Había soportado tener cuatro brazos, una nariz extra, y dos corazones latiendo sin cesar antes de que el cirujano me pasara bajo su bisturí para eliminar los excesos. Pero aún podía pretender que eran simplemente cosas de la adolescencia, tan sólo los extraños desórdenes químicos que podían hacer pensar a un Mueller normal en configuraciones regenerativas. Esta pretensión terminó cuando empecé a desarrollar un par de senos más bien voluptuosos.
—No son simplemente senos —dijo Homarnoch, el cirujano de la Familia—. Lo siento, Lanik. Son ovarios. De por vida.
—Quítamelos —dije.
—Es que volverían a crecer —dijo él—. Enfréntate a ello. Eres un regenerativo radical.
Pero yo no deseaba enfrentarme a ello. Nos habíamos seleccionado genéticamente para regeneración controlada… Para nosotros no era nada el perder una mano o un pie, o que nos arrancaran los ojos o nos extirparan la lengua. Volverían a crecer; y a medida que nos seleccionábamos nos volvíamos más efectivos, crecían de nuevo más aprisa.
Lo que nos aterraba era cuando la manipulación genética daba como resultado la regeneración radical. Partes del cuerpo crecían antes de que fueran necesarias. Y la prueba final de un regenerativo radical era el crecimiento transexual. En mi caso, los ovarios.
—Decirme eso, Homarnoch —le dije—, es como decirme que estoy muerto.
—Vamos, Lanik. Esto no es el fin del mundo —utilizó su tono de voz de «ánimo muchacho», y me palmeó la espalda El impacto hizo que mis senos bailotearan dolorosamente. Era un dolor que no solía experimentar, y lancé un gruñido.
—Lanik, quizá debieras…
Y empezó a sugerirme la adquisición de una cierta prenda interior. Imagino que mi rostro habrá reflejado, mientras él hablaba, lo que yo sentía al respecto, pues se detuvo.
—Lo siento —dijo simplemente—. Pero debo informar inmediatamente a tu padre.
Y se fue.
Me miré en el amplio espejo de la pared, donde mis ropas colgaban de una percha. Mis hombros seguían siendo amplios tras horas y días y semanas de ejercicio con la espada, la maza, la lanza y el arco; y más recientemente con el fuelle de la forja. Mis caderas seguían siendo estrechas gracias a las carreras y la equitación. Los músculos abultaban en mi estómago, duros y sólidos y viriles. Y allí, ridículamente blandos e incitantes, mis senos…
No los míos. Colocados sobre mí como una burla cruel, pero indudablemente sin que me pertenecieran. Tan extraños, de hecho, que mientras contemplaba mi torso desnudo inicié una erección, como cuando Saranna venía a mí por la noche.
Tomé mi cuchillo del cinturón que colgaba en la pared y apreté su afilada hoja contra mi pecho. El dolor fue demasiado… Corté apenas un par de centímetros de profundidad y me detuve. Hubo un ruido en la puerta. Me volví.
Una pequeña Cramer negra bajó la cabeza para evitar verme. Recordé que había sido capturada en la última guerra (que había ganado mi padre), y que por ello nos pertenecía de por vida; le hablé cariñosamente, pues era una esclava.
—Todo está bien, no te preocupes —le dije, pero ella no se relajó.
—Mi señor Ensel desea ver a su hijo Lanik. Dice inmediatamente.
—¡Maldito sea! —dije, y ella se arrodilló para recibir mi cólera. Sin embargo no la golpeé, solamente toqué su cabeza mientras me dirigía hacia mis ropas para vestirme. No pude evitar de ver mi reflejo al salir… Mi pecho bamboleándose arriba y abajo al ritmo de mis pasos.
La pequeña Cramer murmuró su agradecimiento cuando me iba.
Empecé a correr escaleras abajo hacia las habitaciones de Padre. A los tres escalones tuve que detenerme y apoyarme en la baranda hasta que el dolor se calmó. Luego seguí bajando más lentamente. Vi a mi hermano Dinte al pie de las escaleras. Sonreía afectadamente, el más hermoso espécimen de botarate culomierda que hubiera producido nunca la Familia.
