Pero el día aún no había terminado. Cuando llegué a casa, Batilo me recibió en el vestíbulo.
—Tienes una visita, amo —murmuró.
—¿Sí? —Me quité la capa y el manto y se los di—. ¿Y quién es?
—Me tomé la libertad de conducirlo a tu estudio. Pensé que preferirías hablar a solas.
La puerta del estudio estaba cerrada. Cuando la abrí, el hombre que estaba dentro se volvió.
Asprenas.
Quise echar mano de la daga que siempre llevaba en la muñeca izquierda, pero recordé que no la tenía encima. Habitualmente no llevas dagas cuando visitas el palacio. Asprenas reparó en el movimiento. Sonrió y meneó la cabeza.
—No, Corvino. Ahora estás a salvo de mí, máxime cuando has optado por manejar el asunto con sensatez. Todo ha terminado. Y si quisiera matarte, no escogería tu propia casa para hacerlo.
Sin apartar los ojos, me volví hacia la puerta.
—¡Batilo! Un poco de vino. Hablaré contigo más tarde. —Luego, a Asprenas—: No eres bienvenido aquí. Lárgate. Ya.
Cogió una silla y se sentó.
—No culpes al esclavo. Lo presioné un poco.
—Pues cometió un error. —Yo también me senté, lejos de él, por si las dudas. Además, no quería respirar el mismo aire que él, si podía evitarlo.
—Acabas de tener tu entrevista con la emperatriz.
—Sí.
—Y ella te dijo que nuestra intención era humillar a Varo, y por su intermedio al emperador.
Asentí.
—Me lo figuraba. Por cierto, me alegra que hayas optado por Livia en vez de Tiberio. Me libera de mis obligaciones.
Aferré los brazos de la silla, para impedir que mis manos temblaran de repulsión.
—¿Entonces qué quieres? Dímelo, y lárgate de mi casa.
Él sonrió.
—No quiero nada. Tengo todo lo que necesito, gracias. Pero pensé que merecías unas felicitaciones. Y quizá una aclaración final.
—¿Qué aclaración? Si es sobre lo que le hiciste a Varo, puedes ahorrarte el esfuerzo.
—Se trata precisamente de eso. —Se reclinó en la silla, totalmente a sus anchas—. Primero las confesiones. Sí, fui el intermediario de Livia ante Arminio. Sí, falsifiqué la carta que te mostramos. Eso no tendría que haber sido necesario, pero mi tío se negaba categóricamente a incriminarse por escrito. Y sí, fui totalmente responsable de los ataques contra tu persona y del secuestro de Perila Rufia. Sobre éstos, la emperatriz no sabía nada, aunque en tal caso lo hubiera aprobado. Sin embargo, no puedo dejarte con la impresión de que Livia es totalmente inocente… inocente de quince mil muertes, quiero decir. No soy tan altruista.
Llamaron a la puerta: Batilo con el vino. Le ordené que se fuera.
Asprenas se inclinó hacia delante.
—Corvino, ¿de veras crees que Livia no sabía lo que se proponía Arminio? Sí, los problemas en Germania habrían perjudicado a Augusto. Pero Livia no sólo quería perjudicarlo. Quería destruirlo.
No podía creerlo.
—¿Me estás diciendo que Livia quería una matanza desde el principio?
Asprenas sonrió.
—Claro que sí. Recibí órdenes antes de irme de Roma. Sin detalles, desde luego, sólo el plan general. También Arminio, aunque él actuaba por su cuenta, al igual que Livia.
—Te equivocas, Asprenas. Ni siquiera Livia es tan canalla.
Me estudió con la mirada.
—¡Piensa, muchacho! ¿No es obvio? Ella tenía que hacer algo porque su posición era cada vez más desesperada. Augusto había comprendido que lo estaban manipulando. Póstumo aún estaba con vida y era una amenaza creciente. Era preciso destruir a Augusto mientras ella aún ejerciera influencia sobre él.
—¿Y por qué no lo envenenó, como al resto de la familia? No me digas que tenía escrúpulos.
—No podía. Augusto aún no había reconocido formalmente a Tiberio como sucesor. Tenía que minar la confianza del emperador en sí mismo y asegurarse de que acudiera a Tiberio. Entiendes esa parte, ¿verdad, Corvino?
Recordé las anécdotas sobre la reacción de Augusto cuando la noticia de la matanza llegó a Roma. De noche se despertaba gritando.
¡Quintilio Varo, devuélveme mis legiones!
—Sí, entiendo esa parte.
—¿Entonces me crees?
—No sé. —Sacudí la cabeza—. Ya no sé qué pensar.
Se levantó.
—Me crees. Tienes que creerme, porque es la verdad.
—¿Estás dispuesto a jurarlo?
Enarcó las cejas, sorprendido.
—Si lo deseas.
—¿Significaría mucho si lo hicieras?
—No gran cosa, pero lo haré si insistes.
Sentí un nudo en la garganta.
—Fuera de mi casa, Asprenas. Lárgate.
Se encogió de hombros y se giró, se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.
—Me alegra no haber logrado matarte, Corvino. No soy un asesino. Al menos, no a sangre fría. Con una vez fue suficiente.
—¿Una vez? —dije, y luego recordé a Davo, tendido con un tajo en la garganta bajo una pila de grano. Conque había sido el mismo Asprenas. Me sorprendió que me lo confesara.
—Por cierto —continuó Asprenas, siempre sonriendo, y totalmente relajado—, no somos muchos los que conocemos la historia de Varo, y somos un grupo privilegiado. La emperatriz tiene que tratarnos bien. Hoy día no tiene mucha influencia sobre su hijo, pero aún puede conseguir un par de favores. Vas por buen camino, muchacho.
Apreté los puños, pero ni siquiera quería tocar a ese cabrón.
—No me interesa la política, Asprenas —dije—. No la que tú practicas, al menos.
—Es tu deber, hijo, tu deuda con el estado. No olvides que te lo advertí.
Cerró la puerta en silencio. Cuando se fue, pedí a los esclavos del baño que me frotaran hasta escocerme la piel. Luego me emborraché.