túnica, que me puse inmediatamente. La prefería a las llamativas ropas de Allison que había estado llevando. Me sentía más a gusto ahora, y menos vulnerable. Y le dije:

—Exijo ser liberada.

—Por supuesto —respondió—, y espero que prosigas tu viaje a Nkumai.

—Eso lo dudo —dije.

—Me lo temía, pero te suplico que perdones a nuestros ignorantes soldados. Nos sentimos orgullosos de nuestros conocimientos en Nkumai, pero sabemos muy poco acerca de las naciones que hay más allá de nuestras fronteras. Y los soldados evidentemente, saben aún mucho menos que nosotros.

—¿… nosotros?

—Yo soy un profesor —dijo—. Y he sido enviado a solicitar tu perdón y a rogarte que prosigas tu camino hasta nuestra capital. Cuando el capitán pidió autorización para matarte por haber mutilado a uno de nuestros soldados, nos dijo que pretendías ser una embajadora de Bird. Para él la idea de una mujer como embajador es un absurdo. Pertenece a los niveles sociales más bajos, donde el auténtico potencial de las mujeres no siempre es reconocido. Pero yo sabía que Bird está gobernado por mujeres, muy competentemente, tengo entendido. Y me di cuenta de que tu historia era probablemente cierta.

Sonrió y abrió las manos.

—No puedo esperar haber reparado completamente lo que nuestro soldado, en su ignorancia, hizo. Por supuesto, ya ha sido ejecutado.

Asentí. Aquello era lo menos que podían hacer.

—Y ahora, te suplico que me permitas escoltarte a Nkumai, donde estoy seguro de que podrás presentar tu embajada al rey.

—Me pregunto si nuestro deseo de obtener una alianza con Nkumai era sensato después de todo —dije—. Creíamos que erais un pueblo civilizado. —Pareció apenado.

—No tanto —respondió—. No somos civilizados. Pero al menos intentamos serlo, que es más de lo que se puede decir de muchos pueblos aquí en el este. En el oeste, estoy seguro, las cosas son distintas.

Asentí afablemente. Y luego acepté su invitación. Para bien o para mal, iba a intentar completar mi misión y descubrir qué cuernos estaban vendiendo al Embajador que les proporcionaba hierro en cantidades mucho mayores de las que nunca nos habían procurado nuestros excedentes corporales.

Y mientras montábamos en su carruaje y emprendíamos el camino en dirección al este, hacia Nkumai, tuve la desagradable sensación de que estaba siendo atrapado en un torbellino, de modo tan complejo que era absorbido irrevocablemente; no podía salirme de él.

Los blancos árboles de Allison fueron desapareciendo gradualmente para dejar paso a otros más altos, mucho más…, que se erguían directamente hacia el cielo centenares y centenares de metros. El camino serpenteó entre árboles gigantescos que hacían que incluso los de Ku Kuei parecieran pequeños. Nos detuvimos dos veces para dormir a lo largo del camino, y luego, al mediodía del tercer día, el profesor nkumaio indicó al conductor que se detuviera.

—Hemos llegado —dijo.

Miré a mi alrededor. No alcanzaba a ver ninguna diferencia entre ese lugar y cualquier otra parte del bosque.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—En Nkumai. La capital.

Y entonces seguí su mirada hacia arriba, y vi el más increíble sistema de rampas, puentes, y edificios suspendidos de los árboles, extendiéndose tan lejos como podía ver hacia arriba y hacia los lados, en todas direcciones.

—Inexpugnable —comentó.

—Completamente —respondí. No hice ningún comentario acerca de que un buen fuego podía terminar con todo aquello en media hora. Me alegré. Porque casi inmediatamente se produjo una terrible lluvia, que en pocos instantes nos empapó y llenó el carruaje con ocho centímetros de agua. El nkumaio no hizo ningún esfuerzo por protegerse, y yo tampoco.

Tras unos escasos minutos la lluvia se interrumpió, y él se volvió hacia mi, sonriente.

—Esto ocurre casi cada día, a menudo dos veces al día. Si no fuera así, deberíamos temer al fuego. Pero tal como son las cosas, nuestro único problema es disponer de algo de turba suficientemente seca como para hacer fuego para cocinar.

Le devolví la sonrisa y asentí.

—Entiendo que este debe ser un problema —el suelo se había convertido en un barro de quince centímetros de profundidad, pero hallamos una escalerilla de cuerdas y lo abandonamos. Iba a tardar semanas en volver a tocarlo.