—Veo que has oído las noticias —dije, bajando cuidadosamente las escaleras.
—¿Puedo sugerirte que compres un corsé? —ofreció suavemente—. Te prestaría uno de Mannoah, pero te vendría demasiado pequeño.
Apoyé mi mano en mi cuchillo, y retrocedió unos pocos pasos.
—No debes hacer esto nunca más, Lanik —dijo Dinte, sonriendo aún afectadamente—. Ahora voy a ser el heredero; y muy pronto el cabeza de la familia, y lo recordaré.
Pasé junto a él hacia la habitación de Padre. Al pasar por su lado murmuró algo con voz sorda, como cuando uno llama a las prostitutas de la calle Hiwel. Sin embargo, no lo maté.
—Hola, hijo mío —dijo mi Padre cuando entré en su habitación.
—Podrías advertir a tu segundo hijo —respondí—, que aún sé cómo matar.
—Estoy seguro de que querías decir hola. Saluda a tu madre.
Levanté la vista hacia donde miraba él y vi a la Boñiga como los hijos de la primera esposa de Papá llamábamos con todo nuestro afecto a la Número Dos, que había ascendido a la posición de mi madre cuando ella murió de un extraño y repentino ataque al corazón. Padre no creyó que fuera extraño y repentino, pero yo sí. El nombre oficial de la Boñiga era Ruva; era una Schmidt, y había formado parte de un convenio que incluía una alianza, dos fuertes, y aproximadamente tres millones de acres. Nos veíamos obligados por la costumbre, la ley y la cólera de Padre a llamarla madre.
—Hola, Madre —dije fríamente. Ella se limitó a exhibir su dulce, gentil, asesina sonrisa, y revolvió el pelo a un feo muchacho de rizada cabeza que de algún modo le había hecho mi padre.
—Bien, Lanik, hijo mío —dijo Padre—. Homarnoch me ha dicho que eres un regenerativo radical.
—Mataré a cualquiera que intente ponerme en los corrales —dije—. Incluso a ti.
—Algún día me tomaré en serio tus traicioneras afirmaciones, muchacho, y te haré estrangular. Pero puedes alejar de ti ese miedo, al menos. Nunca pondré a ninguno de mis propios hijos en los corrales, aunque sea un rad.
—Se ha hecho antes —observé—. He estudiado un poco la historia de la Familia.
—Entonces sabrás lo que va a pasar ahora. Ven aquí, Dinte —dijo Padre, y me volví para ver entrar a mi hermano menor en la habitación Fue entonces cuando perdí el control por primera vez.
Grité:
—¡Vas a dejar que ese estúpido medio asno arruine Mueller, especie de bastardo, cuando sabes condenadamente bien que yo soy el único del que se puede esperar que mantenga unido este endeble imperio cuando tengas la cortesía de morirte! ¡Espero que vivas lo suficiente como para verlo desmoronarse por completo!
Padre saltó en pie y rodeó la mesa hasta donde yo estaba. Esperé un golpe, me puse en tensión Pero en vez de eso puso sus manos en mi garganta, y sentí momentáneamente un miedo enfermizo de que finalmente cumpliera con su amenaza de estrangularme. Pero en vez de eso rasgó mi túnica, abriéndola, puso sus manos sobre mis senos, y los apretó brutalmente uno al otro. Jadeé de dolor y me aparté.
—¡Eres débil ahora, Lanik! —gritó—. ¡Eres blando y femenino, y ningún hombre de Mueller querrá seguirte a ningún lugar!
—Excepto a la cama —añadió Dinte lascivamente. Padre se volvió y lo abofeteó en el oído.
Cuando se volvió nuevamente hacia mí cubrí mi pecho con mis brazos como una virgen y pivoté sobre mis talones hasta encontrarme cara a cara con la Boñiga y su criatura de pelo rizado. Aún estaba sonriendo.
