Sólo eso. Una simple negativa, la respuesta de último recurso de alguien totalmente culpable. Si me quedaba alguna duda de que yo tenía razón, eso la eliminaba. Había pillado a esa zorra, y ambos lo sabíamos. El músculo acalambrado de mi pierna se calmó de pronto.
—Muy bien, excelencia —continué—. Entonces te lo diré yo. La solución es sencilla. Asprenas no fue castigado por su participación en el complot porque Augusto no sabía que él estaba implicado. Silano no lo mencionó. Le habías ordenado que no lo dijera, porque Asprenas era necesario para otra cosa. ¿O me equivoco? —Hice una pausa para escuchar una respuesta que no recibí, y luego añadí suavemente—: Pero Silano, lamentablemente, no era la única persona que conocía la participación de Asprenas, ¿verdad? Había alguien más a quien no podías dar órdenes. No era de los tuyos. Un testigo neutral, un amigo personal de Julia que conocía a Asprenas de vista y sospechó lo que ocurría. —Silencio, total y absoluto. Tuve la sensación de estar caminando sobre cristal—. ¿Cómo lo averiguó Ovidio, excelencia?
Creí que no respondería, pero al fin lo hizo: seca y clínicamente, con una voz despojada de emoción.
—Fue de visita por casualidad, con un libro que Julia quería, y vio que Asprenas y Paulo salían juntos del estudio. No conozco los detalles, pero sé que los dejaban mal parados.
—Así que después de luchar con su conciencia, como buen ciudadano decidió denunciar lo que había visto. Pero no llegó a presentar la denuncia, porque habló con la persona equivocada.
—Vino al palacio poco después —declaró Livia sin inmutarse—. Como el emperador estaba ocupado, fue fácil hacerlo traer ante mí. No reparó en su error, desde luego. Hasta mucho tiempo después.
—Así que hiciste que lo echaran de Roma, y pronto. Y para siempre. No podías correr el riesgo de que el emperador asociara el nombre de Asprenas con la idea de conspiración. Y si Ovidio hubiera estado aquí cuando llegó la noticia del desastre en Germania, habría sumado dos más dos y habría ido de vuelta al palacio. Esta vez para ver a Augusto.
—Ovidio era un mentecato.
Sacudí la cabeza.
—No, excelencia. Era sólo un poeta implicado en una cuestión política, haciendo lo que le aconsejaba su criterio.
—Un mequetrefe bienintencionado puede causar mucho más daño que un enemigo consciente. Tú, Corvino —casi sonrió—, lo comprenderás mejor que nadie.
Pasé por alto el sarcasmo.
—Así que hablaste discretamente con Augusto. Júpiter sabrá qué le dijiste: que Ovidio mismo se acostaba con Julia mientras recitaban poemas pornográficos; que en secreto practicaba todo tipo de perversión y más valía que estuviera muerto. Y el emperador, que en el mejor de los casos no simpatizaba con Ovidio ni con su poesía, te creyó. O quizá no le dio importancia.
Livia arqueó la boca.
—¡Oh, sí que le dio importancia, joven! En el fondo, mi intachable esposo era un libertino hipócrita y frustrado que castigaba los vicios ajenos precisamente porque eran los suyos. El Ovidio que le mostré a Augusto era su yo secreto, realizando los actos que él habría realizado si hubiera tenido el coraje. ¿Qué podía hacer el pobre tonto sino exiliarlo?
Un dedo de hielo me rozó la espalda. Había vislumbrado el auténtico rostro de Julia, y supe que lo más peligroso que podía hacer era permitirle saber que me lo había mostrado.
—Hablemos de Germania, excelencia —dije.
No respondió, pero noté que se envaraba.
—Las provincias fronterizas eran responsabilidad de Augusto. Él fijaba las normas, y era él quien se llevaba la palma o sufría las críticas. ¿No es así?
—Sí.
¿Era mi imaginación, o también ella empezaba a demostrar nerviosismo?
—De modo que si alguien quería abochornar al emperador, las fronteras eran el sitio ideal.
Tampoco hubo respuesta, pero su expresión se endureció bajo el grueso maquillaje.
—Pues bien, ¿qué frontera escogerían? Olvidemos las provincias meridionales. Partia mantiene la cabeza gacha actualmente, así que el este también queda descartado. El Danubio es posible, pero ése es el coto de Tiberio, y la persona que tengo en mente no querría enredarlo a él, y menos después de la revuelta iliria. —Tampoco hubo respuesta, pero vi una huella de humedad en el maquillaje apisonado de la frente—. Nos queda Germania, excelencia. Y Germania es perfecta porque Augusto es responsable de ella en todos los aspectos. Él toma las decisiones políticas, asigna las legiones, escoge al gobernador. Y si algo sale mal, tu hijo Tiberio está cerca para salvar la situación. ¿Tengo razón?
—Corvino, te juro…
Esperé, pero no dijo nada más. Su boca se había cerrado como una almeja.
—¿Quieres seguir tú, excelencia?
—No. —La humedad de la frente había formado una perla de sudor que trazaba un surco en el maquillaje—. Adelante.
—Muy bien. —Cambié de posición, y la silla crujió como si frotaras huesos viejos—. Hablemos de Varo, pues. Fue nombrado comandante de Germania por sugerencia tuya, ¿verdad?
—Varo era el candidato natural. Era un administrador competente con vasta experiencia militar, leal a mi esposo…
—Eso no responde la pregunta.
Sus ojos centellearon.
