XXXXV

Lo sepultamos en diciembre, un día antes del comienzo del Festival de Invierno, en el jardín de su villa de las afueras de Roma. No tenía mausoleo, ni siquiera una piedra, pero eso no era importante: descansaba en suelo romano, no en el odioso y escarchado suelo de Tomi. Había sólo cuatro deudos, si deudos es la palabra adecuada para algo que era, a pesar de todo, una ocasión feliz: mi padre, Perila, la viuda y yo. Fabia Camila presenció la ceremonia con ojos ausentes, pero cuando terminé de bajar la urna en ese agujero angosto, ella arrojó un puñado de capullos de rosa secos. Rellené el agujero, puse el césped cortado encima y lo aplané con los pies.

—Descansa en paz, padre —susurró Perila junto a mí—. Has vuelto a tu hogar.

Regresamos a la casa entre las ramas desnudas del huerto.

—Escribió casi todos sus poemas en este jardín. —Perila sonreía, como si no viera un lúgubre día de diciembre sino el estridente color amarillo de los narcisos contra un cielo azul y despejado. Quizá era lo que veía—. Él lo habría aprobado. «Cada sitio tiene su propio sino».

Por el tono, adiviné que era una cita, pero yo no la conocía. Quizá un verso del propio Ovidio.

—¿Queréis cenar conmigo esta noche? —Mi padre apoyó una mano en mi hombro, la otra en el de Perila. Ella sonrió.

—Sí, padre.

¿Le respondí yo, o Perila? Ya no me acuerdo. En todo caso, no tenía importancia.