Y vi que sus ojos se desviaron de mi rostro a mis senos…
¡No mis senos!, grité en silencio. No míos, no una parte de mí…, y sentí un irresistible deseo de retraerme, se salir completamente de mi cuerpo, de dejarlo allí mientras yo me iba a otra parte, todavía un hombre, todavía un heredero con algo más que una esperanza de supremo poder, todavía un hombre, todavía yo mismo.
—Ponte una capa —ordenó Padre.
—Sí, mi señor Ensel —murmuré, y en vez de retirarme de mi cuerpo lo cubrí, y sentí la aspereza de la textura de la capa, dura contra mis tiernos pezones. Me quedé ahí y observé a Padre, que declaraba ritualmente mi condición de bastardo y proclamaba heredero a mi hermano Dinte, de aspecto alto y fuerte y rubio y hábil, aunque yo sabía mejor que nadie que su habilidad era simplemente una tendencia a ser astuto; su fuerza no iba acompañada por ninguna rapidez o destreza. Terminada la ceremonia, Dinte se sentó con toda naturalidad en la silla que durante años había sido mía.
Luego me inmovilicé de pie ante ellos, y Padre me ordenó que prestara juramento de fidelidad a mi hermano menor.
—Antes preferiría morir —dije.
—Ésa es la elección —dijo Padre, y Dinte sonrió.
Juré lealtad eterna a Dinte Mueller, heredero de las posesiones de la Familia Mueller, que incluían la heredad Mueller y los territorios que mi padre había conquistado: Cramer, Helper, Wizer y las islas Huntington. Hice el juramento porque evidentemente Dinte deseaba que me negara y muriera. Así, conmigo vivo, permanecería constantemente inquieto Me pregunté inútilmente cuántos guardias apostaría alrededor de mi cama esa noche.
Pero yo sabía que no intentaría matarlo. Deshacerme de Dinte no me pondría en su lugar; tan sólo significaría que la larva de cabeza rizada de la Boñiga terminaría heredando. Un rad como yo no podía esperar gobernar nunca en Mueller. Además, los rads raramente pasaban de los treinta y cinco años, y era ilegal para nosotros cruzarse con los humanos superiores. Sentí una aguda punzada al pensar en lo que sería de la pobre Saranna. Ahora le quitarían el niño y lo destruirían. Y ella se vería convertida en la concubina de un paria, en vez de ser la potencial primera esposa del padre de la Familia.
—¿Veo dagas en tus ojos, Lanik? —preguntó Padre.
—Nunca, Padre.
—Veneno entonces. O aguas profundas. Creo que mi heredero no estará seguro contigo en Mueller.
Lo miré airadamente.
—El peor enemigo de Dinte es él mismo. No necesita mi ayuda para terminar en desastre.
—Yo también he leído la historia de la Familia —dijo Padre—, y te enviaré en embajada a fin de tener una esperanza razonable de que Dinte habrá de mantenerse vivo.
—No tengo miedo de él —dijo Dinte despectivamente.
—Entonces eres un estúpido —dijo Padre secamente—. Con tetas o sin tetas, Lanik es demasiado rival para ti, muchacho, y no voy a confiarte mi imperio hasta que demuestres que eres como mínimo la mitad de inteligente que tu hermano.
Dinte guardó silencio, pero supe que mi padre había escrito mi sentencia de muerte en la mente de su heredero. ¿Deliberadamente? Pensé que no.
—¿Qué embajada? —pregunté.
—Nkumai —respondió.
—Un reino de salvajes negros que viven en los árboles, allá a lo lejos, al este —dije—. ¿Por qué debemos enviar embajadas a animales?
—No son animales —dijo Padre—. Utilizan espadas de metal en la batalla. Conquistaron Drew hace dos años. Mientras estamos hablando, Allison cae fácilmente…
Sentí que mi cólera aumentaba ante el pensamiento de que aquellos negros moradores de árboles sometían a los orgullosos talladores de piedra de Drew o a los salvajes jinetes de Allison.
—¿Por qué enviamos embajadas en vez de ejércitos? —pregunté con irritación.