—Te lo he dicho, Corvino. Era el candidato natural. Eso es suficiente.
—Claro que era el candidato natural, pero no por los motivos que has dado. Elegiste a Varo porque era totalmente corrupto en lo referente al dinero, y porque su sobrino era Nonio Asprenas. —Su boca estaba cerrada como una trampa de hierro—. Cuando llegaran a Germania, Asprenas debía alentar la codicia del viejo, encargarse de que se ganara la inquina de los nativos, incluso que se expusiera a una denuncia por mala administración. Pero eso no bastaba para tus propósitos, ¿verdad? Necesitabas algo que fuera un auténtico sopapo para el emperador. Necesitabas a Arminio.
Silencio. Sus ojos me taladraron a través de la blancura del maquillaje. Continué.
—Arminio era oro puro. Ambicioso, dúplice como Jano, un actor nato y un embustero nato. Educado en Roma, formado en Roma. Viable. Asprenas sería el chulo, los presentaría a ambos, procuraría que ambos terminaran en la misma cama.
—Una imagen llamativa. Confío en que hables metafóricamente.
—Por suerte para él, esa parte resultó ser fácil. Varo vio en Arminio una cualidad que siempre había respetado pero nunca había tenido: fervor. Varo lo confundió con fervor por Roma, pero eso se debió a su mal criterio y a la buena actuación de Arminio, y cuando llegó el momento desequilibró la balanza, porque el viejo quería creer que Arminio era de fiar. —Hice una pausa—. Así pues, cuando Varo llega a Germania está bastante ablandado. Arminio lo aborda y le cuenta un cuento de hadas sobre la creación de un reino títere entre el Rin y el Elba…
—No es ningún cuento de hadas. El concepto era bastante sólido. Y necesitábamos un cambio de política.
—Seguro, si tú lo dices. Sea como fuere, Arminio le ofrece a Varo una suculenta recompensa por su colaboración y Varo, que confía en sus motivaciones, acepta. La engañifa es bastante rentable, y ni siquiera le remuerde la conciencia. Luego viene el desenlace.
Livia se había tensado de nuevo. Entrábamos en un terreno sumamente delicado, y yo lo sabía.
—Arminio le dice a Varo que necesita un último favor: un fracaso militar para consolidar su ascendiente sobre las tribus. En su regreso a Vetera, debe permitir que le tiendan una celada en el Teutoburgo. Arminio lo atacará pero le permitirá retirarse con el ejército intacto. —Hice otra pausa y murmuré—: Sólo que ése no era el auténtico convenio, ¿verdad, excelencia? El ataque no sería la farsa que esperaba el viejo. Cuando Arminio acometiera, lo haría con todas sus fuerzas.
Al fin logré conmocionarla. La máscara se rajó por completo, y apareció la mujer asustada.
—¡Fue un error! —susurró—. ¡Queríamos una humillación, no una matanza!
—Seguro.
—¡Créeme! ¡Arminio juró que el ataque sería limitado!
Una operación limitada. Tuve ganas de vomitar en el suelo de mármol de esa arpía.
—Tres legiones —murmuré—. Quince mil hombres exterminados, sólo para que tu niño pudiera acercarse un paso más al trono. ¿Cómo logras conciliar el sueño?
Pero la máscara había vuelto a su sitio y la emperatriz había recobrado el aplomo.
—Uso zumo de amapola. Siempre lo he hecho —dijo—. Y en todo caso, las pesadillas son un precio bajo a pagar por la seguridad de Roma. Y hablando de precios, joven, ¿cuál es el tuyo?
Esta súbita pregunta me cogió por sorpresa.
—¿Mi precio?
—El precio de tu silencio.
—Nada, excelencia.
—¿Nada?
—Un puñado de cenizas. Tú dirías que no son nada.
Me escudriñó tanto tiempo que sentí el sudor en la frente. Luego dijo, en voz muy queda:
—Corvino, no incurras en la presunción de sermonearme sobre mis valores. Una carrera política no es nada, el dinero y las propiedades no son nada. Pero las cenizas de Ovidio significan mucho.
—¿Tanto lo odias, excelencia?
—Casi arruinó los planes que había trazado para mi hijo, mis planes para Roma. Si hubiera sido un político, podríamos habernos entendido, pero no lo era. Era un mequetrefe bienintencionado que no sabía negociar ni por asomo. Sí, odiaba a Ovidio. Y todavía lo odio. Lo habría hecho matar, pero Tomi era peor. —Se levantó, y por primera vez noté cuán menuda era; menuda y frágil. Podría haber extendido el brazo para partirla en dos como una rama podrida—. Tendrás tu puñado de cenizas, joven. Pero nunca creas que pagué un precio insignificante.
Yo también me levanté. Como respondiendo a una señal (¿ella habría dado alguna, de algún modo?), las puertas se abrieron a mis espaldas y el secretario esperaba para escoltarme.
—Adiós, Valerio Corvino —dijo Livia con envarada formalidad—. Veré de que se hagan los trámites pertinentes.
Me incliné y di media vuelta. Casi había llegado a la puerta cuando se me ocurrió algo más.
—Otra cosa, excelencia —dije—. Quiero a una muchacha. Ella me fulminó con la mirada y oí el brusco jadeo de alarma del secretario. Luego la emperatriz sonrió por primera vez.
—¿Cualquier muchacha, Corvino?
—Una muchacha especial. Ya sabes a quién me refiero.
—Sí. Sé a quién te refieres. Cuenta con ello.
Volví a inclinarme, y me marché.