—¿Soy un estúpido? —preguntó Padre como respuesta.
—No —respondí—. Si poseen metal duro, significa que han encontrado algo que el Mundo Exterior comprará. No sabemos cuánto metal tienen, no sabemos qué están vendiendo. Por lo tanto mi embajada no consiste en firmar un tratado, sino más bien en averiguar qué es lo que tienen para vender y cuánto es lo que el Embajador está pagando por ello.
—Muy bien —dijo Padre—. Dinte, puedes irte.
—Si se trata de asuntos del reino —dijo Dinte—, ¿no debería quedarme aquí para oírlos?
Padre no respondió. Dinte se puso en pie y se fue. Y luego Padre agitó una mano en dirección a la Boñiga y su crío, los que también abandonaron la habitación.
—Lanik —dijo Padre cuando quedamos solos—, Lanik, le pediría a Dios que hubiera algo que yo pudiera hacer…
Y entonces vi que sus ojos se llenaron de lágrimas, y me di cuenta con cierta sorpresa de que Padre estaba lo suficientemente preocupado como para sentir pena por mí. Aunque no por mí, después de todo. Por su precioso imperio, que Dinte no podría mantener unido.
—Lanik, nunca en los tres mil años de Mueller ha habido una mente como la tuya en un cuerpo como el tuyo, un hombre realmente apto para conducir a otros hombres. Y ahora el cuerpo está arruinado. ¿Podrá la mente seguir sirviéndome? ¿Podrá el hombre seguir amando a su padre?
—¿El hombre? Si me encontraras en la calle desearías llevarme a tu cama.
—¡Lanik! —gritó—. ¿No puedes creer en mi aflicción? —y sacó su daga dorada, la levantó muy alto y luego se atravesó con ella su mano izquierda, clavándola sobre la mesa. Cuando extrajo el arma la sangre surgió a borbotones de la herida, y se pasó la mano por su frente, cubriendo su rostro con sangre. Luego se echó a llorar, mientras la hemorragia se detenía y el tejido cicatrizante se formaba sobre la herida.
Me senté a observar el rito de su aflicción. Permanecimos en silencio excepto por su pesada respiración hasta que su mano quedó curada. Entonces me miró con ojos apesadumbrados.
—Aunque esto no hubiera ocurrido —dijo—, te habría enviado a Nkumai. Durante cuarenta años hemos sido los únicos poseedores de metales duros en nuestro planeta. Nkumai es ahora nuestro único rival, y no sabemos nada acerca de esa Familia. Ve en secreto; si saben que eres de Mueller te matarán. No te dejarán vivo para asegurarse de que no has visto nada de importancia.
Me eché a reír.
—Eso era lo que ya había planeado.
Me devolvió una sonrisa. Luego sus ojos volvieron a llenarse de lágrimas y me pregunté si, después de todo, su amor no sería para mí.
La entrevista había terminado y me fui.
Supervisé los preparativos; hice que los caballerizos herraran y dispusieran mis caballos para el viaje, que las cocineras me prepararan provisiones, que los eruditos me trazaran un mapa. Cuando todo el trabajo estaba en marcha, abandoné el castillo propiamente tal y eché a andar por los corredores subterráneos que conducían a los laboratorios de Genética.
Las noticias se habían difundido rápidamente… Todos los oficiales de alto rango me evitaban, solamente los estudiantes estaban ahí para abrir las puertas y conducirme al lugar que deseaba ver.
Los corrales eran mantenido bajo profusa iluminación veintisiete horas al día. Miré a través de la alta ventana de observación a los cuerpos esparcidos por la suave hierba. Aquí y allá los cuerpos que se revolcaban levantaban nubes de polvo. Los estuve mirando hasta que la comida del mediodía fue distribuida en los comederos; todos iban desnudos. Algunos de ellos se parecían a los demás hombres. Otros tenían pequeñas excrecencias en varias partes de sus cuerpos, o defectos escasamente apreciables desde aquella distancia… Tres tetas, o dos narices, o dedos de más en manos y pies.
Y luego estaban aquellos listos para la recolección. Observé a una criatura que avanzaba pesadamente hacia el comedero. Sus cinco piernas no se movían a un tiempo, y agitaba torpemente sus cuatro brazos para mantener el equilibrio. Una cabeza extra colgaba inútilmente de su espalda, y una segunda columna vertebral surgía de su cuerpo curvándose como una serpiente chupadora que estuviera rígidamente aferrada a su víctima.
—¿Por qué habéis dejado a ese tanto tiempo sin recolectar? —pregunté al estudiante que estaba a mi lado.
—Debido a la cabeza —dijo—. Las cabezas completas son muy raras, y no nos hemos atrevido a interferir con la regeneración hasta que estuviera completa.
—¿Obtenemos un buen precio por las cabezas? —pregunté.
—Yo no estoy en comercial —respondió, lo cual significaba que el precio era realmente muy elevado.
Miré al desmañado monstruo mientras forcejeaba para llevarse la comida a su boca con unos brazos que no le respondían adecuadamente. Me estremecí.
—¿Tenéis frío? —preguntó el estudiante, exageradamente solícito.
—Mucho —respondí—. Mi curiosidad ya está satisfecha. Me voy.
Y me pregunté por qué no estaba siquiera un poco agradecido de que al menos no tuviera que ir a los corrales. Quizá porque, si se me destinara a proporcionar partes extra al Mundo Exterior, me mataría. Pero tal como iban las cosas, y aunque no había forma de sustraerme al terrible conocimiento de mi pérdida, seguía hallándome de este lado del suicidio.
Saranna vino a mi encuentro en la sala de espera de los laboratorios de Genética. No pude evitarla.
—Sabía que te hallaría aquí —dijo—, por tu morbidez.
—Y estabas en lo cierto —dije, siguiendo mi camino.
Ella me sujetó por el brazo, se me colgaba, no me dejaba ir.
—¿Crees que esto representa alguna diferencia para mí? —gritó.
—Estás siendo indecorosa —siseé; algunas personas miraban embarazosamente al suelo, y los sirvientes empezaban a arrodillarse—. Haces que nos avergoncemos.
—Ven conmigo, entonces —dijo, y para evitar que causáramos más incomodidad a los demás en la habitación, la seguí. Mientras nos marchábamos podía oír las varas que azotaban las espaldas de los sirvientes por haber visto al alto linaje actuando de manera vulgar. Sentí los golpes como si cayeran sobre mí.
—¿Cómo has podido hacer esto? —le pregunté.
—¿Y cómo has podido tú permanecer ocho días alejado de mí?
—No ha sido tanto.
—¡Lo ha sido! Lanik, he oído las noticias, y ya sospechaba algo de ello. ¿Crees que me preocupa? ¿Crees que esto lo termina todo?
—Lo termina todo —dije.
—¡Entonces córtalos! —dijo.
—¡Soy un Mueller! —grité—. ¡Crecerían de nuevo en un semana!
—¡Lanik! —dijo ella, y luego me rodeó con sus brazos y apretó su cabeza contra mi pecho. Al sentir que su cabeza hacía presión contra unos suaves senos en lugar de la dura musculatura, la apartó por un momento y luego volvió a abrazarme más fuertemente aún.
Su cabeza en mi pecho me hizo sentir una emoción casi maternal. Deseé vomitar. La rechacé y corrí. Me detuve en un recodo del corredor y miré hacia atrás. Ella estaba traspasándose las muñecas y gritando, y la sangre goteaba sobre el suelo de piedra. Los cortes eran salvajes…, la pérdida de sangre la enfermaría durante días, con tal cantidad de laceraciones. Me fui. Regresé rápidamente a mi habitación.
Me tendí en mi cama, a mirar las delicadas incrustaciones de oro en el techo. Montada en el centro del oro había una sola perla de hierro, negra y amenazadora y hermosa. Por el hierro, dije silenciosamente. Por el hierro nos hemos transformado en monstruos; los Muellers «normales» capaces de curamos de cualquier herida, y los rads que serían como animales domésticos para vender sus partes extra al Mundo Exterior a cambio de más hierro. El hierro representa poder en un mundo sin metales duros. Con nuestros brazos y piernas y corazones y entrañas comprábamos aquel poder.
Pon un brazo en el Embajador, y en media hora aparece una libra de hierro en la oscilante y resplandeciente rejilla. Pon genitales vivos congelados en la rejilla, y serán reemplazados por cinco libras de hierro. ¿Una cabeza entera? Quien sabe qué precio.
Y con esa cotización, ¿cuántos brazos y piernas y ojos e hígados deberíamos entregar antes de tener suficiente hierro como para construir una nave estelar?
Las paredes se apretaban contra mí, y me sentía atrapado en Traición, nuestro planeta cuyas altas paredes de pobreza nos ataban dentro, nos mantenían separados del Mundo Exterior, nos hacían prisioneros con tanta seguridad como las criaturas de los corrales. Y como ellas, vivíamos bajo unos ojos que nos vigilaban. Las Familias competían locamente entre ellas a fin de producir algo (¡cualquier cosa!) que el Mundo Exterior pudiera comprar, pagando en metales preciosos como el hierro, el aluminio, el bronce.
Nosotros los Mueller habíamos sido los primeros. Los Nkumai eran los segundos, quizá. Una batalla por la supremacía, tarde o temprano. Y fuera de quien fuese la victoria, el pírrico premio sería unas pocas toneladas de hierro. ¿Sería posible edificar una tecnología sobre eso?
Me dormí como un prisionero, atado a mi cama por las inmensas esposas de gravedad de nuestro pobre planeta-prisión; empujado a la desesperación por dos protuberantes y atractivos senos que subían y bajaban regularmente. Me dormí.
Me desperté en la oscuridad de la habitación, con el raspante sonido de una penosa respiración. La respiración era la mía, y con un pánico repentino noté que tenía líquido en mis pulmones, y empecé a toser violentamente. Me lancé hacia el borde de la cama, esputando un oscuro líquido; cada esputo era una dolorosa agonía en mi garganta. Y cuando jadeé en el intento de recobrar la respiración me di cuenta de que el aire penetraba frío por mi garganta, no a través de mi boca.
Palpé mi cuello. Una enorme y profunda herida cruzaba mi garganta. Mi laringe había sido extirpada, podía sentir cómo las venas y las arterias empezaban a cubrirse de tejido cicatrizante en su intento por recobrarse, enviando a toda costa sangre a mi cerebro. La herida iba de oreja a oreja. Pero finalmente mis pulmones se vieron despejados de líquido, que entonces supe que era sangre, y permanecí tendido en la cama. Trataba de ignorar el dolor mientras mi organismo reparaba rápidamente la cuchillada.
De pronto me di cuenta que no lo hacía demasiado rápido. Quienquiera que hubiera intentado matarme (tan torpemente) volvería para asegurarse del resultado de su trabajo, y él (o ella… ¿Ruva?) no iba a ser tan descuidado la siguiente vez. Me levanté con la respiración silbando aún por la abierta herida de mi garganta. Al menos la hemorragia se había detenido; si me movía con cuidado, el tejido cicatrizante se desarrollaría gradualmente desde los bordes de la herida hasta cerrarla.
Salí al corredor. Nadie; pero los paquetes que había ordenado estaban apilados fuera de mi habitación, aguardando mi inspección. Los arrastré dentro. El esfuerzo causó una pequeña hemorragia, por lo que descansé un instante para que los vasos sanguíneos curaran de nuevo. Luego hice una elección del contenido de los paquetes y reuní los artículos más esenciales en un fardo. Mi arco y las flechas con punta de vidrio fueron las únicas cosas que tomé de mi habitación; llevando aquel único equipaje descendí precavidamente los corredores y escaleras hasta las caballerizas.
Cuando crucé el puesto de centinelas me sentí aliviado al ver que no había nadie para darme el alto. Unos pocos pasos más adelante comprendí lo que aquello significaba y me di vuelta, al tiempo que extraía mi daga.
Pero no era un enemigo quien estaba allí. Saranna jadeó al ver la herida de mi garganta.
—¿Qué te ha ocurrido? —gritó.
Intenté responder, pero mi organismo aún no había regenerado la laringe perdida, de modo que todo lo que pude hacer fue sacudir mi cabeza lentamente y apoyar un dedo sobre sus labios para que guardara silencio.
—¿Adónde vas? —preguntó, al ver mi fardo—. Sabía que te irías, Lanik. Llévame contigo.
Le di la espalda y me dirigí hacia mis caballos, atados a la barra del madherrero. Sus herraduras de madera golpeaban suavemente contra el suelo de piedra cuando se movían. Coloqué el fardo en el lomo de Himmler y ensillé al garañón Hitler para montarlo.
—Llévame contigo —suplicó Saranna. Me volví hacia ella… Aunque hubiera podido hablar, ¿qué podía decirle? De modo que no dije nada, solamente la besé y luego, puesto que debía irme en silencio y no podía esperar persuadirla de que me dejara ir solo, la golpeé secamente con el mango de mi daga en la nuca, y ella se derrumbó blandamente sobre el heno y la paja del establo.
Los caballos permanecieron tranquilos mientras los sacaba de las caballerizas, y no hubo ningún otro incidente mientras me dirigía hacia la puerta. El alto cuello de mi capa ocultó la herida de mi garganta cuando crucé las guardias. Esperaba a medias que me dieran el alto, pero no lo hicieron. Y me pregunté si realmente representaría mucha diferencia para Dinte el que yo estuviera muerto o abandonara Mueller. En cualquier caso yo no estaría ahí para conspirar contra él; y sabía que si alguna vez intentaba regresar, una legión de asesinos a sueldo me estarían aguardando a la vuelta de cada esquina.
Mientras montaba a Hitler y tiraba de Himmler a la débil luz de Disidencia, la luna rápida, casi me eché a reír. Solamente Dinte podía haber cometido la torpeza de fracasar tan estrepitosamente en su intento de asesinarme. Pero a la luz de la luna olvidé pronto a Dinte, y recordé tan sólo a Saranna, blanca en su pérdida de sangre por su aflicción por mí, yaciendo en el suelo del establo. Dejé las riendas flojas y metí mis manos bajo mi túnica para tocar mis senos y recordar así los suyos. Casi podía convencerme de que no me pertenecían.
Luego la luna lenta, Libertad, surgió por el este derramando una brillante luz sobre la llanura. Tomé de nuevo las riendas e hice que los caballos apuraran su marcha para que la luz del día me hallara lejos del castillo.
Nkumai. ¿Qué iba a encontrar allá?
¿Y a quién infiernos le importaba?
Pero yo era el obediente hijo de Ensel Mueller. Iría, observaría, descubriría lo que Mueller, con suerte, pudiera conquistar.
Tras de mí vi que en el castillo se encendían luces; las antorchas corrieron a lo largo de los muros. Habían descubierto que yo había partido. No podía contar con que Dinte fuera lo suficientemente brillante como para darse cuenta de que matarme sería inútil. Clavé las espuelas en los costados de Hitler. Emprendió el galope, y me sujeté a las riendas con una mano mientras con la otra intentaba mitigar el dolor que me producían las violentas pisadas del caballo al sacudir mi pecho, hasta que me di cuenta de que no sentía el dolor en él. Como tampoco en la herida de mi garganta. El dolor estaba mucho más profundo en mi pecho, y en lo más hondo de mi garganta, y lloré mientras me apresuraba hacia el este… No iba hacia el camino principal, como ellos seguramente supondrían, en conocimiento de mi misión; tampoco hacia los enemigos de los alrededores, que se sentirían felices de ofrecer refugio a un posible instrumento que les ayudara en su lucha contra el imperialismo de Mueller.
Fui hacia el este, hacia el bosque de Ku Kuei, en el que ningún hombre solía adentrarse, y donde ningún hombre pensaría en buscarme.